Rodolfo Barra

Decretos de necesidad y urgencia. El caso «Rodríguez»

SUMARIO: I. Introducción. – II. «Porcelli», «Peralta» y la Constitución reformada. – III. La revisión judicial. – IV. El caso «Rodríguez» y la legitimación para accionar. – V. Conclusión.

I. Introducción
Desde los comienzos de nuestra organización constitucional el Poder Ejecutivo recurrió a la práctica del dictado de normas de contenido materialmente legislativo y cuya sanción correspondía al Congreso, de acuerdo con la distribución de competencias establecida en la Constitución Nacional, fundamentalmente en su anterior art. 67 y actual 75(1).
Estas normas fueron dictadas bajo la forma de decreto, que con el tiempo adoptaron la denominación, común en la doctrina y en el derecho comparado(2), de «decretos de necesidad y urgencia», haciendo referencia a las circunstancias, generalmente extraordinarias o excepcionales, que justificaban su dictado.
Precisamente fueron tales circunstancias de naturaleza especial las que provocaron, al compás de la crisis vivida en la Argentina en los últimos cincuenta años y que llegó a su expresión más explosiva en el final de la década pasada(3), una gran frecuencia en el recurso a este medio de excepción y por consiguiente una mayor necesidad de definir el instituto desde el punto de vista doctrinario y, especialmente, jurisprudencial.
Así en los últimos diez años se produjeron los primeros pronunciamientos de la Corte Suprema conteniendo un desarrollo doctrinal del tema. En 1994 la reforma constitucional introdujo el instituto en el art. 99 inc. 3º de la Constitución y, muy rápidamente dicha regulación constitucional obtuvo su primera interpretación (siquiera parcial, ajustada al caso planteado) por parte de la Corte Suprema.
Se trató, aquel último, del caso en el cual se impugnó la validez de un decreto de necesidad y urgencia (DNU) que reguló la privatización por concesión de un número importante de aeropuertos nacionales. La decisión de la Corte generó una fuerte polémica, fundamentalmente de contenido político y no jurídico, por la clara decisión de ciertos sectores partidistas de involucrar a la Corte -quizá para condicionar sus decisiones- en debates que deberían transcurrir por otros carriles.
Pero antes de analizar aquel interesantísimo fallo, veamos rápidamente si la reforma constitucional de 1994 incorporó modificaciones de importancia al planteo exclusivamente jurisprudencial relativo a los DNU.

II. «Porcelli», «Peralta» y la Constitución reformada
II.a. La jurisprudencia anterior a la reforma constitucional
En el año 1985 el Presidente Alfonsín dictó uno de los DNU más importantes, por su contenido y efectos, de los últimos tiempos: el dec. 1096/85 (Adla, XLV-B, 1151) por el cual se modificó nuestro signo monetario y su valor, a la vez que se alteraron genéricamente ciertas relaciones contractuales a través del mecanismo del denominado «desagio».
En la causa «Porcelli, Luis A. c. Banco de la Nación Argentina», del 20 de abril de 1989 (Fallos 312:555), la Corte, realizó dos afirmaciones de importancia: 1) el análisis de la constitucionalidad del DNU en cuestión, por la incompetencia del órgano emisor, carece de interés actual, ya que por el art. 35 de la ley 23.410 (Adla, XLVI-D, 4095) el Congreso le otorgó expresa ratificación; 2) la ratificación por el Congreso es incompatible con la afirmación de una deficiencia insalvable en razón del origen del DNU. Si bien la Corte fue muy parca en su aproximación al tema, de la lectura del fallo parece resultar que la ratificación legislativa sanea la posible incompetencia material en el dictado de la norma, cuestión que queda, entonces, fuera del alcance de la intervención de los tribunales. Es decir, la validez del DNU queda sometida a la autoridad del Congreso, sin que ello importe limitar el poder de revisión judicial en lo que hace al contenido del decreto, control al que puede quedar sujeto como ocurre con cualquier norma jurídica.
Poco tiempo después la Corte tuvo ocasión de explayarse un poco más sobre la cuestión. En «Peralta, Luis A. c. Estado nacional» (Fallos 313:1513) (La Ley, 1990-D, 131) el actor cuestionó la validez constitucional del DNU 36/90 (Adla, L-A, 58) -sancionado por el Presidente Menem- que provocó una profunda alteración en el régimen de retribución y pago de inversiones financieras, como medida de emergencia para atacar a la segunda ola de alta inflación que estaba padeciendo el país, como efecto todavía no neutralizado de la gran explosión hiperinflacionaria de mayo y junio de 1989.
En el Considerando 24) de la causa citada en último término, la mayoría de la Corte(4)afirmó: «Que, en tales condiciones (las de la causa «Porcelli», a la que la Corte hizo referencia en el Considerando anterior) puede reconocerse la validez constitucional de una norma como la contenida en el dec. 36/90 (el DNU cuestionado) dictada por el Poder Ejecutivo. Esto, bien entendido, condicionado por dos razones fundamentales: 1) que en definitiva el Congreso Nacional, en ejercicio de poderes constitucionales propios, no adopte decisiones diferentes en los puntos de política económica involucrados; y 2) porque -y esto es público y notorio- ha mediado una situación de grave riesgo social, frente a la cual existió la necesidad de medidas súbitas del tipo de las instrumentadas en aquel decreto, cuya eficacia no parece concebible por medios distintos a los arbitrados».
La Corte, como se ha visto, plantea tres requisitos para la validez constitucional del DNU (siempre en la exclusiva consideración de su origen, y no de su contenido): el primero es «la situación de grave riesgo social», que, a lo largo de extensamente fundado fallo, para el tribunal es una circunstancia capaz de poner en riesgo la unidad nacional, los mismos fines del Estado así definidos por el constituyente, o aún la supervivencia del Estado; el segundo es la adecuación del medio o procedimiento empleado (en lo formal y no sólo en su contenido) con relación a la eficaz respuesta a dicha situación: una medida súbita, sorpresiva, de gran rapidez en su decisión e instrumentación, a semejanza de lo ocurrido con la génesis del DNU 1096/85; el tercero se refiere a la participación del Congreso: estrictamente hablando la Corte no exigió la ratificación por parte del Poder Legislativo, sino sólo su tolerancia o aquiescencia. Que el Congreso «no adopte decisiones diferentes», exigió la Corte. Nótese que aun cuando en el Considerando 25) la opinión mayoritaria relata la existencia de decisiones legislativas posteriores al DNU 36/90 que importaban el reconocimiento de la existencia del decreto y la adopción de medidas coincidentes con el mismo (no su ratificación expresa), tal conducta del Legislativo fue considerada por la Corte sólo en cuanto significaron conocimiento y tolerancia respecto del decreto: «Esto implica -continúa la Corte en el Considerando 25), luego de reseñar aquellas medidas legislativas- que el Congreso Nacional ha tenido un conocimiento de modo y por un lapso suficientes de la situación planteada en autos, sin que haya mediado por su parte rechazo de lo dispuesto por el Poder Ejecutivo, ni repudio de conductas análogas por parte de aquél, que por el contrario ratifica».
Hasta aquí la doctrina de «Peralta» en la materia. Por supuesto que el fallo tiene una importancia enorme en lo que respecta a otras cuestiones diferentes, también discutidas en la causa: la admisión de la vía del amparo para cuestionar la constitucionalidad de leyes y decretos, luego receptada por el art. 43 de la Constitución Nacional, en la reforma de 1994(5), y la doctrina de la «emergencia» -en realidad, la parte central del fallo- aplicable tanto a las normas emanadas del Ejecutivo como del Congreso. Es decir, en el desarrollo de «Peralta» la doctrina de la «emergencia» no es un requisito para la validez de los DNU, sino para la validez de cualquier norma jurídica que, mediando un interés sustancial del Estado y siendo la norma de emergencia razonable y proporcionada a la situación que pretende enfrentar, avance sobre derechos patrimoniales, en las condiciones que el fallo establece, cuyo análisis y comentario son ajenos a este trabajo.
II.b. La cuestión en la Constitución de 1994
La reforma constitucional de 1994 siguió esta doctrina jurisprudencial, aunque con matices diferenciadores de gran importancia práctica.
El instituto de los DNU fue incorporado por el reformador constituyente dentro del art. 99 -atribuciones del Poder Ejecutivo- en su inc. 3º que, estrictamente, se refieren a las competencias colegislativas del Presidente: «Participa de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución -dice el primer párrafo de la norma- las promulga y hace publicar». De esta manera queda claro que la sanción de un DNU es, potencialmente, parte del proceso de formación de las leyes, con iniciativa en el Presidente, por cuanto, como veremos más adelante, es un medio con el que cuenta el Poder Ejecutivo para instar la sanción de una ley por parte del Congreso. Un medio de especial significación y fuerza ya que, frente al silencio del Congreso luego de sancionado de DNU, este es -continúa siendo- una norma jurídica, una disposición de «carácter legislativo», como lo califica la Constitución. Es decir, una ley en sentido material, de acuerdo con la habitual calificación doctrinaria(6).
El art. 99 inc. 3º realiza una afirmación tajante: «El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo». Pero inmediatamente después de esta terminante y severa prohibición, introduce la excepción y con ella regula el régimen de los DNU: «Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes … podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia…». Por tratarse de una excepción a la regla prohibitiva enunciada al principio, y por insertarse en el inc. 3º según lo comentado antes, queda claro que estos DNU son «disposiciones de carácter legislativo». Asimismo se excluyen de la excepción, por lo que quedan siempre alcanzadas por la prohibición general, las «… normas que regulen materia penal, tributaria(7), o el régimen de los partidos políticos…».
La norma constitucional establece dos requisitos sustanciales habilitantes para el dictado de un DNU: A) la razón de necesidad y urgencia, de naturaleza excepcional, en resolver una determinada situación política, social, económica o cualquier otra que precise de una respuesta legislativa y B) que aquella circunstancia de excepción imposibilite seguir «los trámites ordinarios» previstos para la sanción de las leyes, esto es el régimen, de naturaleza procesal, establecido en el Capítulo V de la Parte Segunda, Título Primero, Sección Primera, de la Constitución Nacional, «De la formación y sanción de las leyes».
A. Necesidad y urgencia excepcionales: En «Peralta», como ya vimos, la Corte exigía como requisito fundamental para la procedencia del DNU, la existencia de «una situación de grave riesgo social», que incluso es capaz de poner en peligro la propia unidad nacional. Para el constituyente de 1994, en cambio, basta con una situación de excepción, es decir no ordinaria o conforme al curso regular de los acontecimientos de la vida social. Hay, en el lenguaje de la Constitución, un menor dramatismo, que comporta naturalmente una menor dosis de exigencia a la hora de valorar la validez del DNU. Tal circunstancia excepcional puede ser de cualquier naturaleza y tener cualquier tipo de efectos sobre la situación colectiva, o aún particularizada de un grupo de personas o también, de una sola persona, ya que cuando «Peralta» exige la generalidad de los efectos de la medida de emergencia, esto lo hace para admitir la validez de la «emergencia» en cuanto tal -del instituto de la emergencia como limitante de ciertos contenidos de derechos patrimoniales- y no del DNU que puede tener un contenido «ordinario», es decir, puede afrontar una situación excepcional, urgente, con normas que no avancen sobre los alcances de los derechos constitucionales de los particulares. Recuérdese que la situación excepcional justifica el origen -por el órgano- de la sanción de la norma, y no su contenido. Puede haber leyes de «emergencia» -en la terminología de «Peralta», como también DNU de la misma naturaleza. Pero pueden sancionarse DNU, justificado en los términos de art. 99.3 de la Constitución Nacional, sin contenido de emergencia.
La situación de excepción debe precisar de una necesidad de ser resuelta con urgencia. Ya no se trata de una solución brindada a través una medida «súbita», como en «Peralta», que ronda el secreto, como el «Porcelli», sino simplemente de la rapidez en la adopción de la solución del caso.
B) Imposibilidad de seguir el trámite legislativo ordinario: El criterio del constituyente es sencillo y amplio: si nos encontramos ante un caso excepcional que requiere ser enfrentado con urgencia y, por cualquier razón -ya que el constituyente no distinguió- es imposible aguardar a la finalización del procedimiento constitucional para la formación y sanción de las leyes, el DNU queda habilitado. La imposibilidad es producto de la misma razón de urgencia, ya que puede ocurrir, siempre según las circunstancia del caso concreto, que la medida precisada, de aguardarse su sanción por el Poder Legislativo, sea tardía o inconveniente, o insuficiente para responder rápidamente a la necesidad. Por este motivo, en la economía del art. 99.3, el Poder Ejecutivo ha visto ampliadas sus atribuciones de colegislador, ya que puede instar la acción del Congreso (suponiendo que ésta se encuentre retrasada) a través del DNU, en tanto y cuanto éste requerirá de la aprobación legislativa expresa, aunque, como veremos, sin carácter suspensivo de los efectos del DNU en cuestión. Esta interpretación quedará confirmada cuando analicemos los requisitos procesales relativos a la validez del DNU.
Debemos detenernos en este punto a los efectos de comprender la verdadera naturaleza jurídica del DNU, conforme lo regula nuestra Constitución Nacional. Es decir, no en abstracto, sino en nuestro sistema concreto y en razón de sus efectos prácticos.
Hasta la reforma de 1994, el DNU quedaba reservado (sin perjuicio de abusos que pudieron haber ocurrido a lo largo de nuestra historia constitucional) a los casos en que era necesario enfrentar una «situación de grave riesgo social» con «medidas súbitas» -siempre según «Peralta»- ante las cuales el trámite parlamentario se presentaba como absolutamente inconveniente, ya sea por su demora natural, por su posible publicidad, por la complicación generada en los intereses inmediatos de partidos -naturales de la democracia, pero no admisibles frente al riegos de disolución social al que también hizo referencia «Peralta»- reflejados en la demora del debate en Comisión, o la presentación de proyectos alternativos llamados «tapón», ya que tienden sólo a obstaculizar la marcha del proyecto principal, o la negativa de dar quórum, etcétera.
Con la reforma la regulación se modificó con matices de gran importancia. Ante el mismo clima parlamentario (ya ocurrido o de previsible ocurrencia) el Poder Ejecutivo se ve obligado (necesidad) a enfrentar una urgencia social que tiene características excepcionales -no ordinarias- y para ello -y sólo en tales casos- bajo pena de «nulidad absoluta e insanable», la Constitución le permite dictar la norma y, al hacerlo, obligar al Congreso a tomar una decisión al respecto, positiva o negativa. De lo contrario, la consecuencia de una posible continuación de la inactividad del Congreso será la vigencia de la norma sancionada por el DNU. Hasta 1994, en cambio y según lo sugerido por la Corte, el DNU venía a paliar la crisis social y el Congreso quedaba con una situación de mayor pasividad. Aun cuando tanto «Porcelli» como «Peralta» hacen referencia al papel del Congreso y lo meritúan a los efectos del análisis de la validez del DNU -conocimiento de la medida, reflejado a la toma de posteriores decisiones legislativas que la suponen, falta de rechazo expreso o por la adopción de alguna ley contradictoria- no se encontraba regulada, como sí lo hace la Constitución de 1994, la obligación de un pronunciamiento expreso, hasta con plazos brevísimos para ello.
Por eso sostenemos que en el nuevo art. 99.3, el DNU no es sólo un recurso desesperado, para enfrentar una crisis social hasta amenazante de la misma unidad nacional. No sólo la Constitución no impone estos requisitos, sino que en realidad, coloca al instituto del DNU como parte del proceso de formación de las leyes, dentro de las competencias del Presidente como colegislador. Así, en realidad, y siempre que se trate de una situación de urgencia no ordinaria, el DNU es tratado por la Constitución más desde la perspectiva del Congreso que desde la óptica del Presidente. Este tiene, sin duda, la atribución, pero esa atribución es para forzar al Congreso a decidir -que no la tiene por otro camino en nuestro régimen constitucional- con la consecuencia, frente al silencio del legislador, de la plena vigencia del DNU con los efectos propios de una ley.
En el nuevo régimen constitucional, en consecuencia el Poder Ejecutivo tiene mayor libertad que antes para recurrir al remedio del DNU(8). Con ello fuerza la acción del Congreso, pero también queda sometido a ésta con una rigurosidad que ni «Porcelli» ni «Peralta» habían considerado.
Lo expuesto será mejor advertido al considerar los requisitos procesales del instituto, impuestos por el art. 99 inc. 3º de la Constitución.
A. Acuerdo general de ministros: El DNU debe ser decidido en «acuerdo general de ministros», los que deberán refrendarlos juntamente con el jefe de gabinete. Este «acuerdo general de ministros»(9)no se encuentra regulado por la Constitución, en lo que respecta a sus formalidades, aunque lo podría hacer una futura ley de ministerios. Mientras tanto, la existencia del «acuerdo» se expresa y formaliza con el refrendo conjunto, del DNU, por todos los ministros, incluyendo al jefe de gabinete, tal como lo exige la norma comentada, con los efectos generadores de responsabilidad solidaria que establece el art. 102 de la Constitución. Sin el requisito del refrendo colectivo, el DNU carece de eficacia, estando viciado de nulidad absoluta(10).
B. Sometimiento al Congreso: Si bien el DNU es vigente desde su sanción y publicación en el Boletín Oficial de la Nación, su validez queda condicionada al requisito de su presentación dentro de los diez días -debe interpretarse que son contados desde la sanción y no desde la publicación- al Congreso, para su examen por la Comisión Bicameral Permanente que la Constitución, en el mismo 99.3, crea al efecto. La presentación la debe efectuar el jefe de gabinete personalmente, siendo estos requisitos -la presentación en sí misma, su modalidad y el órgano encargado de hacerlo- esenciales para la validez del DNU. Naturalmente que cuando la Constitución exige que personalmente el jefe de gabinete presente el DNU al Congreso, no está exigiendo el acto físico, sin perjuicio que la presencia personal del jefe de gabinete pueda ser requerida por la Comisión Bicameral o por cualquiera de las Cámaras legislativas, para brindar explicaciones acerca de la medida tomada (art. 100 inc. 11). Se trata simplemente de que el «mensaje» de elevación debe ser firmado por el jefe de gabinete y enviado (es una interpretación lógica, aunque la ley que regule la materia podría establecer lo contrario) al Presidente de la Cámara con iniciativa para tratar el tema, o a la que el Ejecutivo quiera brindarle tal iniciativa en los casos en que la Constitución no identifique a la Cámara de origen. También la ley podría establecer la obligación de la remisión directa a la Comisión Bicameral, lo que es conforme con el tratamiento de urgencia que la Constitución le impone a la cuestión. La omisión del envío en término produce la nulidad absoluta y retroactiva del DNU, de pleno derecho, ya que la intervención legislativa en la tramitación del DNU, en las condiciones fijadas por la Constitución, es un requisito procesal esencial, que no puede ser salvado por una presentación tardía. La Constitución exige la rápida intervención del Congreso y esta es sólo posible si el Ejecutivo, a través del jefe de gabinete, cumple estrictamente con esta actuación en el plazo debido. En este caso se alterarán también las relaciones jurídicas que hubieran nacido al amparo del DNU durante estos primeros diez días, lo que es lógico ya que esta nulidad absoluta es distinta que la disconformidad del Congreso (que luego examinaremos) pues afecta a la condición de validez del DNU.
C. Comisión Bicameral Permanente: debe tener una composición que respete la » proporción de las representaciones políticas de cada Cámara», como lo establece el art. 99.3. Este órgano del Congreso es el mismo que debe analizar los decretos de promulgación parcial de las leyes, según el 99.13, que reitera, a la vez la obligación del jefe de gabinete de someter los DNU a la Consideración de la Comisión Bicameral. La Comisión es un órgano consultivo del Congreso, que debe dictaminar (despacho, entendiéndose que puede haber despacho por mayoría y otros por minoría) asesorando a los plenarios de cada Cámara acerca de la cuestión, dictamen que no es vinculante para éstas. La Comisión se debe expedir expresamente -para «su expreso tratamiento» dice la Constitución, aunque relativo a la decisión de las Cámaras- dentro del plazo de diez días.
En caso de incumplimiento, la Constitución no prevé sanción alguna. Se trata de un plazo indicativo, como todos los formulados al Legislativo, que el Constituyente estableció para indicar la extrema urgencia del tratamiento del DNU. Pero no hay sanción, ya que no resultaría posible, en la economía de la Constitución, establecerla para los legisladores. Mientras tanto el DNU continúa vigente ya que, al exigir la Constitución el «expreso tratamiento», ha eliminado toda posibilidad de decisión tácita acerca de la conformidad o disconformidad con el DNU. Incluso hacer aguardar la vigencia del DNU a la conformidad expresa de la Comisión Bicameral, o del Congreso, sería una interpretación contradictoria con el carácter de urgente de la medida, la que justifica, precisamente, su dictado. De todas maneras, nada impide que superado el plazo de diez días, cualquiera de las Cámaras (según las reglas de la Cámara de origen, que en la práctica sólo importan para la materia del «reclutamiento de tropas», ya que la tributaria está prohibida en lo que hace a su regulación por DNU) se avoque al tratamiento del tema, aún mediando silencio de la Comisión Bicameral, ya que se habría agotado el plazo imperativo que para su intervención obligada establece la Constitución. No es que la Comisión Bicameral pierda su competencia, en el supuesto que no exista avocación de cualquiera de las Cámaras, pierde su competencia exclusiva, lo que habilita la intervención directa -decisión discrecional- de aquéllas. En cambio, no podría esto ocurrir durante este plazo de diez días, ya que la Constitución impone aquí la actuación de la Comisión Bicameral, encontrándose esta constituida(11). Nótese que, existiendo urgencia en la consideración legislativa del DNU, si el Congreso así lo desea, el despacho de la Comisión y la decisión de los plenos de las Cámaras pueden ocurrir en el mismo día. La Comisión debe elevar su despacho, dentro del plazo antes señalado, «al plenario de cada Cámara …el que de inmediato considerarán las Cámaras». En la interpretación textual constitucional parecería que existe una intervención simultánea de ambas Cámaras, pero esto no puede ocurrir, ya que necesariamente debe existir una Cámara de origen y otra revisora, a los efectos del procedimiento del art. 81 en caso de mediar disconformidad entre la decisión de ambas Cámaras. La solución sería la misma, incluso, si se admitiera la tesis que afirma que la aprobación o rechazo del DNU puede hacerse por resolución, ya que la disconformidad pueda también aquí existir, lo que obligaría a aplicar, por analogía, el procedimiento del citado art. 81. En consecuencia, la Comisión Bicameral debe enviar el despacho a una Cámara, que actuará como Cámara de origen, lo que decidirá por mayoría o bien, de admitirse que el jefe de gabinete debe enviar el DNU al Presidente de una de las Cámaras, se encontrará obligada por esta decisión tomada en el seno del Poder Ejecutivo que no es repugnante con su atribución constitucional ordinaria relativa a los mensajes sobre proyectos de ley.
D. El tratamiento en plenario: La decisión sobre la aprobación o rechazo del DNU la debe tomar el Congreso por el pleno de ambas Cámaras. Esta es una decisión expresa, tal como lo señala el mismo art. 99.3 y resulta de la exigencia del art. 82 de la Constitución: «la voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta». De manera que no podría sostenerse que, por ejemplo en un determinado plazo fijado por la ley reglamentaria y frente al silencio del Congreso, el decreto quedase rechazado u aprobado. Una norma de este tipo sería claramente inconstitucional. El Congreso no tiene ningún plazo para expedirse, ni siquiera el indicativo que el constituyente utilizó para otros institutos, ni sanción alguna para el caso de silencio. Mientras tanto, el DNU continúa vigente.
E. La aprobación o rechazo: Debe distinguirse la aprobación o rechazo del DNU a los efectos del régimen del art. 99.3, de la norma derogatoria -incluso por contradicción- o modificatoria posterior. La aprobación no modifica en nada a la vigencia del DNU, que siempre es a partir de su sanción y publicación, aunque tiene -frente al mero silencio del Congreso- dos efectos prácticos de importancia: fortifica la seguridad jurídica, completando el proceso querido por el constituyente, es decir la manifestación expresa del legislador y, concordantemente, impide un rechazo posterior. Así el DNU podría ser sólo derogado o modificado por otra norma de jerarquía legal, u otro DNU si se dieran las condiciones que habilitan a su dictado. Nunca podría ser derogado o modificado por un decreto ordinario. Pero, debo recordar nuevamente, aunque nunca sea aprobado expresamente por el Congreso, el DNU rige con la plenitud de sus efectos. El rechazo plantea cuestiones más delicadas. No puede el Congreso sancionar un rechazo si ya aprobó el DNU, en este caso el rechazo sería inconstitucional ¿Puede rechazar sí, aunque no aprobó expresamente el DNU, sancionó leyes que lo suponen, es decir, que parten del presupuesto de su vigencia? Ya mencionamos que la aprobación, como el rechazo, debe ser expresa, por un acto -ya veremos de qué naturaleza- dirigido específicamente a tal finalidad. El rechazo posterior a una ley o a leyes que suponen la vigencia del DNU es válido y, según los casos, podría significar la derogación institucional de tales leyes, siempre que el rechazo tenga forma de ley. El rechazo puede tener diferentes contenidos, con efectos también distintos: a) por defectos formales sustanciales (falta de refrendo, falta de envío, envío tardío): en este caso el decreto padece nulidad absoluta cayendo retroactivamente sus efectos, sin perjuicio de las relaciones jurídicas de buena fe nacidas a su amparo; b) disconformidad con la valoración de la razón de necesidad y urgencia: también acarrea la nulidad absoluta del DNU con los mismos alcances; c) disconformidad con el contenido del DNU con conformidad o sin manifestación acerca de la razón de necesidad y urgencia: este caso es similar a los efectos de una ley derogatoria posterior -mediando o no aprobación- con efectos a partir de la vigencia de la nueva ley. También puede ocurrir que el DNU contenga, total o parcialmente, regulaciones relativas a las materias excluidas del instituto por el art. 99.3. Estas normas estarán siempre afectadas por una nulidad absoluta e insanable de pleno derecho, por lo que, en este caso, ni siquiera podrían estar protegidas las relaciones jurídicas de buena fe. Debe ser distinguida la ley derogatoria del rechazo. Este debe ser expreso y específico, con los efectos ya vistos. Si la ley del Congreso no rechaza, sino simplemente deroga, estamos simplemente frente al caso ordinario de una ley posterior derogatoria de otra anterior, pero no es el rechazo a los efectos del art. 99.3. ¿Cuál debe ser la forma de la aprobación o rechazo? Según el dictamen de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado ya citado, éste debe ser hecho por resolución de cada una de las Cámaras. Cabe disentir con tal criterio, ya que es inconveniente a los efectos prácticos y de seguridad jurídica. La aprobación o rechazo del DNU debe ser por ley. Es una ley ordinaria, con su tramitación y régimen de relación entre la Cámara de origen y la Cámara revisora, sanción y promulgación. Puede ser vetada total o parcialmente por el Poder Ejecutivo -como toda ley- con el régimen de insistencia del art. 83 de la Constitución Nacional. Este criterio puede ser contradicho de interpretarse de una manera textual rigurosa la redacción del art. 99.3 que, como ya vimos, parece habilitar el tratamiento simultáneo del DNU por cada Cámara. Sin embargo esta interpretación es antifuncional, ya que no resuelve el problema de la disconformidad entre las decisiones de las Cámaras -una aprueba y otra rechaza- al no existir el régimen de Cámara de origen y Cámara revisora. De esta manera la acción del Congreso quedaría paralizada -y el decreto siempre vigente, salvo una posterior ley derogatoria- lo que contradice la clara intención del Constituyente, que fue la de forzar al Congreso a expedirse. Una salida que el legislador podría dar a la cuestión es admitir el régimen de las resoluciones, incluso simultáneas, si éstas son conformes. En caso contrario, el tratamiento de la aprobación o rechazo debería tener el trámite ordinario legislativo, con Cámara de origen en el Senado (tradicionalmente considerada de mayor representatividad institucional) salvo la única excepción ya mencionada más arriba.

III. La revisión judicial
En el ya citado caso «Rodríguez» (La Ley, 1997-F, 884) la Corte realizó dos afirmaciones terminantes que aclaran este difícil aspecto del instituto. En el Considerando 23, el tribunal señaló: «… esa norma (se refiere al DNU) como integrante del ordenamiento jurídico, es susceptible de eventuales cuestionamientos constitucionales -antes, durante o después de su tratamiento legislativo y cualquiera fuese la suerte que corriese en ese trámite- siempre que ante un «caso» concreto …conforme las exigencias del art. 116 de la Constitución Nacional, se considere en pugna con los derechos y garantías consagrados en la Ley Fundamental». Es decir, el DNU puede ser cuestionado constitucionalmente por su contenido, y por el agraviado, siempre, aún antes de ser enviado al Congreso, o durante el trámite legislativo para su aprobación o rechazo, e incluso después de su eventual aprobación por el Poder Legislativo. Es que se trata de una norma jurídica, y como tal, puede ser confrontada con la Constitución -o con normas de mayor jerarquía, en el caso los tratados no incorporados a la Constitución mencionados al inicio del art. 75 inc. 22 o las normas del derecho de la integración, dictadas en consecuencia del derecho originario o tratados respectivos- a los efectos de desafiar su validez, respetando los restantes extremos que habilitan la revisión judicial de constitucionalidad. En este sentido, continuó la Corte: «Al respecto, resulta incuestionable la facultad de los tribunales de revisar los actos de los otros poderes -nacionales o locales- limitada a los casos en que se requiere ineludiblemente su ejercicio para la decisión de los juicios regularmente seguidos ante ellos. Porque entonces esa facultad se reduce «simplemente a un elemento integrante del poder de sustanciar y decidir un juicio en que el tribunal debe conocer», en uso de las atribuciones que la Constitución le otorga (261 U.S. 525, 544; sentencia del juez Sutherland, in re Adkins v. Children’s Hospital). Es decir, una reafirmación lisa y llana del principio tradicional del control difuso de la constitucionalidad de las normas jurídicas.
A la vez, en el Considerando 14) la Corte analizó el cumplimiento, por parte del DNU 842/97 (Adla, LVII-D, 4339) de los requisitos formales exigidos por la Constitución, encontrándolos satisfechos (Considerando 15). Esto parece indicar que el cumplimiento de tales requisitos formales es también susceptible de revisión judicial, lo mismo que con respecto a la no incursión del Poder Ejecutivo, a través del DNU, «en las materias taxativamente vedadas».
Pero en el mismo Considerando 15) la Corte realizó una importante aclaración: «De este modo (ya revisados los requisitos formales) atendiendo al texto constitucional plasmado por la reforma del año 1994, la norma referida sólo puede considerarse sometida al pertinente contralor del Poder Legislativo de la Nación, a quien corresponde pronunciarse acerca de la concurrencia de los extremos -de valoración política- que habilitan el ejercicio de la facultad excepcional del Poder Ejecutivo, así como de la oportunidad, mérito y conveniencia de su contenido».
De esta manera no sólo la oportunidad, mérito y conveniencia de lo decidido por el DNU escapan del control judicial (como ocurre con cualquier ley o decreto, salvo los casos extremos de irrazonabilidad manifiesta, para la doctrina que acepta este criterio) sino también la condición de la habilitación del ejercicio de la atribución presidencial -la excepcional razón de necesidad y urgencia- que es, según la Constitución, una cuestión de valoración política(12).
La solución dada por la Corte se ajusta al texto constitucional y al sentido común. Regulado el instituto por la Constitución de la manera en que ya lo hemos analizado, éste genera (además de su introducción en el ordenamiento jurídico) una relación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, que es de naturaleza institucional(13)y por definición, no justiciable. Que exista necesidad y urgencia en enfrentar normativamente una situación de la vida comunitaria, y que ésta, por razones excepcionales no pueda cumplirse a través de los procedimientos ordinarios, es una cuestión estrictamente política, sometida al debate democrático que el Congreso, de acuerdo con el 99.3, necesariamente debe realizar. No puede el Congreso ser sustituido, en este cometido, por el Poder Judicial. No puede la definición de la condición habilitante para el dictado del DNU quedar sometida (en nuestro régimen de control difuso de constitucionalidad) a sentencias quizás contradictorias, vinculadas con los casos concretos traídos a conocimiento de distintos jueces que deberán merituar diferentes datos circunstanciales. La aceptación o rechazo de la existencia de la necesidad y urgencia es una atribución privativa del Congreso. Así lo es claramente luego de la reforma de 1994, e incluso antes, si consideramos analógicamente lo afirmado en «Peralta» con respecto a la «emergencia». Esta también podía ser revisada judicialmente en su contenido y alcances, pero no en lo que hace a la declaración misma, que es siempre una atribución legislativa. El art. 99.3 de la Constitución Nacional instituyó un mecanismo equilibrado en el régimen del DNU. Le otorgó importantes atribuciones al Poder Ejecutivo, pero lo sometió totalmente a la decisión del Congreso. Este «totalmente» es también «exclusivamente» (en el punto analizado, no en cuanto al contenido, forma y materias del DNU) ya que de lo contrario podría la aprobación ser tachada judicialmente de inconstitucional por la inexistencia de la necesidad y urgencia. Si esto es así, también seria válida la alternativa contraria, cuando a un interesado concreto lo beneficiase la vigencia del DNU. Su rechazo por el Congreso, fundado en la inexistencia de la razón habilitante, podría ser cuestionado judicialmente, y concluir el juez de la causa en que la razón de necesidad y urgencia y la situación excepcional que impide aguardar la ordinaria tramitación legislativa, realmente existieron, invalidando el rechazo. El sistema sería a todas luces irracional. Por lo menos, se encuentra alejado del texto y sentido de la norma constitucional que, insisto, en el punto sólo quiso establecer un sistema de vinculación entre el Ejecutivo y el Legislativo, aumentando las atribuciones colegisladoras del primero y las atribuciones de control y de última decisión del segundo, y, sobre todo, forzando la decisión de este último.

IV. El caso «Rodríguez» y la legitimación para accionar
Esta última cuestión no se vincula para nada con el régimen de los DNU. En el punto -la legitimación para accionar- la Corte trató un tema ya reiterado en su jurisprudencia centenaria, y lo resolvió, con los matices del caso, de la misma manera como lo había hecho en sus constantes y coherentes precedentes. Tampoco se vincula, obviamente, con el tema de los DNU, la vía elegida por la Corte para entrar en el conocimiento del caso. También aquí el tribunal fue coherente con una reiterada, aunque excepcional, jurisprudencia de la última década. Sin embargo dedicaremos unas reflexiones a estas cuestiones estrictamente procesales porque los comentarios del caso -muchos superficiales o apresurados, algunos politizados- se han detenido sorprendentemente en estas materias tan trilladas, que no podían recibir -en el caso «Rodríguez»- otra solución y que hubieran debido conducir, por el contrario, a la más severa descalificación de las sentencias de las instancias inferiores por contradecir abiertamente la jurisprudencia inalterada de la Corte, con argumentos que, como veremos, superan a lo tolerable dentro de las opciones razonables de la interpretación jurídica.
El desarrollo del caso puede sintetizarse como sigue. El Gobierno nacional decidió otorgar en concesión la operación, mantenimiento y ampliación de un número determinante de aeropuertos nacionales e internacionales. Interpretando que tal decisión encontraba la declaración legislativa preexistente, entendió que no era indispensable suficiente apoyo en legislación calificando a la actividad como «sujeta a privatización» exigida por los arts. 8º y 9º de la ley 23.696 (Adla, XLIX-C, 2444); de Reforma del Estado. En realidad, se trató de un cambio de política ya que desde hacia más de un año atrás el Senado había dado sanción a un proyecto de ley en el mismo sentido, que se encontraba bloqueado en la Cámara de Diputados. Frente a un estado verdaderamente crítico del sistema aeroportuario, por la falta casi total de inversiones desde el año 1978, incapaz de satisfacer las exigencias de una explosiva creciente demanda, con graves problemas de seguridad y sin posibilidades de financiación estatal -por la política presupuestaria en definitiva decidida por el mismo Congreso- el inmediato y previsible colapso del sistema -en un área tan delicada- obligada a decidir remedios expeditivos.
Como ya se dijo, considerando que la posibilidad de otorgar la concesión contaba con suficiente apoyo legal, al margen de lo regulado en la ley 23.696, los decs. (simples) 375 del 24/4/97 y 500 del 2/6/97 (Adla, LVII-B, 1433; LVII-C, 2998), regularon la totalidad del procedimiento de concesión. Contra estos decretos, un grupo de legisladores -a los que luego adhirió el Defensor del Pueblo- plantearon una acción de amparo que tuvo acogida en las instancias judiciales ordinarias, con lo cual el proceso de privatización por concesión quedaba nuevamente paralizado. Sin consentir la sentencia de Cámara y alegando una situación excepcional de parálisis de la acción gubernamental e imposibilidad de enfrentar la cuestión de necesidad y urgencia por las vías legislativas ordinarias -que continuaban paralizadas- el Poder Ejecutivo sancionó el DNU 842/97, ratificando los anteriores y dando así cumplimiento a la exigencia de la ley declarativa de la necesidad de la privatización, que había decidido la Justicia. Para la sanción del DNU 842 se cumplieron todas las formalidades establecidas en el art. 99.3 de la Constitución, fue enviado al Congreso en tiempo y forma y hasta recibió la aprobación de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado (citada en nota 11). Contra este decreto, y mientras se desarrollaba el trámite parlamentario para su consideración, accionaron nuevamente los mismos legisladores, obteniendo de un Juzgado de primera instancia una medida cautelar suspendiendo los efectos del DNU en cuestión. Nuevamente con el procedimiento licitatorio interrumpido, el Poder Ejecutivo, a través del Jefe de Gabinete planteó una apelación directa ante la Corte Suprema de Justicia que, como ya vimos, fue admitida. La Corte resolvió dejar sin efecto la medida apelada por haber «sido dictada con ausencia de jurisdicción» (Considerando 23) con los fundamentos que luego analizaremos en detalle.
IV. a. La vía de acceso
La Corte admitió su intervención directa en el caso «Rodríguez» siguiendo una lógica jurisprudencial que ya había sido anunciada por los Ministros Nazareno y Moliné O’Connor (actuales Presidente y Vicepresidente del tribunal, respectivamente) en la causa «Dromi»(14), el famoso caso vinculado con la privatización de la empresa Aerolíneas Argentinas. En «Dromi» en realidad se había planteado lo que se conoce en nuestro medio como recurso «per saltum», ya que busca instar la intervención de la Corte Suprema frente a una decisión recurrible de un juez de primera instancia, saltando la intervención de la Cámara de Apelación.
Esta vía encuentra su antecedente en la práctica de la Corte Suprema norteamericana -el llamado «certiorari before judgement»- en una jurisprudencia inaugurada en 1897, años más tarde reconocida legislativamente y que lleva a la fecha más de 100 casos de aplicación concreta(15).
En nuestro medio fue planteada por primera vez, en una posición minoritaria por el Ministro Petracchi, en la causa «Margarita Belén»(16), donde en un conflicto de competencia entre dos Cámaras de Apelaciones se introdujo la posibilidad de que la Corte, frente a las circunstancias del caso, directamente resolviese la cuestión de fondo. En aquella oportunidad, 1 de setiembre de 1988, Petracchi sostuvo: «La existencia de aspectos de gravedad institucional puede justificar la intervención de la Corte superando los ápices procesales frustratorios del control constitucional confiado a ella. Se trata de condiciones pertinentes para la eficiencia del control de constitucionalidad y de la casación federal que la Corte debe cumplir, cuya consideración ha guiado tradicionalmente la interpretación de las normas que gobiernan la jurisdicción del tribunal». «Si las cuestiones sometidas al juicio de la Corte superan los intereses de los partícipes de la causa, de modo que conmueven a la comunidad entera en sus valores más sustanciales y profundos, es inadmisible la demora en la tutela del derecho comprometido cuya naturaleza requiere consideración inmediata: en el caso se investigan hechos relacionados con un presunto enfrentamiento entre elementos subversivos y fuerzas armadas y de seguridad de resultas del cual fueron muertos varios detenidos». «Corresponde, sin más, expedir pronunciamiento respecto de los puntos substanciales contenidos en el proceso llegado a la Corte en virtud de la contienda negativa de competencia trabada entre dos cámaras federales, si ello no importa la extensión de la competencia de la Corte a supuestos no previstos por las leyes reglamentarias de aquélla, sino solamente de la oportunidad en que ha de ejercitarse la jurisdicción inequívocamente acordada… (para evitar que el) aparente respeto a las formas procedimentales, termine produciendo la impotencia del propio órgano jurisdiccional al que aquéllas deben servir».
Pero fue en «Dromi» (6/9/1990) (La Ley, 1990-E, 97) donde la Corte, por el voto de cuatro de sus miembros(17), desarrolló la doctrina y su justificación histórica: la creación de las cámaras de apelación como instancia intermedia entre la justicia de primera instancia y la Corte, tuvo como finalidad facilitar la tarea de este tribunal, que sólo puede conocer en los casos en que la decisión recurrida no pueda ser revisada por tal instancia intermedia. Pero dicho mecanismo de resguardo para el buen funcionamiento de la Corte no puede significar un impedimento para la actuación del tribunal, en casos excepcionales y de suficiente gravedad, siempre en la órbita federal, donde la intervención expedita y definitiva de la Corte sea requerida para poner rápido término a la disputa. «Lo contrario -afirmó la Corte- importaría sostener que en las mismas normas tendientes a realzar la función jurisdiccional de la Corte, se halla la fuente que paraliza su intervención, precisamente en las causas en que podría ser requerida sin postergaciones y para asuntos que les son más propios» (Considerando 5). Por ello «… sólo en causas de la competencia federal, en las que con manifiesta evidencia sea demostrado por el recurrente que entrañan cuestiones de gravedad institucional -entendida ésta en el sentido más fuerte que le han reconocido los antecedentes del tribunal- y en las que, con igual grado de intensidad, sea acreditado que el recurso extraordinario constituye el único medio eficaz para la protección del derecho federal comprometido, autorizarán a prescindir del recaudo del tribunal superior, a los efectos de que esta Corte habilite la instancia promovida mediante aquel recurso para revisar lo decidido en la sentencia apelada» (Considerando 10). Así la Corte, en «Dromi», entendió directamente en una apelación de una sentencia de un juez de primera instancia que había paralizado el proceso de licitación para la privatización de la empresa Aerolíneas Argentinas(18).
Como ya fue dicho, en «Dromi» los Ministros Nazareno y Moliné O’Connor introdujeron un camino distinto para habilitar la intervención directa de la Corte que luego se convertiría en la jurisprudencia del tribunal. Dicho camino -que no excluye el denominado «per saltum» cuando corresponda y que se circunscribe sólo a cierto tipo de causas (como veremos)- se funda en lo dispuesto por el art. 24 inc. 7º del dec.-ley 1285/58 (Adla, LIII-C, 2543 -t.a.-), según el cual la Corte tiene a su cargo resolver los conflictos de competencia que se produzcan entre diferentes magistrados del país que no tengan un superior común, considerando que esa función encomendada al tribunal la obliga a decidir no sólo en un sentido positivo, es decir atribuyendo competencia a quien la tiene, sino también en un sentido negativo, o sea negando la competencia si la misma no existe. La Corte tiene a su cargo la obligación de preservar el correcto ejercicio de la función judicial y ello se extiende naturalmente a determinar cuando un tribunal es competente y cuando no lo es, aun cuando el conflicto se haya trabado con un órgano no judicial. De ello depende la independencia del Poder Judicial, pues tan amenazada se encuentra esta última cuando otro poder avanza sobre aquél, como cuando un órgano judicial ingresa en una zona que le es ajena.
En su voto en «Dromi» los jueces citados sostuvieron: «Que dado el carácter de esta última cuestión, no podía el juez abordar el objeto de la pretensión que le había sido sometida como un pedido de amparo, sin que ello implicara prescindir de un recaudo esencial para habilitar su intervención. Remitidas las actuaciones a este tribunal … el examen de estas circunstancias autoriza a pronunciarse al respecto, toda vez que se ha cuestionado los alcances y la existencia misma de las atribuciones exteriorizadas por el juez federal interviniente. Si bien la cuestión no aparece configurada como una contienda de las que, en condiciones normales incumbe a esta Corte decidir en ejercicio de las atribuciones que le confiere el art. 24 inc. 7º del dec.-ley 1285/58, lo cierto es que tal como ha sido planteada encierra en la realidad de los hechos un virtual conflicto fundado en el desconocimiento de la competencia de un magistrado. Con esta perspectiva, sin perjuicio de los efectos implicados en la solución a que se ha de arribar en definitiva, no resulta examinar si concurren los requisitos propios del recurso extraordinario, toda vez que esta no es la vía por la cual esta Corte asume su intervención en la causa. Por otra parte, de acontecer una cuestión institucionalmente grave (cuya existencia autorizaría al tribunal a superar excepcionalmente recaudos procesales -v. gr. Fallos: 246:237 (La Ley, 98-506)- incluso para el mencionado recurso, como lo señala el voto de la mayoría y que no existe en el presente caso) ella no residiría aquí en la naturaleza del asunto planteado, sino en la intervención de un magistrado del Poder Judicial de la Nación que, en abierto apartamiento de su competencia, ha alterado el equilibrio de funciones inherentes a la forma republicana de gobierno».
En este párrafo se encuentra el núcleo de la argumentación del voto concurrente, que luego como ya dije, se convertiría en la jurisprudencia reiterada del tribunal, en los casos excepcionales en los que le tocó aplicarla.
Como veremos, el tema en cuestión (tanto en «Rodríguez» como en «Dromi») era la falta de legitimación para accionar de los diputados actores, o más estrictamente, la inexistencia de una «contienda», «controversia», «causa» o «caso», en el sentido del art. 116 de la Constitución (que en el fondo es una cuestión de falta de legitimación, ya que sólo los legitimados pueden promover una causa, y sólo son legitimados si pueden plantear a un adversario derechos propios controvertidos por aquél) que conduce más que a la falta de competencia, a la falta de jurisdicción del juez ante el cual el falso caso se plantea. Pero en la especie, la inexistencia de causa deriva de la existencia de otra sede donde resolver la cuestión -en «Dromi» y en «Rodríguez» la sede era el mismo Congreso, del que los actores formaban parte, en los otros casos que luego mencionaremos, se presentaban distintas sedes- y por ello la cuestión es asimilable a un conflicto de competencia en los términos del art. 24.7 del dec.-ley 1285/58, donde la Corte debe resolver si existe la competencia judicial en sí misma, es decir, la jurisdicción judicial.
Así, en la causa «Antonio Erman González y otros» (Fallos: 313:1242) la minoría en disidencia en aquella ocasión (compuesta por los Ministros Fayt, Nazareno, Moliné O’Connor y Quintana Terán) intervino directamente invocando la misma norma y determinando el tribunal competente, aun cuando no se había planteado una cuestión o conflicto «judicial» de competencia.
Pero fue en el caso «Unión Obrera Metalúrgica c. Estado nacional(19)donde más claramente la Corte insistió con esta doctrina: «Que, en mérito a lo expuesto, aunque la cuestión de competencia no aparezca en términos formales y con todos los requisitos preciso es tenerla por configurada en el caso atento al explícito planteo del presentante -el cual más allá de su «nomen juris», importa denunciar la inexistencia de jurisdicción por parte del magistrado interviniente- y a razones de economía procesal que permiten prescindir de eventuales defectos de planteamiento de este tipo de cuestiones. …Ello es así por cuanto es deber de esta Corte, en su carácter de Tribunal Supremo, ejercer las atribuciones que le confiere el art. 24 inc. 7º del dec.-ley 1285/58, toda vez que advierta en las actuaciones que se ha sometido al Estado nacional a la decisión de un magistrado que resulta por ley carente de jurisdicción» (Considerando 8). «Que en tales condiciones cabe concluir que el magistrado interviniente carece de atribuciones para entender en la cuestión que le ha sido sometida. Su decisión al respecto, emitida con ausencia de jurisdicción, se encuentra afectada de invalidez, conforme lo tiene resuelto la Corte en casos análogos (cita precedentes)» (Considerando 10; en el caso había intervenido un juez laboral correspondiendo la actuación de un órgano administrativo).
En «Rodríguez» la Corte, conforme con esta jurisprudencia anterior, luego de fundamentar sustancialmente su fallo en la inexistencia de «causa» o «controversia» en el sentido constitucional de estos términos y la existencia de una suerte de conflicto de poderes, señaló: «Que en las circunstancias descriptas, no existe justificación para la requerida intervención del Poder Judicial en una cuestión seguida por los poderes políticos y pendiente de tratamiento por parte de uno de ellos, el Congreso de la Nación. De otro modo se estaría desconociendo los potestades de este último, órgano a quien, como depositario de la voluntad popular, la Constitución atribuye una excluyente intervención en el contralor de los decretos de necesidad y urgencia, delicada función política propia del legislador que no puede ser interferida en el modo de su ejercicio por el Poder Judicial sin grave afectación del principio de división de poderes» (Considerando 17). Es decir, el caso trata acerca de una típica relación institucional entre el Ejecutivo y el Legislativo, en donde los conflictos que pudieran surgir (en realidad en el caso todavía no ha surgido ninguno, incluso por la falta de exteriorización de la voluntad del Congreso) tienen su cauce de solución dentro de la misma relación institucional -p. ej., rechazo por el Congreso del DNU, veto de la ley de rechazo, insistencia del Congreso- sin que se advierta ninguna posible vía de intervención del Poder Judicial en la misma, a menos que aparezca un «caso», lo que ocurrirá cuando el contenido del DNU agravie un derecho constitucionalmente protegido, como lo señala la Corte en el segundo párrafo del mismo Considerando 17: «Con el mismo énfasis esta Corte afirma que ello no significa la más mínima disminución del control de constitucionalidad de los decretos de necesidad y urgencia, cuya amplitud y extensión, desde su génesis, se explícita en todos sus alcances, en el considerando 23» (que ya hemos transcripto antes). La pretensión de los legisladores, actores en el juicio, tiene otra sede para su solución, otro órgano competente, que no es el Poder Judicial sino el Congreso: «Que, precisamente, en el caso se pretende que esta Corte intervenga en una contienda suscitada entre el Poder Ejecutivo y algunos miembros de la Cámara de Diputados antes de que «el procedimiento político normal tenga la oportunidad de resolver el conflicto» (Goldwater et al vs. Carter, Presidente de los Estados Unidos, 444 US 996 y cita del considerando precedente), lo que resulta inadmisible ya que el Poder Judicial no debe involucrarse en controversias de esta índole, donde se lo pretende utilizar, al margen de las limitaciones previstas en el art. 116 de la Constitución Nacional como árbitro -prematuro- de una contienda que se desarrolla en el seno de otro poder» (Considerando 18). Recordemos que los actores eran diputados nacionales, y no particulares agraviados por la regulación efectuada en el DNU. Ellos sostuvieron en su demanda que la sanción del DNU les impedía ejercer su «derecho» (ya veremos que tal «derecho» no existe como tal) a legislar, cuando en realidad la Constitución no sólo le otorga las atribuciones, sino que «obliga» al Congreso a expedirse acerca de la validez del DNU. Distinta sería la situación de una demanda planteada por un agraviado personal, directo y concreto, como la Corte se encarga de remarcar al remitir al Considerando 23, que ya hemos transcripto más arriba. «Por el contrario -continúa la Corte en el Considerando 18- la cuestión propuesta, propia de la dinámica de la vida política, debe resolverse dentro del marco institucional que la Constitución fija: el Honorable Congreso Nacional. Decidir de otro modo implicaría interferir en el ejercicio de funciones del órgano que expresa, en su máximo grado, la representación popular en una de las materias más delicadas que le ha asignado la reforma constitucional de 1994. Se trata, en efecto, de una nueva atribución -correlacionada con la que se le atribuye al Presidente de la Nación- cuyo ejercicio exige un tratamiento parlamentario con relieves diferentes del que requieren la formación y sanción de las leyes, actuación que demanda el funcionamiento armónico de ambos órganos en esta nueva actividad colegislativa y si bien la novedad de la atribución que se incorpora al texto constitucional puede provocar dificultades en su tratamiento interno, y tal vez interrogantes sobre su incidencia respecto del procedimiento normal de la actividad legislativa, resulta evidente que la solución para superarlas en ningún caso puede consistir en anular -en sus efectos- el trámite propio del instituto incorporado en 1994». Más adelante afirmó: «Que la presente decisión no implica el ejercicio de una suerte de jurisdicción originaria por parte de la Corte -en expresa contravención al art. 116 de la Constitución Nacional- ni la admisión de un salto de instancia, sino que el tribunal cumple una actividad institucional en su carácter de guardián e intérprete final de la Ley Fundamental, en orden al adecuado respeto del principio de separación de los poderes del Estado consagrado en aquélla; y en orden a asegurar, como titular de uno de ellos, su coordinado accionar» (Considerando 21), para concluir que «… en tales condiciones, cabe concluir que la decisión controvertida ha sido dictada con ausencia de jurisdicción, por lo que se encuentra afectada de invalidez conforme lo tiene resuelto la Corte en casos análogos …» (siguen citas de fallos, Considerando 23).
Se trata de una absoluta falta de jurisdicción por ausencia de causa judicial, que la Corte resolvió ejerciendo sus atribuciones constitucionales como cabeza del Poder Judicial y conforme con sus propios precedentes, según lo reseñado por el Procurador General en su extensamente fundado dictamen al que la Corte remitió en el Considerando 5 del fallo comentado.
IV.B. Causa o controversia y separación de poderes
Este es en realidad en núcleo de la cuestión en el caso «Rodríguez». Recordemos que la «causa» fue iniciada por un grupo de diputados nacionales alegando, entre otras razones, que la sanción del DNU 842/97 menoscababa el derecho que los asistía de participar en la sanción de las leyes. Simplemente, les impedía legislar.
Ya vimos que -fuera de toda consideración formal- tal afirmación es exactamente contradictoria con el régimen del art. 99 inc. 3º de la Constitución Nacional, que precisamente ha ideado un sistema destinado a forzar la actividad legislativa del Congreso. El DNU es así, en dicho sistema constitucional, no sólo una medida de excepción para enfrentar una situación que necesita ser remediada o regulada de manera urgente, sino, siempre en tales circunstancias, una actividad colegislativa del Presidente que se integra con el cometido del legislador, quien, obligatoriamente, debe aprobar o rechazar el DNU, so pena de mantener éste la producción de sus efectos propios durante el tiempo de su vigencia. De manera que lejos de impedir la actividad legislativa, la sanción del DNU la provoca de una manera muchísimo más intensa que la mera promoción de un proyecto de ley por parte del Poder Ejecutivo.
La decisión de la Corte en «Rodríguez» es, sustancialmente, muy simple: la acción intentada fue improcedente por la ausencia de «caso judicial», lo que determina la ausencia, también de jurisdicción judicial para entender en ella, jurisdicción que queda limitada -es decir, que sólo se encuentra habilitada- mediando la existencia de una «causa» o «controversia» en los términos del art. 116 de la Constitución Nacional.
Como es sabido, para nuestra Constitución el Poder Judicial es parte del «Gobierno Federal» -la regulación del Poder Judicial se encuentra dentro de la Parte Segunda, «Autoridades de la Nación», Título Primero, «Gobierno federal», en su Sección Tercera, de la Constitución- y así es una de las ramas de tal Gobierno. Pero «Dentro del campo de sus competencias, cada uno de ellos (se refiere a los tres «poderes») cumple con la aludida función de gobernar a la Nación. Toca a esta Corte Suprema, en tal orden de separación de funciones, conducir la administración de justicia con arreglo a las leyes que la reglamentan, guiada, en todo trance, por el norte trazado en la Constitución, esto es: «afianzar la justicia» («Dromi», Considerando 15). El límite estricto de la competencia del Poder Judicial -jurisdicción- se encuentra en el concepto de causa, esto es la existencia de un litigio concreto, entre partes adversarias, donde la afirmación del derecho de uno contradiga la procedencia del derecho del otro y donde, tales derechos en juego, sean de una naturaleza personal, concreta, inmediata con relación a la pretensión ejercida en la demanda o en su contestación, sustancial y no meramente accesoria, actual y no simplemente eventual (conf., «Dromi», Considerando 12). Esta siempre ha sido la jurisprudencia reiterada del tribunal, que también en «Dromi» se encargó de reiterar. Así citó (Considerando 12) los precedentes «Baeza» -La Ley, 1984-D, 108-, «Constantino, Lorenzo», «Zaratiegui», entre los más recientes a la fecha de aquella sentencia. Luego de «Dromi», la Corte tuvo ocasión de insistir en el punto en «Polino, Héctor y otro c. Poder Ejecutivo Nacional» (sentencia del 7 de abril de 1994, Fallos 317:335 -La Ley, 1994-C, 294-)(20)en una acción de amparo deducida por un grupo de diputados nacionales con la finalidad que se declarara la nulidad del proceso legislativo que concluyó con el dictado de la ley 24.309 (Adla, LIV-A, 98) declarativa de la necesidad de la reforma constitucional. Allí la Corte señaló que el carácter invocado por los actores era «…de una generalidad tal que no permite, en el caso, tener por configurado el interés concreto, inmediato y sustancial que lleve a considerar la presente como una «causa», «caso» o «controversia», único supuesto en que la mentada función (se refiere a la judicial) puede ser ejercida» (Considerando 2). «Tales causas -continúa en el Considerando 4- son aquellas en las que se persigue en concreto la determinación de derechos debatidos entre partes adversas, cuya titularidad alegan quienes los demandan».
Es que la existencia de una «controversia» basada en el choque de derechos alegadamente amparados por el ordenamiento jurídico y llevada al conocimiento de los jueces, impide, en nuestro sistema constitucional, la actuación del Poder Judicial se confunda con las atribuciones propias de los otros dos «poderes». Es, en definitiva, uno de los pilares en los que se asienta la protección de la «división de poderes», vista desde la óptica de la delimitación de la «provincia» del Poder Judicial, para utilizar la habitual terminología norteamericana. Así lo señaló la Corte en «Polino» (Considerando 5) «Que debe subrayarse que la existencia de un interés particular del demandante en el derecho que alega, exigido por la doctrina constitucional federal para la existencia de caso en justicia, no aparece como un requisito tendiente a eludir cuestiones de repercusión pública. Al respecto, cabe observar que la atribución de declarar la invalidez constitucional de los actos de los otros poderes reconocida a los tribunales federales ha sido equilibrada poniendo como límite infranqueable la necesidad de un caso concreto -en el sentido antes definido- para que aquella sea puesta en juego. Por sus modalidades y consecuencias, el sistema de control constitucional en la esfera federal excluye, pues, el control genérico o abstracto, o la acción popular». Precisamente -dice la Corte en el mismo lugar- «La exclusión de tales modalidades impide que la actividad del tribunal se dilate hasta adquirir las características del poder legislativo, y dentro de la marcha del proceso constitucional, subordine la eficacia final de un pronunciamiento al consenso que encuentra en el pueblo». Por ello, «este requisito de la existencia de un caso» o «controversia judicial» … (debe ser) observado rigurosamente para la preservación del principio de la división de los poderes (con cita de la Corte estadounidense, en voto del «justice» Frankfurter»).
Por supuesto que nada agrega -por el contrario, quita a los efectos de considerar la existencia de «causa»- que el actor, tanto en «Polino» como en «Dromi», sea un legislador nacional. Precisamente en este último caso, recordado por Nazareno en «Polino», la Corte dijo: «Que de igual modo, no confiere legitimación al señor Fontela (actor en el caso) su invocada representación del pueblo con base en la calidad de diputado nacional que inviste. Esto es así, pues el ejercicio de la mencionada representación encuentra su quicio constitucional en el ámbito del Poder Legislativo, para cuya integración en una de sus cámaras fue electo, y en el terreno de las atribuciones dadas a ese Poder y a sus componentes por la Constitución Nacional y los reglamentos del Congreso». «Tampoco la mencionada calidad parlamentaria lo legitima para actuar «en resguardo de la división de poderes» ante un eventual conflicto entre normas dictadas por el Poder Ejecutivo y leyes sancionadas por el Congreso toda vez que, con prescindencia de que este último cuerpo posea o no aquel atributo procesal, es indudable que el demandante no lo representa en juicio» (Considerando 13).
Debe entenderse, definitivamente que en nuestro sistema constitucional no existe una vía judicial para resolver eventuales conflictos entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. En el juego de equilibrios establecido por la Constitución, las decisiones de ambos poderes, cuando chocan, tienen su remedio dentro de las competencias que la propia Constitución le ha otorgado a cada uno de ellos. El Congreso puede sancionar leyes que expresa o implícitamente extingan la vigencia de decretos del Poder Ejecutivo, incluso tratándose de reglamentos autónomos, por lo menos si admitimos una interpretación amplia del inc. 32 del art. 75 de la Constitución. El Presidente puede vetar las leyes del Congreso, total o parcialmente (en este último caso con limitaciones) y los legisladores pueden insistir en la ley vetada. Esto es en cuanto al proceso legislativo. Pero hay otras relaciones, como las vinculadas con el voto de censura y eventual remoción por el Congreso, del Ministro Jefe de Gabinete, el pedido de informes y la interpelación a cualquiera de los ministros, el denominado «juicio político», etc., todos de gran trascendencia político-institucional.
En ninguno de estos casos le corresponde intervenir al Poder Judicial -salvo en los supuestos extremos de violación manifiesta del derecho de defensa, en el «juicio político, donde claramente exista, entonces, un derecho personal y directo del agraviado(21)- quien sólo puede conocer en «causas» donde agraviados directos defiendan un derecho propio, aunque tal agravio nazca de una norma sancionada por cualquiera de las otras ramas del Gobierno y cuando, para hacer lugar a la pretensión, resulte preciso la declaración judicial de la invalidez de dicha norma. Fuera de estos supuestos, los «conflictos» de poderes son ajenos al Poder Judicial y se resuelve dentro de aquel sistema de relaciones establecido por la Constitución. Para ello, cada uno de los «poderes» -Ejecutivo y Legislativo- cuentan con su propio sistema de funcionamiento interno, dado por la Constitución, las leyes o sus propios reglamentos, con sus propias características, donde sobresalen las del Congreso, como cuerpo colegiado, deliberativo y sometido, dentro de las normas, a la voluntad de la mayoría, mayoría que muchas veces se logra a través de acuerdos y negociaciones propias del proceso democrático.
Precisamente esto es lo que ocurre con el régimen de los DNU. Como se ha visto, la Constitución diseñó al respecto un sistema de colaboración y control entre el Presidente y el Congreso, donde el Poder Judicial no tiene intervención. En realidad los jueces pueden intervenir fuera de esa relación -es decir, sin directa vinculación con ella- cuando el agraviado concreto por el contenido de la norma, inicie un «caso» donde la declaración de su invalidez sea directamente conducente para la protección o reconocimiento de su derecho. En definitiva, como ya fue dicho, se trata de un problema de separación de poderes, que busca evitar convertir al Poder judicial en una «superlegislatura», carente de legitimación democrática directa, interviniendo en cuestiones que tienen su propio cauce de desarrollo en el proceso democrático de debate de las ideas, de toma de decisiones ajenas a la aplicación de la norma jurídica para la resolución de contiendas entre adversarios que contraponen, en el caso, sus derechos contradictorios. Ni el Presidente ni el legislador pueden intervenir -por lo menos tomando decisiones con fuerza de cosa juzgada- en la resolución de estos últimos conflictos. Tampoco puede el juez intervenir en la resolución de los anteriores, según nuestro sistema constitucional. Es una cuestión de separación de poderes.
Se presenta así una íntima relación entre la inexistencia de «causa» -y por ende la inexistencia de jurisdicción judicial- y la falta de legitimación para accionar(22). En términos generales sólo puede demandar en juicio quien puede alegar estar sufriendo un daño, o en inminencia de sufrirlo, en un derecho propio, reconocido así por el ordenamiento, por una situación concreta y no meramente eventual o hipotética, agravio que proviene de la conducta activa u omisiva de otra u otras personas que, a la vez pueden alegar ante los tribunales la estricta postura contradictoria con relación a la sustentada por aquel eventual agraviado y siempre que del reconocimiento del derecho de uno derive una obligación para el otro. Como se ha visto es esta la interpretación tradicional y permanente que nuestra Corte Suprema de Justicia ha hecho del viejo art. 110 de la Constitución de 1853 -art. 116 de la Constitución de 1994- siguiendo los precedentes -confirmados hasta el presente, como veremos- de la Corte Suprema de los Estados Unidos con relación a la interpretación del Artículo III, Sección 2 de la Constitución «de Filadelfia» de 1787.
Sin legitimación no hay «causa», ya que no hay partes adversarias. Por ello no hay jurisdicción judicial, so pena de invadir el Poder Judicial ámbitos no autorizados por el citado art. 116. También es posible la formulación inversa: si la cuestión suscitada debe resolverse, por imperio normativo o por su propia naturaleza, en un ámbito distinto del judicial -por ejemplo, la disputa entre dos órganos de la Administración centralizada- y por lo tanto no existe la habilitación para «demandar en juicio», no hay legitimación para accionar, ya que la legitimación es un concepto estrictamente procesal (aunque la falta de legitimación puede encontrar su razón en lo establecido por la ley sustantiva) valorable exclusivamente a los efectos de la generación de un «caso judicial» y por tanto determinante a los efectos de la jurisdicción judicial que regula el art. 116. Causa y legitimación son, entonces, dos conceptos jurídicos complementarios.
En el caso «Rodríguez», la Corte fue muy clara al respecto. Ya en el Considerando 8 advirtió que le corresponde al tribunal «… como parte de su deber de señalar los límites precisos en que han de ejercerse aquellas potestades (las propias de «órgano supremo de la organización judicial e intérprete final de la Constitución) -con abstracción del modo y la forma en que el punto le fuera propuesto- establecer si la materia de que se trata está dentro de su poder jurisdiccional, que no puede ser ampliado por voluntad de las partes, por más que éstas lleven ante los jueces una controversia cuya decisión no les incumbe y éstos la acojan y se pronuncien sobre ella a través de una sentencia…» (cursiva agregada). «… Por tal motivo, en las causas que -como en el sub lite- se impugnan actos cumplidos por otros poderes en el ámbito de las facultades que les son privativas, la función jurisdiccional no alcanza al modo de ejercicio de tales atribuciones, en cuanto de otra manera se haría manifiesta la invasión del ámbito de las facultades propias de las otras autoridades de la Nación» (Considerando 10, con cita de Fallos: 254:45 -La Ley, 110-2-), cuestión que supone el cumplimiento de una actividad de interpretación constitucional para determinar si la acción de otro «poder» del Estado «puede ser sometido a revisión judicial» (Considerando 11 y también 16). Por ello en el caso «… no existe justificación para la requerida intervención del Poder Judicial en una cuestión seguida por los poderes políticos y pendiente de tratamiento por parte de uno de ellos, el Congreso de la Nación. De otro modo se estarían desconociendo las potestades de éste último, órgano a quien, como depositario de la voluntad popular, la Constitución atribuye una excluyente intervención en el contralor de los decretos de necesidad y urgencia, delicada función política propia del legislador que no puede ser interferida en el modo de su ejercicio por el Poder judicial sin grave afectación del principio de división de poderes» (Considerando 17, ya transcripto más arriba). Esta idea se reitera en el Considerando 18, para afirmar luego, insistiendo en que le corresponde a la Corte garantizar el «adecuado respeto del principio de separación de los poderes del Estado… y … asegurar, como titular de uno de ellos, su coordinado accionar» (Considerando 21). Es el principio de separación de poderes el que impone «el necesario autorrespeto por parte de los tribunales de los límites constitucionales y legales de su jurisdicción» (Considerando 22), salvo que el cuestionamiento de la acción de otro «poder» aparezca en «un ‘caso’ concreto» (Considerando 23, ya citado) y aquí «la revisión judicial no es ni será abdicada por el Poder Judicial» cuando la tacha de inconstitucionalidad («de decretos de la naturaleza del impugnado en el sub lite») «sea introducida por parte de quien demuestre la presencia de un perjuicio directo, real y concreto -actual o en ciernes- (donde) la cuestión será indudablemente justiciable y este poder (el judicial) será -por mandato constitucional- competente para resolver el caso planteado en los términos de la ley 27» (Considerando 24). Es decir, causa y legitimación, dos conceptos que van indisolublemente unidos(23).
Aquí se destaca el gravísimo error cometido, en el caso, por las instancias de grado. Precisamente, en las primeras de las impugnaciones que un grupo de diputados planteó contra los decretos (simples u ordinarios) vinculados con la privatización de los aeropuertos, la sala 2da. de la Cámara Federal en lo Contenciosoadministrativo, al resolver sobre una medida precautoria concedida en la instancia inferior, encontró la posibilidad de «la afectación del derecho subjetivo de los legisladores de cooperar en la formación de la voluntad pública de sancionar la norma», mencionando «el derecho de los autores (diputados) a ejercer su función participando en la formación de la voluntad del órgano -Poder legislastivo…» («Nieva, Alejandro y otros c. Poder Ejecutivo Nacional -decreto 357/97 s/amparo», sentencia del 10 de julio de 1997) lo que reiteró al resolver la cuestión de fondo. Esto es repetido por la jueza Córdoba, ahora en la impugnación del DNU 842/97 en su decisión del 24 de setiembre de 1997.
Este es un error «terminal», ya que -sin perjuicio de que el DNU excita la actuación del Congreso, lejos de impedirla- no existe «derecho subjetivo» en el ejercicio de la función del Poder, o en su caso, de la competencia del órgano. El derecho, al respecto, sólo se manifiesta en supuestos de agravios personales: por ejemplo, no reconocer el «título» del legislador, ya sea en general o para una sesión concreta, impedirle su voto, o su acceso al recinto de la Cámara, pero no con relación al orden normal del proceso legislativo, al juego de mayorías y minorías, a las reglas del quórum y su ausencia, al veto presidencial de una ley -por ejemplo- y la falta de insistencia por parte del Congreso o de una de sus ramas, a la decisión de la Cámara de no tratar un determinado proyecto de ley, o de tratarlo, o, precisamente, a la acción del Congreso frente a la sanción de un DNU.
La función(24)del órgano constitucional -y, en el caso del Poder Legislativo, el órgano es colegiado, mientras cada legislador forma parte del proceso de toma de decisiones del órgano, o del ejercicio de su función- no es un derecho, es una potestad, que se ejerce a través de un procedimiento y sobre ciertas materias determinadas por las reglas constitucionales de competencia. «¿Cuál es la naturaleza jurídica de la competencia? -se pregunta el maestro Marienhoff(25). «La competencia -sostiene- no constituye un derecho subjetivo (con cita en Forsthoff, García Trevijano Fos y Stassinopoulos). Constituye una obligación del órgano. ‘La competencia -cita a Forsthoff- es un concepto de la esfera institucional, en la cual los derechos subjetivos son desconocidos, porque estos sólo se dan entre personas(26). Las instituciones en cuanto tales no pueden ser titulares de derechos subjetivos… La competencia concede a la autoridad dotada de ella el derecho (y, naturalmente, también el deber) de hacer uso de las facultades implicadas en la competencia. Pero la autoridad no tiene un derecho a la competencia».
No existe tal derecho subjetivo, sino el ejercicio de una función que, en el caso de los legisladores, se inserta en y se confunde con la función misma del órgano constitucional colegiado. De lo contrario, cada tratamiento de un proyecto de ley generaría agravios en los supuestos derechos de los legisladores descontentos. Este no es nuestro sistema constitucional.
IV.C. La jurisprudencia norteamericana
La decisión recaída en la causa «Rodríguez» tampoco es novedosa -en cuanto a la doctrina relativa a la existencia de la «causa» judicial- si la comparamos con los precedentes del máximo tribunal de los Estados Unidos.
Precisamente el 26 de junio de 1997 la Corte Suprema de aquel país resolvió un caso -«Raines, Franklin v. Byrd, Robert» 117 S. Ct.2312- de extraordinaria similitud con «Rodríguez». Es interesante destacar cómo los dos tribunales, ante supuestos jurídicos y fácticos semejantes, utilizaron una misma línea argumental, llegando a idéntica conclusión(27).
En «Raines» un grupo de legisladores impugnaron judicialmente -con éxito en las instancias inferiores- la constitucionalidad de la denominada «Line Item Veto Act» que le otorga al presidente la autoridad de cancelar -estrictamente, vetar- parcialmente las leyes que concedan ciertas autorizaciones de gastos y beneficios fiscales. Naturalmente, luego de ese veto parcial, el Congreso puede insistir en las medidas objetadas por el Ejecutivo. Es de destacar que la propia ley otorga la legitimación a cualquier miembro del Congreso, o a cualquier agraviado particular, para impugnarla judicialmente ante la Corte de Distrito de Columbia.
Los actores sostuvieron la inconstitucionalidad de la ley alegando que ella expandía los poderes presidenciales. En especial argumentaron que la ley los agraviaba a ellos directa y concretamente en «sus competencias oficiales» por tres razones: a) por alterar los efectos legales y prácticos de todos los votos que ellos pudieran emitir en proyectos de ley que contuvieran tales items susceptibles de veto, b) los disminuye en su rol constitucional en el proceso legislativo y c) altera el balance constitucional de poderes entre las ramas Legislativas y Ejecutivas.
La Corte rechazó la demanda, con voto de su Presidente Rehnquist, acompañado por O’Connor, Scalia, Kennedy, Thomas y los votos concurrentes de Souter y Ginsburg, con las disidencias de Stevens y Breyer.
El razonamiento de Chief Justice Rehnquist parte de la noción de «caso» o «controversia» contenido en el Artículo III, Sección 2 de la Constitución, al que lo llama un requerimiento fundamental (de lecho de piedra, «a bedrock requirement») citando la doctrina de fallos anteriores: «Ningún principio es más fundamental para el propio rol de la Justicia en nuestro sistema de gobierno que la limitación de la jurisdicción de los tribunales federales a verdaderos casos o controversias». Y agregó: «Un elemento del requisito del caso-o-controversia es que los actores, basados en su queja (pretensión) deben establecer que ellos se encuentran legitimados para demandar (standing to sue) … (para lo cual) a) el actor debe alegar un daño personal razonablemente vinculable con la alegada conducta ilegal del demandado y que sea probable de ser solucionado a través de la medida solicitada». El actor debe tener un «interés personal» en la disputa y el daño serle «particularizado». También que el agravio alegado «pueda ser legal y judicialmente conocible», lo que exige que la disputa sea «tradicionalmente considerada como capaz de ser resuelta a través del proceso judicial». El fallo destaca que la exigencia de estos requisitos -en la vinculación «caso-o-controversia» con legitimación- ha sido tradicional en la jurisprudencia de la Corte Suprema que «desde los principios de su historia… ha constantemente declinado de ejercer cualquier otro poder que aquellos que eran estrictamente judiciales en su naturaleza» y esos requisitos «han sido especialmente vigorosos cuando entrar a conocer sobre los méritos de la disputa nos hubiese forzado a decidir si una acción tomada por otra de las ramas del Gobierno Federal era inconstitucional». Tal exigencia, basada en el art. III, sec. 2, «es construida sobre la única básica idea -la idea de la separación de poderes.-«.
En la nota 3 ya la Corte avanza la afirmación de que el Congreso no puede derogar el requisito de la legitimación del art. III, sec. 2, otorgándole tal legitimación a quien, de otra forma no la tendría. «Nosotros reconocemos, por lo tanto, que la decisión del Congreso de otorgar legitimación -como ocurre en el caso- elimina cualquier limitación prudencial de la legitimación y significantemente abre el riesgo de conflictos no queridos con el Poder Legislativo…».
Naturalmente hay casos en que el legislador goza de legitimación, siempre bajo aquella previsión constitucional. Así la Corte cita los precedentes «Powell», donde sostuvo que un miembro del Congreso tiene legitimación para desafiar judicialmente su exclusión de la Cámara de Diputados («House of Representatives») y su consiguiente pérdida de salario, y «Coleman», en donde se dijo que los legisladores tenían «un estricto, directo y adecuado interés en mantener la efectividad de sus votos», en un caso donde, tratándose una enmienda a la Constitución y estando la votación empatada, el Gobernador del Estado, ejerciendo la presidencia del Senado local, emitió el voto de desempate en favor de la enmienda. Allí la Corte sostuvo que si tal procedimiento fuese inválido, de acuerdo con el ordenamiento local -para lo cual reenvió la causa a la instancia inferior- los legisladores demandantes tenían legitimación ya que, en tal supuesto, «sus votos negativos a la ratificación de la enmienda habían sido privados (inconstitucionalmente) de validez»(28). La Corte americana destacó la diferencia de «Raines» con «Powell»: «Primero, los actores no han sido puestos en un especial desfavorable tratamiento en oposición a los otros Miembros de sus respectivos cuerpos. Ellos sostienen que la ley les causa un tipo de agravio institucional (la disminución de su poder de legislar), el cual necesariamente daña a todos los Miembros del Congreso y a ambas Cámaras del Congreso igualmente… Segundo, los actores no alegan que ellos han sido despojados de algo sobre lo cual ellos personalmente tienen derecho…. Por el contrario, el fundamento de su legitimación que alegan, está basado en la pérdida de poder político, no en la pérdida de un derecho particular, el cual convertiría al agravio en más concreto. A diferencia de …Powell, el agravio pretendido (aquí) no (se refiere) a alguna capacidad privada, sino exclusivamente porque ellos son Miembros del Congreso». Lo mismo ocurre con «Coleman». En «Raines» los legisladores no pretenden que sus votos fueron desconsiderados en su valor. En la votación de la ley «sus votos tuvieron pleno efecto. Ellos simplemente perdieron la votación… En el futuro (cualquiera de las Cámaras) pueden aprobar o rechazar leyes presupuestarias…. Además (el Congreso) puede rechazar la ley o exceptuar de ella a alguna determinada partida». Es decir, la cuestión se soluciona en el proceso normal y ordinario del debate y toma de decisión legislativa, en el democrático juego de mayorías y minorías.
«En suma -dice la Corte- los actores no han alegado un agravio contra ellos como individuos (contra Powell) el agravio institucional que ellos alegan es absolutamente abstracto y disperso (contra Coleman) … Nosotros también notamos que nuestra conclusión no impide a los Miembros del Congreso de un adecuado remedio (en el seno del Congreso) ni tampoco lo hace con respecto a una impugnación constitucional (por cualquiera que sufra un agravio judicialmente cognoscible por aplicación de la ley)…»(29). Por ello la Corte concluyó en que los actores, como miembros del Congreso «no tienen un suficiente interés personal en esta disputa y no han alegado un suficiente agravio concreto, como es necesario para adquirir la legitimación establecida en el art. III (de la Constitución). La sentencia de la Corte de Distrito es revocada, y el caso es devuelto con instrucción de rechazar la demanda por falta de jurisdicción».
Como se ve, la línea argumental en «Raines» y en «Rodríguez», dos casos prácticamente contemporáneos, es la misma, lo que es lógico, porque son similares las circunstancias fácticas e idénticas la norma y el sistema constitucional aplicables.

V. Conclusión
La regulación de los DNU por la Constitución de 1994 es, todavía, muy novedosa. Falta el paso del tiempo, con sus ingredientes de aplicación práctica, análisis doctrinarios e interpretación judicial. Pero ya es posible adelantar algunas consideraciones al respecto -que es lo que hemos hecho- y sobre todo, aprovechar este primer pronunciamiento judicial que adelanta consideraciones de gran importancia.
El caso «Rodríguez» levantó gran polvareda política. Pero los juristas no debemos confundir los campos. En una democracia es legítimo que los políticos enfrenten un fallo judicial desde la perspectiva de la crítica partidaria. Los juristas, cualquiera sea nuestra opción política, debemos ceñirnos a las circunstancias del caso y a la ley aplicable, incluso iluminada por la jurisprudencia tradicionalmente establecida en la materia.
Aun así corresponde reconocer que no todos los políticos que se han opuesto al dictado del DNU 842 -y por ello, al fallo de la Corte- han tenido, sobre este último, una actitud parcial. Cabe destacar, en este sentido, la postura de los diputados Federico Storani y Carlos Alvarez que, al dirigirse al Presidente de la Nación exigiendo la inclusión del tratamiento del DNU 842/97 en el período de sesiones extraordinarias del Congreso, han tomado como base del reclamo, precisamente, el fallo de la Corte, con términos de alabanza y de conformidad con el mismo, manifestación que nos permitimos transcribir a modo de conclusión: «… Reafirmamos nuestra discrepancia con los argumentos esgrimidos por el Jefe de Gabinete de Ministros en cuanto a que una pretendida lentitud en el trámite parlamentario obligó al Poder Ejecutivo a dictar los decretos Nº 375, 500 y luego el 842/97 para poder llevar adelante la privatización de los aeropuertos. A pesar que la cuestión llevada a la instancia judicial ya fue resuelta por la Corte Suprema en su calidad de intérprete final de la ley, resulta indudable que el conflicto subsiste, y para solucionarlo optamos por una salida institucional.
Lo expuesto encuentra su fundamento en lo resuelto el día 17 de diciembre de 1997 por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en los autos «Rodríguez, Jorge -Jefe de Gabinete de Ministros de la Nación- s/plantea cuestión de competencia», donde afirmó que la Constitución Nacional «prevé un específico ámbito de contralor en sede parlamentaria para los decretos de necesidad y urgencia» y que «lo cierto es que el órgano de contralor -a quien corresponde ratificar o desaprobar decretos- es el Congreso de la Nación, a quien le compete arbitrar los medios para emitir su decisión, conforme la Constitución Nacional y del modo que entienda adecuado a las circunstancias en que se expida al respecto» (considerando 13); y que «atendiendo al texto constitucional plasmado por la reforma del año 1994, la norma referida (el decreto 842/97) sólo puede considerarse sometida al pertinente contralor del Poder Legislativo de la Nación, a quien corresponde pronunciarse acerca de la concurrencia de los extremos -de valoración política-, que habilitan el ejercicio de la facultad excepcional del Poder Ejecutivo, así como de la oportunidad, mérito y conveniencia de su contenido» (considerando 15).
Así como el Máximo Tribunal de Justicia de la Nación dejó en claro que corresponde al Parlamento la facultad de expedirse respecto del decreto que dispone el concesionamiento de estaciones aeroportuarias, entendemos que el estricto respeto del juego armónico de las instituciones en el sistema republicano vigente en nuestro país, exige que el Congreso Nacional se expida sobre la validez del decreto 842/97. Para ello resulta indispensable que el Honorable Congreso lo incluya en el temario a considerar en las sesiones extraordinarias ya convocadas, por cuanto el mismo no puede dejar de ejercer el mandato constitucional de controlar los decretos de necesidad y urgencia, a pesar de no encontrarse constituida aún la Comisión Bicameral prevista en el artículo 99, inciso 3º de la Constitución Nacional».

Notas:
(1)Ver al respecto el excelente análisis histórico y doctrinal, como también de derecho comparado, efectuado por LUGONES, Narciso J. GARAY, Alberto F. DUGO, Sergio O. CORCUERA, Santiago H. en «Leyes de Emergencia. Decretos de Necesidad y Urgencia», Ed. LA LEY S.A. Buenos Aires, 1992.
(2)Ver entre otros: COMADIRA, Julio R., «Los decretos de necesidad y urgencia en la reforma constitucional», LA LEY, 1995-B, 825; SAGüES, Néstor Pedro, «Decretos de necesidad y urgencia: estado actual del problema», LA LEY, 1992-B, 917; GARCIA PELAYO, Manuel, «Derecho Constitucional Comparado», p. 163, Madrid, 1964. Estrictamente hablando, la Constitución Española (art. 86) los denomina «disposiciones legislativas provisionales» «que tomarán la forma de Decretos-leyes». Para la Constitución Italiana (art. 77) son «disposiciones («provvedimenti») provisionales con fuerza de ley», denominándolos la doctrina «decretos-leyes», CRISAFULLI, Vezio y PALADIN, Livio, «Commentario breve alla Costituzione», p. 476, Cedan, Padova, 1990. En el caso italiano, la provisionalidad es clara, ya que el decreto-ley pierde eficacia si no es aprobado por el Parlamento dentro de los sesenta días de su publicación. En cambio, la Constitución Española nada dice al respecto, aunque exige, como en nuestro caso, el pronunciamiento expreso del Congreso.
(3)En lo económico, ya que desde el punto de vista político, institucional y de derechos humanos, el punto más crítico debe situarse entre los años 1976 y 1983, es decir, el período correspondiente a la última dictadura militar sufrida por nuestro país. En lo económico, hacia mayo de 1989 la inflación había alcanzado la astronómica tasa del 3000 % anual. Había desaparecido la moneda y con ella la seguridad jurídica y la estabilidad contractual, comenzando a percibirse signos inequívocos de grave quiebra del «contrato social» con sus consecuencias institucionales previsibles.
(4)Mayoría integrada por los doctores Levene (h.), Cavagna Martínez, Fayt, Barra, Nazareno y Moliné O’Connor.
(5)Los constituyentes de 1994 siguieron, total o parcialmente, la doctrina de la Corte Suprema a partir de su composición ampliada en 1990, en varias cuestiones trascendentes: la del amparo, la esencial relativa a la jerarquía de los tratados internacionales (art. 75 inc. 22 y 24) la de los decretos delegados, y la de los decretos de necesidad y urgencia.
(6)CASSAGNE, Juan C., «Derecho Administrativo», t. II, p. 66, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1987 y MARIENHOFF, Miguel S., «Tratado de derecho administrativo», t. I, p. 76 y sigte. Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990, entre otros).
(7)Aquí también el constituyente siguió a la Corte Suprema de Justicia, que ya había adelantado el principio de «reserva de ley» como inexcusable regla constitucional para generación de obligaciones tributarias en «EVES Argentina S.A.» -Fallos: 316:2329, sentencia del 14 de octubre de 1993, La Ley, 1993-E, 427- declarando la inconstitucionalidad del art. 7º del dec. 499/74, reglamentario de la ley 20.631 (Adla, XXXIV-C, 2189; XXXIV-A, 99); que avanzó en la determinación de sujetos al impuesto al valor agregado. En «Video Club Dreams c. Instituto Nacional de Cinematografía» -Fallos: 318:1161, sentencia del 6 de junio de 1995, La Ley, 1993-E, 167- la Corte afrontó la situación de dos DNU (ns. 2736/91 y 949/92 -Adla, LII-A, 354; LII-C, 2977-) que, como nota destacable, habían sido tomados en consideración por el Congreso al sancionar, luego, la ley de presupuesto 24.191 (Adla, LIII-A, 16), correspondiente al ejercicio del año 1993. Sin embargo la Corte recordó lo sugerido ya en «Peralta» acerca de la «obligada participación del Poder Legislativo en la imposición de contribuciones», y también en la causa «EVES» antes mencionada. Es de notar que en «Video Club» -sobre un caso anterior a la reforma constitucional, aunque fallado con posterioridad- la Corte, si bien reconociendo que el «mérito» acerca de la decisión de dictar un DNU le corresponde en último término al Congreso, no dejó de destacar que, en ese caso, no se presentaban la circunstancias excepcionales que habían justificado la solución dada en «Peralta». Por ello la Corte confirmó la declaración de inconstitucionalidad de los citados DNU. Esta doctrina fue reiterada por la Corte en «La Bellaca c. Estado nacional»DGI», causa L.62. XXXI, del 27 de diciembre de 1996, La Ley, 1997-C, 125; «Nobleza Piccardo S.A. c. D.G.I., causa N.82 XXVIII; «Kupchik, Luisa c. Banco Central de la República Argentina», causa K.3. XXXII y «Cic Trading c. Fisco Nacional», causa C. 221. XXX, todas del 17 de marzo de 1998. En estas dos últimas la Corte declaró la inconstitucionalidad del decreto 560/89, generador de una obligación tributaria, a pesar de su posterior ratificación expresa por la ley 23.757 (Adla, XLIX-C, 2573; XLIX-D, 3733), en la medida que el tributo fue percibido con anterioridad a la ley -en «Cic Trading c. Estado nacional», causa C. 1177. XXVIII, de igual fecha, en cambio, se rechazó la inconstitucionalidad del tributo percibido con posterioridad a la ley- señalando que «… la ratificación legislativa … carece de incidencia respecto de dicha conclusión (ya que) resulta improcedente cualquier interpretación que conduzca a asignar efectos convalidantes, con carácter retroactivo, a la ratificación legislativa o a la reiteración del texto del decreto en una ley posterior…».
(8)La reforma de 1994 limitó las atribuciones presidenciales en varios aspectos. Así al crear la figura del Ministro Jefe de Gabinete y su relativo sometimiento al Congreso (ver BARRA, Rodolfo C., «El Jefe de Gabinete en la Constitución Argentina, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1995); en el proceso de designación de los jueces inferiores del Poder Judicial; al independizar de la órbita del Poder Ejecutivo (en realidad, de la órbita de los tres poderes) al Ministerio Público, o, por vía indirecta, al reforzar ciertos institutos de control, que quedan en jurisdicción del Congreso, como la Auditoría General de la Nación y el Defensor del Pueblo. Pero en lo que respecta al DNU, la atribución presidencial quedó fortificada, por mayor amplitud en la habilitación de su sanción y esta virtualidad de forzar la acción del Congreso al que se ha hecho referencia en el texto.
(9)Sin perjuicio de que la ley de ministros que se dicte conforme con la nueva Constitución, regule la cuestión de diferente manera, debemos considerar, mientras tanto, que el «acuerdo general de ministros» es el mismo instituto que el «acuerdo de gabinete» al que se refieren los incs. 4º y 6º del art. 100 (atribuciones del jefe de gabinete) que se celebra en las «reuniones de gabinete» mencionadas por el inc. 5º de la misma norma constitucional, si bien, para la sanción de un DNU no puede admitirse la ausencia del Presidente que allí se prevé, ya que por definición el DNU sólo puede emanar del Poder Ejecutivo.
(10)No puede ser saneado, por ejemplo, con la firma posterior (en otro acto) del ministro ausente y no reemplazado regularmente. La ausencia de un refrendo obliga, en su caso, al dictado de un nuevo DNU, con el refrendo colectivo, que regirá a partir de esta nueva fecha.
(11)Un problema diferente es el que ocurre actualmente, dado que la Comisión Bicameral Permanente no se encuentra constituida, ya que el Congreso no sancionó la ley -que requiere la mayoría absoluta de los miembros de cada Cámara- exigida por el 99.3. Esta cuestión fue planteada en la causa «Nieva, Alejandro y otros c. Poder Ejecutivo Nacional -decreto 842/97» y resuelta por la Corte Suprema de Justicia el 17 de diciembre de 1997 en el recurso directo planteado en tales actuaciones que la Corte caratuló «Rodríguez, Jorge -jefe de gabinete de ministros de la Nación s/plantea cuestión de competencia». El argumento, entre otros, sostenido por los actores en «Nieva» -un grupo de legisladores que impugnaron la validez del DNU 842/97- fue precisamente la inconstitucionalidad del decreto por la imposibilidad de cumplir a su respecto con el trámite exigido por la Constitución, atento a la falta de sanción de la ley reglamentaria del instituto y la inexistencia de la Comisión Bicameral Permanente, lo que les imposibilitaba ejercer sus atribuciones de control sobre el decreto. Los legisladores accionantes sostuvieron que la sanción del DNU en cuestión les impedía legislar y por ello demandaban su nulidad por la vía de la declaración de inconstitucionalidad. El planteo fue rechazado en el dictamen del Procurador General Nicolás Becerra, en los siguientes términos: «Desde mi punto de vista, dicha afirmación se encuentra totalmente alejada de la realidad, puesto que, así como lo sostiene el presentante de autos (El jefe de gabinete Rodríguez en su apelación directa) a los actores nunca les estuvo impedido ejercer su función como legisladores. Por el contrario, disponen de un doble curso de acción para llevarla a cabo: uno, consistente en agotar los trámites parlamentarios necesarios para convertir en ley el proyecto sobre privatización de aeropuertos aprobado por el Senado de la Nación que actualmente se encuentra a consideración de la Cámara de Diputados que, precisamente, integran los accionantes (se refiere a un proyecto legislativo sobre la misma materia que se encontraba bloqueado desde hacía un año y medio en Diputados); y otro, sancionar una ley contraria a la ratificación del dec. 842/97, aun cuando no se haya creado la Comisión Bicameral prevista por el art. 99 de la Constitución Nacional». El argumento es de estricta lógica, pues la creación de la Comisión Bicameral es de resorte exclusivo del Congreso y su falta de sanción no puede significar el impedimento del ejercicio de una potestad constitucional de otro Poder -el Ejecutivo- cuando la norma constitucional es en sí misma operativa, conteniendo, en el texto del art. 99, todos los elementos esenciales para su ejercicio. Sin duda que, ante la inexistencia de la Comisión Bicameral, el Congreso puede suplir tal ausencia por la actuación de cualquier otra Comisión con competencia pertinente y resolver en el pleno de cada Cámara. Así lo hizo, en definitiva, la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado que tomó intervención en el tema, dictaminando en favor de la aprobación del DNU 842. Esta Comisión también opinó sobre la cuestión de la ausencia de la Comisión Bicameral, desestimando el argumento. La Corte, en el Considerando 13 de «Rodríguez» sostuvo: «Que, como se observa, la cláusula constitucional citada (se refiere al art. 99.3) prevé un específico ámbito de contralor en sede parlamentaria para los decretos de necesidad y urgencia. Dicho contralor, por otra parte, no se encuentra subordinado en su operatividad a la sanción de la «ley especial» contemplada en la última parte del precepto, ni a la creación de la «Comisión Bicameral Permanente», ya que, de lo contrario, la mera omisión legislativa importaría privar «sine die» al titular del Poder Ejecutivo Nacional de una facultad conferida por el constituyente. Por lo demás, lo cierto es que el órgano de contralor -a quien corresponde ratificar o desaprobar los decretos- es el Congreso de la Nación, a quien le compete arbitrar los medios para emitir su decisión, conforme la Constitución Nacional y del modo que entienda adecuado a las circunstancias en que se expida al respecto». En disidencia el doctor Fayt hizo mérito de la falta de sanción de la ley especial reglamentaria para sostener la invalidez del DNU 842, sin considerar la lógica pura del voto de la mayoría, ni tampoco la misma práctica constitucional llevada a cabo por el Congreso del que formaban parte los actores. En efecto, como ya mencionó en el texto, la constitución otorga a la misma Comisión Bicameral el contralor (siempre consultivo) sobre los decretos de promulgación parcial de las leyes. Desde la sanción de la reforma constitucional de 1994 fueron varios los casos en que el Poder Ejecutivo ejerció esta atribución, en algunos de los cuales el Congreso insistió con la porción «vetada» de la norma, o bien consintió el «veto», sin perjuicio de la ausencia de la Comisión Bicameral Permanente.
(12)Conf., CRISAFULLI y PALADIN, ob. cit., p. 483. El «vicio de habilitación» (carencia del presupuesto que el art. 77 configura como «casos extraordinarios de necesidad y urgencia») es saneado por la «conversión» del decreto en ley formal. «En otros términos -dicen los autores siguiendo a la Corte Constitucional- la ratio del artículo en examen atribuye «a las Cámaras y sólo a ellas» la valoración de la oportunidad del recurso al decreto-ley y por tanto al juicio sobre la necesidad y urgencia de la decisión. Se trata, ciertamente, de una valoración esencialmente de mérito y por tanto vedada al control de la Corte constitucional». Esta podría revisar el «exceso de poder» como vicio de la ley de conversión, pero ello sólo ante casos evidentes y tangibles.
(13)Ver al respecto: BARRA, Rodolfo C., «Aspectos Jurídicos del Presupuesto», Régimen de la Administración Pública, Nº 98, noviembre de 1986 y MARIENHOFF, Miguel S., ob. cit. t. II, p. 775 y siguientes.
(14)»Dromi, José Roberto (Ministro de Obras y Servicios Públicos de la Nación) s/avocación en autos: Fontenla, Moisés Eduardo c. Estado nacional» Fallos: 313:863.
(15)Sobre el particular ver BIANCHI, Alberto, «El certiorari before judgement o recurso per saltum en la Corte de los Estados Unidos», ED, 149-787, y CREO BAY, Horacio D., «Recurso extraordinario por salto de instancia», Ed. Astrea, Buenos Aires, 1990.
(16)Fallos: 311:1762 (La Ley, 1989-B, 320).
(17)Levene (h.), Petracchi, Cavagna Martínez, Barra.
(18)En aquel momento -se trataba de la primera privatización en el proceso de reforma del Estado impuesto por el Congreso a través de la ley 23.696- se entendió que el caso encuadraba en los requisitos se excepción transcriptos más arriba, como también, en «Margarita Belén», Petracchi lo había creído así frente a la repercusión social y la intranquilidad política generada como consecuencia de los procesos judiciales vinculados con el desempeño de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la subversión. Sin embargo, menos de 10 años después, en «Rodríguez», Petracchi consideró que tales circunstancias no estaban dadas en un caso donde se discutía por primera vez el régimen constitucional de los DNU, con un conflicto Poder Ejecutivo-Poder Legislativo, paralizante del proceso de privatización de los aeropuertos, ya cercanos a su colapso, en un caso donde la vía del recurso extraordinario era la única posible para terminar con la cuestión, frente a la ya emitida opinión de la Cámara de Apelaciones en lo que se refería a la admisión de la legitimación de los diputados en la impugnación de los decs. 375 y 500, opinión contraria a la constante jurisprudencia de la Corte, incluso con su actual composición, y que había provocado también gran repercusión social y agitación política. Sin duda el paso del tiempo puede modificar la forma en que las personas aprecian los hechos semejantes, pero yo me quedo con la sensación de que, objetivamente, el «caso aeropuertos» era institucional y materialmente más grave, y más urgente, que el «caso Aerolíneas». Por ello me es difícil entender el cambio de valoración del juez Petracchi, aunque, por supuesto, lo respeto.
(19)Sentencia de fecha 3/4/96, LA LEY, 1996-B, 350.
(20)Se trató de una Corte casi unánime, con la sola disidencia de Fayt y, parcial, de Boggiano. Tuve ocasión de comentar el fallo en «Caso Polino: La Corte ratifica su papel constitucional», Rodolfo C. Barra, ED, 157-448.
(21)Así resulta, entre otros, del caso «Nicosia», aunque referido a un juez sometido a juicio político, sin duda con una doctrina aplicable a otros casos (Fallos 316:2940).
(22)Sobre el particular ver BARRA, Rodolfo Carlos, «Legitimación para accionar en la reciente jurisprudencia de la Corte», ED, 151-801; «La Corte Suprema de Justicia de la Nación y la separación de poderes», LA LEY, 1993-E, 796 y «La acción de amparo en la Constitución reformada: la legitimación para accionar», LA LEY, 1994-E, 1087.
(23)En «Rodríguez», como en la causa «Nieva» que le dio origen, intervino el Defensor del Pueblo de la Nación invocando la legitimación que le acuerda el art. 43 de la Constitución Nacional para actuar en defensa de los agraviados en «derechos de incidencia colectiva». Más allá que resulte imposible identificar en el caso cuáles derechos de incidencia colectiva se encontraban en juego, lo que no puede ser, obviamente, el respeto genérico de la Constitución por parte de los poderes del Estado -de lo contrario el Defensor debería ser parte en todo caso donde se discutiera la constitucionalidad de una norma o, incluso, en todo recurso extraordinario no sólo por el art. 14 de la ley 48 (Adla, 1852-1880, 364), sino hasta por «arbitrariedad de sentencia» -lo importante es la inexistencia de «causa» en los términos ya analizados. Por ello, estimo, la Corte consideró oportuno ni siquiera referirse a la situación del Defensor del Pueblo, ya que no puede participar como tercero en un «juicio» llevado con ausencia de jurisdicción. De todas formas la Corte ya había adelantado una interpretación del texto del art. 43 de la Constitución Nacional -que acuerda legitimación al Defensor del Pueblo en los casos en que se encuentren agraviados los que la Constitución denomina «derechos de incidencia colectiva»- en el sentido que aquél no autoriza la intervención del citado funcionario cuando en el caso la acción u omisión cuestionada sólo puede referirse a agravios concretos, y no a los miembros de un «colectivo» de manera indeterminada, «in re» «Frías Molina, Nélida c. INPS», sentencia del 12 de setiembre de 1996, La Ley, 1997-A, 67, con nota de BARRA, Rodolfo Carlos, «Los Derechos de incidencia colectiva en una primera interpretación de la Corte Suprema de Justicia», ED, 169-433.
(24)Sobre el concepto de función ver BARRA, Rodolfo C., «Principios de derecho administrativo», p. 141, Ed. Abaco, Buenos Aires, 1980.
(25)MARIENHOFF, Miguel S., «Tratado de derecho administrativo», t. I, p. 571, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990.
(26)Entre «personas» en sí mismas consideradas, y no como integrantes, y en cuanto que integran, un órgano colegiado, agregaríamos nosotros.
(27)Muy probablemente nuestra Corte, al momento de fallar en «Rodríguez» no conocía el caso «Raines», todavía no publicado oficialmente a esa fecha. De lo contrario, lo habría citado.
(28)Aún así «Coleman» recibió una votación dividida, con cuatro votos en favor de la falta de legitimación, entre ellos, nada menos que el del Justice Frankfurter. La cita de «Coleman» tiene importancia para el caso «Rodríguez» ya que fue utilizada por la Diputada -y jurista- Elisa Carrió en la audiencia que nuestra Corte convocó a las partes, quizás el primer «oral argument» de su historia. Pero es evidente que «Coleman», como para «Raines», es ajeno a lo discutido en «Rodríguez».
(29)De hecho la «Line Item Veto Act» está siendo impugnada ante la Corte, como consecuencia del veto presidencial a disposiciones legales otorgando beneficios impositivos a hospitales de la Ciudad de Nueva York y a productores agropecuarios. También aquí un juez inferior declaró la inconstitucionalidad de la ley, llegando los casos directamente a la Corte Suprema. En el caso también se discutirá la cuestión de la legitimación, aunque los actores (la Ciudad de Nueva York, en uno, y los productores agropecuarios en el otro) se encuentra en mejor posición que en «Raines» al respecto. «The New York Times», febrero 28 de 1998.

Publicado en:LA LEY 1998­B, 1362.

SUMARIO: I. Introducción. – II. «Porcelli», «Peralta» y la Constitución reformada. – III. La revisión judicial. – IV. El caso «Rodríguez» y la legitimación para accionar. – V. Conclusión.

I. Introducción
Desde los comienzos de nuestra organización constitucional el Poder Ejecutivo recurrió a la práctica del dictado de normas de contenido materialmente legislativo y cuya sanción correspondía al Congreso, de acuerdo con la distribución de competencias establecida en la Constitución Nacional, fundamentalmente en su anterior art. 67 y actual 75(1).
Estas normas fueron dictadas bajo la forma de decreto, que con el tiempo adoptaron la denominación, común en la doctrina y en el derecho comparado(2), de «decretos de necesidad y urgencia», haciendo referencia a las circunstancias, generalmente extraordinarias o excepcionales, que justificaban su dictado.
Precisamente fueron tales circunstancias de naturaleza especial las que provocaron, al compás de la crisis vivida en la Argentina en los últimos cincuenta años y que llegó a su expresión más explosiva en el final de la década pasada(3), una gran frecuencia en el recurso a este medio de excepción y por consiguiente una mayor necesidad de definir el instituto desde el punto de vista doctrinario y, especialmente, jurisprudencial.
Así en los últimos diez años se produjeron los primeros pronunciamientos de la Corte Suprema conteniendo un desarrollo doctrinal del tema. En 1994 la reforma constitucional introdujo el instituto en el art. 99 inc. 3º de la Constitución y, muy rápidamente dicha regulación constitucional obtuvo su primera interpretación (siquiera parcial, ajustada al caso planteado) por parte de la Corte Suprema.
Se trató, aquel último, del caso en el cual se impugnó la validez de un decreto de necesidad y urgencia (DNU) que reguló la privatización por concesión de un número importante de aeropuertos nacionales. La decisión de la Corte generó una fuerte polémica, fundamentalmente de contenido político y no jurídico, por la clara decisión de ciertos sectores partidistas de involucrar a la Corte -quizá para condicionar sus decisiones- en debates que deberían transcurrir por otros carriles.
Pero antes de analizar aquel interesantísimo fallo, veamos rápidamente si la reforma constitucional de 1994 incorporó modificaciones de importancia al planteo exclusivamente jurisprudencial relativo a los DNU.
II. «Porcelli», «Peralta» y la Constitución reformada
II.a. La jurisprudencia anterior a la reforma constitucional
En el año 1985 el Presidente Alfonsín dictó uno de los DNU más importantes, por su contenido y efectos, de los últimos tiempos: el dec. 1096/85 (Adla, XLV-B, 1151) por el cual se modificó nuestro signo monetario y su valor, a la vez que se alteraron genéricamente ciertas relaciones contractuales a través del mecanismo del denominado «desagio».
En la causa «Porcelli, Luis A. c. Banco de la Nación Argentina», del 20 de abril de 1989 (Fallos 312:555), la Corte, realizó dos afirmaciones de importancia: 1) el análisis de la constitucionalidad del DNU en cuestión, por la incompetencia del órgano emisor, carece de interés actual, ya que por el art. 35 de la ley 23.410 (Adla, XLVI-D, 4095) el Congreso le otorgó expresa ratificación; 2) la ratificación por el Congreso es incompatible con la afirmación de una deficiencia insalvable en razón del origen del DNU. Si bien la Corte fue muy parca en su aproximación al tema, de la lectura del fallo parece resultar que la ratificación legislativa sanea la posible incompetencia material en el dictado de la norma, cuestión que queda, entonces, fuera del alcance de la intervención de los tribunales. Es decir, la validez del DNU queda sometida a la autoridad del Congreso, sin que ello importe limitar el poder de revisión judicial en lo que hace al contenido del decreto, control al que puede quedar sujeto como ocurre con cualquier norma jurídica.
Poco tiempo después la Corte tuvo ocasión de explayarse un poco más sobre la cuestión. En «Peralta, Luis A. c. Estado nacional» (Fallos 313:1513) (La Ley, 1990-D, 131) el actor cuestionó la validez constitucional del DNU 36/90 (Adla, L-A, 58) -sancionado por el Presidente Menem- que provocó una profunda alteración en el régimen de retribución y pago de inversiones financieras, como medida de emergencia para atacar a la segunda ola de alta inflación que estaba padeciendo el país, como efecto todavía no neutralizado de la gran explosión hiperinflacionaria de mayo y junio de 1989.
En el Considerando 24) de la causa citada en último término, la mayoría de la Corte(4)afirmó: «Que, en tales condiciones (las de la causa «Porcelli», a la que la Corte hizo referencia en el Considerando anterior) puede reconocerse la validez constitucional de una norma como la contenida en el dec. 36/90 (el DNU cuestionado) dictada por el Poder Ejecutivo. Esto, bien entendido, condicionado por dos razones fundamentales: 1) que en definitiva el Congreso Nacional, en ejercicio de poderes constitucionales propios, no adopte decisiones diferentes en los puntos de política económica involucrados; y 2) porque -y esto es público y notorio- ha mediado una situación de grave riesgo social, frente a la cual existió la necesidad de medidas súbitas del tipo de las instrumentadas en aquel decreto, cuya eficacia no parece concebible por medios distintos a los arbitrados».
La Corte, como se ha visto, plantea tres requisitos para la validez constitucional del DNU (siempre en la exclusiva consideración de su origen, y no de su contenido): el primero es «la situación de grave riesgo social», que, a lo largo de extensamente fundado fallo, para el tribunal es una circunstancia capaz de poner en riesgo la unidad nacional, los mismos fines del Estado así definidos por el constituyente, o aún la supervivencia del Estado; el segundo es la adecuación del medio o procedimiento empleado (en lo formal y no sólo en su contenido) con relación a la eficaz respuesta a dicha situación: una medida súbita, sorpresiva, de gran rapidez en su decisión e instrumentación, a semejanza de lo ocurrido con la génesis del DNU 1096/85; el tercero se refiere a la participación del Congreso: estrictamente hablando la Corte no exigió la ratificación por parte del Poder Legislativo, sino sólo su tolerancia o aquiescencia. Que el Congreso «no adopte decisiones diferentes», exigió la Corte. Nótese que aun cuando en el Considerando 25) la opinión mayoritaria relata la existencia de decisiones legislativas posteriores al DNU 36/90 que importaban el reconocimiento de la existencia del decreto y la adopción de medidas coincidentes con el mismo (no su ratificación expresa), tal conducta del Legislativo fue considerada por la Corte sólo en cuanto significaron conocimiento y tolerancia respecto del decreto: «Esto implica -continúa la Corte en el Considerando 25), luego de reseñar aquellas medidas legislativas- que el Congreso Nacional ha tenido un conocimiento de modo y por un lapso suficientes de la situación planteada en autos, sin que haya mediado por su parte rechazo de lo dispuesto por el Poder Ejecutivo, ni repudio de conductas análogas por parte de aquél, que por el contrario ratifica».
Hasta aquí la doctrina de «Peralta» en la materia. Por supuesto que el fallo tiene una importancia enorme en lo que respecta a otras cuestiones diferentes, también discutidas en la causa: la admisión de la vía del amparo para cuestionar la constitucionalidad de leyes y decretos, luego receptada por el art. 43 de la Constitución Nacional, en la reforma de 1994(5), y la doctrina de la «emergencia» -en realidad, la parte central del fallo- aplicable tanto a las normas emanadas del Ejecutivo como del Congreso. Es decir, en el desarrollo de «Peralta» la doctrina de la «emergencia» no es un requisito para la validez de los DNU, sino para la validez de cualquier norma jurídica que, mediando un interés sustancial del Estado y siendo la norma de emergencia razonable y proporcionada a la situación que pretende enfrentar, avance sobre derechos patrimoniales, en las condiciones que el fallo establece, cuyo análisis y comentario son ajenos a este trabajo.
II.b. La cuestión en la Constitución de 1994
La reforma constitucional de 1994 siguió esta doctrina jurisprudencial, aunque con matices diferenciadores de gran importancia práctica.
El instituto de los DNU fue incorporado por el reformador constituyente dentro del art. 99 -atribuciones del Poder Ejecutivo- en su inc. 3º que, estrictamente, se refieren a las competencias colegislativas del Presidente: «Participa de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución -dice el primer párrafo de la norma- las promulga y hace publicar». De esta manera queda claro que la sanción de un DNU es, potencialmente, parte del proceso de formación de las leyes, con iniciativa en el Presidente, por cuanto, como veremos más adelante, es un medio con el que cuenta el Poder Ejecutivo para instar la sanción de una ley por parte del Congreso. Un medio de especial significación y fuerza ya que, frente al silencio del Congreso luego de sancionado de DNU, este es -continúa siendo- una norma jurídica, una disposición de «carácter legislativo», como lo califica la Constitución. Es decir, una ley en sentido material, de acuerdo con la habitual calificación doctrinaria(6).
El art. 99 inc. 3º realiza una afirmación tajante: «El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo». Pero inmediatamente después de esta terminante y severa prohibición, introduce la excepción y con ella regula el régimen de los DNU: «Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes … podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia…». Por tratarse de una excepción a la regla prohibitiva enunciada al principio, y por insertarse en el inc. 3º según lo comentado antes, queda claro que estos DNU son «disposiciones de carácter legislativo». Asimismo se excluyen de la excepción, por lo que quedan siempre alcanzadas por la prohibición general, las «… normas que regulen materia penal, tributaria(7), o el régimen de los partidos políticos…».
La norma constitucional establece dos requisitos sustanciales habilitantes para el dictado de un DNU: A) la razón de necesidad y urgencia, de naturaleza excepcional, en resolver una determinada situación política, social, económica o cualquier otra que precise de una respuesta legislativa y B) que aquella circunstancia de excepción imposibilite seguir «los trámites ordinarios» previstos para la sanción de las leyes, esto es el régimen, de naturaleza procesal, establecido en el Capítulo V de la Parte Segunda, Título Primero, Sección Primera, de la Constitución Nacional, «De la formación y sanción de las leyes».
A. Necesidad y urgencia excepcionales: En «Peralta», como ya vimos, la Corte exigía como requisito fundamental para la procedencia del DNU, la existencia de «una situación de grave riesgo social», que incluso es capaz de poner en peligro la propia unidad nacional. Para el constituyente de 1994, en cambio, basta con una situación de excepción, es decir no ordinaria o conforme al curso regular de los acontecimientos de la vida social. Hay, en el lenguaje de la Constitución, un menor dramatismo, que comporta naturalmente una menor dosis de exigencia a la hora de valorar la validez del DNU. Tal circunstancia excepcional puede ser de cualquier naturaleza y tener cualquier tipo de efectos sobre la situación colectiva, o aún particularizada de un grupo de personas o también, de una sola persona, ya que cuando «Peralta» exige la generalidad de los efectos de la medida de emergencia, esto lo hace para admitir la validez de la «emergencia» en cuanto tal -del instituto de la emergencia como limitante de ciertos contenidos de derechos patrimoniales- y no del DNU que puede tener un contenido «ordinario», es decir, puede afrontar una situación excepcional, urgente, con normas que no avancen sobre los alcances de los derechos constitucionales de los particulares. Recuérdese que la situación excepcional justifica el origen -por el órgano- de la sanción de la norma, y no su contenido. Puede haber leyes de «emergencia» -en la terminología de «Peralta», como también DNU de la misma naturaleza. Pero pueden sancionarse DNU, justificado en los términos de art. 99.3 de la Constitución Nacional, sin contenido de emergencia.
La situación de excepción debe precisar de una necesidad de ser resuelta con urgencia. Ya no se trata de una solución brindada a través una medida «súbita», como en «Peralta», que ronda el secreto, como el «Porcelli», sino simplemente de la rapidez en la adopción de la solución del caso.
B) Imposibilidad de seguir el trámite legislativo ordinario: El criterio del constituyente es sencillo y amplio: si nos encontramos ante un caso excepcional que requiere ser enfrentado con urgencia y, por cualquier razón -ya que el constituyente no distinguió- es imposible aguardar a la finalización del procedimiento constitucional para la formación y sanción de las leyes, el DNU queda habilitado. La imposibilidad es producto de la misma razón de urgencia, ya que puede ocurrir, siempre según las circunstancia del caso concreto, que la medida precisada, de aguardarse su sanción por el Poder Legislativo, sea tardía o inconveniente, o insuficiente para responder rápidamente a la necesidad. Por este motivo, en la economía del art. 99.3, el Poder Ejecutivo ha visto ampliadas sus atribuciones de colegislador, ya que puede instar la acción del Congreso (suponiendo que ésta se encuentre retrasada) a través del DNU, en tanto y cuanto éste requerirá de la aprobación legislativa expresa, aunque, como veremos, sin carácter suspensivo de los efectos del DNU en cuestión. Esta interpretación quedará confirmada cuando analicemos los requisitos procesales relativos a la validez del DNU.
Debemos detenernos en este punto a los efectos de comprender la verdadera naturaleza jurídica del DNU, conforme lo regula nuestra Constitución Nacional. Es decir, no en abstracto, sino en nuestro sistema concreto y en razón de sus efectos prácticos.
Hasta la reforma de 1994, el DNU quedaba reservado (sin perjuicio de abusos que pudieron haber ocurrido a lo largo de nuestra historia constitucional) a los casos en que era necesario enfrentar una «situación de grave riesgo social» con «medidas súbitas» -siempre según «Peralta»- ante las cuales el trámite parlamentario se presentaba como absolutamente inconveniente, ya sea por su demora natural, por su posible publicidad, por la complicación generada en los intereses inmediatos de partidos -naturales de la democracia, pero no admisibles frente al riegos de disolución social al que también hizo referencia «Peralta»- reflejados en la demora del debate en Comisión, o la presentación de proyectos alternativos llamados «tapón», ya que tienden sólo a obstaculizar la marcha del proyecto principal, o la negativa de dar quórum, etcétera.
Con la reforma la regulación se modificó con matices de gran importancia. Ante el mismo clima parlamentario (ya ocurrido o de previsible ocurrencia) el Poder Ejecutivo se ve obligado (necesidad) a enfrentar una urgencia social que tiene características excepcionales -no ordinarias- y para ello -y sólo en tales casos- bajo pena de «nulidad absoluta e insanable», la Constitución le permite dictar la norma y, al hacerlo, obligar al Congreso a tomar una decisión al respecto, positiva o negativa. De lo contrario, la consecuencia de una posible continuación de la inactividad del Congreso será la vigencia de la norma sancionada por el DNU. Hasta 1994, en cambio y según lo sugerido por la Corte, el DNU venía a paliar la crisis social y el Congreso quedaba con una situación de mayor pasividad. Aun cuando tanto «Porcelli» como «Peralta» hacen referencia al papel del Congreso y lo meritúan a los efectos del análisis de la validez del DNU -conocimiento de la medida, reflejado a la toma de posteriores decisiones legislativas que la suponen, falta de rechazo expreso o por la adopción de alguna ley contradictoria- no se encontraba regulada, como sí lo hace la Constitución de 1994, la obligación de un pronunciamiento expreso, hasta con plazos brevísimos para ello.
Por eso sostenemos que en el nuevo art. 99.3, el DNU no es sólo un recurso desesperado, para enfrentar una crisis social hasta amenazante de la misma unidad nacional. No sólo la Constitución no impone estos requisitos, sino que en realidad, coloca al instituto del DNU como parte del proceso de formación de las leyes, dentro de las competencias del Presidente como colegislador. Así, en realidad, y siempre que se trate de una situación de urgencia no ordinaria, el DNU es tratado por la Constitución más desde la perspectiva del Congreso que desde la óptica del Presidente. Este tiene, sin duda, la atribución, pero esa atribución es para forzar al Congreso a decidir -que no la tiene por otro camino en nuestro régimen constitucional- con la consecuencia, frente al silencio del legislador, de la plena vigencia del DNU con los efectos propios de una ley.
En el nuevo régimen constitucional, en consecuencia el Poder Ejecutivo tiene mayor libertad que antes para recurrir al remedio del DNU(8). Con ello fuerza la acción del Congreso, pero también queda sometido a ésta con una rigurosidad que ni «Porcelli» ni «Peralta» habían considerado.
Lo expuesto será mejor advertido al considerar los requisitos procesales del instituto, impuestos por el art. 99 inc. 3º de la Constitución.
A. Acuerdo general de ministros: El DNU debe ser decidido en «acuerdo general de ministros», los que deberán refrendarlos juntamente con el jefe de gabinete. Este «acuerdo general de ministros»(9)no se encuentra regulado por la Constitución, en lo que respecta a sus formalidades, aunque lo podría hacer una futura ley de ministerios. Mientras tanto, la existencia del «acuerdo» se expresa y formaliza con el refrendo conjunto, del DNU, por todos los ministros, incluyendo al jefe de gabinete, tal como lo exige la norma comentada, con los efectos generadores de responsabilidad solidaria que establece el art. 102 de la Constitución. Sin el requisito del refrendo colectivo, el DNU carece de eficacia, estando viciado de nulidad absoluta(10).
B. Sometimiento al Congreso: Si bien el DNU es vigente desde su sanción y publicación en el Boletín Oficial de la Nación, su validez queda condicionada al requisito de su presentación dentro de los diez días -debe interpretarse que son contados desde la sanción y no desde la publicación- al Congreso, para su examen por la Comisión Bicameral Permanente que la Constitución, en el mismo 99.3, crea al efecto. La presentación la debe efectuar el jefe de gabinete personalmente, siendo estos requisitos -la presentación en sí misma, su modalidad y el órgano encargado de hacerlo- esenciales para la validez del DNU. Naturalmente que cuando la Constitución exige que personalmente el jefe de gabinete presente el DNU al Congreso, no está exigiendo el acto físico, sin perjuicio que la presencia personal del jefe de gabinete pueda ser requerida por la Comisión Bicameral o por cualquiera de las Cámaras legislativas, para brindar explicaciones acerca de la medida tomada (art. 100 inc. 11). Se trata simplemente de que el «mensaje» de elevación debe ser firmado por el jefe de gabinete y enviado (es una interpretación lógica, aunque la ley que regule la materia podría establecer lo contrario) al Presidente de la Cámara con iniciativa para tratar el tema, o a la que el Ejecutivo quiera brindarle tal iniciativa en los casos en que la Constitución no identifique a la Cámara de origen. También la ley podría establecer la obligación de la remisión directa a la Comisión Bicameral, lo que es conforme con el tratamiento de urgencia que la Constitución le impone a la cuestión. La omisión del envío en término produce la nulidad absoluta y retroactiva del DNU, de pleno derecho, ya que la intervención legislativa en la tramitación del DNU, en las condiciones fijadas por la Constitución, es un requisito procesal esencial, que no puede ser salvado por una presentación tardía. La Constitución exige la rápida intervención del Congreso y esta es sólo posible si el Ejecutivo, a través del jefe de gabinete, cumple estrictamente con esta actuación en el plazo debido. En este caso se alterarán también las relaciones jurídicas que hubieran nacido al amparo del DNU durante estos primeros diez días, lo que es lógico ya que esta nulidad absoluta es distinta que la disconformidad del Congreso (que luego examinaremos) pues afecta a la condición de validez del DNU.
C. Comisión Bicameral Permanente: debe tener una composición que respete la » proporción de las representaciones políticas de cada Cámara», como lo establece el art. 99.3. Este órgano del Congreso es el mismo que debe analizar los decretos de promulgación parcial de las leyes, según el 99.13, que reitera, a la vez la obligación del jefe de gabinete de someter los DNU a la Consideración de la Comisión Bicameral. La Comisión es un órgano consultivo del Congreso, que debe dictaminar (despacho, entendiéndose que puede haber despacho por mayoría y otros por minoría) asesorando a los plenarios de cada Cámara acerca de la cuestión, dictamen que no es vinculante para éstas. La Comisión se debe expedir expresamente -para «su expreso tratamiento» dice la Constitución, aunque relativo a la decisión de las Cámaras- dentro del plazo de diez días.
En caso de incumplimiento, la Constitución no prevé sanción alguna. Se trata de un plazo indicativo, como todos los formulados al Legislativo, que el Constituyente estableció para indicar la extrema urgencia del tratamiento del DNU. Pero no hay sanción, ya que no resultaría posible, en la economía de la Constitución, establecerla para los legisladores. Mientras tanto el DNU continúa vigente ya que, al exigir la Constitución el «expreso tratamiento», ha eliminado toda posibilidad de decisión tácita acerca de la conformidad o disconformidad con el DNU. Incluso hacer aguardar la vigencia del DNU a la conformidad expresa de la Comisión Bicameral, o del Congreso, sería una interpretación contradictoria con el carácter de urgente de la medida, la que justifica, precisamente, su dictado. De todas maneras, nada impide que superado el plazo de diez días, cualquiera de las Cámaras (según las reglas de la Cámara de origen, que en la práctica sólo importan para la materia del «reclutamiento de tropas», ya que la tributaria está prohibida en lo que hace a su regulación por DNU) se avoque al tratamiento del tema, aún mediando silencio de la Comisión Bicameral, ya que se habría agotado el plazo imperativo que para su intervención obligada establece la Constitución. No es que la Comisión Bicameral pierda su competencia, en el supuesto que no exista avocación de cualquiera de las Cámaras, pierde su competencia exclusiva, lo que habilita la intervención directa -decisión discrecional- de aquéllas. En cambio, no podría esto ocurrir durante este plazo de diez días, ya que la Constitución impone aquí la actuación de la Comisión Bicameral, encontrándose esta constituida(11). Nótese que, existiendo urgencia en la consideración legislativa del DNU, si el Congreso así lo desea, el despacho de la Comisión y la decisión de los plenos de las Cámaras pueden ocurrir en el mismo día. La Comisión debe elevar su despacho, dentro del plazo antes señalado, «al plenario de cada Cámara …el que de inmediato considerarán las Cámaras». En la interpretación textual constitucional parecería que existe una intervención simultánea de ambas Cámaras, pero esto no puede ocurrir, ya que necesariamente debe existir una Cámara de origen y otra revisora, a los efectos del procedimiento del art. 81 en caso de mediar disconformidad entre la decisión de ambas Cámaras. La solución sería la misma, incluso, si se admitiera la tesis que afirma que la aprobación o rechazo del DNU puede hacerse por resolución, ya que la disconformidad pueda también aquí existir, lo que obligaría a aplicar, por analogía, el procedimiento del citado art. 81. En consecuencia, la Comisión Bicameral debe enviar el despacho a una Cámara, que actuará como Cámara de origen, lo que decidirá por mayoría o bien, de admitirse que el jefe de gabinete debe enviar el DNU al Presidente de una de las Cámaras, se encontrará obligada por esta decisión tomada en el seno del Poder Ejecutivo que no es repugnante con su atribución constitucional ordinaria relativa a los mensajes sobre proyectos de ley.
D. El tratamiento en plenario: La decisión sobre la aprobación o rechazo del DNU la debe tomar el Congreso por el pleno de ambas Cámaras. Esta es una decisión expresa, tal como lo señala el mismo art. 99.3 y resulta de la exigencia del art. 82 de la Constitución: «la voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta». De manera que no podría sostenerse que, por ejemplo en un determinado plazo fijado por la ley reglamentaria y frente al silencio del Congreso, el decreto quedase rechazado u aprobado. Una norma de este tipo sería claramente inconstitucional. El Congreso no tiene ningún plazo para expedirse, ni siquiera el indicativo que el constituyente utilizó para otros institutos, ni sanción alguna para el caso de silencio. Mientras tanto, el DNU continúa vigente.
E. La aprobación o rechazo: Debe distinguirse la aprobación o rechazo del DNU a los efectos del régimen del art. 99.3, de la norma derogatoria -incluso por contradicción- o modificatoria posterior. La aprobación no modifica en nada a la vigencia del DNU, que siempre es a partir de su sanción y publicación, aunque tiene -frente al mero silencio del Congreso- dos efectos prácticos de importancia: fortifica la seguridad jurídica, completando el proceso querido por el constituyente, es decir la manifestación expresa del legislador y, concordantemente, impide un rechazo posterior. Así el DNU podría ser sólo derogado o modificado por otra norma de jerarquía legal, u otro DNU si se dieran las condiciones que habilitan a su dictado. Nunca podría ser derogado o modificado por un decreto ordinario. Pero, debo recordar nuevamente, aunque nunca sea aprobado expresamente por el Congreso, el DNU rige con la plenitud de sus efectos. El rechazo plantea cuestiones más delicadas. No puede el Congreso sancionar un rechazo si ya aprobó el DNU, en este caso el rechazo sería inconstitucional ¿Puede rechazar sí, aunque no aprobó expresamente el DNU, sancionó leyes que lo suponen, es decir, que parten del presupuesto de su vigencia? Ya mencionamos que la aprobación, como el rechazo, debe ser expresa, por un acto -ya veremos de qué naturaleza- dirigido específicamente a tal finalidad. El rechazo posterior a una ley o a leyes que suponen la vigencia del DNU es válido y, según los casos, podría significar la derogación institucional de tales leyes, siempre que el rechazo tenga forma de ley. El rechazo puede tener diferentes contenidos, con efectos también distintos: a) por defectos formales sustanciales (falta de refrendo, falta de envío, envío tardío): en este caso el decreto padece nulidad absoluta cayendo retroactivamente sus efectos, sin perjuicio de las relaciones jurídicas de buena fe nacidas a su amparo; b) disconformidad con la valoración de la razón de necesidad y urgencia: también acarrea la nulidad absoluta del DNU con los mismos alcances; c) disconformidad con el contenido del DNU con conformidad o sin manifestación acerca de la razón de necesidad y urgencia: este caso es similar a los efectos de una ley derogatoria posterior -mediando o no aprobación- con efectos a partir de la vigencia de la nueva ley. También puede ocurrir que el DNU contenga, total o parcialmente, regulaciones relativas a las materias excluidas del instituto por el art. 99.3. Estas normas estarán siempre afectadas por una nulidad absoluta e insanable de pleno derecho, por lo que, en este caso, ni siquiera podrían estar protegidas las relaciones jurídicas de buena fe. Debe ser distinguida la ley derogatoria del rechazo. Este debe ser expreso y específico, con los efectos ya vistos. Si la ley del Congreso no rechaza, sino simplemente deroga, estamos simplemente frente al caso ordinario de una ley posterior derogatoria de otra anterior, pero no es el rechazo a los efectos del art. 99.3. ¿Cuál debe ser la forma de la aprobación o rechazo? Según el dictamen de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado ya citado, éste debe ser hecho por resolución de cada una de las Cámaras. Cabe disentir con tal criterio, ya que es inconveniente a los efectos prácticos y de seguridad jurídica. La aprobación o rechazo del DNU debe ser por ley. Es una ley ordinaria, con su tramitación y régimen de relación entre la Cámara de origen y la Cámara revisora, sanción y promulgación. Puede ser vetada total o parcialmente por el Poder Ejecutivo -como toda ley- con el régimen de insistencia del art. 83 de la Constitución Nacional. Este criterio puede ser contradicho de interpretarse de una manera textual rigurosa la redacción del art. 99.3 que, como ya vimos, parece habilitar el tratamiento simultáneo del DNU por cada Cámara. Sin embargo esta interpretación es antifuncional, ya que no resuelve el problema de la disconformidad entre las decisiones de las Cámaras -una aprueba y otra rechaza- al no existir el régimen de Cámara de origen y Cámara revisora. De esta manera la acción del Congreso quedaría paralizada -y el decreto siempre vigente, salvo una posterior ley derogatoria- lo que contradice la clara intención del Constituyente, que fue la de forzar al Congreso a expedirse. Una salida que el legislador podría dar a la cuestión es admitir el régimen de las resoluciones, incluso simultáneas, si éstas son conformes. En caso contrario, el tratamiento de la aprobación o rechazo debería tener el trámite ordinario legislativo, con Cámara de origen en el Senado (tradicionalmente considerada de mayor representatividad institucional) salvo la única excepción ya mencionada más arriba.
III. La revisión judicial
En el ya citado caso «Rodríguez» (La Ley, 1997-F, 884) la Corte realizó dos afirmaciones terminantes que aclaran este difícil aspecto del instituto. En el Considerando 23, el tribunal señaló: «… esa norma (se refiere al DNU) como integrante del ordenamiento jurídico, es susceptible de eventuales cuestionamientos constitucionales -antes, durante o después de su tratamiento legislativo y cualquiera fuese la suerte que corriese en ese trámite- siempre que ante un «caso» concreto …conforme las exigencias del art. 116 de la Constitución Nacional, se considere en pugna con los derechos y garantías consagrados en la Ley Fundamental». Es decir, el DNU puede ser cuestionado constitucionalmente por su contenido, y por el agraviado, siempre, aún antes de ser enviado al Congreso, o durante el trámite legislativo para su aprobación o rechazo, e incluso después de su eventual aprobación por el Poder Legislativo. Es que se trata de una norma jurídica, y como tal, puede ser confrontada con la Constitución -o con normas de mayor jerarquía, en el caso los tratados no incorporados a la Constitución mencionados al inicio del art. 75 inc. 22 o las normas del derecho de la integración, dictadas en consecuencia del derecho originario o tratados respectivos- a los efectos de desafiar su validez, respetando los restantes extremos que habilitan la revisión judicial de constitucionalidad. En este sentido, continuó la Corte: «Al respecto, resulta incuestionable la facultad de los tribunales de revisar los actos de los otros poderes -nacionales o locales- limitada a los casos en que se requiere ineludiblemente su ejercicio para la decisión de los juicios regularmente seguidos ante ellos. Porque entonces esa facultad se reduce «simplemente a un elemento integrante del poder de sustanciar y decidir un juicio en que el tribunal debe conocer», en uso de las atribuciones que la Constitución le otorga (261 U.S. 525, 544; sentencia del juez Sutherland, in re Adkins v. Children’s Hospital). Es decir, una reafirmación lisa y llana del principio tradicional del control difuso de la constitucionalidad de las normas jurídicas.
A la vez, en el Considerando 14) la Corte analizó el cumplimiento, por parte del DNU 842/97 (Adla, LVII-D, 4339) de los requisitos formales exigidos por la Constitución, encontrándolos satisfechos (Considerando 15). Esto parece indicar que el cumplimiento de tales requisitos formales es también susceptible de revisión judicial, lo mismo que con respecto a la no incursión del Poder Ejecutivo, a través del DNU, «en las materias taxativamente vedadas».
Pero en el mismo Considerando 15) la Corte realizó una importante aclaración: «De este modo (ya revisados los requisitos formales) atendiendo al texto constitucional plasmado por la reforma del año 1994, la norma referida sólo puede considerarse sometida al pertinente contralor del Poder Legislativo de la Nación, a quien corresponde pronunciarse acerca de la concurrencia de los extremos -de valoración política- que habilitan el ejercicio de la facultad excepcional del Poder Ejecutivo, así como de la oportunidad, mérito y conveniencia de su contenido».
De esta manera no sólo la oportunidad, mérito y conveniencia de lo decidido por el DNU escapan del control judicial (como ocurre con cualquier ley o decreto, salvo los casos extremos de irrazonabilidad manifiesta, para la doctrina que acepta este criterio) sino también la condición de la habilitación del ejercicio de la atribución presidencial -la excepcional razón de necesidad y urgencia- que es, según la Constitución, una cuestión de valoración política(12).
La solución dada por la Corte se ajusta al texto constitucional y al sentido común. Regulado el instituto por la Constitución de la manera en que ya lo hemos analizado, éste genera (además de su introducción en el ordenamiento jurídico) una relación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, que es de naturaleza institucional(13)y por definición, no justiciable. Que exista necesidad y urgencia en enfrentar normativamente una situación de la vida comunitaria, y que ésta, por razones excepcionales no pueda cumplirse a través de los procedimientos ordinarios, es una cuestión estrictamente política, sometida al debate democrático que el Congreso, de acuerdo con el 99.3, necesariamente debe realizar. No puede el Congreso ser sustituido, en este cometido, por el Poder Judicial. No puede la definición de la condición habilitante para el dictado del DNU quedar sometida (en nuestro régimen de control difuso de constitucionalidad) a sentencias quizás contradictorias, vinculadas con los casos concretos traídos a conocimiento de distintos jueces que deberán merituar diferentes datos circunstanciales. La aceptación o rechazo de la existencia de la necesidad y urgencia es una atribución privativa del Congreso. Así lo es claramente luego de la reforma de 1994, e incluso antes, si consideramos analógicamente lo afirmado en «Peralta» con respecto a la «emergencia». Esta también podía ser revisada judicialmente en su contenido y alcances, pero no en lo que hace a la declaración misma, que es siempre una atribución legislativa. El art. 99.3 de la Constitución Nacional instituyó un mecanismo equilibrado en el régimen del DNU. Le otorgó importantes atribuciones al Poder Ejecutivo, pero lo sometió totalmente a la decisión del Congreso. Este «totalmente» es también «exclusivamente» (en el punto analizado, no en cuanto al contenido, forma y materias del DNU) ya que de lo contrario podría la aprobación ser tachada judicialmente de inconstitucional por la inexistencia de la necesidad y urgencia. Si esto es así, también seria válida la alternativa contraria, cuando a un interesado concreto lo beneficiase la vigencia del DNU. Su rechazo por el Congreso, fundado en la inexistencia de la razón habilitante, podría ser cuestionado judicialmente, y concluir el juez de la causa en que la razón de necesidad y urgencia y la situación excepcional que impide aguardar la ordinaria tramitación legislativa, realmente existieron, invalidando el rechazo. El sistema sería a todas luces irracional. Por lo menos, se encuentra alejado del texto y sentido de la norma constitucional que, insisto, en el punto sólo quiso establecer un sistema de vinculación entre el Ejecutivo y el Legislativo, aumentando las atribuciones colegisladoras del primero y las atribuciones de control y de última decisión del segundo, y, sobre todo, forzando la decisión de este último.
IV. El caso «Rodríguez» y la legitimación para accionar
Esta última cuestión no se vincula para nada con el régimen de los DNU. En el punto -la legitimación para accionar- la Corte trató un tema ya reiterado en su jurisprudencia centenaria, y lo resolvió, con los matices del caso, de la misma manera como lo había hecho en sus constantes y coherentes precedentes. Tampoco se vincula, obviamente, con el tema de los DNU, la vía elegida por la Corte para entrar en el conocimiento del caso. También aquí el tribunal fue coherente con una reiterada, aunque excepcional, jurisprudencia de la última década. Sin embargo dedicaremos unas reflexiones a estas cuestiones estrictamente procesales porque los comentarios del caso -muchos superficiales o apresurados, algunos politizados- se han detenido sorprendentemente en estas materias tan trilladas, que no podían recibir -en el caso «Rodríguez»- otra solución y que hubieran debido conducir, por el contrario, a la más severa descalificación de las sentencias de las instancias inferiores por contradecir abiertamente la jurisprudencia inalterada de la Corte, con argumentos que, como veremos, superan a lo tolerable dentro de las opciones razonables de la interpretación jurídica.
El desarrollo del caso puede sintetizarse como sigue. El Gobierno nacional decidió otorgar en concesión la operación, mantenimiento y ampliación de un número determinante de aeropuertos nacionales e internacionales. Interpretando que tal decisión encontraba la declaración legislativa preexistente, entendió que no era indispensable suficiente apoyo en legislación calificando a la actividad como «sujeta a privatización» exigida por los arts. 8º y 9º de la ley 23.696 (Adla, XLIX-C, 2444); de Reforma del Estado. En realidad, se trató de un cambio de política ya que desde hacia más de un año atrás el Senado había dado sanción a un proyecto de ley en el mismo sentido, que se encontraba bloqueado en la Cámara de Diputados. Frente a un estado verdaderamente crítico del sistema aeroportuario, por la falta casi total de inversiones desde el año 1978, incapaz de satisfacer las exigencias de una explosiva creciente demanda, con graves problemas de seguridad y sin posibilidades de financiación estatal -por la política presupuestaria en definitiva decidida por el mismo Congreso- el inmediato y previsible colapso del sistema -en un área tan delicada- obligada a decidir remedios expeditivos.
Como ya se dijo, considerando que la posibilidad de otorgar la concesión contaba con suficiente apoyo legal, al margen de lo regulado en la ley 23.696, los decs. (simples) 375 del 24/4/97 y 500 del 2/6/97 (Adla, LVII-B, 1433; LVII-C, 2998), regularon la totalidad del procedimiento de concesión. Contra estos decretos, un grupo de legisladores -a los que luego adhirió el Defensor del Pueblo- plantearon una acción de amparo que tuvo acogida en las instancias judiciales ordinarias, con lo cual el proceso de privatización por concesión quedaba nuevamente paralizado. Sin consentir la sentencia de Cámara y alegando una situación excepcional de parálisis de la acción gubernamental e imposibilidad de enfrentar la cuestión de necesidad y urgencia por las vías legislativas ordinarias -que continuaban paralizadas- el Poder Ejecutivo sancionó el DNU 842/97, ratificando los anteriores y dando así cumplimiento a la exigencia de la ley declarativa de la necesidad de la privatización, que había decidido la Justicia. Para la sanción del DNU 842 se cumplieron todas las formalidades establecidas en el art. 99.3 de la Constitución, fue enviado al Congreso en tiempo y forma y hasta recibió la aprobación de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado (citada en nota 11). Contra este decreto, y mientras se desarrollaba el trámite parlamentario para su consideración, accionaron nuevamente los mismos legisladores, obteniendo de un Juzgado de primera instancia una medida cautelar suspendiendo los efectos del DNU en cuestión. Nuevamente con el procedimiento licitatorio interrumpido, el Poder Ejecutivo, a través del Jefe de Gabinete planteó una apelación directa ante la Corte Suprema de Justicia que, como ya vimos, fue admitida. La Corte resolvió dejar sin efecto la medida apelada por haber «sido dictada con ausencia de jurisdicción» (Considerando 23) con los fundamentos que luego analizaremos en detalle.
IV. a. La vía de acceso
La Corte admitió su intervención directa en el caso «Rodríguez» siguiendo una lógica jurisprudencial que ya había sido anunciada por los Ministros Nazareno y Moliné O’Connor (actuales Presidente y Vicepresidente del tribunal, respectivamente) en la causa «Dromi»(14), el famoso caso vinculado con la privatización de la empresa Aerolíneas Argentinas. En «Dromi» en realidad se había planteado lo que se conoce en nuestro medio como recurso «per saltum», ya que busca instar la intervención de la Corte Suprema frente a una decisión recurrible de un juez de primera instancia, saltando la intervención de la Cámara de Apelación.
Esta vía encuentra su antecedente en la práctica de la Corte Suprema norteamericana -el llamado «certiorari before judgement»- en una jurisprudencia inaugurada en 1897, años más tarde reconocida legislativamente y que lleva a la fecha más de 100 casos de aplicación concreta(15).
En nuestro medio fue planteada por primera vez, en una posición minoritaria por el Ministro Petracchi, en la causa «Margarita Belén»(16), donde en un conflicto de competencia entre dos Cámaras de Apelaciones se introdujo la posibilidad de que la Corte, frente a las circunstancias del caso, directamente resolviese la cuestión de fondo. En aquella oportunidad, 1 de setiembre de 1988, Petracchi sostuvo: «La existencia de aspectos de gravedad institucional puede justificar la intervención de la Corte superando los ápices procesales frustratorios del control constitucional confiado a ella. Se trata de condiciones pertinentes para la eficiencia del control de constitucionalidad y de la casación federal que la Corte debe cumplir, cuya consideración ha guiado tradicionalmente la interpretación de las normas que gobiernan la jurisdicción del tribunal». «Si las cuestiones sometidas al juicio de la Corte superan los intereses de los partícipes de la causa, de modo que conmueven a la comunidad entera en sus valores más sustanciales y profundos, es inadmisible la demora en la tutela del derecho comprometido cuya naturaleza requiere consideración inmediata: en el caso se investigan hechos relacionados con un presunto enfrentamiento entre elementos subversivos y fuerzas armadas y de seguridad de resultas del cual fueron muertos varios detenidos». «Corresponde, sin más, expedir pronunciamiento respecto de los puntos substanciales contenidos en el proceso llegado a la Corte en virtud de la contienda negativa de competencia trabada entre dos cámaras federales, si ello no importa la extensión de la competencia de la Corte a supuestos no previstos por las leyes reglamentarias de aquélla, sino solamente de la oportunidad en que ha de ejercitarse la jurisdicción inequívocamente acordada… (para evitar que el) aparente respeto a las formas procedimentales, termine produciendo la impotencia del propio órgano jurisdiccional al que aquéllas deben servir».
Pero fue en «Dromi» (6/9/1990) (La Ley, 1990-E, 97) donde la Corte, por el voto de cuatro de sus miembros(17), desarrolló la doctrina y su justificación histórica: la creación de las cámaras de apelación como instancia intermedia entre la justicia de primera instancia y la Corte, tuvo como finalidad facilitar la tarea de este tribunal, que sólo puede conocer en los casos en que la decisión recurrida no pueda ser revisada por tal instancia intermedia. Pero dicho mecanismo de resguardo para el buen funcionamiento de la Corte no puede significar un impedimento para la actuación del tribunal, en casos excepcionales y de suficiente gravedad, siempre en la órbita federal, donde la intervención expedita y definitiva de la Corte sea requerida para poner rápido término a la disputa. «Lo contrario -afirmó la Corte- importaría sostener que en las mismas normas tendientes a realzar la función jurisdiccional de la Corte, se halla la fuente que paraliza su intervención, precisamente en las causas en que podría ser requerida sin postergaciones y para asuntos que les son más propios» (Considerando 5). Por ello «… sólo en causas de la competencia federal, en las que con manifiesta evidencia sea demostrado por el recurrente que entrañan cuestiones de gravedad institucional -entendida ésta en el sentido más fuerte que le han reconocido los antecedentes del tribunal- y en las que, con igual grado de intensidad, sea acreditado que el recurso extraordinario constituye el único medio eficaz para la protección del derecho federal comprometido, autorizarán a prescindir del recaudo del tribunal superior, a los efectos de que esta Corte habilite la instancia promovida mediante aquel recurso para revisar lo decidido en la sentencia apelada» (Considerando 10). Así la Corte, en «Dromi», entendió directamente en una apelación de una sentencia de un juez de primera instancia que había paralizado el proceso de licitación para la privatización de la empresa Aerolíneas Argentinas(18).
Como ya fue dicho, en «Dromi» los Ministros Nazareno y Moliné O’Connor introdujeron un camino distinto para habilitar la intervención directa de la Corte que luego se convertiría en la jurisprudencia del tribunal. Dicho camino -que no excluye el denominado «per saltum» cuando corresponda y que se circunscribe sólo a cierto tipo de causas (como veremos)- se funda en lo dispuesto por el art. 24 inc. 7º del dec.-ley 1285/58 (Adla, LIII-C, 2543 -t.a.-), según el cual la Corte tiene a su cargo resolver los conflictos de competencia que se produzcan entre diferentes magistrados del país que no tengan un superior común, considerando que esa función encomendada al tribunal la obliga a decidir no sólo en un sentido positivo, es decir atribuyendo competencia a quien la tiene, sino también en un sentido negativo, o sea negando la competencia si la misma no existe. La Corte tiene a su cargo la obligación de preservar el correcto ejercicio de la función judicial y ello se extiende naturalmente a determinar cuando un tribunal es competente y cuando no lo es, aun cuando el conflicto se haya trabado con un órgano no judicial. De ello depende la independencia del Poder Judicial, pues tan amenazada se encuentra esta última cuando otro poder avanza sobre aquél, como cuando un órgano judicial ingresa en una zona que le es ajena.
En su voto en «Dromi» los jueces citados sostuvieron: «Que dado el carácter de esta última cuestión, no podía el juez abordar el objeto de la pretensión que le había sido sometida como un pedido de amparo, sin que ello implicara prescindir de un recaudo esencial para habilitar su intervención. Remitidas las actuaciones a este tribunal … el examen de estas circunstancias autoriza a pronunciarse al respecto, toda vez que se ha cuestionado los alcances y la existencia misma de las atribuciones exteriorizadas por el juez federal interviniente. Si bien la cuestión no aparece configurada como una contienda de las que, en condiciones normales incumbe a esta Corte decidir en ejercicio de las atribuciones que le confiere el art. 24 inc. 7º del dec.-ley 1285/58, lo cierto es que tal como ha sido planteada encierra en la realidad de los hechos un virtual conflicto fundado en el desconocimiento de la competencia de un magistrado. Con esta perspectiva, sin perjuicio de los efectos implicados en la solución a que se ha de arribar en definitiva, no resulta examinar si concurren los requisitos propios del recurso extraordinario, toda vez que esta no es la vía por la cual esta Corte asume su intervención en la causa. Por otra parte, de acontecer una cuestión institucionalmente grave (cuya existencia autorizaría al tribunal a superar excepcionalmente recaudos procesales -v. gr. Fallos: 246:237 (La Ley, 98-506)- incluso para el mencionado recurso, como lo señala el voto de la mayoría y que no existe en el presente caso) ella no residiría aquí en la naturaleza del asunto planteado, sino en la intervención de un magistrado del Poder Judicial de la Nación que, en abierto apartamiento de su competencia, ha alterado el equilibrio de funciones inherentes a la forma republicana de gobierno».
En este párrafo se encuentra el núcleo de la argumentación del voto concurrente, que luego como ya dije, se convertiría en la jurisprudencia reiterada del tribunal, en los casos excepcionales en los que le tocó aplicarla.
Como veremos, el tema en cuestión (tanto en «Rodríguez» como en «Dromi») era la falta de legitimación para accionar de los diputados actores, o más estrictamente, la inexistencia de una «contienda», «controversia», «causa» o «caso», en el sentido del art. 116 de la Constitución (que en el fondo es una cuestión de falta de legitimación, ya que sólo los legitimados pueden promover una causa, y sólo son legitimados si pueden plantear a un adversario derechos propios controvertidos por aquél) que conduce más que a la falta de competencia, a la falta de jurisdicción del juez ante el cual el falso caso se plantea. Pero en la especie, la inexistencia de causa deriva de la existencia de otra sede donde resolver la cuestión -en «Dromi» y en «Rodríguez» la sede era el mismo Congreso, del que los actores formaban parte, en los otros casos que luego mencionaremos, se presentaban distintas sedes- y por ello la cuestión es asimilable a un conflicto de competencia en los términos del art. 24.7 del dec.-ley 1285/58, donde la Corte debe resolver si existe la competencia judicial en sí misma, es decir, la jurisdicción judicial.
Así, en la causa «Antonio Erman González y otros» (Fallos: 313:1242) la minoría en disidencia en aquella ocasión (compuesta por los Ministros Fayt, Nazareno, Moliné O’Connor y Quintana Terán) intervino directamente invocando la misma norma y determinando el tribunal competente, aun cuando no se había planteado una cuestión o conflicto «judicial» de competencia.
Pero fue en el caso «Unión Obrera Metalúrgica c. Estado nacional(19)donde más claramente la Corte insistió con esta doctrina: «Que, en mérito a lo expuesto, aunque la cuestión de competencia no aparezca en términos formales y con todos los requisitos preciso es tenerla por configurada en el caso atento al explícito planteo del presentante -el cual más allá de su «nomen juris», importa denunciar la inexistencia de jurisdicción por parte del magistrado interviniente- y a razones de economía procesal que permiten prescindir de eventuales defectos de planteamiento de este tipo de cuestiones. …Ello es así por cuanto es deber de esta Corte, en su carácter de Tribunal Supremo, ejercer las atribuciones que le confiere el art. 24 inc. 7º del dec.-ley 1285/58, toda vez que advierta en las actuaciones que se ha sometido al Estado nacional a la decisión de un magistrado que resulta por ley carente de jurisdicción» (Considerando 8). «Que en tales condiciones cabe concluir que el magistrado interviniente carece de atribuciones para entender en la cuestión que le ha sido sometida. Su decisión al respecto, emitida con ausencia de jurisdicción, se encuentra afectada de invalidez, conforme lo tiene resuelto la Corte en casos análogos (cita precedentes)» (Considerando 10; en el caso había intervenido un juez laboral correspondiendo la actuación de un órgano administrativo).
En «Rodríguez» la Corte, conforme con esta jurisprudencia anterior, luego de fundamentar sustancialmente su fallo en la inexistencia de «causa» o «controversia» en el sentido constitucional de estos términos y la existencia de una suerte de conflicto de poderes, señaló: «Que en las circunstancias descriptas, no existe justificación para la requerida intervención del Poder Judicial en una cuestión seguida por los poderes políticos y pendiente de tratamiento por parte de uno de ellos, el Congreso de la Nación. De otro modo se estaría desconociendo los potestades de este último, órgano a quien, como depositario de la voluntad popular, la Constitución atribuye una excluyente intervención en el contralor de los decretos de necesidad y urgencia, delicada función política propia del legislador que no puede ser interferida en el modo de su ejercicio por el Poder Judicial sin grave afectación del principio de división de poderes» (Considerando 17). Es decir, el caso trata acerca de una típica relación institucional entre el Ejecutivo y el Legislativo, en donde los conflictos que pudieran surgir (en realidad en el caso todavía no ha surgido ninguno, incluso por la falta de exteriorización de la voluntad del Congreso) tienen su cauce de solución dentro de la misma relación institucional -p. ej., rechazo por el Congreso del DNU, veto de la ley de rechazo, insistencia del Congreso- sin que se advierta ninguna posible vía de intervención del Poder Judicial en la misma, a menos que aparezca un «caso», lo que ocurrirá cuando el contenido del DNU agravie un derecho constitucionalmente protegido, como lo señala la Corte en el segundo párrafo del mismo Considerando 17: «Con el mismo énfasis esta Corte afirma que ello no significa la más mínima disminución del control de constitucionalidad de los decretos de necesidad y urgencia, cuya amplitud y extensión, desde su génesis, se explícita en todos sus alcances, en el considerando 23» (que ya hemos transcripto antes). La pretensión de los legisladores, actores en el juicio, tiene otra sede para su solución, otro órgano competente, que no es el Poder Judicial sino el Congreso: «Que, precisamente, en el caso se pretende que esta Corte intervenga en una contienda suscitada entre el Poder Ejecutivo y algunos miembros de la Cámara de Diputados antes de que «el procedimiento político normal tenga la oportunidad de resolver el conflicto» (Goldwater et al vs. Carter, Presidente de los Estados Unidos, 444 US 996 y cita del considerando precedente), lo que resulta inadmisible ya que el Poder Judicial no debe involucrarse en controversias de esta índole, donde se lo pretende utilizar, al margen de las limitaciones previstas en el art. 116 de la Constitución Nacional como árbitro -prematuro- de una contienda que se desarrolla en el seno de otro poder» (Considerando 18). Recordemos que los actores eran diputados nacionales, y no particulares agraviados por la regulación efectuada en el DNU. Ellos sostuvieron en su demanda que la sanción del DNU les impedía ejercer su «derecho» (ya veremos que tal «derecho» no existe como tal) a legislar, cuando en realidad la Constitución no sólo le otorga las atribuciones, sino que «obliga» al Congreso a expedirse acerca de la validez del DNU. Distinta sería la situación de una demanda planteada por un agraviado personal, directo y concreto, como la Corte se encarga de remarcar al remitir al Considerando 23, que ya hemos transcripto más arriba. «Por el contrario -continúa la Corte en el Considerando 18- la cuestión propuesta, propia de la dinámica de la vida política, debe resolverse dentro del marco institucional que la Constitución fija: el Honorable Congreso Nacional. Decidir de otro modo implicaría interferir en el ejercicio de funciones del órgano que expresa, en su máximo grado, la representación popular en una de las materias más delicadas que le ha asignado la reforma constitucional de 1994. Se trata, en efecto, de una nueva atribución -correlacionada con la que se le atribuye al Presidente de la Nación- cuyo ejercicio exige un tratamiento parlamentario con relieves diferentes del que requieren la formación y sanción de las leyes, actuación que demanda el funcionamiento armónico de ambos órganos en esta nueva actividad colegislativa y si bien la novedad de la atribución que se incorpora al texto constitucional puede provocar dificultades en su tratamiento interno, y tal vez interrogantes sobre su incidencia respecto del procedimiento normal de la actividad legislativa, resulta evidente que la solución para superarlas en ningún caso puede consistir en anular -en sus efectos- el trámite propio del instituto incorporado en 1994». Más adelante afirmó: «Que la presente decisión no implica el ejercicio de una suerte de jurisdicción originaria por parte de la Corte -en expresa contravención al art. 116 de la Constitución Nacional- ni la admisión de un salto de instancia, sino que el tribunal cumple una actividad institucional en su carácter de guardián e intérprete final de la Ley Fundamental, en orden al adecuado respeto del principio de separación de los poderes del Estado consagrado en aquélla; y en orden a asegurar, como titular de uno de ellos, su coordinado accionar» (Considerando 21), para concluir que «… en tales condiciones, cabe concluir que la decisión controvertida ha sido dictada con ausencia de jurisdicción, por lo que se encuentra afectada de invalidez conforme lo tiene resuelto la Corte en casos análogos …» (siguen citas de fallos, Considerando 23).
Se trata de una absoluta falta de jurisdicción por ausencia de causa judicial, que la Corte resolvió ejerciendo sus atribuciones constitucionales como cabeza del Poder Judicial y conforme con sus propios precedentes, según lo reseñado por el Procurador General en su extensamente fundado dictamen al que la Corte remitió en el Considerando 5 del fallo comentado.
IV.B. Causa o controversia y separación de poderes
Este es en realidad en núcleo de la cuestión en el caso «Rodríguez». Recordemos que la «causa» fue iniciada por un grupo de diputados nacionales alegando, entre otras razones, que la sanción del DNU 842/97 menoscababa el derecho que los asistía de participar en la sanción de las leyes. Simplemente, les impedía legislar.
Ya vimos que -fuera de toda consideración formal- tal afirmación es exactamente contradictoria con el régimen del art. 99 inc. 3º de la Constitución Nacional, que precisamente ha ideado un sistema destinado a forzar la actividad legislativa del Congreso. El DNU es así, en dicho sistema constitucional, no sólo una medida de excepción para enfrentar una situación que necesita ser remediada o regulada de manera urgente, sino, siempre en tales circunstancias, una actividad colegislativa del Presidente que se integra con el cometido del legislador, quien, obligatoriamente, debe aprobar o rechazar el DNU, so pena de mantener éste la producción de sus efectos propios durante el tiempo de su vigencia. De manera que lejos de impedir la actividad legislativa, la sanción del DNU la provoca de una manera muchísimo más intensa que la mera promoción de un proyecto de ley por parte del Poder Ejecutivo.
La decisión de la Corte en «Rodríguez» es, sustancialmente, muy simple: la acción intentada fue improcedente por la ausencia de «caso judicial», lo que determina la ausencia, también de jurisdicción judicial para entender en ella, jurisdicción que queda limitada -es decir, que sólo se encuentra habilitada- mediando la existencia de una «causa» o «controversia» en los términos del art. 116 de la Constitución Nacional.
Como es sabido, para nuestra Constitución el Poder Judicial es parte del «Gobierno Federal» -la regulación del Poder Judicial se encuentra dentro de la Parte Segunda, «Autoridades de la Nación», Título Primero, «Gobierno federal», en su Sección Tercera, de la Constitución- y así es una de las ramas de tal Gobierno. Pero «Dentro del campo de sus competencias, cada uno de ellos (se refiere a los tres «poderes») cumple con la aludida función de gobernar a la Nación. Toca a esta Corte Suprema, en tal orden de separación de funciones, conducir la administración de justicia con arreglo a las leyes que la reglamentan, guiada, en todo trance, por el norte trazado en la Constitución, esto es: «afianzar la justicia» («Dromi», Considerando 15). El límite estricto de la competencia del Poder Judicial -jurisdicción- se encuentra en el concepto de causa, esto es la existencia de un litigio concreto, entre partes adversarias, donde la afirmación del derecho de uno contradiga la procedencia del derecho del otro y donde, tales derechos en juego, sean de una naturaleza personal, concreta, inmediata con relación a la pretensión ejercida en la demanda o en su contestación, sustancial y no meramente accesoria, actual y no simplemente eventual (conf., «Dromi», Considerando 12). Esta siempre ha sido la jurisprudencia reiterada del tribunal, que también en «Dromi» se encargó de reiterar. Así citó (Considerando 12) los precedentes «Baeza» -La Ley, 1984-D, 108-, «Constantino, Lorenzo», «Zaratiegui», entre los más recientes a la fecha de aquella sentencia. Luego de «Dromi», la Corte tuvo ocasión de insistir en el punto en «Polino, Héctor y otro c. Poder Ejecutivo Nacional» (sentencia del 7 de abril de 1994, Fallos 317:335 -La Ley, 1994-C, 294-)(20)en una acción de amparo deducida por un grupo de diputados nacionales con la finalidad que se declarara la nulidad del proceso legislativo que concluyó con el dictado de la ley 24.309 (Adla, LIV-A, 98) declarativa de la necesidad de la reforma constitucional. Allí la Corte señaló que el carácter invocado por los actores era «…de una generalidad tal que no permite, en el caso, tener por configurado el interés concreto, inmediato y sustancial que lleve a considerar la presente como una «causa», «caso» o «controversia», único supuesto en que la mentada función (se refiere a la judicial) puede ser ejercida» (Considerando 2). «Tales causas -continúa en el Considerando 4- son aquellas en las que se persigue en concreto la determinación de derechos debatidos entre partes adversas, cuya titularidad alegan quienes los demandan».
Es que la existencia de una «controversia» basada en el choque de derechos alegadamente amparados por el ordenamiento jurídico y llevada al conocimiento de los jueces, impide, en nuestro sistema constitucional, la actuación del Poder Judicial se confunda con las atribuciones propias de los otros dos «poderes». Es, en definitiva, uno de los pilares en los que se asienta la protección de la «división de poderes», vista desde la óptica de la delimitación de la «provincia» del Poder Judicial, para utilizar la habitual terminología norteamericana. Así lo señaló la Corte en «Polino» (Considerando 5) «Que debe subrayarse que la existencia de un interés particular del demandante en el derecho que alega, exigido por la doctrina constitucional federal para la existencia de caso en justicia, no aparece como un requisito tendiente a eludir cuestiones de repercusión pública. Al respecto, cabe observar que la atribución de declarar la invalidez constitucional de los actos de los otros poderes reconocida a los tribunales federales ha sido equilibrada poniendo como límite infranqueable la necesidad de un caso concreto -en el sentido antes definido- para que aquella sea puesta en juego. Por sus modalidades y consecuencias, el sistema de control constitucional en la esfera federal excluye, pues, el control genérico o abstracto, o la acción popular». Precisamente -dice la Corte en el mismo lugar- «La exclusión de tales modalidades impide que la actividad del tribunal se dilate hasta adquirir las características del poder legislativo, y dentro de la marcha del proceso constitucional, subordine la eficacia final de un pronunciamiento al consenso que encuentra en el pueblo». Por ello, «este requisito de la existencia de un caso» o «controversia judicial» … (debe ser) observado rigurosamente para la preservación del principio de la división de los poderes (con cita de la Corte estadounidense, en voto del «justice» Frankfurter»).
Por supuesto que nada agrega -por el contrario, quita a los efectos de considerar la existencia de «causa»- que el actor, tanto en «Polino» como en «Dromi», sea un legislador nacional. Precisamente en este último caso, recordado por Nazareno en «Polino», la Corte dijo: «Que de igual modo, no confiere legitimación al señor Fontela (actor en el caso) su invocada representación del pueblo con base en la calidad de diputado nacional que inviste. Esto es así, pues el ejercicio de la mencionada representación encuentra su quicio constitucional en el ámbito del Poder Legislativo, para cuya integración en una de sus cámaras fue electo, y en el terreno de las atribuciones dadas a ese Poder y a sus componentes por la Constitución Nacional y los reglamentos del Congreso». «Tampoco la mencionada calidad parlamentaria lo legitima para actuar «en resguardo de la división de poderes» ante un eventual conflicto entre normas dictadas por el Poder Ejecutivo y leyes sancionadas por el Congreso toda vez que, con prescindencia de que este último cuerpo posea o no aquel atributo procesal, es indudable que el demandante no lo representa en juicio» (Considerando 13).
Debe entenderse, definitivamente que en nuestro sistema constitucional no existe una vía judicial para resolver eventuales conflictos entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. En el juego de equilibrios establecido por la Constitución, las decisiones de ambos poderes, cuando chocan, tienen su remedio dentro de las competencias que la propia Constitución le ha otorgado a cada uno de ellos. El Congreso puede sancionar leyes que expresa o implícitamente extingan la vigencia de decretos del Poder Ejecutivo, incluso tratándose de reglamentos autónomos, por lo menos si admitimos una interpretación amplia del inc. 32 del art. 75 de la Constitución. El Presidente puede vetar las leyes del Congreso, total o parcialmente (en este último caso con limitaciones) y los legisladores pueden insistir en la ley vetada. Esto es en cuanto al proceso legislativo. Pero hay otras relaciones, como las vinculadas con el voto de censura y eventual remoción por el Congreso, del Ministro Jefe de Gabinete, el pedido de informes y la interpelación a cualquiera de los ministros, el denominado «juicio político», etc., todos de gran trascendencia político-institucional.
En ninguno de estos casos le corresponde intervenir al Poder Judicial -salvo en los supuestos extremos de violación manifiesta del derecho de defensa, en el «juicio político, donde claramente exista, entonces, un derecho personal y directo del agraviado(21)- quien sólo puede conocer en «causas» donde agraviados directos defiendan un derecho propio, aunque tal agravio nazca de una norma sancionada por cualquiera de las otras ramas del Gobierno y cuando, para hacer lugar a la pretensión, resulte preciso la declaración judicial de la invalidez de dicha norma. Fuera de estos supuestos, los «conflictos» de poderes son ajenos al Poder Judicial y se resuelve dentro de aquel sistema de relaciones establecido por la Constitución. Para ello, cada uno de los «poderes» -Ejecutivo y Legislativo- cuentan con su propio sistema de funcionamiento interno, dado por la Constitución, las leyes o sus propios reglamentos, con sus propias características, donde sobresalen las del Congreso, como cuerpo colegiado, deliberativo y sometido, dentro de las normas, a la voluntad de la mayoría, mayoría que muchas veces se logra a través de acuerdos y negociaciones propias del proceso democrático.
Precisamente esto es lo que ocurre con el régimen de los DNU. Como se ha visto, la Constitución diseñó al respecto un sistema de colaboración y control entre el Presidente y el Congreso, donde el Poder Judicial no tiene intervención. En realidad los jueces pueden intervenir fuera de esa relación -es decir, sin directa vinculación con ella- cuando el agraviado concreto por el contenido de la norma, inicie un «caso» donde la declaración de su invalidez sea directamente conducente para la protección o reconocimiento de su derecho. En definitiva, como ya fue dicho, se trata de un problema de separación de poderes, que busca evitar convertir al Poder judicial en una «superlegislatura», carente de legitimación democrática directa, interviniendo en cuestiones que tienen su propio cauce de desarrollo en el proceso democrático de debate de las ideas, de toma de decisiones ajenas a la aplicación de la norma jurídica para la resolución de contiendas entre adversarios que contraponen, en el caso, sus derechos contradictorios. Ni el Presidente ni el legislador pueden intervenir -por lo menos tomando decisiones con fuerza de cosa juzgada- en la resolución de estos últimos conflictos. Tampoco puede el juez intervenir en la resolución de los anteriores, según nuestro sistema constitucional. Es una cuestión de separación de poderes.
Se presenta así una íntima relación entre la inexistencia de «causa» -y por ende la inexistencia de jurisdicción judicial- y la falta de legitimación para accionar(22). En términos generales sólo puede demandar en juicio quien puede alegar estar sufriendo un daño, o en inminencia de sufrirlo, en un derecho propio, reconocido así por el ordenamiento, por una situación concreta y no meramente eventual o hipotética, agravio que proviene de la conducta activa u omisiva de otra u otras personas que, a la vez pueden alegar ante los tribunales la estricta postura contradictoria con relación a la sustentada por aquel eventual agraviado y siempre que del reconocimiento del derecho de uno derive una obligación para el otro. Como se ha visto es esta la interpretación tradicional y permanente que nuestra Corte Suprema de Justicia ha hecho del viejo art. 110 de la Constitución de 1853 -art. 116 de la Constitución de 1994- siguiendo los precedentes -confirmados hasta el presente, como veremos- de la Corte Suprema de los Estados Unidos con relación a la interpretación del Artículo III, Sección 2 de la Constitución «de Filadelfia» de 1787.
Sin legitimación no hay «causa», ya que no hay partes adversarias. Por ello no hay jurisdicción judicial, so pena de invadir el Poder Judicial ámbitos no autorizados por el citado art. 116. También es posible la formulación inversa: si la cuestión suscitada debe resolverse, por imperio normativo o por su propia naturaleza, en un ámbito distinto del judicial -por ejemplo, la disputa entre dos órganos de la Administración centralizada- y por lo tanto no existe la habilitación para «demandar en juicio», no hay legitimación para accionar, ya que la legitimación es un concepto estrictamente procesal (aunque la falta de legitimación puede encontrar su razón en lo establecido por la ley sustantiva) valorable exclusivamente a los efectos de la generación de un «caso judicial» y por tanto determinante a los efectos de la jurisdicción judicial que regula el art. 116. Causa y legitimación son, entonces, dos conceptos jurídicos complementarios.
En el caso «Rodríguez», la Corte fue muy clara al respecto. Ya en el Considerando 8 advirtió que le corresponde al tribunal «… como parte de su deber de señalar los límites precisos en que han de ejercerse aquellas potestades (las propias de «órgano supremo de la organización judicial e intérprete final de la Constitución) -con abstracción del modo y la forma en que el punto le fuera propuesto- establecer si la materia de que se trata está dentro de su poder jurisdiccional, que no puede ser ampliado por voluntad de las partes, por más que éstas lleven ante los jueces una controversia cuya decisión no les incumbe y éstos la acojan y se pronuncien sobre ella a través de una sentencia…» (cursiva agregada). «… Por tal motivo, en las causas que -como en el sub lite- se impugnan actos cumplidos por otros poderes en el ámbito de las facultades que les son privativas, la función jurisdiccional no alcanza al modo de ejercicio de tales atribuciones, en cuanto de otra manera se haría manifiesta la invasión del ámbito de las facultades propias de las otras autoridades de la Nación» (Considerando 10, con cita de Fallos: 254:45 -La Ley, 110-2-), cuestión que supone el cumplimiento de una actividad de interpretación constitucional para determinar si la acción de otro «poder» del Estado «puede ser sometido a revisión judicial» (Considerando 11 y también 16). Por ello en el caso «… no existe justificación para la requerida intervención del Poder Judicial en una cuestión seguida por los poderes políticos y pendiente de tratamiento por parte de uno de ellos, el Congreso de la Nación. De otro modo se estarían desconociendo las potestades de éste último, órgano a quien, como depositario de la voluntad popular, la Constitución atribuye una excluyente intervención en el contralor de los decretos de necesidad y urgencia, delicada función política propia del legislador que no puede ser interferida en el modo de su ejercicio por el Poder judicial sin grave afectación del principio de división de poderes» (Considerando 17, ya transcripto más arriba). Esta idea se reitera en el Considerando 18, para afirmar luego, insistiendo en que le corresponde a la Corte garantizar el «adecuado respeto del principio de separación de los poderes del Estado… y … asegurar, como titular de uno de ellos, su coordinado accionar» (Considerando 21). Es el principio de separación de poderes el que impone «el necesario autorrespeto por parte de los tribunales de los límites constitucionales y legales de su jurisdicción» (Considerando 22), salvo que el cuestionamiento de la acción de otro «poder» aparezca en «un ‘caso’ concreto» (Considerando 23, ya citado) y aquí «la revisión judicial no es ni será abdicada por el Poder Judicial» cuando la tacha de inconstitucionalidad («de decretos de la naturaleza del impugnado en el sub lite») «sea introducida por parte de quien demuestre la presencia de un perjuicio directo, real y concreto -actual o en ciernes- (donde) la cuestión será indudablemente justiciable y este poder (el judicial) será -por mandato constitucional- competente para resolver el caso planteado en los términos de la ley 27» (Considerando 24). Es decir, causa y legitimación, dos conceptos que van indisolublemente unidos(23).
Aquí se destaca el gravísimo error cometido, en el caso, por las instancias de grado. Precisamente, en las primeras de las impugnaciones que un grupo de diputados planteó contra los decretos (simples u ordinarios) vinculados con la privatización de los aeropuertos, la sala 2da. de la Cámara Federal en lo Contenciosoadministrativo, al resolver sobre una medida precautoria concedida en la instancia inferior, encontró la posibilidad de «la afectación del derecho subjetivo de los legisladores de cooperar en la formación de la voluntad pública de sancionar la norma», mencionando «el derecho de los autores (diputados) a ejercer su función participando en la formación de la voluntad del órgano -Poder legislastivo…» («Nieva, Alejandro y otros c. Poder Ejecutivo Nacional -decreto 357/97 s/amparo», sentencia del 10 de julio de 1997) lo que reiteró al resolver la cuestión de fondo. Esto es repetido por la jueza Córdoba, ahora en la impugnación del DNU 842/97 en su decisión del 24 de setiembre de 1997.
Este es un error «terminal», ya que -sin perjuicio de que el DNU excita la actuación del Congreso, lejos de impedirla- no existe «derecho subjetivo» en el ejercicio de la función del Poder, o en su caso, de la competencia del órgano. El derecho, al respecto, sólo se manifiesta en supuestos de agravios personales: por ejemplo, no reconocer el «título» del legislador, ya sea en general o para una sesión concreta, impedirle su voto, o su acceso al recinto de la Cámara, pero no con relación al orden normal del proceso legislativo, al juego de mayorías y minorías, a las reglas del quórum y su ausencia, al veto presidencial de una ley -por ejemplo- y la falta de insistencia por parte del Congreso o de una de sus ramas, a la decisión de la Cámara de no tratar un determinado proyecto de ley, o de tratarlo, o, precisamente, a la acción del Congreso frente a la sanción de un DNU.
La función(24)del órgano constitucional -y, en el caso del Poder Legislativo, el órgano es colegiado, mientras cada legislador forma parte del proceso de toma de decisiones del órgano, o del ejercicio de su función- no es un derecho, es una potestad, que se ejerce a través de un procedimiento y sobre ciertas materias determinadas por las reglas constitucionales de competencia. «¿Cuál es la naturaleza jurídica de la competencia? -se pregunta el maestro Marienhoff(25). «La competencia -sostiene- no constituye un derecho subjetivo (con cita en Forsthoff, García Trevijano Fos y Stassinopoulos). Constituye una obligación del órgano. ‘La competencia -cita a Forsthoff- es un concepto de la esfera institucional, en la cual los derechos subjetivos son desconocidos, porque estos sólo se dan entre personas(26). Las instituciones en cuanto tales no pueden ser titulares de derechos subjetivos… La competencia concede a la autoridad dotada de ella el derecho (y, naturalmente, también el deber) de hacer uso de las facultades implicadas en la competencia. Pero la autoridad no tiene un derecho a la competencia».
No existe tal derecho subjetivo, sino el ejercicio de una función que, en el caso de los legisladores, se inserta en y se confunde con la función misma del órgano constitucional colegiado. De lo contrario, cada tratamiento de un proyecto de ley generaría agravios en los supuestos derechos de los legisladores descontentos. Este no es nuestro sistema constitucional.
IV.C. La jurisprudencia norteamericana
La decisión recaída en la causa «Rodríguez» tampoco es novedosa -en cuanto a la doctrina relativa a la existencia de la «causa» judicial- si la comparamos con los precedentes del máximo tribunal de los Estados Unidos.
Precisamente el 26 de junio de 1997 la Corte Suprema de aquel país resolvió un caso -«Raines, Franklin v. Byrd, Robert» 117 S. Ct.2312- de extraordinaria similitud con «Rodríguez». Es interesante destacar cómo los dos tribunales, ante supuestos jurídicos y fácticos semejantes, utilizaron una misma línea argumental, llegando a idéntica conclusión(27).
En «Raines» un grupo de legisladores impugnaron judicialmente -con éxito en las instancias inferiores- la constitucionalidad de la denominada «Line Item Veto Act» que le otorga al presidente la autoridad de cancelar -estrictamente, vetar- parcialmente las leyes que concedan ciertas autorizaciones de gastos y beneficios fiscales. Naturalmente, luego de ese veto parcial, el Congreso puede insistir en las medidas objetadas por el Ejecutivo. Es de destacar que la propia ley otorga la legitimación a cualquier miembro del Congreso, o a cualquier agraviado particular, para impugnarla judicialmente ante la Corte de Distrito de Columbia.
Los actores sostuvieron la inconstitucionalidad de la ley alegando que ella expandía los poderes presidenciales. En especial argumentaron que la ley los agraviaba a ellos directa y concretamente en «sus competencias oficiales» por tres razones: a) por alterar los efectos legales y prácticos de todos los votos que ellos pudieran emitir en proyectos de ley que contuvieran tales items susceptibles de veto, b) los disminuye en su rol constitucional en el proceso legislativo y c) altera el balance constitucional de poderes entre las ramas Legislativas y Ejecutivas.
La Corte rechazó la demanda, con voto de su Presidente Rehnquist, acompañado por O’Connor, Scalia, Kennedy, Thomas y los votos concurrentes de Souter y Ginsburg, con las disidencias de Stevens y Breyer.
El razonamiento de Chief Justice Rehnquist parte de la noción de «caso» o «controversia» contenido en el Artículo III, Sección 2 de la Constitución, al que lo llama un requerimiento fundamental (de lecho de piedra, «a bedrock requirement») citando la doctrina de fallos anteriores: «Ningún principio es más fundamental para el propio rol de la Justicia en nuestro sistema de gobierno que la limitación de la jurisdicción de los tribunales federales a verdaderos casos o controversias». Y agregó: «Un elemento del requisito del caso-o-controversia es que los actores, basados en su queja (pretensión) deben establecer que ellos se encuentran legitimados para demandar (standing to sue) … (para lo cual) a) el actor debe alegar un daño personal razonablemente vinculable con la alegada conducta ilegal del demandado y que sea probable de ser solucionado a través de la medida solicitada». El actor debe tener un «interés personal» en la disputa y el daño serle «particularizado». También que el agravio alegado «pueda ser legal y judicialmente conocible», lo que exige que la disputa sea «tradicionalmente considerada como capaz de ser resuelta a través del proceso judicial». El fallo destaca que la exigencia de estos requisitos -en la vinculación «caso-o-controversia» con legitimación- ha sido tradicional en la jurisprudencia de la Corte Suprema que «desde los principios de su historia… ha constantemente declinado de ejercer cualquier otro poder que aquellos que eran estrictamente judiciales en su naturaleza» y esos requisitos «han sido especialmente vigorosos cuando entrar a conocer sobre los méritos de la disputa nos hubiese forzado a decidir si una acción tomada por otra de las ramas del Gobierno Federal era inconstitucional». Tal exigencia, basada en el art. III, sec. 2, «es construida sobre la única básica idea -la idea de la separación de poderes.-«.
En la nota 3 ya la Corte avanza la afirmación de que el Congreso no puede derogar el requisito de la legitimación del art. III, sec. 2, otorgándole tal legitimación a quien, de otra forma no la tendría. «Nosotros reconocemos, por lo tanto, que la decisión del Congreso de otorgar legitimación -como ocurre en el caso- elimina cualquier limitación prudencial de la legitimación y significantemente abre el riesgo de conflictos no queridos con el Poder Legislativo…».
Naturalmente hay casos en que el legislador goza de legitimación, siempre bajo aquella previsión constitucional. Así la Corte cita los precedentes «Powell», donde sostuvo que un miembro del Congreso tiene legitimación para desafiar judicialmente su exclusión de la Cámara de Diputados («House of Representatives») y su consiguiente pérdida de salario, y «Coleman», en donde se dijo que los legisladores tenían «un estricto, directo y adecuado interés en mantener la efectividad de sus votos», en un caso donde, tratándose una enmienda a la Constitución y estando la votación empatada, el Gobernador del Estado, ejerciendo la presidencia del Senado local, emitió el voto de desempate en favor de la enmienda. Allí la Corte sostuvo que si tal procedimiento fuese inválido, de acuerdo con el ordenamiento local -para lo cual reenvió la causa a la instancia inferior- los legisladores demandantes tenían legitimación ya que, en tal supuesto, «sus votos negativos a la ratificación de la enmienda habían sido privados (inconstitucionalmente) de validez»(28). La Corte americana destacó la diferencia de «Raines» con «Powell»: «Primero, los actores no han sido puestos en un especial desfavorable tratamiento en oposición a los otros Miembros de sus respectivos cuerpos. Ellos sostienen que la ley les causa un tipo de agravio institucional (la disminución de su poder de legislar), el cual necesariamente daña a todos los Miembros del Congreso y a ambas Cámaras del Congreso igualmente… Segundo, los actores no alegan que ellos han sido despojados de algo sobre lo cual ellos personalmente tienen derecho…. Por el contrario, el fundamento de su legitimación que alegan, está basado en la pérdida de poder político, no en la pérdida de un derecho particular, el cual convertiría al agravio en más concreto. A diferencia de …Powell, el agravio pretendido (aquí) no (se refiere) a alguna capacidad privada, sino exclusivamente porque ellos son Miembros del Congreso». Lo mismo ocurre con «Coleman». En «Raines» los legisladores no pretenden que sus votos fueron desconsiderados en su valor. En la votación de la ley «sus votos tuvieron pleno efecto. Ellos simplemente perdieron la votación… En el futuro (cualquiera de las Cámaras) pueden aprobar o rechazar leyes presupuestarias…. Además (el Congreso) puede rechazar la ley o exceptuar de ella a alguna determinada partida». Es decir, la cuestión se soluciona en el proceso normal y ordinario del debate y toma de decisión legislativa, en el democrático juego de mayorías y minorías.
«En suma -dice la Corte- los actores no han alegado un agravio contra ellos como individuos (contra Powell) el agravio institucional que ellos alegan es absolutamente abstracto y disperso (contra Coleman) … Nosotros también notamos que nuestra conclusión no impide a los Miembros del Congreso de un adecuado remedio (en el seno del Congreso) ni tampoco lo hace con respecto a una impugnación constitucional (por cualquiera que sufra un agravio judicialmente cognoscible por aplicación de la ley)…»(29). Por ello la Corte concluyó en que los actores, como miembros del Congreso «no tienen un suficiente interés personal en esta disputa y no han alegado un suficiente agravio concreto, como es necesario para adquirir la legitimación establecida en el art. III (de la Constitución). La sentencia de la Corte de Distrito es revocada, y el caso es devuelto con instrucción de rechazar la demanda por falta de jurisdicción».
Como se ve, la línea argumental en «Raines» y en «Rodríguez», dos casos prácticamente contemporáneos, es la misma, lo que es lógico, porque son similares las circunstancias fácticas e idénticas la norma y el sistema constitucional aplicables.
V. Conclusión
La regulación de los DNU por la Constitución de 1994 es, todavía, muy novedosa. Falta el paso del tiempo, con sus ingredientes de aplicación práctica, análisis doctrinarios e interpretación judicial. Pero ya es posible adelantar algunas consideraciones al respecto -que es lo que hemos hecho- y sobre todo, aprovechar este primer pronunciamiento judicial que adelanta consideraciones de gran importancia.
El caso «Rodríguez» levantó gran polvareda política. Pero los juristas no debemos confundir los campos. En una democracia es legítimo que los políticos enfrenten un fallo judicial desde la perspectiva de la crítica partidaria. Los juristas, cualquiera sea nuestra opción política, debemos ceñirnos a las circunstancias del caso y a la ley aplicable, incluso iluminada por la jurisprudencia tradicionalmente establecida en la materia.
Aun así corresponde reconocer que no todos los políticos que se han opuesto al dictado del DNU 842 -y por ello, al fallo de la Corte- han tenido, sobre este último, una actitud parcial. Cabe destacar, en este sentido, la postura de los diputados Federico Storani y Carlos Alvarez que, al dirigirse al Presidente de la Nación exigiendo la inclusión del tratamiento del DNU 842/97 en el período de sesiones extraordinarias del Congreso, han tomado como base del reclamo, precisamente, el fallo de la Corte, con términos de alabanza y de conformidad con el mismo, manifestación que nos permitimos transcribir a modo de conclusión: «… Reafirmamos nuestra discrepancia con los argumentos esgrimidos por el Jefe de Gabinete de Ministros en cuanto a que una pretendida lentitud en el trámite parlamentario obligó al Poder Ejecutivo a dictar los decretos Nº 375, 500 y luego el 842/97 para poder llevar adelante la privatización de los aeropuertos. A pesar que la cuestión llevada a la instancia judicial ya fue resuelta por la Corte Suprema en su calidad de intérprete final de la ley, resulta indudable que el conflicto subsiste, y para solucionarlo optamos por una salida institucional.
Lo expuesto encuentra su fundamento en lo resuelto el día 17 de diciembre de 1997 por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en los autos «Rodríguez, Jorge -Jefe de Gabinete de Ministros de la Nación- s/plantea cuestión de competencia», donde afirmó que la Constitución Nacional «prevé un específico ámbito de contralor en sede parlamentaria para los decretos de necesidad y urgencia» y que «lo cierto es que el órgano de contralor -a quien corresponde ratificar o desaprobar decretos- es el Congreso de la Nación, a quien le compete arbitrar los medios para emitir su decisión, conforme la Constitución Nacional y del modo que entienda adecuado a las circunstancias en que se expida al respecto» (considerando 13); y que «atendiendo al texto constitucional plasmado por la reforma del año 1994, la norma referida (el decreto 842/97) sólo puede considerarse sometida al pertinente contralor del Poder Legislativo de la Nación, a quien corresponde pronunciarse acerca de la concurrencia de los extremos -de valoración política-, que habilitan el ejercicio de la facultad excepcional del Poder Ejecutivo, así como de la oportunidad, mérito y conveniencia de su contenido» (considerando 15).
Así como el Máximo Tribunal de Justicia de la Nación dejó en claro que corresponde al Parlamento la facultad de expedirse respecto del decreto que dispone el concesionamiento de estaciones aeroportuarias, entendemos que el estricto respeto del juego armónico de las instituciones en el sistema republicano vigente en nuestro país, exige que el Congreso Nacional se expida sobre la validez del decreto 842/97. Para ello resulta indispensable que el Honorable Congreso lo incluya en el temario a considerar en las sesiones extraordinarias ya convocadas, por cuanto el mismo no puede dejar de ejercer el mandato constitucional de controlar los decretos de necesidad y urgencia, a pesar de no encontrarse constituida aún la Comisión Bicameral prevista en el artículo 99, inciso 3º de la Constitución Nacional».

Notas:
(1)Ver al respecto el excelente análisis histórico y doctrinal, como también de derecho comparado, efectuado por LUGONES, Narciso J. GARAY, Alberto F. DUGO, Sergio O. CORCUERA, Santiago H. en «Leyes de Emergencia. Decretos de Necesidad y Urgencia», Ed. LA LEY S.A. Buenos Aires, 1992.
(2)Ver entre otros: COMADIRA, Julio R., «Los decretos de necesidad y urgencia en la reforma constitucional», LA LEY, 1995-B, 825; SAGüES, Néstor Pedro, «Decretos de necesidad y urgencia: estado actual del problema», LA LEY, 1992-B, 917; GARCIA PELAYO, Manuel, «Derecho Constitucional Comparado», p. 163, Madrid, 1964. Estrictamente hablando, la Constitución Española (art. 86) los denomina «disposiciones legislativas provisionales» «que tomarán la forma de Decretos-leyes». Para la Constitución Italiana (art. 77) son «disposiciones («provvedimenti») provisionales con fuerza de ley», denominándolos la doctrina «decretos-leyes», CRISAFULLI, Vezio y PALADIN, Livio, «Commentario breve alla Costituzione», p. 476, Cedan, Padova, 1990. En el caso italiano, la provisionalidad es clara, ya que el decreto-ley pierde eficacia si no es aprobado por el Parlamento dentro de los sesenta días de su publicación. En cambio, la Constitución Española nada dice al respecto, aunque exige, como en nuestro caso, el pronunciamiento expreso del Congreso.
(3)En lo económico, ya que desde el punto de vista político, institucional y de derechos humanos, el punto más crítico debe situarse entre los años 1976 y 1983, es decir, el período correspondiente a la última dictadura militar sufrida por nuestro país. En lo económico, hacia mayo de 1989 la inflación había alcanzado la astronómica tasa del 3000 % anual. Había desaparecido la moneda y con ella la seguridad jurídica y la estabilidad contractual, comenzando a percibirse signos inequívocos de grave quiebra del «contrato social» con sus consecuencias institucionales previsibles.
(4)Mayoría integrada por los doctores Levene (h.), Cavagna Martínez, Fayt, Barra, Nazareno y Moliné O’Connor.
(5)Los constituyentes de 1994 siguieron, total o parcialmente, la doctrina de la Corte Suprema a partir de su composición ampliada en 1990, en varias cuestiones trascendentes: la del amparo, la esencial relativa a la jerarquía de los tratados internacionales (art. 75 inc. 22 y 24) la de los decretos delegados, y la de los decretos de necesidad y urgencia.
(6)CASSAGNE, Juan C., «Derecho Administrativo», t. II, p. 66, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1987 y MARIENHOFF, Miguel S., «Tratado de derecho administrativo», t. I, p. 76 y sigte. Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990, entre otros).
(7)Aquí también el constituyente siguió a la Corte Suprema de Justicia, que ya había adelantado el principio de «reserva de ley» como inexcusable regla constitucional para generación de obligaciones tributarias en «EVES Argentina S.A.» -Fallos: 316:2329, sentencia del 14 de octubre de 1993, La Ley, 1993-E, 427- declarando la inconstitucionalidad del art. 7º del dec. 499/74, reglamentario de la ley 20.631 (Adla, XXXIV-C, 2189; XXXIV-A, 99); que avanzó en la determinación de sujetos al impuesto al valor agregado. En «Video Club Dreams c. Instituto Nacional de Cinematografía» -Fallos: 318:1161, sentencia del 6 de junio de 1995, La Ley, 1993-E, 167- la Corte afrontó la situación de dos DNU (ns. 2736/91 y 949/92 -Adla, LII-A, 354; LII-C, 2977-) que, como nota destacable, habían sido tomados en consideración por el Congreso al sancionar, luego, la ley de presupuesto 24.191 (Adla, LIII-A, 16), correspondiente al ejercicio del año 1993. Sin embargo la Corte recordó lo sugerido ya en «Peralta» acerca de la «obligada participación del Poder Legislativo en la imposición de contribuciones», y también en la causa «EVES» antes mencionada. Es de notar que en «Video Club» -sobre un caso anterior a la reforma constitucional, aunque fallado con posterioridad- la Corte, si bien reconociendo que el «mérito» acerca de la decisión de dictar un DNU le corresponde en último término al Congreso, no dejó de destacar que, en ese caso, no se presentaban la circunstancias excepcionales que habían justificado la solución dada en «Peralta». Por ello la Corte confirmó la declaración de inconstitucionalidad de los citados DNU. Esta doctrina fue reiterada por la Corte en «La Bellaca c. Estado nacional»DGI», causa L.62. XXXI, del 27 de diciembre de 1996, La Ley, 1997-C, 125; «Nobleza Piccardo S.A. c. D.G.I., causa N.82 XXVIII; «Kupchik, Luisa c. Banco Central de la República Argentina», causa K.3. XXXII y «Cic Trading c. Fisco Nacional», causa C. 221. XXX, todas del 17 de marzo de 1998. En estas dos últimas la Corte declaró la inconstitucionalidad del decreto 560/89, generador de una obligación tributaria, a pesar de su posterior ratificación expresa por la ley 23.757 (Adla, XLIX-C, 2573; XLIX-D, 3733), en la medida que el tributo fue percibido con anterioridad a la ley -en «Cic Trading c. Estado nacional», causa C. 1177. XXVIII, de igual fecha, en cambio, se rechazó la inconstitucionalidad del tributo percibido con posterioridad a la ley- señalando que «… la ratificación legislativa … carece de incidencia respecto de dicha conclusión (ya que) resulta improcedente cualquier interpretación que conduzca a asignar efectos convalidantes, con carácter retroactivo, a la ratificación legislativa o a la reiteración del texto del decreto en una ley posterior…».
(8)La reforma de 1994 limitó las atribuciones presidenciales en varios aspectos. Así al crear la figura del Ministro Jefe de Gabinete y su relativo sometimiento al Congreso (ver BARRA, Rodolfo C., «El Jefe de Gabinete en la Constitución Argentina, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1995); en el proceso de designación de los jueces inferiores del Poder Judicial; al independizar de la órbita del Poder Ejecutivo (en realidad, de la órbita de los tres poderes) al Ministerio Público, o, por vía indirecta, al reforzar ciertos institutos de control, que quedan en jurisdicción del Congreso, como la Auditoría General de la Nación y el Defensor del Pueblo. Pero en lo que respecta al DNU, la atribución presidencial quedó fortificada, por mayor amplitud en la habilitación de su sanción y esta virtualidad de forzar la acción del Congreso al que se ha hecho referencia en el texto.
(9)Sin perjuicio de que la ley de ministros que se dicte conforme con la nueva Constitución, regule la cuestión de diferente manera, debemos considerar, mientras tanto, que el «acuerdo general de ministros» es el mismo instituto que el «acuerdo de gabinete» al que se refieren los incs. 4º y 6º del art. 100 (atribuciones del jefe de gabinete) que se celebra en las «reuniones de gabinete» mencionadas por el inc. 5º de la misma norma constitucional, si bien, para la sanción de un DNU no puede admitirse la ausencia del Presidente que allí se prevé, ya que por definición el DNU sólo puede emanar del Poder Ejecutivo.
(10)No puede ser saneado, por ejemplo, con la firma posterior (en otro acto) del ministro ausente y no reemplazado regularmente. La ausencia de un refrendo obliga, en su caso, al dictado de un nuevo DNU, con el refrendo colectivo, que regirá a partir de esta nueva fecha.
(11)Un problema diferente es el que ocurre actualmente, dado que la Comisión Bicameral Permanente no se encuentra constituida, ya que el Congreso no sancionó la ley -que requiere la mayoría absoluta de los miembros de cada Cámara- exigida por el 99.3. Esta cuestión fue planteada en la causa «Nieva, Alejandro y otros c. Poder Ejecutivo Nacional -decreto 842/97» y resuelta por la Corte Suprema de Justicia el 17 de diciembre de 1997 en el recurso directo planteado en tales actuaciones que la Corte caratuló «Rodríguez, Jorge -jefe de gabinete de ministros de la Nación s/plantea cuestión de competencia». El argumento, entre otros, sostenido por los actores en «Nieva» -un grupo de legisladores que impugnaron la validez del DNU 842/97- fue precisamente la inconstitucionalidad del decreto por la imposibilidad de cumplir a su respecto con el trámite exigido por la Constitución, atento a la falta de sanción de la ley reglamentaria del instituto y la inexistencia de la Comisión Bicameral Permanente, lo que les imposibilitaba ejercer sus atribuciones de control sobre el decreto. Los legisladores accionantes sostuvieron que la sanción del DNU en cuestión les impedía legislar y por ello demandaban su nulidad por la vía de la declaración de inconstitucionalidad. El planteo fue rechazado en el dictamen del Procurador General Nicolás Becerra, en los siguientes términos: «Desde mi punto de vista, dicha afirmación se encuentra totalmente alejada de la realidad, puesto que, así como lo sostiene el presentante de autos (El jefe de gabinete Rodríguez en su apelación directa) a los actores nunca les estuvo impedido ejercer su función como legisladores. Por el contrario, disponen de un doble curso de acción para llevarla a cabo: uno, consistente en agotar los trámites parlamentarios necesarios para convertir en ley el proyecto sobre privatización de aeropuertos aprobado por el Senado de la Nación que actualmente se encuentra a consideración de la Cámara de Diputados que, precisamente, integran los accionantes (se refiere a un proyecto legislativo sobre la misma materia que se encontraba bloqueado desde hacía un año y medio en Diputados); y otro, sancionar una ley contraria a la ratificación del dec. 842/97, aun cuando no se haya creado la Comisión Bicameral prevista por el art. 99 de la Constitución Nacional». El argumento es de estricta lógica, pues la creación de la Comisión Bicameral es de resorte exclusivo del Congreso y su falta de sanción no puede significar el impedimento del ejercicio de una potestad constitucional de otro Poder -el Ejecutivo- cuando la norma constitucional es en sí misma operativa, conteniendo, en el texto del art. 99, todos los elementos esenciales para su ejercicio. Sin duda que, ante la inexistencia de la Comisión Bicameral, el Congreso puede suplir tal ausencia por la actuación de cualquier otra Comisión con competencia pertinente y resolver en el pleno de cada Cámara. Así lo hizo, en definitiva, la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado que tomó intervención en el tema, dictaminando en favor de la aprobación del DNU 842. Esta Comisión también opinó sobre la cuestión de la ausencia de la Comisión Bicameral, desestimando el argumento. La Corte, en el Considerando 13 de «Rodríguez» sostuvo: «Que, como se observa, la cláusula constitucional citada (se refiere al art. 99.3) prevé un específico ámbito de contralor en sede parlamentaria para los decretos de necesidad y urgencia. Dicho contralor, por otra parte, no se encuentra subordinado en su operatividad a la sanción de la «ley especial» contemplada en la última parte del precepto, ni a la creación de la «Comisión Bicameral Permanente», ya que, de lo contrario, la mera omisión legislativa importaría privar «sine die» al titular del Poder Ejecutivo Nacional de una facultad conferida por el constituyente. Por lo demás, lo cierto es que el órgano de contralor -a quien corresponde ratificar o desaprobar los decretos- es el Congreso de la Nación, a quien le compete arbitrar los medios para emitir su decisión, conforme la Constitución Nacional y del modo que entienda adecuado a las circunstancias en que se expida al respecto». En disidencia el doctor Fayt hizo mérito de la falta de sanción de la ley especial reglamentaria para sostener la invalidez del DNU 842, sin considerar la lógica pura del voto de la mayoría, ni tampoco la misma práctica constitucional llevada a cabo por el Congreso del que formaban parte los actores. En efecto, como ya mencionó en el texto, la constitución otorga a la misma Comisión Bicameral el contralor (siempre consultivo) sobre los decretos de promulgación parcial de las leyes. Desde la sanción de la reforma constitucional de 1994 fueron varios los casos en que el Poder Ejecutivo ejerció esta atribución, en algunos de los cuales el Congreso insistió con la porción «vetada» de la norma, o bien consintió el «veto», sin perjuicio de la ausencia de la Comisión Bicameral Permanente.
(12)Conf., CRISAFULLI y PALADIN, ob. cit., p. 483. El «vicio de habilitación» (carencia del presupuesto que el art. 77 configura como «casos extraordinarios de necesidad y urgencia») es saneado por la «conversión» del decreto en ley formal. «En otros términos -dicen los autores siguiendo a la Corte Constitucional- la ratio del artículo en examen atribuye «a las Cámaras y sólo a ellas» la valoración de la oportunidad del recurso al decreto-ley y por tanto al juicio sobre la necesidad y urgencia de la decisión. Se trata, ciertamente, de una valoración esencialmente de mérito y por tanto vedada al control de la Corte constitucional». Esta podría revisar el «exceso de poder» como vicio de la ley de conversión, pero ello sólo ante casos evidentes y tangibles.
(13)Ver al respecto: BARRA, Rodolfo C., «Aspectos Jurídicos del Presupuesto», Régimen de la Administración Pública, Nº 98, noviembre de 1986 y MARIENHOFF, Miguel S., ob. cit. t. II, p. 775 y siguientes.
(14)»Dromi, José Roberto (Ministro de Obras y Servicios Públicos de la Nación) s/avocación en autos: Fontenla, Moisés Eduardo c. Estado nacional» Fallos: 313:863.
(15)Sobre el particular ver BIANCHI, Alberto, «El certiorari before judgement o recurso per saltum en la Corte de los Estados Unidos», ED, 149-787, y CREO BAY, Horacio D., «Recurso extraordinario por salto de instancia», Ed. Astrea, Buenos Aires, 1990.
(16)Fallos: 311:1762 (La Ley, 1989-B, 320).
(17)Levene (h.), Petracchi, Cavagna Martínez, Barra.
(18)En aquel momento -se trataba de la primera privatización en el proceso de reforma del Estado impuesto por el Congreso a través de la ley 23.696- se entendió que el caso encuadraba en los requisitos se excepción transcriptos más arriba, como también, en «Margarita Belén», Petracchi lo había creído así frente a la repercusión social y la intranquilidad política generada como consecuencia de los procesos judiciales vinculados con el desempeño de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la subversión. Sin embargo, menos de 10 años después, en «Rodríguez», Petracchi consideró que tales circunstancias no estaban dadas en un caso donde se discutía por primera vez el régimen constitucional de los DNU, con un conflicto Poder Ejecutivo-Poder Legislativo, paralizante del proceso de privatización de los aeropuertos, ya cercanos a su colapso, en un caso donde la vía del recurso extraordinario era la única posible para terminar con la cuestión, frente a la ya emitida opinión de la Cámara de Apelaciones en lo que se refería a la admisión de la legitimación de los diputados en la impugnación de los decs. 375 y 500, opinión contraria a la constante jurisprudencia de la Corte, incluso con su actual composición, y que había provocado también gran repercusión social y agitación política. Sin duda el paso del tiempo puede modificar la forma en que las personas aprecian los hechos semejantes, pero yo me quedo con la sensación de que, objetivamente, el «caso aeropuertos» era institucional y materialmente más grave, y más urgente, que el «caso Aerolíneas». Por ello me es difícil entender el cambio de valoración del juez Petracchi, aunque, por supuesto, lo respeto.
(19)Sentencia de fecha 3/4/96, LA LEY, 1996-B, 350.
(20)Se trató de una Corte casi unánime, con la sola disidencia de Fayt y, parcial, de Boggiano. Tuve ocasión de comentar el fallo en «Caso Polino: La Corte ratifica su papel constitucional», Rodolfo C. Barra, ED, 157-448.
(21)Así resulta, entre otros, del caso «Nicosia», aunque referido a un juez sometido a juicio político, sin duda con una doctrina aplicable a otros casos (Fallos 316:2940).
(22)Sobre el particular ver BARRA, Rodolfo Carlos, «Legitimación para accionar en la reciente jurisprudencia de la Corte», ED, 151-801; «La Corte Suprema de Justicia de la Nación y la separación de poderes», LA LEY, 1993-E, 796 y «La acción de amparo en la Constitución reformada: la legitimación para accionar», LA LEY, 1994-E, 1087.
(23)En «Rodríguez», como en la causa «Nieva» que le dio origen, intervino el Defensor del Pueblo de la Nación invocando la legitimación que le acuerda el art. 43 de la Constitución Nacional para actuar en defensa de los agraviados en «derechos de incidencia colectiva». Más allá que resulte imposible identificar en el caso cuáles derechos de incidencia colectiva se encontraban en juego, lo que no puede ser, obviamente, el respeto genérico de la Constitución por parte de los poderes del Estado -de lo contrario el Defensor debería ser parte en todo caso donde se discutiera la constitucionalidad de una norma o, incluso, en todo recurso extraordinario no sólo por el art. 14 de la ley 48 (Adla, 1852-1880, 364), sino hasta por «arbitrariedad de sentencia» -lo importante es la inexistencia de «causa» en los términos ya analizados. Por ello, estimo, la Corte consideró oportuno ni siquiera referirse a la situación del Defensor del Pueblo, ya que no puede participar como tercero en un «juicio» llevado con ausencia de jurisdicción. De todas formas la Corte ya había adelantado una interpretación del texto del art. 43 de la Constitución Nacional -que acuerda legitimación al Defensor del Pueblo en los casos en que se encuentren agraviados los que la Constitución denomina «derechos de incidencia colectiva»- en el sentido que aquél no autoriza la intervención del citado funcionario cuando en el caso la acción u omisión cuestionada sólo puede referirse a agravios concretos, y no a los miembros de un «colectivo» de manera indeterminada, «in re» «Frías Molina, Nélida c. INPS», sentencia del 12 de setiembre de 1996, La Ley, 1997-A, 67, con nota de BARRA, Rodolfo Carlos, «Los Derechos de incidencia colectiva en una primera interpretación de la Corte Suprema de Justicia», ED, 169-433.
(24)Sobre el concepto de función ver BARRA, Rodolfo C., «Principios de derecho administrativo», p. 141, Ed. Abaco, Buenos Aires, 1980.
(25)MARIENHOFF, Miguel S., «Tratado de derecho administrativo», t. I, p. 571, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990.
(26)Entre «personas» en sí mismas consideradas, y no como integrantes, y en cuanto que integran, un órgano colegiado, agregaríamos nosotros.
(27)Muy probablemente nuestra Corte, al momento de fallar en «Rodríguez» no conocía el caso «Raines», todavía no publicado oficialmente a esa fecha. De lo contrario, lo habría citado.
(28)Aún así «Coleman» recibió una votación dividida, con cuatro votos en favor de la falta de legitimación, entre ellos, nada menos que el del Justice Frankfurter. La cita de «Coleman» tiene importancia para el caso «Rodríguez» ya que fue utilizada por la Diputada -y jurista- Elisa Carrió en la audiencia que nuestra Corte convocó a las partes, quizás el primer «oral argument» de su historia. Pero es evidente que «Coleman», como para «Raines», es ajeno a lo discutido en «Rodríguez».
(29)De hecho la «Line Item Veto Act» está siendo impugnada ante la Corte, como consecuencia del veto presidencial a disposiciones legales otorgando beneficios impositivos a hospitales de la Ciudad de Nueva York y a productores agropecuarios. También aquí un juez inferior declaró la inconstitucionalidad de la ley, llegando los casos directamente a la Corte Suprema. En el caso también se discutirá la cuestión de la legitimación, aunque los actores (la Ciudad de Nueva York, en uno, y los productores agropecuarios en el otro) se encuentra en mejor posición que en «Raines» al respecto. «The New York Times», febrero 28 de 1998.

Publicado en:LA LEY 1998­B, 1362.

El rol de la justicia en el proceso de integración

SUMARIO: I. Introducción. — II. Bien común, integración y órganos comunitarios. — III. Instituciones comparadas. — IV. Los tribunales de la integración. — V. Conclusión. I. Introducción Los pasados días 7, 8 y 9 de agosto, por iniciativa de nuestra Corte Suprema de Justicia, se celebró en Buenos Aires el Primer Encuentro de Cortes Supremas de Justicia del Cono Sur de América Latina, con la presencia del Presidente del Supremo Tribunal Federal del Brasil, el Presidente de la Corte Suprema de Justicia de Bolivia, integrantes de la Corte Suprema de Justicia de Chile, de la Corte Suprema de Justicia de Paraguay, del Presidente de la Suprema Corte de Justicia de Uruguay y, naturalmente, las autoridades y demás integrantes de nuestro alto tribunal. El encuentro –que se desarrolló en el magnífico marco de la Sala de Audiencias de la Corte, significando así la importancia concedida al mismo– pasó casi desapercibido para el conocimiento público. Es que quizá no exista suficiente conciencia de lo que el Poder Judicial significa (en esto, sin duda, hay culpas compartidas) por lo tanto poca conciencia puede haber sobre el rol del Poder Judicial en el proceso de integración que, con tanta fuerza y con tantas esperanzas, comenzamos a transitar en nuestro Cono Sur. Es importante remarcar el aspecto cultural del problema, una suerte de cosmovisión del Poder Judicial. No sólo resuelve conflictos intersubjetivos de derecho, sino que, al hacerlo, gobierna. Cogobierna, es una rama del gobierno, dentro de su ámbito de competencia. Una competencia que, desde cierto punto de vista, es más difusa que la que le corresponde a los otros poderes. Porque ¿hasta dónde llega la tarea de interpretar y aplicar la Constitución, las leyes y el resto del ordenamiento? Por eso la prudencia –que es la virtud esencial del político– tiene especial significación en el ejercicio de la judicatura. La prudencia puede exigir la auto-restricción, pero también, a veces, el activismo judicial. El juez también gobierna y «hace política» al concebir y realizar la armonía del sistema. También el juez debe concebir y realizar la armonía del sistema de la integración. La integración es la nueva meta del bien común y por tanto, un cometido prioritario del gobierno. También del gobierno con los jueces.

II. Bien común, integración y órganos comunitarios El bien común es de naturaleza subsidiaria. Con esto se quiere decir que, desde un punto de vista meramente analítico, es una aspiración mediata del hombre, quien primero satisface sus fines individuales para luego, en lo que no quedó colmado o satisfecho, anhelar ese otro bien que tiene, precisamente, la naturaleza de comunitario, es decir, no individual. Dije que ésta es una perspectiva meramente analítica, ya que en la realidad cotidiana las dos aspiraciones ocurren en el mismo momento, tanto es así que se influyen recíprocamente: sin la una, la otra sería imposible o falsa. La naturaleza subsidiaria del bien común hace que la responsabilidad de su logro quede confiada a entes también subsidiarios: aquellos que sólo actúan –o deben actuar– cuando el hombre individual o sus agrupaciones formadas en razón de bienes comunes pero particularizados (familia sindicatos, uniones vecinales, sociedades comerciales, etc.) no logran satisfacer sus necesidades o mociones de bien. Allí aparece lo que llamamos Estado, una asociación general que por su misma naturaleza es capaz de satisfacer las necesidades que quedaron insatisfechas a lo largo de la pirámide social. El Estado realiza el bien común y, en una única operación, lo distribuye, ejerciendo para ello el poder, es decir la potencia que le permite imponer un determinado orden de repartos o adjudicaciones. La eficaz y justa distribución, es decir la eficacia y justicia del reparto en el plano estrictamente subsidiario de satisfacción de necesidades, es el bien común. Lo expuesto es la esencia del funcionamiento de cualquier tipo de organización política, porque la agrupación en aras de la realización y distribución del bien común es una tarea política, de conducción, organización o gobierno de las distintas, fuerzas del grupo en razón de la obtención del fin comunitario. Es la esencia del funcionamiento de los grupos tribales, de los clanes, de las gens. En el desarrollo económico-social, en la realidad cultural que es la conciencia colectiva, estos agrupamientos se convierten en insuficientes. Ya no son aptos para realizar y distribuir el bien común, es decir, lo que queda insatisfecho. Se precisan nuevos agrupamientos mayores que, según las épocas históricas y las influencias sociales de todo tipo, crecen o se reducen: ciudades estados, reinos, imperios, feudos, naciones. Pero todos tienen el mismo común denominador: satisfacen un bien de carácter general, impreciso, heterogéneo, en definitiva, y como lo definió Juan XXIII, un conjunto de condiciones para que nuestra propia realización de nuestros propios bienes sea posible. En realidad la unidad escalonada nunca se perdió del todo. No existe una sola agrupación política (es decir, para el bien común) sino que, tanto en la forma federal como en la unitaria, antes de llegar al Estado u órgano comunitario supremo de la Nación, se encuentran los municipios, las regiones, los departamentos, los entes locales autónomos, las comunidades autónomas, las provincias, los estados federados, etc. Todos ellos son, en realidad, pequeños estados que, en su esfera de competencia más o menos limitada, administran, legislan y juzgan, es decir, realizan los actos de gobierno calificados desde su perspectiva normativa-política. En la propia organización política existe un orden subsidiario, como dije, escalonado, con diferencias sustanciales según el tipo adoptado, pero con la base común emergente de una aspiración natural al hombre: la cercanía con la agrupación política o de gobierno que debe regir o gobernar sus necesidades cotidianas. Existen entonces como dos fuerzas aparentemente contradictorias: una tendiente a la formación de unidades más generales y por tanto, más lejanas, cuya existencia se impone a medida que la problemática de la vida es más compleja. La otra tiende a la formación de unidades más pequeñas y cercanas, más manejables o cognoscibles, al menos, por el hombre común. No siempre estas tendencias han coexistido y, en general, las unidades más grandes desaparecieron en los momentos de crisis, de dispersión, de ruptura y pérdida de valores comunes, como al imperio romano sucedió en Europa el feudalismo, para luego, en una lenta recuperación de los calores comunes, llegar a las naciones y ahora, quizá, luego de terribles guerras por los más diversos motivos, la unidad continental o casi la unidad continental. Ocurrió lo mismo en nuestro subcontinente. Pertenecíamos a un imperio que, lamentablemente, se rompió en pedazos en un momento de crisis. Constituíamos una unidad. Cabildos, capitanías, virreinatos, todos unidos en el vértice de la corona (en la América hispana) española. Pensemos que eso era así en una época de terribles dificultades de comunicación, donde viajar de una ciudad a otra –o de Buenos Aires a Madrid– llevaba el tiempo que hoy le podemos dedicar a pasear por todo un continente. Sin embargo esa unidad era posible, porque no depende necesariamente de los adelantos técnicos (que por supuesto ayudan) sino de la conciencia colectiva de la existencia de una necesidad que sólo puede ser satisfecha o mejor satisfecha, por una unidad mayor. Tampoco es necesario que esa unidad mayor tenga, en todos los casos, una forma unívoca. Ya vimos que en el seno de las propias naciones existen formas de integración (en esencia son formas de integración de localismos) diferentes, como lo son el unitario y el federal. En la integración supranacional pueden darse también diversas formas, que permitan la subsistencia (quizá no para siempre) de las nacionalidades, sin perjuicio de órganos comunes para todas las naciones integradas que, según la regla de la subsidiariedad, gobierne al conjunto, administrando, legislando y juzgando en ciertas materias y con ciertas relaciones con respecto a los órganos locales o nacionales que cumplen con las mismas actividades en el seno de cada unidad nacional integrada. Por consiguiente es posible concebir o imaginar un órgano judicial de la integración que cumpla, para ese sistema, la misma función armonizadora que le corresponde a los órganos judiciales locales dentro de sus propios sistemas.

III. Instituciones comparadas El sistema parece sencillo, pero no lo es. El ejemplo más apropiado que podemos utilizar es el de la Comunidad Económica Europea, ya muy cercana a ser una comunidad política y no sólo económica. Las dificultades se sitúan tanto en la normativa constitucional de cada país como en el sentimiento que de sí mismo tiene cada Tribunal Superior de Justicia. Nuestro modelo jurídico-institucional supone una organización judicial que, en términos generales, podemos describir como piramidal. En definitiva existe un tribunal supremo que resuelve en última instancia los conflictos jurídicos. Puede estar en el vértice de la pirámide (un tribunal único) o ésta ser trunca con dos o eventualmente tres tribunales supremos, naturalmente con diferentes competencias. Si pensamos sólo en la interpretación y aplicación de la constitución, la generalidad en la Europa occidental es la existencia de un tribunal constitucional que, en algunos casos y en ciertas condiciones, puede hasta revisar las decisiones de los tribunales supremos con competencia en principio última para interpretar

y aplicar las normas de jerarquía inferior a la constitución. Además pueden existir, integrando o no lo que nosotros llamamos Poder Judicial, un tribunal con competencia en materia de derecho administrativo, en orden a revisar los actos de distinta naturaleza emanados de las Administraciones públicas. Lo cierto es que, plural o única, existe una jerarquía judicial (o, si se prefiere, jurisdiccional) que cierra las causas con decisiones que ya no pueden volver a ser discutidas. Debemos notar que lo expuesto no sólo es una cuestión de técnica procesal, un instituto jurídico. Es también parte de la noción de soberanía, de ese propio poder de decisión último que se confiere a los órganos supremos de la comunidad. Sin embargo no tenemos por qué pensar que la noción de soberanía es unívoca, o que reside en toda su potencia en una sola unidad orgánica. En nuestro sistema federal podría sostenerse que las provincias no han transferido la totalidad de su soberanía a la Nación. ¿Acaso en sus propios ámbitos de competencia no legislan con leyes que no pueden ser, en principio, revisadas por la justicia federal, o dictan sentencias sobre materias de derecho local que tampoco son, en principio, revisables? Por consiguiente, debemos pensar que en materia jurisdiccional, también la soberanía es desgajable, transferible en determinadas porciones a unidades superiores, lo que significa que una determinada porción de las normas y una determinada porción de las sentencias (sobre la aplicación de esas normas o sobre casos alcanzados por esas normas) son revisables por tribunales que están fuera de la pirámide local. O también, podemos decir, que la pirámide se integra con un nuevo escalón. Como dije, esta solución parece simple, pero es bastante compleja. ¿Cómo fue solucionada, o como está siendo solucionada, en Europa? Roy Jenkis, quien fue presidente de la Comisión de la Comunidad de 1977 a 1981, escribía en 1987 (las fechas son importantes, ya que los cambios, y los nuevos problemas y soluciones que esos cambios traen, son muy veloces) que la Comunidad Europea es un extremadamente complicado mecanismo, a pesar de que las ideas de Jean Monnety de los restantes creadores de la Comunidad eran muy simples y directas. Lo que ocurre es que (a 1987) hay una contradicción no resuelta entre las fuerzas de integración comunitaria, por un lado, y, por el otro, las fuerzas que pugnan por retener cuánto más posible sus propias soberanías nacionales. Hay que notar que las dos fuerzas se encuentran, en muchos casos, en los mismos partidos, las mismas instituciones e, incluso, las mismas personas. Las instituciones comunitarias, es útil recordarlo, son las siguientes: la Comisión, el Consejo de Ministros, la Asamblea –ahora denominada Parlamento Europeo– y la Corte de Justicia. Para definir sus competencias de una manera sintética y simple, podemos decir que el rol de la Comisión es concebir e implementar políticas. El Consejo debe legislar sobre las bases de propuestas planteadas por la Comisión; el Parlamento no es estrictamente un cuerpo legislativo (aunque es el único de designación democrática o electoral) sino asesor; la Corte, por último debe interpretar las normas comunitarias y resolver los conflictos donde la aplicación de tales normas (incluyendo el Tratado de Roma, el tratado fundacional) es determinante. Existe también un quinto órgano, totalmente consultivo, que es el Comité Económico y Social. El resultado es un equilibrio inestable compuesto de un Parlamento que carece de poderes o competencias legislativas, un Consejo de Ministros (que proviene de las ramas ejecutivas de los gobiernos de los estados miembros) que es un verdadero cuerpo legislativo, la Comisión que tiene algunas –pero no demasiadas– atribuciones de gobierno y la Corte, que aplica normas o más estrictamente un ordenamiento jurídico integrado por el Tratado, las regulaciones y las directivas, aunque las directivas norman o dirigen menos específicamente que las regulaciones. En particular la Corte interviene en los siguientes casos: a) conflictos entre estados miembros, como tribunal de derecho; b) conflictos entre estados miembros, como tribunal arbitral; c) conflictos entre la Comunidad y los estados; d) conflictos interorgánicos (entre órganos de la Comunidad); e) conflictos entre particulares y la Comunidad; f) competencia «prejudicial». El problema que nos interesa a nosotros –relaciones entre el órgano judicial comunitario y los órganos judiciales nacionales– no puede escindirse de las relaciones entre las dos derechos (el comunitario y el nacional o los nacionales). Sin embargo, debemos ceñirnos al primero (el segundo se trata en otra conferencia) sin perjuicio de las menciones indispensables que debemos hacer a las relaciones de los dos ordenamientos jurídicos (o bien es sólo un ordenamiento, ya que ésta es, precisamente, una de las discusiones fundamentales) y la existencia de las denominadas «reglas de conflicto». Se trata de armonizar las relaciones de dos ordenamientos diferentes en su origen pero convergentes en su aplicación (tal como lo enuncia Leontín Constantinesco, a quien sigo parcialmente en la exposición, en «Las relaciones del derecho comunitario con el derecho de los Estados miembros de la CEE», Derecho de la Integración, núm. 2, Buenos Aires, 1968) que origina tres tipos de dificultades: a) la existencia de ordenamientos yuxtapuestos, y aquí se busca la solución en el plano de las relaciones entre los estados, mediante los tratados internacionales, y en el plano de las relaciones privadas, mediante las reglas del derecho internacional privado; b) las relaciones entre el derecho interno y el derecho internacional, jugando en su armonización las reglas de los tratados y de las constituciones nacionales, como así también los principios derivados de la doctrina y con aceptación jurisprudencial, como las teorías dualistas y monistas; finalmente c) la cuestión de las entidades que integran y someten varios ordenamientos jurídicos inferiores a un ordenamiento superior, al estilo de las organizaciones de tipo federal. En un sistema federal se asegura la superioridad del derecho federal sobre el derecho local mediante dos principios fundamentales: a) La norma superior no debe ser conforme a la norma inferior y, por el contrario, b) la norma inferior no debe contradecir a la norma superior, siempre entendiendo como superior a la norma federal y como inferior a la norma local. De estas ideas tan simples y obvias se sigue que: a) la regla de la superioridad se encuentra afirmada por una distribución de competencias o ámbitos de aplicación (lo más estricta posible) entre ambos ordenamientos; b) dicha superioridad se encuentra asegurada por un procedimiento judicial que permite invalidar (con o sin carácter general) o inaplicar la norma local o inferior contraria a la norma federal o superior; c) pero el derecho federal sólo es superior en la medida de su conformidad con una regla también suprema, la Constitución federal, lo que también es asegurado por un procedimiento de contralor constitucional (de ordinario judicial) que invalida o inaplica la norma federal contraria a la Constitución. No siempre ocurre lo mismo en las relaciones entre el derecho internacional y el interno, en especial en un sistema fundado en la teoría dualista (el monismo considera que el derecho internacional forma parte integrante de los ordenamientos internos, de manera automática y con un valor superior a las leyes; el dualismo, en cambio, no admite la integración automática: las normas de derecho internacional, para tener vigencia local, deben ser incorporadas en el derecho interno y tendrán una jerarquía igual al acto por el que se las incorpora) donde surge la posibilidad que la norma internacional sea contraria a la constitución local –y por tanto inaplicable o inválida– o sea contraria a una norma local del mismo rango pero posterior, lo que también puede conducir a su inaplicación al caso concreto o a su invalidez. Necesariamente para que la integración sea una realidad efectiva es preciso reconocer la superioridad del derecho de la integración, incluso sobre normas locales posteriores e incluso (con las matizaciones y excepciones que se establezcan) sobre las propias constituciones locales. Claro que esto trae complejos cargos de conciencia políticos, en especial si lo estudiamos desde el punto de vista democrático. Pero éste no es el tema de nuestro estudio. El derecho de la integración tiene peculiaridades que conducen necesariamente a la cuestión judicial: una de ellas ya la mencionamos y es su regla principal: el derecho de la integración (derecho comunitario, dicen los europeos) prima sobre la totalidad del ordenamiento jurídico local. Las otras dos se vinculan más directamente con la cuestión judicial: a) la nulidad del derecho de la integración tiene que ser asegurada mediante la unidad de la interpretación, es decir, hay que evitar que el derecho de la integración tenga significaciones diferentes según la interpretación que puedan darle los distintos tribunales nacionales; b) el derecho de la integración primario (tratado) y secundario (directivas y regulaciones) tiene que estar sustraído de todo control constitucional por parte de los estados miembros. Demás está decir que estas reglas o exigencias se derivan del carácter multilateral del derecho de la integración que impone el denominado principio de igualdad: los efectos del derecho de la integración dentro de los ordenamientos jurídicos de los Estados miembros tienen que ser necesariamente iguales; iguales sus reglas de interpretación, su metodología de aplicación a los casos concretos; la misma fuerza obligatoria. En cuanto a la unidad de interpretación, en el sistema de la Comunidad Europea se ha establecido un mecanismo muy útil que evita el peligro de que la diversidad de interpretación de los tribunales nacionales pueda poner en peligro el principio de la igualdad antes enunciado. Este mecanismo es el del procedimiento de la «acción prejudicial» que obliga a los tribunales de los Estados miembros que tienen que aplicar el derecho de la integración –primario o secundario– y en caso de duda acerca de su significación, a suspender todo pronunciamiento y solicitar a la Corte de Justicia Europea que se expida previamente acerca de tal interpretación. Esta obligación es estricta para los Tribunales cuyas decisiones sean irrecurribles en la jurisdicción nacional. La interpretación de la Corte Europea obliga también a los tribunales nacionales, quedando así asegurada la unidad de interpretación del derecho de la integración y evitada su descomposición. Pero, a pesar de tal mecanismo, o en paralelo a él, subsiste el problema de la relación del derecho de la integración con el ordenamiento jurídico nacional, fundamentalmente con el constitucional. ¿Puede el derecho comunitario sustraerse del control de constitucionalidad por parte de los tribunales competentes de los estados miembros? En general se admite que dicho control fue hecho por los estados miembros al ratificar el Tratado, entendiéndose que lo fue de una manera definitiva, como claramente surge de la Constitución holandesa y no así la italiana, la alemana o la misma española. Nótese que si en los estados miembros existen tribunales constitucionales que efectúan el control de constitucionalidad de las leyes y se considera que el tratado es una ley (con mayor razón con el derecho de la integración derivado o secundario) se impone la conclusión de que es posible el control de constitucionalidad posterior a la celebración y ratificación (incorporación desde este punto de vista) del tratado, de manera que no es suficiente el control de constitucionalidad que se supone efectuado en el acto de la ratificación. Hay que destacar que esto es distinto según los países. Por ejemplo en el derecho francés el problema del control de constitucionalidad del tratado se resuelve por una doble vía: primero porque el art. 54 de la Constitución de 1958 exige, previa a la ratificación, la intervención del Consejo Constitucional (órgano no judicial) quien puede declarar que el tratado contiene una disposición contraria a la Constitución. En este caso el Tratado no podrá ser ratificado a menos que se modifique la Constitución en el punto en cuestión. La segunda vía es que, por la especial interpretación que se le da en Francia al principio de división de poderes, no existe el control judicial de constitucionalidad (salvo uno estrictamente formal, relativo a la mecánica de formación de las leyes), de manera que el tratado una vez ratificado no podrá ser confrontado en su constitucionalidad por los jueces. Pero hay otra cuestión de constitucionalidad aún más grave y que consiste en saber si el derecho comunitario primario y secundario tiene un rango superior al de la Constitución Nacional. Si la respuesta es negativa y ello se suma a la posibilidad de revisión judicial posterior de la constitucionalidad del Tratado y, naturalmente, del derecho de la integración secundario, esto puede significar la muerte del sistema, por el peligro de la no aplicación, la pérdida de fuerza obligatoria igualitaria, fundamentalmente del derecho derivado, por la eventual contradicción de éste con las normas constitucionales de uno o varios de los estados miembros. La solución positiva, en cambio supone una revolución en nuestra tradicional concepción del derecho constitucional ¿La admitirán nuestros tribunales, nuestra Corte Suprema de Justicia? Responder que las reglamentaciones o derecho derivado escapan del control de constitucionalidad importa admitir, en cierto sentido, que las mismas tienen prioridad respecto de las constituciones. Obviamente es un problema más que delicado que sería conveniente resolverlo ahora y no luego, con la integración ya en marcha, en especial teniendo en cuenta la sospecha justificada de nuestra inestabilidad. Luego queda el problema de la relación del derecho primario y el derivado con la legislación posterior. O, más complejo aún, un doble juego de problemas, partiendo del supuesto que el derecho de la integración se integra al ordenamiento jurídico interno: a) ¿el derecho primario o tratado puede ser modificado por una ley –local– posterior? b) ¿puede serlo el derecho derivado? c) ¿puede el derecho derivado posterior derogar una ley local anterior? Las respuestas dependen de la aceptación de las teorías monista o dualista. Pero para que el derecho de la integración subsista es necesario reconocer su primacía respecto de la legislación local y, como tal, aplicable por todos los jueces y no sólo por los mecanismos habituales en el derecho europeo del control constitucional centralizado. Así, luego de largas disputas jurisprudenciales entre la Corte Europea y el Tribunal Constitucional, en Italia en el caso Granital (1984) –como lo explican A. La Pérgola y P. Del Duca en «Community law, international law and the italian constitution», American Journal of International Law, núm. 3, 1985– aquel último terminó aceptando que el derecho comunitario es un sistema legal externo, autónomo, que debe ser aplicado por todos los jueces, quienes deben inaplicar el derecho local (por lo tanto no hay problema de ley posterior) en los casos en que el derecho comunitario resulte conducente para la solución de la causa (incluso con el recurso de la acción prejudicial cuando sea necesario). Así el derecho comunitario no se integra en el ordenamiento local. Es un ordenamiento distinto, con primacía, de aplicación inmediata y de interpretación (acción prejudicial) uniforme.

IV. Los tribunales de la integración Resulta evidente que el sistema funciona mediante una doble vertiente: la solución de la relación derecho de la integración vs. derecho local y la existencia de un tribunal que asegure la interpretación final uniforme y la aplicación de las normas de la integración en los conflictos que con respecto a ellas se susciten. La base se encuentra en una adecuada solución constitucional, como ocurre con la española de 1978, que en su art. 93 dispone: «Mediante ley orgánica se podrá autorizar la celebración de tratados por los que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución…». Resulta clara la cantidad de problemas que una disposición así resuelve. No la tenemos en nuestro derecho, pero debería meditarse en el supuesto de una futura reforma constitucional. La experiencia más cercana que tenemos es la resultante de la Convención Americana de Derechos Humanos, del 22/11/69, ratificada por nuestro país por la ley 23.054, de marzo de 1984 (Adla, XLIV-B, 1250). Por su art. 33, el Pacto de San José de Costa Rica crea dos órganos «competentes para conocer de los asuntos relacionados con el cumplimiento de los compromisos contraídos por los Estados partes…», la Comisión Interamericana y la Corte Interamericana. La Comisión tiene (art. 41) funciones de promoción, entre las que se incluye la de formular recomendaciones a los Estados miembros. En el apto. b) del art. 41 queda claro que el Pacto no ha pretendido iniciar un derecho supranacional derivado del Pacto mismo, ya que establece que es función de la Comisión «formular recomendaciones, cuando lo estime conveniente, a los gobiernos de los Estados miembros para que adopten medidas progresivas en favor de los derechos humanos dentro del marco de sus leyes internas y sus preceptos constitucionales, al igual que disposiciones apropiadas para fomentar el debido respeto a esos derechos». Sin embargo la Comisión tiene una importante competencia de tipo jurisdiccional. Por los arts. 44 y 45 personas y entidades privadas como así también estados parte (que han admitido esta competencia de la Comisión) pueden presentar denuncias o quejas de violación del Pacto por un Estado parte. El art. 46 establece los requisitos de admisibilidad, entre ellos «que se hayan interpuestos y agotado los recursos de jurisdicción interna, conforme a los principios del derecho internacional generalmente reconocidos», expresión que supone que los signatarios del Pacto aceptan la preeminencia en sus propias jurisdicciones, de los denominados principios del derecho internacional. La norma establece otros requisitos de admisibilidad, en particular el temporal ya que la denuncia debe ser presentada dentro del plazo de seis meses a partir de la notificación al interesado de la decisión definitiva con que se cierra la vía judicial local. El cumplimiento de estos dos requisitos queda exceptuado en tres casos: si en el Estado de que se trata no se encuentra asegurado el «debido proceso legal» para la protección del derecho supuestamente lesionado; si, existiendo el debido proceso legal, se ha impedido su uso por parte del interesado; si hubiese ocurrido un retardo injustificado en la decisión en las mencionadas vías de defensa. La Comisión, previa audiencia del Estado parte y luego de practicar las diligencias de comprobación, actúa como un amigable componedor entre las partes, buscando arribar «a una solución amistosa del asunto fundada en el respeto a los derechos humanos reconocidos» en la Convención de Costa Rica. De no llegarse a esa solución amistosa, la Comisión redacta un informe que contiene los hechos y las conclusiones. Dentro de los tres meses de la notificación del informe (que puede también contener proposiciones y recomendaciones de la Comisión) a los «estados interesados» debe darse solución a la cuestión o bien ésta debe quedar sometida por la Comisión o por el Estado interesado (no por la parte privada) a decisión de la Corte, la Comisión podrá publicar su informe (art. 48, Reglamento de la Comisión) y luego dictar la resolución final que se notifica a las partes y puede ser publicada por la Comisión. La resolución final –que puede ser objeto de reconsideración ante la alegación de nuevos hechos o nuevas argumentaciones de derecho– contendrá las recomendaciones que la Comisión considere convenientes y el plazo para su cumplimiento. En el supuesto de incumplimiento, la Comisión podrá efectuar la publicación de la resolución final, como ya fue dicho. Agotados estos procedimientos, la cuestión podrá ser llevada ante la Corte por la Comisión o por el Estado parte, siempre que éste haya aceptado la competencia del Tribunal que, como lo señala el art. 62, inc. 3°, alcanza para conocer de cualquier caso relativo a la interpretación y aplicación del Pacto de San José. La sentencia de la Corte, en caso de comprobar que existió violación de un derecho o libertad protegidos por la Convención, dispondrá que se garantice al lesionado en el goce del derecho o libertad conculcados e, incluso, la reparación del daño sufrido mediante una justa indemnización que podrá ser ejecutada en la jurisdicción local a través del procedimiento de ejecución de sentencia legislado por el derecho interno. El fallo es inapelable. La Corte tiene también competencia interpretativa: de la Convención; de otros tratados concernientes con la protección de los Derechos Humanos en los Estados Americanos; del derecho interno en lo que hace a su compatibilidad con el Pacto y los restantes tratados sobre derechos humanos; también –aunque limitado a las partes interesadas– la Corte puede interpretar sus propios fallos. Como se ve se trata de un tribunal supranacional, aunque con limitadas atribuciones jurisdiccionales. No se trata, el Pacto de San José, de un acuerdo de integración, sino de protección de derechos, del reconocimiento de una base jurídica común con relación a los denominados derechos fundamentales del hombre, creándose un mecanismo jurisdiccional de protección subsidiaria de tales derechos fundamentales. Pero aun así es un ejemplo útil a lo que estamos tratando por cuanto, en definitiva, la Corte Interamericana, unifica la interpretación de las normas de la Convención, garantizando en esa materia (derechos humanos) el principio de igualdad de los Estados partes. Incluso unifica la interpretación del derecho interno en su relación con la Convención, ya sea por vía voluntaria o consultiva como por vía jurisdiccional, compulsiva, cuando el caso –que puede originarse en disposiciones del derecho interno violatorias de la Convención o que pueden ser interpretadas como tales– es llevado ante sus estrados por la Comisión. Caben aquí –ya de cara a nuestro derecho– dos preguntas: 1) ¿Se altera el principio constitucional que establece que la Corte de Justicia Nacional es suprema en la decisión de puntos regidos por la Constitución (art. 100, Constitución Nacional)? Debe notarse que la Convención prácticamente trata de los mismos derechos fundamentales consagrados hace un siglo y medio atrás por los arts. 14 a 19 de nuestra Constitución, agregando otros que si bien no están explícitamente enumerados quedan implícitamente abarcados por la disposición del art. 33 de la Constitución Nacional. Así el art. 100 ya citado queda en entredicho, frente a la competencia otorgada por la Convención a la Corte Interamericana, que podría revisar así un fallo emanado de nuestra Corte. De esta manera, la ley 23.054 ratificatoria de la Convención, al incorporarla a nuestro derecho interno (según la interpretación habitual en materia de vigencia del derecho internacional en el derecho interno) estaría violando el art. 100, conclusión a la que puede arribarse a partir de la lectura de los Fallos 208:84 y 305:2150 que sostienen que los tratados internacionales deben respetar las disposiciones de la Constitución Nacional. Así podría llegarse a una contradicción en la interpretación de las normas constitucionales y las normas de la Convención relativas a un mismo derecho fundamental y no ser posible ejecutar la sentencia de la Corte Interamericana por cuanto, en una misma causa, contradice la decisión de la Corte nacional. En realidad esta interpretación no es correcta, al menos si se considera (en una simple solución de emergencia) que la sentencia de la Corte Nacional no es estrictamente revisada por la Corte Interamericana, sino que hay una nueva causa tramitada ante un tribunal supranacional, cuyos efectos son vigentes en nuestro país en virtud de la ley 23.054 y que fue decidida en razón de la aplicación de las normas jurídicas del Pacto y no de la Constitución. 2) Lo expuesto nos conduce a la segunda pregunta ¿El Pacto de San José se aplica inmediata y directamente en el interior de los Estados miembros –puede ser invocado por los sujetos que allí viven ante los tribunales locales– o se necesita su recepción por una norma del derecho nacional? Debe notarse que el problema no es resuelto por la ley ratificatoria del tratado, ya que queda pendiente la operatividad de las garantías que allí se establecen, lo que puede obligar a considerar necesaria la sanción de la ley interna que reglamente el ejercicio de los derechos enumerados por la Convención. Así el art. 2° de la misma establece «Si el ejercicio de los derechos y libertades (garantizados por la Convención) no estuviera ya garantizado por disposiciones legislativas o de otro carácter, los Estados partes se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de esta convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades». Sobre el particular, la Corte Interamericana ha expresado en su opinión consultiva del 29/8/86, con relación al derecho de rectificación o respuesta del art. 14 del Pacto (derecho de réplica) que el art. 2° de la Convención no puede de ninguna manera interpretarse en el sentido de que impone la exigencia de una legislación interna posterior, como condición de la aplicación de lo dispuesto en el articulado del Pacto. El deber expresado en el citado art. 2° es complementario y adicional del que obliga a respetar y garantizar los derechos reconocidos por la Convención, deber contenido en su art. 1°. En cambio, nuestra Corte Suprema en Fallos 308:789 –con disidencia al respecto del doctor Fayt– y en las causas «Sánchez Abelenda» del 1/12/88 y «Ekmekdjian», de la misma fecha (–LA LEY, 1989-B, 551; 1989-C, 18– entre otras), ha decidido, con cita del art. 2° del Pacto, que el «derecho de réplica» consagrado por el mismo no ha sido objeto de reglamentación para ser tenido como derecho positivo interno, por lo que carece de operatividad. Afirmó también la mayoría del tribunal que, por sus características, el «derecho de réplica», no puede ser considerado incluido en las garantías implícitas del art. 33 de la Constitución Nacional, dado que toda restricción a la libertad de prensa –considerada fundamental para nuestro sistema de gobierno– debe estar expresamente prevista en una norma legal, que el tribunal considera inexistente a pesar de la ratificación legislativa del Pacto de San José. La índole de esa cuestión puede generar dudas, por cuanto parece razonable afirmar que es necesario reglamentar como debe ser implementada la réplica, ya que se trata de una conducta activa, es decir no se está protegiendo de una indebida invasión a la esfera jurídica garantizada (donde la protección –por prohibición– es directamente operativa) sino se está exigiendo una conducta, un hacer positivo que debe reglamentarse, salvo que se entienda que los jueces en sus sentencias pueden establecer razonablemente las condiciones de la réplica adaptadas a las circunstancias del caso concreto. En cambio otros derechos, como el derecho a la vida, tienen una operatividad inmediata. El art. 4.1 de la Convención protege el derecho a la vida «en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente», con lo que queda clara la prohibición del aborto, salvo las excepciones que la ley establezca (dice «en general») excepciones que deben estar basadas en motivos objetivos y graves (vida de la madre) frente a la limitación por arbitrariedad que la misma norma consagra.

V. Conclusión Sostiene Constantinesco que los problemas surgidos en la aplicación del derecho comunitario o derecho de la integración han sido posibles porque muchos de los Estados miembros no captaron a tiempo la dimensión de las nuevas realidades. «Prisioneros de la concepción dualista –afirma– y al no haber captado el alcance profundo y estructuralmente nuevo del proceso de integración, los Estados miembros creyeron poder resolver el problema por medio de las soluciones clásicas del derecho internacional». Pero la solución clásica es, precisamente, la retención de soberanía, mientras que en el derecho de la integración se hace necesario admitir la posibilidad del desmembramiento parcial de soberanías, como lo ha hecho, a tiempo, la Constitución española ya citada. Esto supone, o puede suponer, concebir al derecho de la integración como un ordenamiento jurídico independiente y distinto del ordenamiento interno, aplicable por los jueces locales bajo la unidad de interpretación –si es del caso– del tribunal de la integración y que, dicho ordenamiento, desplaza al local en las situaciones de conflicto, es decir, torna inaplicable al ordenamiento jurídico local.

(*)Conferencia dictada por el doctor Rodolfo Carlos Barra en el Seminario Internacional sobre el Derecho de la Integración, organizado por la Universidad Austral y la Asociación Argentina de Derecho Administrativo, 28-29-30 de agosto de 1991 y en el H. Senado de la Nación, organizado por el Instituto Parlamentario de Derecho del H. Senado, el 7/11/91.

Publicado en: LA LEY 1992-B, 853

Embriones expósitos

Cinco mil embriones «destruidos» (?) «desechados» (?) «asesinados» (?) en Gran Bretaña, por aplicación de una ley que fija un «plazo de mantenimiento» de los embriones congelados, supernumerarios de prácticas de fertilización artificial.
La noticia conmovió a la opinión pública mundial, dejando latente la pregunta –cuya respuesta ayudaría a despejar las dudas del comienzo– acerca del «estatuto ontológico» del embrión humano (EH).
Este fue el tema analizado por el «Comitato Nazionale per la Bioetica», que dio a conocer sus conclusiones en Roma el pasado 27 de junio.
El Comité reconoce que ciertas prácticas médicas de fin lícito pueden, como medio o como consecuencia, provocar el daño o supresión del EH. ¿Son tales prácticas moralmente lícitas frente al deber, universalmente reconocido, de no dañar al otro? ¿Se aplica este principio al EH? ¿Es el EH un ser humano?
Claro que –agregamos al informe– si se trata de un embrión «humano» tiene que participar, de alguna manera, de la «humanidad». Pero ello es predicable en distintos sentidos. Puede serlo por «atribución»; así decimos que una cosa de miles de años de antigüedad es un objeto humano porque fue creada y utilizada por el hombre. También puede serlo por «constitución» o «pertenencia intrínseca»: los restos momificados hallados en los Andes peruanos son «humanos» porque constituyeron el cuerpo de un ser humano, pertenecen al hombre. Si el EH es humano en este sentido, no difiere de una cosa, aunque dotada de una especial dignidad, por ser creación del hombre, o por haberlo constituido.
Pero también se denomina «humano» al mismo hombre, al animal racional. No se trata de una perogrullada ya que no siempre se aceptó que todos los hombres son humanos (dotados de dignidad humana). ¿Lo eran (para ciertos conquistadores) los indios? ¿No eran cosas los esclavos en una etapa del Derecho romano?
El Comité evita ceñirse a una utilización del término «humano» que pueda ser ambivalente, o tener remedos discriminatorios. Su pregunta es más práctica y, en cierto sentido, más profunda, ¿El EH es persona? Si lo es, a) refuerza la obligación moral de protegerlo, b) genera el derecho de tutela.
El informe también evita utilizar una concepción de persona de consecuencias igualmente discriminatorias. Es decir, definir a la persona por sus propiedades o funciones de las que es capaz: capacidad de reflexión, de autoconciencia, de autodeterminación, de comunicación intersubjetiva, de representaciones simbólicas. Tomando en cuenta algunas de estas funciones, habría seres humanos que no serían personas y si, en cambio, lo serían ciertos animales o cosas robóticas. Para el Comité «ser persona en el sentido ontológico, es una simple consecuencia de la posesión de la naturaleza racional». Como la racionalidad es connatural a lo humano «la simple posesión de la naturaleza humana implica para cada individuo humano el hecho de ser persona». Por supuesto que esta racionalidad –se admite– se manifiesta según un proceso evolutivo y puede ser más o menos ampliamente impedida por circunstancias accidentales, y hasta desaparecer totalmente en su manifestación externa, lo que no excluye el reconocimiento de la dignidad humana en el carenciado.
Para calificar al EH como persona, debe darse adecuada respuesta a los problemas de la «individualidad» y de la «identidad». Desde cierta perspectiva –que el Comité admite– la persona se caracteriza por su individualidad, y esta última surge a partir de la permanencia en la autoidentidad durante toda su existencia. Se es uno porque se es, siempre, uno mismo ¿El EH tiene individualidad, en el sentido de estar determinado en su identidad? ¿A partir de cuándo?
La individualidad –cabe reiterar– se caracteriza por la permanencia –desde el inicio hasta fin de la existencia– de una misma identidad en el ser así individualizado. Yo soy yo –joven, viejo; no educado, educado; sano, enfermo– desde mi principio hasta mi fin. Por conservar permanente mi identidad ontológica –identidad del sersoy un individuo.
Lo humano ya no se identifica por las características «morfofuncionales» –composición, aspecto y comportamiento básico– de un ser. El actual desarrollo de la ciencia genética permite identificar lo humano por el DNA. Este es el «depositario de aquellas características que acompañan a todo viviente desde el primer al último instante de su historia». Desde su constitución cigótica –desde la fusión de los gametos, afirma la Comisión– el EH posee un DNA «que contiene secuencias específicamente humanas». Este dato biológico permite atribuir al EH una naturaleza humana desde su fecundación. Una afirmación muy importante: desde la fecundación, el DNA es portador de un «programa de desarrollo» que, en el transcurso normal de su evolución, conducirá a un individuo humano con las características morfofuncionales que conocemos, en un «desarrollo endógeno (que) no puede conducir a un resultado diverso».
Pero esta última realidad no es suficiente para afirmar la individualidad del EH en su estado inicial. Toda célula posee individualidad, como los gametos masculinos y femeninos, pero carece de identidad. Sin embargo (aunque la Comisión no lo haya advertido) la realidad del EH es diferente. El EH es «en sí mismo», es decir, no pertenece al sistema biológico de otro individuo. Está en la madre pero no es de la madre. Es, parafraseando a Jaspers, la «ensimismidad» del EH lo que lo hace distinto, en su individualidad, de otras células. La ensimismidad o alteridad, ya que es «otro» con relación al portador. Junto con el ello, la «complejidad» o generación compleja, a partir de seres distintos. La célula posee, como el embrión, «evolutividad» pero no las otras características de alteridad y complejidad.
El informe describe las fases o estadios fundamentales del desarrollo embrional, durante los 56 días que van desde la fecundación hasta el comienzo del período fetal. En el primer día se asocian ambos patrimonios genéticos, para ya en el segundo día comenzar la actividad de transcripción de la información genética contenida en el cigoto, que es la que otorga las características específicas del individuo.
Es cierto que hasta el cuarto/quinto día las células del EH son «multipotentes», es decir, podrían generar más de un individuo, pero esto no afecta la identidad del EH en su momento precoz, contrariamente a la duda que arroja el informe, ya que dicha posibilidad (o su contraria) se encuentra en el programa genético establecido con la fecundación. Se trata de un proceso genético en el que cada etapa depende de la otra, la anterior define a la posterior, en una unidad de información genética. Así la identidad genética comienza con la fecundación y en el EH precoz (anterior al sexto día) se encontrarán uno o más individuos, con su propia identidad que se diferenciará en el momento correspondiente. Es un supuesto, en los casos excepcionales de gemelos, de un fenómeno de «individualidad participada» en un conjunto celular vinculado por una determinada información o programa que lo identifica como tal.
Debe señalarse, haciendo un paréntesis sobre el informe comentado, que el reconocimiento unánime de la Comisión de la identidad personal del EH a partir de, por lo menos, el sexto día desde la fecundación, excluye la admisibilidad del aborto, por lo menos en su práctica habitual, siempre posterior a aquel momento. Sobre todo destruye la tesis de la Corte Suprema de los Estados Unidos, en el fallo abortista «Roe vs. Wade» (1973), negatoria de la personalidad de EH y basada en la viabilidad de nacimiento, con su doctrina de los tres trimestres. Por lo menos desde un momento tan temprano como el sexto día estamos en presencia de un indudable ser humano, una persona que merece la tutela de la ley y el respeto de los que son, sin duda, sus semejantes, en el sentido ontológico del término.
Quienes niegan la individualidad del EH precoz, sostienen que éste carece de identidad, por la posibilidad de desarrollar más de un individuo humano, en un proceso que denominan de «reidentificación», lo que probaría la falta de identidad individual, ya que dos no son lo mismo que uno, Pero esto es sólo una hipótesis. ¿Puede afirmarse, sin lugar a dudas, que en el EH, aún formado por células multipotentes, no se encuentra identificado –en su completo programa genético– un,

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o eventualmente más de uno, individuo humano?
Unánimemente el Comité concluye en que el EH no es una cosa: pertenece a la especie humana (claro que todo lo que pertenece a la especie humana es un ser humano, no hay otra categoría conocida). Aun los que plantean el problema de la reidentificación, admiten que el EH precoz «posee el estatuto ontológico de una estructura biológica humana específicamente organizada», es decir, es humano. Fundamentalmente, en el seno del Comité prevaleció la tesis según la cual la identidad personal del EH existe y permanece desde la fecundación. Para algunos de sus miembros ésta es una tesis de certeza, para otros, posee un elevado grado de plausibilidad.
Esta investigación ontológica llevada a cabo por el Comité tuvo por finalidad indicar cuál es el deber moral de protección del EH. Se determinó que el EH, aún en su etapa precoz, es una persona dotada de identidad individual. Por lo tanto goza de la exigibilidad moral de protección, de reconocimiento de su valor como persona.
El reconocimiento del valor de la persona se expresa, entre otras acciones, favoreciendo el ejercicio de sus capacidades y funciones, según sus circunstancias y condiciones. El hecho de que tenga tales capacidades y funciones disminuidas (en realidad apropiadas a su estado y condición) no afecta al respeto de su dignidad personal, aunque excluya el derecho de tutela de las funciones todavía inexistentes (pero se debe permitir que, según el desarrollo normal, existan). Se reconoce, si, plenamente el derecho intrínseco del EH a la protección de su existencia e integridad.
Además de estas consideraciones ontológicas, el trato «personificado» del EH se funda en la regla de oro de la moral (siempre según el Comité): «no hacer al otro lo que no quiero que me hagan a mi». O que me hubieran hecho a mi, dado que yo también fui un embrión (identidad personal). Pero, a diferencia de la figura literaria usada por Dalmiro Sáenz, no fui un espermatozoide, lo que aclara el problema de la identidad personal del EH, inalterada después del nacimiento. Por ello, la misma personalidad que el nacido.
Por otra parte, aun frente a la falta de certeza absoluta acerca de la identidad individual del EH precoz, la moral exige su protección plena. La regla es que ante la duda se debe estar por el más débil, en el caso, por la vida. In dubio pro embrión.
Todo esto genera un deber moral de tutela, que parte del reconocimiento de la naturaleza humana del EH. Es tutela porque obliga a nuestro cuidado. El EH está a nuestro cuidado. Tiene, como nosotros lo tenemos en cualquier estadio de nuestra vida, un «destino humano», es decir, un futuro de humanidad o perfección.
El EH no puede ser tratado como una cosa. Aun cuando (con fines procreativos, es decir, para la vida) se ayude a su formación con cierta artificialidad, ello debe ser «en un proyecto de cuidado y amor responsable», como
afirma el Co-mité.
Este (el de tutela) es un deber absoluto, inderogable, no un deber «prima facie» o derogable ante la presencia de otros valores morales más exigentes o prevalentes en las circunstancias del caso. El cuidado de la existencia e integridad del EH no puede ceder ante ninguna otra circunstancia, porque se trata de vida humana. El respeto del valor de la vida humana sólo puede ceder frente al valor de otra vida humana amenazada por la primera (legítima defensa), fuera de ese caso excepcional –o de los excepcionales casos de castigo al culpable– es un valor absoluto, o deber (su protección y respeto) inderogable.
El EH es persona. Esta es ya una afirmación de nuestra propia Constitución Nacional a partir de la reforma de 1994. Así, en nuestro caso, el deber moral fue debidamente traducido en una expresión jurídica fundamental, como lo es el art. 4° de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Adla, XLIV-B, 1250) con jerarquía constitucional, según el art. 75, inc. 22 de la Constitución) que consagra el derecho a la vida de la «persona» y su protección por la ley «a partir del momento de la concepción (ampliar en nuestro «El derecho a la vida en la Constitución Nacional», Ed. Abeledo, Buenos Aires, 1996).
Pero no es suficiente. La Constitución por sí sola no puede evitar la existencia de «embriones en estado de abandono», como los denomina el Comité: los embriones expósitos, los supernumerarios, de destino incierto, aunque de probable destrucción.
Aguardamos una adecuada regulación legislativa sobre este problema, que no debe pasar sólo por el «qué hacer» con los EH existentes, sino, fundamentalmente, cómo evitar la existencia de embriones cuyo destino cierto no sea la implantación en el seno de la madre.

Publicado en: LA LEY 1996-D, 1271

La Corte Suprema de Justicia de la Nación y la separación de poderes

SUMARIO: I. Introducción. — II. La interpretación constitucional. — III. La legitimación para accionar. «Causa o controversia». — IV. Zona de reserva. — V. El problema de los denominados decretos de necesidad y urgencia.

I. Introducción
No es inoportuno, ni meramente retórico, comenzar esta exposición recordando la tan conocida afirmación de los revolucionarios franceses, en el art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789: «Toda sociedad en la cual no esté asegurada la garantía de los derechos ni determinada la separación de poderes, no tiene Constitución». En esta sentencia ¿hay dos o una sola condición para la existencia de una Constitución? La Constitución es la piedra angular de todo el sistema jurídico, pero ella en sí misma es un sistema. Y este sistema reconoce como idea directriz la limitación de los poderes públicos frente a los derechos de los individuos, es decir, la Constitución como un sistema de garantías. Entonces la fórmula podría expresarse de la siguiente manera: «Toda sociedad en la cual no esté asegurada la garantía de los derechos ni determinada, como instrumento indispensable para la misma, la separación de los poderes, no tiene Constitución». Es que la separación de poderes no es sólo un requisito funcional, orgánico, para la mayor eficiencia de la gestión estatal; no es el principio de la división del trabajo traducido al lenguaje del derecho público. Es mucho más. Es garantía de la protección de los derechos, a través del imperio de la ley emanada del órgano que representa la voluntad soberana del pueblo, órgano de formación y origen democrático y que actúa según un procedimiento para la toma de decisiones también democrático; es asimismo garantía de la administración adecuada de la cosa pública por un complejo de órganos que actúan según el principio de vinculación positiva a la ley y que, en su cabeza, también reconoce un origen democrático. La separación de poderes asegura igualmente el control de la aplicación de la ley a los casos concretos, en los conflictos que se presenten entre los particulares o entre éstos y el poder público, control realizado por un complejo de órganos que es ajeno al debate político, y por ello independiente de las otras ramas del gobierno, de la voluntad de las mayorías, de los grupos de interés, de los factores de poder, y de todo otro elemento que sí, en cambio, debe influir en el proceso democrático para la imposición de reglas de conducta particulares o generales. El Poder Judicial se presenta así como la perla de la separación de poderes, su núcleo esencial: controla la efectiva vigencia de la separación funcional y orgánica para garantizar los derechos afectados por su incumplimiento, pero aún controla la actividad de los restantes órganos, cumplida dentro de la esfera de sus respectivas competencias, para impedir que los derechos fundamentales de los individuos puedan verse invadidos por el error o la voluntad desmedida de quienes representan a las ocasionales mayorías políticas o a las más perdurables mayorías culturales, religiosas o raciales.
En estas condiciones, hay Constitución, pero una Constitución que no es sólo una carta política, o una solemne declaración de principios e ideales, o un magistral reglamento de organización estatal. El secreto del sistema fue y es, concebir a la Constitución como una norma jurídica, la principal de todas las que ella misma –y en un determinado orden jerárquico– autoriza y origina. Sin la conformidad con la Constitución, no hay norma válida, ni como acto general ni como acto particular. Los jueces deben juzgar aplicando el ordenamiento jurídico al caso concreto, pero siempre bajo la primacía de la Constitución: las leyes y otras disposiciones normativas deben ser interpretadas en el sentido que no contradiga a la Constitución, y cuando tal interpretación no es posible y ello configura un agravio concreto a un particular, que no ocurriría de ser posible tal interpretación, la ley, el reglamento, el acto administrativo, serán inconstitucionales, y por lo tanto inaplicables al caso traído para el conocimiento judicial. Nuestra Constitución, en su art. 100, consagró expresamente los principios del valor normativo supremo de la misma y por tanto, de su obligatoria aplicabilidad judicial: «Corresponde a la Corte Suprema de Justicia y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución y por las leyes de la Nación…». A la vez, dicha norma estableció también el principio de la revisión o control judicial de constitucionalidad, ya que, sin él –y sin la supremacía normativa constitucional– ¿cómo resolver una causa en la que se plantea un conflicto entre normas de distinto origen? Poco tiempo después de sancionada la Constitución, el legislador, en la ley 27 del 13/10/1862 (Adla, 1852-1880, 354), todavía vigente, interpretó con precisión al mencionado art. 100. Conviene repasar su articulado: «1. La justicia nacional procederá siempre aplicando la Constitución y las leyes nacionales a la decisión de las causas en que se versen intereses, actos o derechos de ministros o agentes públicos, de simples individuos, de Provincia o de la Nación… 3. Uno de sus objetos es sostener la observancia de la Constitución Nacional, prescindiendo, al decidir las causas, de toda disposición de cualquiera de los otros poderes nacionales, que esté en oposición con ella».
De esta manera nuestro ordenamiento jurídico consagraba una feliz paradoja –y una anticipación casi secular a la solución que luego se daría en las naciones europeas–: mientras que todo el sistema jurídico subconstitucional reconoce una matriz claramente europea –en particular francesa, país singularmente refractario a la revisión judicial de constitucionalidad– la Constitución y el sistema judicial implementado se inspiran en el modelo americano y con ello la inmediata vigencia, desde el origen mismo de la organización nacional, de la judicial review.
El caso constitucional típico aparece cuando el agraviado por una ley, un reglamento o un acto administrativo, plantea la inconstitucionalidad de cualquiera de ellos por su directa contradicción con la Constitución, independientemente de la validez de origen de la norma cuestionada. Es que la supremacía de la Constitución –y la obligación de los jueces de aplicarla directamente al caso– es sustancial y no sólo formal; la Constitución es una norma jurídica con contenido material que define derechos que pueden ser hechos valer en cualquier relación jurídica pública o privada, y cualquiera sea el origen del gravamen constitucional. Pero aquí también se plantea el problema de la separación de poderes, aunque por la negativa: ¿hasta dónde puede el juez actuar sobre la decisión de los órganos de origen y con responsabilidad electoral, es decir, sobre decisiones tomadas de acuerdo con el procedimiento de la participación democrática?
En todo conflicto constitucional se encuentra envuelto, entonces, un problema de separación de poderes. Por ello –no podía ni puede ser de otra manera– el tema siempre estuvo presente en la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema de Justicia, en los 130 años de su historia. Así, ya en un temprano caso –«Ramón Ríos», Fallos: 1:36, del año 1863– la Corte sostuvo que la separación de poderes es «un principio fundamental de nuestro sistema político» y que su violación «destruiría la base de nuestra forma de gobierno».
Por supuesto que la Corte no sólo ha hecho este tipo de afirmaciones que, por generales y principistas, podrían aparecer como dogmáticas. Por el contrario, el principio de la separación de poderes es la idea directriz que orientó la solución de importantes casos constitucionales que, rápidamente, conviene analizar.

II. La interpretación constitucional
Como vimos, la Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, primacía que es invocable ante los jueces, quienes deben aplicar dicho principio para resolver los casos traídos a su conocimiento. Pero aplicar una norma supone interpretarla y el problema de la interpretación constitucional es particularmente difícil, ya que en él no juegan sólo cuestiones de técnica jurídica, sino de valoración y legitimidad política.
La interpretación no puede evitar ser una suerte de reconstrucción de la norma para su aplicación al caso concreto. Cuando la norma interpretada es la Constitución, el juez se enfrenta a dos principios que pueden aparecer como contradictorios: primero, la Constitución necesariamente contiene –en gran parte– disposiciones de límites abiertos y, en su conjunto, se encuentra destinada a perdurar en el tiempo, para regir a muchas generaciones de ciudadanos, en distintas circunstancias históricas, con valores cambiantes y, ahora, en medio de una profunda transformación tecnológica de efectos culturales cuya dimensión es todavía difícil de medir. Esta cuestión es particularmente significativa en nuestro caso, ya que contamos con una Constitución que ha establecido un riguroso procedimiento para su modificación, el que exige especialísimos compromisos políticos, y que, seguramente por ello, casi no ha sufrido modificaciones a lo largo del siglo y medio de su vigencia. ¿Cómo interpretar la Constitución, entonces, con el mismo criterio que el utilizado por los constituyentes, en un mundo, como el de hoy, que ellos no podrían reconocer por ningún signo familiar –ni siquiera por el paisaje– si fuesen traídos aquí, abruptamente, por algún milagro de la fantaciencia? Pero también el juez se enfrenta, como segundo principio, al problema de su legitimidad para efectuar tal interpretación que, pocas veces, puede evitar ser una opción razonable entre otras interpretaciones también razonables pero contradictorias. Es cierto que el constituyente, en el art. 100, encomendó al juez juzgar «en todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución», pero ¿con qué alcances interpretativos? lo que sería lo mismo que preguntar –exageradamente, pero no tanto– ¿con qué Constitución? La Constitución es la máxima expresión de la soberanía popular, pero también lo es la ley. Esta afirmación no viola el principio de jerarquía normativa ya que, desde un punto de vista político, es obvio que los diputados y senadores representan también a la voluntad soberana del pueblo, y aunque se trate de poderes constituidos, su gestión representativa es contemporánea a dicho mandato político, por lo que se encuentran sometidos de manera mucho más cercana al juicio de la voluntad popular.
En definitiva, pueden ser cambiados como resultado de la próxima elección, directa o indirecta. Los jueces, por el contrario, no sólo, en nuestro sistema, carecen de origen electoral, sino que carecen de responsabilidad electoral, es decir, no rinden cuenta a los electores de sus acciones en la próxima consulta electoral. Con sus decisiones no perjudican ni benefician a la suerte electoral de ningún partido. Están, como ya vimos, fuera del debate político. De ahí que resulte válida la afirmación de que el primer intérprete de la Constitución es el legislador, aunque su intérprete final sean los jueces, en particular la Corte Suprema. Pero para llegar a la Corte, entonces, hay que pasar por el legislador quien, al legislar, decide cuál es la opción constitucional que el pueblo quiere. Nos encontramos así frente a un claro problema de separación de poderes. ¿Cuál de las dos interpretaciones es la válida? En nuestra doctrina y jurisprudencia no se ha planteado con la misma intensidad el conflicto, inacabado, que en los Estados Unidos divide las aguas de la interpretación constitucional entre originalistas y no originalistas, si bien pueden encontrarse decisiones que parecen adscribir a alguna de esas dos posturas fundamentales.
En el caso «Sejean, Juan B. c. Zaks de Sejean, Ana M.», fallado el 27 de noviembre de 1986, donde se planteó la inconstitucionalidad del entonces vigente art. 64 de la ley de matrimonio civil 2393 (Adla, 1881-1888, 497), en tanto establecía la indisolubilidad del vínculo matrimonial (salvo el supuesto de viudez) la mayoría de la Corte optó por una posición claramente no originalista, afirmando la inconstitucionalidad de la ley por afectar ésta el derecho no enumerado a la dignidad humana, a la libertad de conciencia «y de elección para elaborar su (del interesado) propio proyecto de vida con la sola restricción de no afectar la moral pública o iguales derechos de los demás». En estas condiciones, el divorcio es considerado como un derecho derivado del derecho constitucional a la privacidad.
En cambio, para los votos disidentes, la Constitución no se expidió sobre la cuestión del divorcio, dejando librada al legislador la decisión al respecto, sopesando los valores en juego en cada circunstancia histórica y decidiendo sobre la preferencia de uno sobre los otros. Desde esta perspectiva, podría sostenerse que aquí la Corte no puso en práctica los valores queridos por el constituyente, ni tampoco respetó la elección de valores que aquél dejó al legislador, sino que impuso su propia opción valorativa, legislando judicialmente. De todas formas la decisión de la Corte en el caso «Sejean» admite una razonable valoración positiva. Más allá de lo que cada uno piense sobre un tema tan conflictivo como el del divorcio, lo cierto es que se encontraba en la preocupación de la comunidad desde hacía mucho tiempo. La especulación política, la inercia, el deseo de no comprometer opinión en un tema de especial sensibilidad generaban una tendencia al silencio por parte del Congreso. Para los no originalistas esta situación –cuando se encuentran en juego derechos fundamentales y, por lo menos, la razonable apariencia de una omisión de la mayoría en tratar cuestiones que afectan a las minorías– justifica el avance de la Corte sobre cuestiones que, en puridad, corresponde sean resueltas por el legislador. Precisamente, en este caso concreto, la Corte rompió esa inercia y, aun cuando se considere que su decisión superó los límites de la revisión judicial de constitucionalidad, lo cierto es que muy poco tiempo después el congreso definió la cuestión, coincidiendo con la Corte, de manera que todo cuestionamiento al respecto ha quedado salvado ya que la decisión definitiva fue tomada por aquellos a quienes la Constitución encomendó el ejercicio de la opción.
En síntesis, la aplicación de la Constitución al caso concreto, es decir, su interpretación, representa un serio problema de separación de poderes y como tal afecta directamente al sistema de garantías que la Constitución establece. Quizá pueda lograrse una síntesis de las distintas posturas doctrinarias –incluso entre aquellas que ven en la Constitución principalmente un sistema de valores, frente a las que cargan el acento en considerarla como la garantía de un expedito proceso de participación democrática– en el juego armónico de competencias que la separación de poderes, a 200 años de los primeros entusiasmos revolucionarios, representa. El legislador es el primer intérprete de la Constitución y su interpretación debe ser respetada por los jueces siempre que, sin contradecir un texto constitucional expreso, la opción de valores que ella significa sea decidida conforme a un incuestionable proceso democrático y no tenga como resultado la imposición de los valores –en lo que a derechos fundamentales se refiere–de las mayorías con respecto a las minorías. Creo que con otras palabras, a veces; o sin decirlo, en otras oportunidades, nuestra Corte Suprema siempre se ha guiado por estos principios.
En congruencia con ellos –en particular el severo contralor constitucional cuando se encuentran en juego derechos fundamentales– la Corte resolvió la causa «Portillo», del 18/4/89 (La Ley, 1989-C, 405), donde un «objetor de conciencia», por razones de índole religiosa, se negaba a prestar el servicio militar obligatorio. La Corte admitió esta zona de reserva personal –al menos en la exclusión del uso de armas– ya que no puede pretenderse la contribución a las cargas constitucionales si para hacerlo se destruyen los valores –libertad de conciencia, en el caso– a los que tales cargas se refieren como el medio al fin, en especial cuando la Nación se encuentra en estado de paz.
De la misma manera, en la causa «Bahamondez» (La Ley, 1993-D), del 6/4/93, la Corte defendió el derecho de una persona adulta y capaz que, por razón de su credo religioso –testigo de Jehová– se negó a someterse a un tratamiento médico que exigía transfusiones de sangre. Allí la Corte –en voto concurrente– recordó que «…Además del señorío de las cosas que deriva de la propiedad o del contrato… está el señorío del hombre a su vida, su cuerpo, su identidad, su honor, su intimidad, sus creencias trascendentes, entre otros, es decir, los que configuran su realidad integral y su personalidad, que se proyecta al plano jurídico como transferencia de la persona humana…». «De ahí» –continúa– «que el eje central del sistema jurídico sea la persona en cuanto tal, desde antes de nacer hasta después de su muerte». Y define así la Corte, siempre en votos concurrentes, el núcleo esencial del control de constitucionalidad: «…La convivencia pacífica y tolerante también impone el respeto de los valores religiosos del objetor de conciencia…aunque la sociedad no los asuma mayoritariamente. De lo contrario, bajo el pretexto de la tutela de un orden público erróneamente concebido, podría violentarse la conciencia de ciertas personas que sufrirían una arbitraria discriminación por parte de la mayoría, con perjuicio para el saludable pluralismo de un estado democrático».

III. La legitimación para accionar. «Causa o controversia»
Cualquiera sea la consideración acerca del papel de los jueces en la interpretación constitucional, lo cierto es que dicho papel es sustancial y de gran relevancia en el proceso político. La gravedad de la declaración de inconstitucionalidad de una ley o de otros actos normativos de los poderes representativos impulsó, en nuestro sistema, a que la competencia judicial en tal sentido, estuviese restringida a los conflictos concretos, en los que un agraviado por la medida cuya constitucionalidad es cuestionada requiriese tal declaración de inconstitucionalidad como conducente para el reconocimiento de su derecho afectado. Por ello no existen, en nuestro caso, cuestiones abstractas de constitucionalidad, ni tampoco se le otorgó a la Corte Suprema competencia para resolver los eventuales conflictos entre las otras ramas del gobierno. El art. 100 de la Constitución, ya citado, otorga la competencia judicial sólo para la resolución de «causas» y así lo interpretó, inmediatamente después de sancionada la Constitución, el legislador de la ley 27, en su art. 2: «Nunca procede de oficio (se refiere a la justicia nacional) y sólo ejerce su jurisdicción en los casos contenciosos en que es requerida a instancia de parte».
Esta limitación legal –de origen constitucional, como ya vimos– impone, para la jurisdicción judicial, dos tipos de limitaciones: una subjetiva y otra objetiva.
Desde el punto de vista subjetivo, hay un claro impedimento de los jueces de actuar «de oficio», es decir, en lo que aquí interesa, de iniciar por propio impulso la revisión de la decisión legislativa o administrativa. Pero no sólo no pueden actuar de oficio, sino que deben hacerlo «a instancia de parte», dice la ley 27 y sólo es parte para el proceso judicial quien previamente participa –voluntaria o involuntariamente– en una relación jurídica. Quien no posee esta cualidad carece de legitimación para accionar, es decir, el ordenamiento jurídico no le reconoce –salvo excepción expresa– capacidad para provocar la actuación –accionar es poner en movimiento– de los jueces. Si la solución fuese la contraria, el juez se convertiría en un árbitro de los conflictos políticos al acceder a actuar en casos abstractos por ser ajenos –los accionantes– a una relación jurídica anterior de la cual surja un interés personal, concreto, particularizado, propio, de quien reclama la actividad judicial para la solución de su agravio.
La Corte tuvo ocasión de resolver, no hace mucho y reiterando su tradicional jurisprudencia, un interesante caso de separación de poderes a través del análisis de la legitimación para accionar, tal como se planteó en la causa Dromi, José Roberto (Ministerio de Obras y Servicios Públicos de la Nación s/ avocación en autos «Fontenla, Moisés c. Estado nacional», D. 104.XXIII –La Ley, 1990-E, 97–). La cuestión surgió como consecuencia de la privatización de la compañía aérea de propiedad estatal, privatización decidida por el Congreso al declarar, por ley, a tal empresa sujeta a privatización total o parcial. En ejecución de la ley el Poder Ejecutivo estableció que la privatización alcanzaría al 95 % del paquete accionario de la compañía reservándose el Estado la tenencia del restante 5 %. Esto fue cuestionado por un diputado de la Nación, invocando tal calidad y su carácter de ciudadano, y sosteniendo –equivocadamente– que la decisión antes comentada violaba una supuesta exigencia legal por la cual el Estado debía reservarse el 51 % de la participación accionaria de la compañía. El juez de primera instancia hizo lugar al amparo judicial, lo que fue finalmente revocado por la Corte sosteniendo la falta de legitimación del accionante, con argumentos claramente apoyados en el principio de separación de poderes, evitando así la «judicialización» del proceso político.
Por ello la Corte advirtió que la mera condición de ciudadano no habilita el amparo judicial, ya que tal carácter «es de una generalidad tal que no permite, en el caso, tener por configurado el interés concreto inmediato y sustancial que lleve a considerar a la presente como una ‘causa’, ‘caso’ o ‘controversia'». Tampoco –continuó la Corte– confiere legitimación para accionar la calidad de diputado nacional, invocada por el accionante, ya que la representación popular que aquella calidad significa sólo tiene valor en el proceso de formación y sanción legislativa que se lleve a cabo en el Congreso de la Nación. En consecuencia, señaló la Corte, la decisión del juez de grado de admitir la acción planteada «produjo una indebida y no justificada ampliación de las facultades del Poder Judicial. En el presente caso, tal exceso se ha traducido en una inmotivada interferencia en la marcha de los negocios públicos de evidente importancia y repercusión político económica, que, de conformidad con los numerosos precedentes jurisprudenciales (que el tribunal cita) configura un caso de gravedad institucional…».
Sólo en las condiciones expuestas se configura la exigencia de la «causa o controversia», requerida por el art. 100 de la Constitución para habilitar la competencia judicial, tal como lo señaló la Corte en un antiguo precedente (Fallos: 156:319) «El Poder Judicial de la Nación… no se extiende a todas las violaciones posibles de la Constitución, sino a las que le son sometidas en la forma de un caso por una de las partes. Si así no sucede, no hay caso y no hay, por lo tanto, jurisdicción acordada».
Pero, dijimos antes, la limitación que surge del art. 100 tiene también un contenido objetivo, cuando la inexistencia –por la naturaleza de la cuestión– de «causa judicial» o causa residenciable en los tribunales convierte en imposible cualquier legitimación para accionar.
Este criterio fue sustentado recientemente por la Corte –reiterando una clásica jurisprudencia que se remonta a precedentes tan lejanos como los de Fallos: 11:405 y 23:257– en cuestiones en las que sustancialmente se encontraban en juego relaciones entre partidos políticos así como potenciales conflictos entre las ramas Ejecutiva y Legislativa del gobierno que, en nuestro sistema, sólo pueden ser resueltas a través del proceso político –fundamentalmente parlamentario– y no por el proceso judicial. Así, en un caso donde se debatía si la intervención federal al Poder Judicial de una provincia decidida por decreto del Poder Ejecutivo Nacional era o no constitucional, la Corte meritó la circunstancia de haber sido enviado tal decreto, por el Ejecutivo, para conocimiento del Congreso y que dicho problema ya tenía estado y análisis parlamentario. La Corte decidió que la cuestión era «abstracta» –en definitiva, una razón que, en el caso, es de la misma naturaleza que la falta de legitimación, por la ausencia de «causa», según el lenguaje constitucional–. «Ello, porque la decisión que se pretende habría de sustraer la cuestión del conocimiento del Poder Legislativo, que en las actuales circunstancias se halla habilitado regularmente para pronunciarse, según las atribuciones previstas en la Constitución Nacional que los (actores) invocan en su presentación» (Causa R.210, «Rossi Cibils, Miguel Angel y otros s/ amparo»).
En consecuencia, resultan extrañas al conocimiento judicial las controversias de naturaleza política que poseen otro ámbito apropiado para su solución, salvo que, por carecerse de tal sede natural, la intervención judicial se torne indispensable para asegurar el normal funcionamiento de las instituciones, en garantía del proceso democrático querido por la Constitución Nacional.

IV. Zona de reserva
a) Del legislador
Si bien toda tarea de interpretación de la ley es, en cierto sentido, una creación normativa –para el caso concreto, pero con efectos generales cuando la jurisprudencia es constante– el principio de autorrestricción del juez impone respetar la competencia propia del legislador. Así nuestra Corte ha dicho que la primera regla de interpretación de las leyes es dar pleno efecto a la intención del legislador (Fallos: 301:973, en lo que nos ocupa) y la primera fuente para determinar esa voluntad es la letra de la ley (Fallos: 299:167); también que los jueces no deben sustituir al legislador sino aplicar la norma tal como ésta la concibió (Fallos: 300:700 –La Ley, 1978-D, 117–) o que las leyes deben interpretarse conforme el sentido propio de las palabras que emplean sin molestar su significado específico (Fallos: 295:376) máxime cuando aquél concuerda con la acepción corriente en el entendimiento común y la técnica legal empleada en el ordenamiento jurídico vigente (Fallos: 295:376 –La Ley, 1976-D, 101–). Sólo cuando estos criterios producen, en el caso, un resultado absurdo o notoriamente injusto, se deberá recurrir al espíritu o sentido de la norma, aunque no desde una perspectiva abstracta, sino desde la misma voluntad del autor para llegar, en procedimiento de equidad, a la aplicación de la ley en las circunstancias del caso, como si el legislador se hubiese enfrentado, sin variar su voluntad, a dichas circunstancias del caso a decisión del juez. Si aun así la solución legal es disvaliosa, igualmente debe ser aplicada, ya que el Poder Judicial carece de competencia constitucional legislativa.
Pero la tarea de interpretación, en los conflictos constitucionales, sin duda no se agota con la interpretación de la ley en sí misma, sino de cara a la Constitución, ya que ésta, como norma suprema del ordenamiento, es el primer criterio de interpretación de toda otra norma jurídica y el principal contexto de la ley que debe ser aplicada al caso concreto. Por ello sólo pueden ser aplicadas las normas que resulten conformes con la Constitución –es ésta la pieza clave del control de constitucionalidad– pero ésta es también una técnica interpretativa que, por el principio de autorrestricción que supone el reconocimiento en el legislador de la calidad de primer intérprete de la Constitución, obliga a que el juez opte por la interpretación de la norma cuestionada en el sentido que más convenga a su constitucionalidad, relegando la declaración de inconstitucionalidad al último extremo de la actuación judicial (Fallos: 234:229).
Estos principios en cuestión se encuentran en –entre otros– dos recientes pronunciamientos de la Corte en materia de penalización de la tenencia de estupefacientes en cantidades sólo suficientes para el consumo personal. En el caso «Bazterrica, Gustavo s/ tenencia de estupefacientes», sentenciado el 29 de agosto de 1986 (La Ley, 1986-D, 550) (Fallos: 308:1392) la Corte tuvo oportunidad de expedirse acerca de la impugnación por inconstitucionalidad del art. 6° de la ley 20.771 (Adla, XXXIV-D, 3312), que, según el impugnante, al reprimir la tenencia de estupefacientes para uso personal vulneraría el «principio de reserva» consagrado en el art. 19 de la Constitución Nacional: «Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados…». En una decisión alcanzada con la estricta mayoría, la Corte coincidió con el impugnante. Si bien el núcleo de la decisión se fundamenta en una determinada valoración sobre la trascendencia o no del consumo personal de drogas con respecto a la esfera privada del individuo –circunstancia fáctica que puede ser apreciada por los jueces y de allí comparar la norma impugnada con la previsión constitucional, en concreto, con su art. 19– lo cierto es que el marco del fallo no puede escaparse de la problemática que estamos analizando. Si la incidencia del consumo personal de drogas sobre la vida social es una cuestión debatible, donde tanto la postura positiva como la negativa encuentran fundamentos de razonabilidad, ¿no debe suponerse que el constituyente ha querido que este tipo de casos quedara a la decisión de quienes representan electoralmente a la población? Es decir, ¿no es una cuestión de política legislativa?
En este caso, a diferencia de lo ocurrido con el divorcio, el legislador no siguió el criterio de la Corte Suprema. Por el contrario, al reformar la ley 20.771, en el art. 14, parte 2° de la ley 23.737 (Adla, XLIX-D, 3692) repitió (con modificaciones insustanciales, en lo que aquí interesa) la incriminación de la tenencia de estupefacientes para consumo personal. De esta manera, el balance de los intereses sociales comprometidos efectuado por el legislador luego de haber escuchado la opinión de la Corte, le condujo a la misma conclusión que la Corte había rechazado. La Corte Suprema, con una composición parcialmente renovada, al examinar nuevamente la cuestión («Montalvo, Ernesto A. s/ infracción ley 20.771», sentencia del 11 de diciembre de 1990 –La Ley, 1991-C, 80–) hizo mérito de las razones que llevaron al legislador a reprimir este tipo de conductas, «…entre las que figura la necesidad de proteger a la comunidad ante uno de los más tenebrosos azotes que atenta contra la salud humana…». Estos motivos, según la Corte, involucran cuestiones de política criminal en las que no debe inmiscuirse la Corte «… so riesgo de arrogarse ilegítimamente la función legislativa». Tal abstención también es procedente en lo que hace a la consideración de «…la mayor o menor utilidad real que la pena puede proporcionar para combatir el flagelo de la droga…», salvo violación de las garantías constitucionales o «…manifiesta desproporción entre los fines tenidos en mira por el legislador y los medios arbitrados para alcanzarlos». «Los jueces –concluyó la Corte– tienen el deber de formular juicios de validez constitucional, pero les está prohibido basarse en juicios de conveniencia; si el más alto tribunal hace esto último, desplaza a los poderes políticos y se convierte en una superlegislatura».
Estos argumentos de la Corte son continuados en la causa «Pupelis, María s/ robo con armas», del 14 de mayo de 1991. Aquí se cuestionó la constitucionalidad del art. 38 del dec.-ley 6582/58, ratificado por la ley 14.467 (Adla, XXXIII-B, 1991; XVIII-A, 95), que establece que si el robo de un automotor se cometiera con armas, se aplicará reclusión o prisión de nueve a veinte años. La constitucionalidad de esta ley fue desafiada sobre la base de la desproporción de la pena, con relación a otras establecidas, incluso, para delitos de mayor gravedad. La Corte, luego de recordar la doctrina de la «autorrestricción» (consid. 4°) y la competencia del legislador para «declarar la criminalidad de los actos, desincriminar otros e imponer penas», como también la de «aumentar o disminuir la escala penal», afirmó que si bien puede ser admitida la cuestión constitucional cuando se imputa a la ley crueldad o desproporcionalidad, lo que equivale a cuestionar su razonabilidad, «el juicio sobre tal razonabilidad no puede fundarse exclusivamente en la comparación de las penas conminadas para los distintos delitos definidos en el catálogo penal, pues el intérprete sólo puede obtener, como resultado de tal comparación, la convicción de que existe un tratamiento distinto de los bienes; pero de ningún modo decidir cuál de las dos normas de igual jerarquía legal comparadas es la que no respeta la proporcionalidad, ya que tan imperfecto método de interpretación lo llevará al dilema insoluble de saber si la una es desproporcional por exceso o si la otra lo es por defecto». Se trata entonces de un balance de bienes, valores e intereses que representa un dilema insoluble para el juzgador, pero no para el legislador, quien posee la experiencia necesaria, el mandato apropiado y la responsabilidad política de hacerlo.
b) Del Ejecutivo
Tampoco los jueces pueden invadir el territorio de la Administración Pública para decidir cuestiones que fueron confiadas por el constituyente y por el legislador a órganos que cuentan con la especialización, las habilidades, la experiencia y los recursos necesarios para intervenir en materias que hacen a la «administración general del país», según lo dice el art. 86, inc. 1 de la Constitución. Así lo resolvió la Corte, por ejemplo, en la causa «Astilleros Alianza, S. A. c. Estado nacional», al revocar la decisión de los jueces inferiores de suspender la ejecución de una obra pública, frente al planteo de quien se consideró afectado por la altura o gálibo de un puente, cuyo proyecto había sido elaborado por la Administración considerando razonablemente todas las variables técnicas y económicas posibles. Pero esto no importa negar que corresponda al Poder Judicial controlar la legalidad de las decisiones administrativas –del presidente y sus ministros y órganos subordinados, o de los entes descentralizados de la Administración Pública– control que es estricto cuando se trata de una actividad reglada –donde sólo cabe determinar, y aplicar, la consecuencia jurídica que le corresponde a una determinada hipótesis fáctica prevista por el legislador– y más amplio cuando la decisión controlada corresponde a una actividad discrecional, donde el administrador puede optar por diversas soluciones igualmente válidas, frente a los hechos definidos por el legislador. Pero aun cuando en la actividad discrecional no existe una vinculación a la ley tan automática como sí ocurre en la actividad reglada, aun así la Administración es una rama del gobierno sometida a la ley, y la ley le impone que sus decisiones sean razonables y proporcionadas, dictadas conforme a un procedimiento previsto, que tengan en cuenta los hechos y demás circunstancias relevantes y conducentes para la toma de la decisión, debidamente motivadas, con audiencia de los interesados cuando la decisión pueda afectar sus derechos, y siempre de acuerdo con la finalidad querida por el legislador –la política legislativa– contenida en la ley que otorga la competencia al administrador y que autoriza la actividad en cuestión. Estos elementos deben ser controlados por los jueces, revocando aun la decisión administrativa discrecional por resultar ésta contradictoria con los elementos esenciales impuestos por el legislador para la toma de la decisión respectiva.

V. El problema de los denominados decretos de necesidad y urgencia
Si bien no se trata de una práctica constitucional desconocida en la historia de nuestro país, la situación de extrema crisis que nos envolvió en los últimos cuarenta años seguramente obligó a recurrir a una institución que aunque se encuentra reglamentada en las modernas constituciones europeas, no es expresa en la nuestra. Se trata de los denominados decretos de necesidad y urgencia, o más exactamente de emergencia, por medio de los cuales el Ejecutivo dispone sobre ciertas materias que se encuentran reservadas por la Constitución al Poder Legislativo. En una primera aproximación, formal, esta práctica es contraria al principio de separación de poderes, pero, si bien estas medidas deben ser valoradas por los jueces con especial rigor, su validez, en ciertos supuestos, puede ser admitida en función de una adecuada interpretación constitucional. En la causa «Peralta, Luis A. c. Estado nacional», fallada el 27 de diciembre de 1990, se desafió la constitucionalidad del dec. 36/90 (La Ley, 1991-C, 150 –Adla, L-A, 58–), del Poder Ejecutivo Nacional, por el cual, invocando una situación de emergencia y, por ella, entendiéndose facultado para dictar ese decreto «de necesidad y urgencia», el Presidente de la Nación incidió sobre una determinada categoría de contrataciones bancarias disponiendo la modificación de la forma de devolución de las inversiones financieras pactadas a muy corto plazo y con una muy alta tasa de interés, de manera tal que, por encima de una suma mínima, tales inversiones se reembolsarían en títulos de la deuda pública. La Cámara de Apelaciones declaró la inconstitucionalidad del citado decreto, sobre el que pesaban dos cuestiones constitucionales: la afectación a la garantía de la propiedad en lo relativo al respeto de la estabilidad de los contratos y el agravio de la separación de poderes, por haberse constituido el Ejecutivo en legislador, sin estar, para ello, expresamente autorizado por la Constitución Nacional.
La primera cuestión que emerge del caso es la relativa a la denominada «situación de emergencia» y sus efectos. El tema es en realidad más simple de lo que parece, pues más que de una construcción constitucional para llegar a una definición originalmente no prevista por los constituyentes, de lo que se trata es de una interpretación armónica de sus disposiciones, en especial de la primera frase del art. 14 –«Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio»– de la garantía de la propiedad y la cláusula de justa compensación del art. 17, y de la limitación del art. 28: «Los principios, garantías y derechos reconocidos en los anteriores artículos, no podrán ser ‘alterados’ por las leyes que reglamenten su ejercicio». ¿Cuándo una reglamentación (ley) del Congreso comienza a ‘alterar’ la garantía o derecho constitucional en juego?.
En «Peralta» la Corte no dejó de destacar que de nada valdría la protección a la garantía de la propiedad en una situación de hiperinflación –que la norma cuestionada tuvo como finalidad evitar– devoradora, en definitiva, del capital invertido y de los elevadísimos –pero en la realidad falsos frente a la pérdida del valor adquisitivo de la moneda– intereses pactados.
En esta línea argumental la Corte recordó la doctrina inaugurada en «Avico, Oscar A. c. de la Pesa, Saúl C.» (Fallos: 172:21) inspirada en el precedente norteamericano «Home Building v. Blaisdell» (290 U.S. 398-1934).
Sintetizando, la Corte recordó las reglas bajo las cuales las disposiciones de emergencia económica, aun cuando incidan sobre el derecho de propiedad, pueden ser sostenidas como constitucionales: 1) que exista una situación de emergencia que imponga al Estado el deber de amparar los intereses vitales de la comunidad; 2) que tal situación de emergencia se encuentre legalmente reconocida (en el caso, por las leyes 23.696 y 23.697 –Adla, XLIX-C, 2444; XLIX-C, 2458–); 3) que la disposición de emergencia tenga por finalidad proteger los intereses generales de la sociedad y no a determinados individuos; 4) que la medida de emergencia sea razonable y proporcionada a las circunstancias; 5) que su duración sea limitada razonablemente al plazo indispensable para que desaparezcan las causas que hicieron necesaria la disposición objetada; 6) que no se altere la sustancia del derecho en cuestión, sino sólo sus efectos o modalidades de ejercicio. Antes bien, de no mediar la razonable medida de emergencia adoptada, paradojalmente se afectaría el derecho de propiedad que se quiere defender, desafiando la constitucionalidad de aquella medida, derecho de propiedad que corría «…el riesgo de convertirse en ilusorio por un proceso de desarticulación del sistema económico y financiero» (consid 56), dice la Corte. Sin embargo cabe destacarlo la Corte declaró la inconstitucionalidad de normas de emergencia cuando, en su aplicación al caso concreto, su resultado importaba no sólo la postergación del ejercicio del derecho de propiedad sino su negación práctica, como ocurrió en el caso «Iachemet», fallado el 29/4/93, en el que se pretendía la aplicación de una norma que postergaba el pago de un crédito jubilatorio, siendo la beneficiaria una persona de 92 años de edad.
La segunda cuestión que la Corte enfrentó en «Peralta» es la relativa a la validez formal –por su origen– del decreto 36/90. Es cierto que el Congreso había declarado el estado de emergencia por medio de las leyes 23.696 y 23.697, pero no había delegado en el Poder Ejecutivo competencia alguna para regular materias como las contenidas en el decreto impugnado.
La Corte, que ya había admitido la validez constitucional de este tipo de normas, en «Porcelli, Luis c. Banco de la Nación Argentina», del 20 de abril de 1989, afirmó la validez del reglamento de necesidad y urgencia por las mismas razones que justifican la norma de emergencia, con dos requisitos adicionales a los analizados más arriba: 1) que el Congreso no rechace la medida; 2) que la situación de grave riesgo social, que justifica la norma de emergencia, requiera de medidas súbitas «cuya eficacia no parece concebible por medios distintos a los arbitrados» (consid. 24, «in fine»).
En estos ejemplos –como en otras causas resueltas por la Corte a lo largo de su historia– se advierte el núcleo de todo caso constitucional o administrativo, que en esencia, como se dijo al principio, son casos de separación de poderes. Recordando al constitucionalista alemán Bachof –en la cita de García de Enterría– también podemos aquí comparar a la justicia constitucional con la labor del juez ordinario. Este en muchas ocasiones se encuentra en el conflicto que le genera la aplicación estricta de la ley cuando trae injusticia en el caso concreto. Para el juez constitucional, en cambio, «el conflicto no está en el contraste entre la fidelidad a la norma y la justicia individual, sino en el enfrentamiento entre el mandato jurídico y la racionalidad o la necesidad políticas, entre el rigor de la norma y la exigencia del bien general». Así frente a sentencias que naturalmente van a trascender los límites del caso concreto, debe observarse que «estas sentencias pueden ocasionar catástrofes no sólo para el caso concreto, sino para un invisible número de casos; cuando esas sentencias son políticamente inexactas o falsas –en el sentido que desbaratan las tareas políticas legítimas de la dirección del Estado– la lesión puede alcanzar a la comunidad política entera». Esto no supone que el juez deba renunciar a su más delicada tarea, que
es el control de la constitucionalidad. Sólo que debe tener conciencia de que dicha tarea es precisamente delicada. De su delicadeza –de su prudencia– depende que la separación de poderes sea un principio vigente pero, a la vez, eficaz para la consecución del Bien Común, que es responsabilidad compartida –cada uno en su esfera– de las tres ramas del gobierno.

(*)Conferencia pronunciada el 31/8/93 durante el Encuentro de Cortes Supremas de los Estados Unidos y de la Argentina.

Publicado en: LA LEY 1993-E, 796

La libertad de prensa en la reciente jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia

SUMARIO: I. La doctrina de la «real malicia». — II. Derecho de respuesta y libertad religiosa. — III. Censura judicial y dignidad personal. Causa Servini de Cubría, María Romilda s/ amparo, del 8/9/92.

No es necesario aclarar que intentaré expresar mi interpretación personal, como jurista y no como miembro de la Corte, acerca de la reciente evolución de la jurisprudencia del tribunal en el tema que hoy nos convoca. La Corte Suprema ha sido, desde sus orígenes, especialmente enérgica en la defensa de esta importante garantía constitucional. Sin alejarnos demasiado en el tiempo, pueden citarse fallos relativamente recientes como el de «Edelmiro Abal c. La Prensa» del 12/8/57 (Fallos, 248:291) donde se afirma que sin libertad de prensa, «sin su debido resguardo existiría tan solo una democracia desmedrada o puramente nominal», o un poco después en la causa de «S. A. El Día» del 9/12/59 (Fallos, 248:664 –La Ley, 105-568–) donde la Corte comparó a la dignidad institucional de la justicia independiente con la prensa libre como «valores preminentes del orden democrático».
Sin duda, esto no significa impunidad con relación a los delitos civiles o penales que pueden cometerse por medio de la prensa.
Hay aquí un balance, frente a la necesidad de proteger, de resguardar, de impulsar si ustedes quieren, la libertad de expresión, con la necesidad también de proteger y resguardar la dignidad de la persona, los derechos de terceros; un balance, un juego de opciones constitucionales, de opciones entre distintos derechos y garantías que la Constitución plantea. Precisamente realizar estas opciones constitucionales es la tarea específica de la Corte. Siempre lo está haciendo: toda decisión sobre materia constitucional significa una opción, en este caso entre esta libertad de expresión o de prensa (no interesa la distinción precisa) que a la vez que un derecho del informador o del empresario, es también un derecho de la comunidad o del público, por lo que tiene un alto contenido del derecho social, por oposición al derecho estrictamente individual. Debe ser balanceado, entonces, con los derechos y garantías de los individuos, en particular con el derecho a la dignidad, que comprende, la intimidad, la honra, ésta como expresión del honor en su reconocimiento externo social.
Es que la dignidad de la persona es la idea rectora en definitiva de todo el sistema de derechos y garantías constitucionales. Este balance o juego de opciones constitucionales puede ser fácilmente advertido en fallos trascendentales como «Ponzetti de Balbín» (Fallos, 306:1892 –La Ley, 1985-B, 120–), «Campillay» (Fallos, 308:789) y «Costa» (Fallos, 310:508 –La Ley, 1987-B, 269–), entre otros.
No corresponde aquí, porque es muy conocida por todos, glosar esta muy rica doctrina que la Corte ha ido desarrollando a lo largo de toda su historia. Quisiera centrar la atención, en cambio, en las últimas expresiones de esta jurisprudencia que ha tocado temas, algunos novedosos, otros reiterando tratamientos anteriores pero quizá planteados de una manera especial.
Se trata de tres cuestiones, en donde se pone de manifiesto con mucha intensidad esta tensión y esta necesidad, entonces, de balancear la libertad de expresión y el derecho de la dignidad personal.

I. La doctrina de la «real malicia»
El primero de estos temas se engloba en un grupo de tres causas donde el balance llega a través de una mera técnica procesal, pero muy importante, que en definitiva consiste en la distribución de la carga de la prueba tanto en el caso de acciones por responsabilidad civil, como frente a querellas criminales por afectaciones a la dignidad personal, hechas por medio de la prensa.
Aquí la Corte ha adoptado expresamente la doctrina de la real malicia que ya formulada por la Corte de EE. UU. en el caso «New Times c. Sullivan», de marzo de 1964. Se trata de los casos «Vago», «Abad» y «Tavares», aunque ya antes en el caso «Costa c. Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires», en la anterior composición de la Corte, sin decirlo expresamente el tribunal había girado sobre la aplicación de esta doctrina.
En «Costa» la Corte dijo que «… para obtener la reparación pecuniaria por las publicaciones concernientes al ejercicio de su ministerio, los funcionarios públicos deben probar que la información fue efectuada a sabiendas de su falsedad, o con total despreocupación acerca de tal circunstancia…».
«En cambio basta la ‘negligencia precipitada’ o ‘simple culpa’ en la propalación de una noticia de carácter difamatorio de un particular para generar la condigna responsabilidad de los medios de comunicación pertinentes…» (consid. 11, del voto de la mayoría).
Se plantea así un distinto tratamiento probatorio de la subjetividad de la conducta ofensiva según que la víctima sea un personaje público o un particular.
Esta idea fue luego desarrollada por la Corte en su actual composición en las causas antes citadas.
1. «Vago, Jorge Antonio c. Ediciones de La Urraca», del 19/11/1991 (La Ley, 1992-E, 606).
El señor Vago había sido acusado de participar en un complot contra el orden constitucional, y esta noticia había sido propalada de una manera muy marcada por el medio de difusión en cuestión.
La mayoría en «Vago» no avanza sobre esta doctrina de la real malicia. Sin embargo en los votos concurrentes de Fayt y Barra el tema se plantea expresamente. Por de pronto se pone en claro este problema del balance de derechos entre la libertad de prensa y la dignidad personal, citando los precedentes «Ponzetti de Balbín» y «Campillay». En esta opinión concurrente se recuerda que en aquellos casos la mayoría de la Corte consideró que el derecho de la información no puede alterar la necesaria armonía con los restantes derechos constitucionales, como la intimidad, el honor y la reputación de las personas, y por ello el derecho de publicar las ideas por la prensa constitucionalmente protegido contra la intervención de los poderes del Estado, está limitado por los derechos de las personas a la libertad, a la dignidad, a la privacidad, al honor y reputación, a los restantes derechos civiles y políticos. Se encuentra limitado, no es un derecho absoluto, no es un derecho ilimitado.
De allí, deriva a esta doctrina de la «real malicia», que precisamente dice el consid. 11, «procura un equilibrio razonable entre la función de la prensa y los derechos individuales que hubieran sido afectados por comentarios lesivos a funcionarios públicos, figuras públicas, aun particulares que hubieran intervenido en cuestiones de interés público objeto de la información o la crónica».
Esta doctrina, que «se resume en la exculpación de los periodistas acusados criminalmente o procesados civilmente», había nacido frente a reclamos de indemnización civil por daños y perjuicios causados por informaciones falsas poniendo a cargo de los accionantes «la prueba de que las informaciones falsas lo fueron, con conocimiento de que eran falsas o con imprudente y notoria despreocupación sobre si eran o no falsas».
Entonces lo que se hace es una traslación de la carga de probar la verdad de lo que fue informado, cuando la noticia tiene potencialidad por sí misma para provocar un daño civil o un delito criminal en perjuicio de figuras públicas o personajes públicos, para utilizar una expresión que englobe a las tres categorías, que ya en el fallo «Sullivan», estaban establecidas. En estos casos por la especial situación en que los personajes públicos se encuentran –y como luego lo va a profundizar la Corte, en un proceso casi gradual, en los siguientes fallos que vamos a comentar– para proteger la necesaria participación de la prensa en las cuestiones que son de interés público, de debate público, la carga de la prueba se traslada, del querellado o demandado al querellante o demandante.
2. «Abad, Manuel Eduardo s/ calumnias e injurias» del 7 de abril de 1992.
Aquí, claramente, el standard de la real malicia proyecta a lo penal, como ya había sido también establecido por la Corte americana en «Garrison c. Lousiana», un fallo de 1964.
En Abad los querellados eran responsables de la sección política en un periódico que informó sobre un supuesto complot terrorista a cargo de un grupo, que incluía a los querellantes. La Cámara de Apelaciones había condenado a los querellados y la mayoría de la Corte, en este caso, rechazó parcialmente el recurso extraordinario que ellos plantearon, aunque en el consid. 6° del voto mayoritario se orilla de alguna manera la doctrina de la real malicia.
Allí se dice que «esta Corte ha tratado de conjugar el interés personal de los individuos a que no se afecte su honor mediante publicaciones o escritos que tuviesen tal aptitud, y el derecho de publicar las ideas por medio de la prensa y el de suministrar información, estableciendo que estos últimos prevalecen sobre aquél cuando la cuestión esté vinculada por un asunto de interés público, y sólo en la medida de ese interés.
Sobre esta base (acá viene un matiz que acerca a esta posición mayoritaria a la doctrina de la real malicia) no ha exigido la prueba concluyente de esos hechos atribuidos al afectado, sino sólo la demostración de que se obró en el ejercicio prudente y sopesado de una cuestión de tal naturaleza».
Estrictamente la doctrina de la real malicia pone en cabeza del querellante probar el conocimiento por parte del informador de la falsedad de la noticia, o que ha actuado con negligencia, una negligencia importante, una negligencia destacada en lo que se refiere a averiguar la verdad.
En la disidencia que admite el recurs extraordinario (doctores Fayt, Cavagna Martínez y Barra) se va profundizando sobre el tema en, como dije, una especie de camino gradual hacia la precisión de esta doctrina.
En el consid. 6° de la disidencia hay una afirmación liminar: «la ‘tensión’ entre delito y libertad se resuelve amparando la responsabilidad de difundir sin agravios a fin de que la autocensura no degrade a la prensa», porque precisamente lo que esta doctrina tiende a proteger con la traslación de la carga de la prueba, es que el informador no se sienta forzado, por la posible responsabilidad posterior, a tener actitudes conscientes o inconscientes, de autocensura y por eso en el considerando 7°, se afirma que «además de las dificultades» (para el informador) que se derivan del criterio tradicional de la exeptio veritatis «a efectos de acreditar la veracidad de la supuesta difamación en todas sus particularidades, semejante regla (que la doctrina de la real malicia deroga) limita la libertad de expresión tanto por su poder de disuación, como por el temor que puede producir en quienes tienen la responsabilidad de expresar sus críticas». «Las garantías constitucionales –sigue diciendo– requieren que quienes reclamen penal o civilmente daños a la prensa por falsedad difamatoria, se trate de un funcionario público, una personalidad pública o un particular involucrado en una cuestión de trascendencia institucional, prueban que la noticia o publicación fue efectuada con ‘real malicia’. Esto es, con el conocimiento de que era falsa o con temerario desinterés acerca de si era falsa o no. De ahí que si una publicación es realizada de buena fe y sin dolo (veremos luego como fue tratado el elemento ‘dolo’ en un fallo posterior) el artículo (la noticia) se encuentra privilegiado, aun cuando las cuestiones principales contenidas en el mismo puedan no ser ciertas en la realidad y lesivas de la personalidad del demandante y, en este caso, éste tiene la carga de probar la existencia de malicia en la publicación del artículo» (con cita de «Sullivan»).
En el consid. 8° insiste en lo expuesto cuando critica a la sentencia de Cámara calificándola de «constitucionalmente deficiente» pues «desprotege el derecho de prensa y lo desampara de las garantías que lo resguardan para que pueda ejercer en plenitud su deber de informar al pueblo sobre cualquier asunto de interés público actual. Esto es así, porque en esta acción por calumnias en el caso concreto, en la que el recurrente no ha probado que los querellados hubieran obrado con intención de dañar… se ha penado con prisión a los autores de una nota publicada con el objeto de alertar a la ciudadanía sobre una acción conspirativa contra el sistema constitucional. Se ha violado así el principio de que el derecho de información sobre cuestiones de interés público está garantizado por los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional y desconocido (acá la Corte, la minoría, avanza con un paso bastante largo, quizás, anunciando para el futuro el establecimiento de un nuevo standard) la presunción de licitud que protege a la prensa cuando cumple con el deber de comunicar a la ciudadanía toda noticia relacionada con la seguridad de la República y la preservación del sistema democrático».
Nótese que si nosotros combinamos los votos, en los distintos fallos comentados, comenzando con «Costa» –donde el voto de la mayoría aunque de manera menos precisa admitió la doctrina de la real malicia, y entre esa mayoría habían votado los doctores Petracchi y Belluscio– con la posición en «Abad» donde hay otros tres jueces que también expresamente la reconocen, la doctrina de la real milicia recibe –sumando estos votos de momentos distintos y causas distintas– una mayoría de cinco, la que permite afirmar que ésta es la doctrina sentada por la Corte.
3. «Tavares, Flavio Arístides s/ calumnias e injurias», 19/8/92.
En el caso Tavares hay también nuevas precisiones. Aquí Tavares, que es un periodista brasilero, en un periódico del Brasil publica lo dicho por Timermann cuando éste declaró como testigo en el «juicio a las juntas militares» La noticia reprodujo la declaración testimonial con algún comentario, sin cambiarla sustancialmente.
En el testimonio objeto de la noticia, Timermann comenta la actitud de un tercer periodista (que en definitiva es el querellante contra Tavares) que supuestamente, según los dichos de Timermann, habría colaborado con las autoridades militares en la tarea de la represión. La Corte rechazó el recurso planteado por Tavares –quien había sido condenado en Cámara– pero acá interesa destacar las disidencias de los doctores Fayt y Petracchi que reafirman la doctrina de la real malicia entendiéndola aplicable al caso. Yo no permito comentar una variante en mi propio voto disidente que puede ser de interés para ir conformando y poniendo quizás en sus justos límites a esta doctrina, que sin estas aclaraciones (esta es una opinión personal, por supuesto) podría tener una aplicación desorbitada y en definitiva volverse en contra de su utilización verdaderamente funcional. En el consid. 9° de esta disidencia se advierte que fue «manifiesta la preocupación del querellado para obtener directa y personalmente una noticia cuya confiabilidad –emanada de su condición de pieza procesal tenida en cuenta por los jueces como elemento de convicción– fue respetada al volcarla al público sin distorsiones, lo que le permite cumplir holgadamente con los criterios sostenidos (por la Corte en el caso «Vago», en los votos concurrentes ya comentado) cuando en la aplicación de la doctrina de la real malicia elaborada por la Corte de los Estados Unidos, se establecen los límites del ejercicio no abusivo o legítimo del derecho de informar por medio de la prensa, así como adaptarse con facilidad a las importantes precisiones que ese tribunal efectúa sobre sus contenidos, en el reciente voto por la mayoría, del juez Kennedy» (en un caso bastante reciente, «Jeffrey M. Masson c. New Yorker Magazine», del 20 de junio de 1991).
El juez Kennedy sostuvo allí que «la real malicia, bajo el standard del ‘New York Times’ no debería ser confundida con el concepto de malicia como un intento dañino o un motivo originado en el despecho o en la mala voluntad…» (no es un problema de dolo, o de intención de dañar)…» hemos usado (dice el juez americano) el término real malicia como una síntesis para describir la protección de la Primera Enmienda para declaraciones injuriosas a la reputación… Pero el término puede confundir tanto como iluminar. En este respecto la frase podría ser infortunada. En lugar del término real malicia es mejor práctica… (referirse) a la publicación de una afirmación con conocimiento de su falsedad o el temerario desinterés acerca de su verdad o falsedad».
Es decir, excluye este calificativo de real malicia porque admite que puede confundirse con el dolo, cuestión que en materia penal, sobre todo, puede traer complicaciones. «En estas condiciones –dice ahora el voto comentado en Tavares– el problema queda reducido a la carga de la prueba en cabeza del accionante y a la prudencia del juez, quien deberá sopesar que a mayor gravedad de la imputación vertida, mayor será la diligencia que habrá que exigir a quien la fórmula amparado en la libertad de informar y publicar ideas por la prensa, y que en tanto elemento subjetivos, grandes serán las dificultades de los afectados para probar, de manera fehaciente, el conocimiento por el imputado de la falsedad de la información propalada o su temeraria despreocupación por averiguar el grado de su certeza, lo que amplía el juego de la actividad probatoria de ambas partes (acá hay una modulación de este problema de la carga de la prueba) y el grado de aprovechamiento judicial de la prueba indiciaria. En tal sentido, el querellante no logra conmover con pruebas de signo contrario el celo que el querellado acredita haber tenido para suministrar una información veraz que en este caso fue precisamente tomar en cuenta las declaraciones de un testigo en un juicio público».
Queda así formulada –creo que no terminada– porque sobre esto hay que ir todavía hilando y profundizando mucho más la doctrina de «la real malicia» como, insisto, una técnica procesal –no más que una técnica procesal– tendiente a facilitarle al juez la tarea de balancear los dos derechos que están en juego.
Tiempo después de efectuada esta conferencia, la Corte Suprema de Justicia dictó dos importantes fallos en materia de libertad de prensa. Uno de ellos –causa «Triacca, Alberto Jorge c. Diario la Razón y otros s/ daños y perjuicios», 22/10/93 (La Ley, 1994-A, 246)– tiene vinculación, precisamente, con la doctrina de la «real malicia» aun cuando el caso pudo ser resuelto sin una aplicación estricta de la misma. El señor Triacca inició una demanda por daños y perjuicios contra distintos medios de comunicación, por una información que éstos emitieron, que él consideró agraviante, pero que transcribía las declaraciones efectuadas por un tercero en un proceso penal. La Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, revocando el fallo de primera instancia, hizo lugar a la demanda, lo que fue a su vez revocado por la Corte Suprema de Justicia, con especial fundamento en el requisito de la «fidelidad de la fuente». El este caso la Corte Suprema de Justicia señaló que, así acotado, no hubo falsedad por parte de la comunicadora «en tanto aquélla individualizó a la fuente y la transcribió textualmente»; por ello, dijo la Corte, no es aplicable al caso la doctrina del precedente «New York Times v. Sullivan» porque éste presupone la existencia de una información objetivamente falsa.
En la causa «S. A. La Nación s/ inf. ley 11.683» (9/12/93), la Corte se enfrentó con otro problema vinculado a la libertad de prensa. Allí la D. G. I. impuso a la sociedad actora la sanción de clausura por infracciones tributarias.
Si bien la clausura se limitó a sectores donde se desarrolla una actividad comercial del medio de comunicación, la Corte Suprema siguió el criterio de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de la Corte Europea de Derechos Humanos, por la cual, «… entre varias opciones orientadas a satisfacer un interés público imperativo a resultas del cual aquélla (la libertad de prensa) pudiera verse comprometida, debe escogerse la que la restrinja en menor escala, sin limitarla más de lo estrictamente necesario». Con estos argumentos la Corte revocó la sanción de clausura, sin perjuicio de la responsabilidad tributaria de la empresa en cuestión.

II. Derecho de respuesta y libertad religiosa
El siguiente tema que quería exponer hoy muestra otro avance de la jurisprudencia de la Corte en materia de prensa: se trata del derecho de rectificación o respuesta. Como es sabido la Corte lo aceptó –cambiando una jurisprudencia anterior– en la causa «Ekmekdjian, Miguel Angel c. Sofovich, Gerardo», del 7/7/92 (Adla, 1992-C, 543). Aquí también la Corte realizó otra importante opción constitucional quizás influida por una motivación semejante que la contenida en la anécdota relatada por Julio César Rivera en un excelente artículo publicado en ED del 10 de marzo de 1993, («¿Hacia la impunidad de la prensa?»). Rivera pone en boca del profesor Mosset Iturraspe la siguiente historia: «Un patricio romano todas las mañanas caminaba por las calles de Roma y cada tanto abofeteaba a un plebeyo; detrás de él un siervo llevaba un saco con monedas que iba entregando a los abofeteados». Representaba, dice así Mosset Iturraspe, el «derecho de dañar» compensado con el pago de una indemnización. Claro que no puede satisfacer a nadie una respuesta semejante del Derecho: puedo provocar agravios simplemente porque después indemnizo.
Hay aquí otro balance de derechos: frente al derecho del informador, primero, de informar el hecho, de informar con las responsabilidades ya analizadas y con las matizaciones que esta doctrina de la real malicia puede traer y, segundo, de informar lo que quiere según su propia decisión política y editorial, frente a este derecho se contrapone el derecho del afectado (veremos en qué medida) no sólo a ser indemnizado o a querellar penalmente si se considera en este caso víctima de la calumnia o injuria, sino a que rápidamente se aclare su situación, se difunda su versión de la realidad de las cosas que lo comprometen, como manera de amortiguar la mayor incidencia dañosa que el natural paso del tiempo provoca. La Corte optó por esto último. Ya se sabe que toda opción significa un desgarro, el abandono de otra alternativa posible que en muchos casos es también una alternativa positiva o valiosa. Toda opción significa, si las dos alternativas son buenas, dejar de lado una de esas alternativas positivas; esto lo hacemos siempre en nuestra vida y también lo tienen que hacer los jueces cuando dictan sentencia, en especial la corte cuando hace sus opciones constitucionales.
Veamos el caso limitando el análisis al problema de la legitimación para accionar, que es un tema muy clave en la materia porque si esta legitimación para accionar fuese muy amplia se le daría al derecho de rectificación un alcance que, por desmesurado, se convertiría en realmente lesivo para la libertad de prensa. Por supuesto que el caso «Ekmekdjian» también tiene un importante valor en materia de la aplicación de los tratados internacionales, que por las características propias del Pacto de San José de Costa Rica (que rige esta materia –Adla, XLIV-B, 1250–) es ya un cuerpo de integración, un convenio de integración, porque la integración de los pueblos pasa antes que por una razón económica, por una definición acerca de cómo van a tratar a los derechos fundamentales.
La Corte hizo aquí aplicación de la doctrina que reconoce el ámbito preferente de aplicación de los convenios internacionales sobre el ordenamiento interno. En especial, que el ordenamiento interno no puede contradecir el convenio internacional y que incluso la omisión del ordenamiento interno no es oponible a la aplicación directa e inmediata de lo que establece el tratado internacional, salvo que éste sea meramente programático. Pero además de esto –que se puede advertir– tiene una importancia notable para el futuro del Mercosur, por lo pronto porque estos principios son los que han sido aplicado en Europa para hacer realidad la Comunidad Europea y fue una discusión de 40 años para lograr imponerla, y así podemos ir aprovechando la experiencia de terceros y tener esta solución directamente, el problema clave en este caso concreto es el de la legitimación para accionar.
La cuestión de si el derecho de rectificación o respuesta es bueno o malo, es un problema que queda a criterio del legislador, que ratificó el Pacto de San José de Costa Rica y ya es derecho vigente en la Argentina.
Si es malo, habrá que modificarlo y habrá que denunciar el Tratado, pero no es una cosa que podamos valorar nosotros ahora. Sin embargo, sí podemos valorar sus alcances, en especial frente a la omisión de legislador local, concretamente, de reglamentarlo. El art. 14 del Pacto de San José establece: «Toda persona afectada por informaciones inexactas o agraviantes emitidas en su perjuicio a través de medios de difusión legalmente reglamentados y que se dirijan al público en general, tiene derecho a efectuar por el mismo órgano de difusión su rectificación o respuesta en las condiciones que establezca la ley». La Corte dijo que esta expresión «en las condiciones que establezca la ley», no significa que dicha norma fuese meramente programática, sino que simplemente estaba dejando en manos del legislador local la reglamentación del régimen procesal para su ejercicio, pero que en definitiva éste es un mandato que no va dirigido sólo al legislador sino a todos los poderes del Estado, entre ellos el Poder Judicial, y en la medida en que el Poder Judicial tiene medios como para aplicar al caso concreto el ejercicio del derecho de rectificación –y nosotros los tenemos porque tenemos la ley de amparo, precisamente la acción que se intentó– entonces los jueces, como poder del Estado, como órganos de gobierno que están también obligados por el Pacto de San José, tienen que aplicarlo. Pero la norma habla de persona afectada, agraviada «en su perjuicio», lo que plantea el tema de la legitimación, porque en el caso la rectificación fue sobre expresiones agraviantes no directamente contra la persona del actor sino contra un profundo sentimiento religioso que el actor manifestó sostener. En un programa de televisión, años atrás, uno de los participantes de ese programa manifestó expresiones burlescas, ofensivas, vejatorias, dirigidas a la Virgen María, en particular a su virginidad, y esto motivó la reacción del actor a través de una acción de amparo, sosteniendo estar titulado por un interés difuso.
La Corte no aceptó esta postura, y aplicando el principio iura novit curia sostuvo que en el caso se encontraba comprometido un verdadero derecho subjetivo. Esto es importante, primero, porque no se reconoce la existencia de intereses difusos o por los menos que los denominados intereses difusos habiliten la acción de amparo (ya que la ley de amparo expresamente habla del derecho agraviado, no de un interés difuso). Segundo, es la calificación de derecho subjetivo en el actor, es decir, admitir la existencia de agravio u ofensa personal en un supuesto de esta naturaleza.
Lo destacable de la postura mayoritaria es ubicar este problema en el ámbito de la libertad religiosa, que es otro de los derechos preferentemente sostenidos por la Constitución, porque integra directa e inmediatamente el contenido de la dignidad personal.
El fallo sostiene, en síntesis, que este tipo de agravios, al afectar un aspecto esencial de una doctrina religiosa, puede alcanzar a dañar la libertad religiosa en la medida que al ridiculizar estas profundas convicciones, el creyente pueda sentirse ridiculizado personalmente y temeroso, por ello, de profesar públicamente su fe.
Este fallo, además del problema de la rectificación, es una afirmación muy fuerte del derecho a la libertad religiosa como integrante esencial de la dignidad personal, tanto que cuando ésta se encuentra afectada, agravia a la dignidad personal y por eso daña un derecho subjetivo. Por supuesto que (otra vez aquí, en este juego de opciones y balances constitucionales) el tema queda sometido a la prudencia de los jueces. Primero del legislador, porque si bien no puede contrariar lo que el Pacto de San José establece, sí puede, al reglamentarlo, fijar ciertos límites para su ejercicio.
El legislador podría oponerle límites y no aceptar en el futuro este tipo de situaciones como habilitantes para el derecho de rectificación.
La Corte misma está admitiendo que el caso puede encontrarse en alguna zona gris, porque insiste mucho en que el derecho de rectificación no es apropiado para debatir ideas, opiniones filosóficas, políticas, incluso opiniones religiosas, sino sólo cuando se produce el agravio a esta profunda convicción o profundo sentimiento religioso como ocurrió en el caso concreto.
El agravio al derecho subjetivo al respeto de la fe, aparece evidente para quienes vivimos en la Argentina y conocemos cuál es la fe de la mayoría del pueblo, la manera especial que tiene para profesar esa fe, el profundo sentimiento Mariano que tiene el pueblo argentino. Para el católico María es la madre, no en un sentido ideal, o metafórico, o teórico, sino en un sentido concreto y real. Los católicos creemos que María es nuestra madre, tanto como la madre carnal, y la ofensa a la madre es una ofensa personal.
Por ello es comprensible que, en el caso concreto, se haya admitido la existencia de un derecho subjetivo agraviado. La Corte admitió la existencia de una ofensa personal y concreta. Claro que es una ofensa a millones y no podría haber millones de réplicas. Si hubiese miles, centenares o sólo decenas de réplicas, estaría afectado el derecho de prensa porque entonces el propietario del medio de difusión no tendría la libertad de su política editorial, estaría publicando decenas de réplicas que le cubrirían todo su diario, su revista o su programa de televisión. La Corte propone, plantea en el caso, un mecanismo procesal práctico y, vuelve a insistir, esto es así hasta que el legislador lo regule. Se estableció, pretorianamente, un procedimiento práctico: ejercida una vez la rectificación, vale para todos los posibles agraviados.

III. Censura judicial y dignidad personal. Causa «Servini de Cubría, María Romilda s/ amparo», del 8/9/92
Se trata de otro caso donde también fue necesario compensar de una manera muy delicada la libertad de prensa –más genéricamente, de «expresión»– con la dignidad personal. La doctora Servini de Cubría es una jueza federal que fue o estaba siendo reiteradamente ofendida en un programa de televisión. Cada tanto –denunció– había una ridiculización de su figura, de su persona, hasta que recibe un llamado telefónico invitándola a desistir de las acciones iniciadas contra los responsables de ese programa; de lo contrario en la próxima emisión las ofensas serían más graves. Frente a esto la afectada planteó una acción de amparo solicitando la suspensión de tal futura emisión como medida precautoria previa.
La Cámara de Apelaciones Federal Civil y Comercial admitió, como medida cautelar, la suspensión en el futuro programa de toda mención a la doctora Servini de Cubría.
En definitiva, entonces, lo que estaba en juego acá, lo que había que resolver, era si esto es censura previa, porque si es censura previa sabemos que está excluida por el art. 14 de la Constitución y no sólo por dicha norma, sino también por el art. 13 del Pacto de San José que se refiere a «informaciones e ideas de toda índole», difundidas por cualquier procedimiento a elección del emisor, lo que evidentemente incluye a las «conductas expresivas» tan analizadas en fallos de la Corte americana.
El art. 13 citado prohíbe cualquier forma de censura previa, salvo para la protección moral de la infancia y la adolescencia y, en el apartado 5, se agrega la prohibición por la ley de «toda propaganda» en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas (esto es muy importante tenerlo en cuenta) por ningún motivo (subraya, por ningún motivo) inclusive (la palabra «inclusive» acá está indicando que puede ser por cualquier otro motivo) los de raza, color, religión, idioma u origen nacional». En el voto de lo que podemos llamar mayoría relativa (porque fue el voto que reunió a más jueces, los doctores Cavagna Martínez, Nazareno y Moliné O’Connor) si bien afirma en el consid. 10 que toda censura previa que se ejerza sobre la prensa «padece una fuerte presunción de inconstitucionalidad», luego (consid. 11) señala que «los alcances de la tutela constitucional involucrada generan la ineludible carga de examinar si –en el caso de que se trate (es decir, es un problema del caso concreto)– concurren los antecedentes de hecho que justifiquen ubicar la pretensión fuera de aquellas hipótesis frente a las cuales el ejercicio del derecho de publicar las ideas no admite restricción. Cuando se invoquen situaciones que puedan trasponer esas fronteras, el juez debe comprobar con todos los medios que la legislación le proporciona, si se trata de un caso en que se encuentra involucrado esa libertad, valoración que no puede ser obviada sin abdicar de la jurisdicción, lo que le está prohibido conforme lo dispone el art. 15 del Cód. Civil, en armonía con las garantías constitucionales de peticionar a las autoridades y el debido proceso, consagradas por los arts. 14 y 18 de la Constitución». Agrega (consid. 12°).
«Que en el camino seguido por este litigio el a quo se ubicó formalmente dentro de ese marco en cuanto decidió qué pretensiones que puedan interferir con la actividad de los medios de difusión son susceptibles de una decisión judicial favorable o adversa, según se compruebe o no que media inaceptable afectación de la libertad de prensa; de otra manera, su accionar hubiera implicado adoptar la equivocada premisa de que, en todos los casos, esa actividad constituye, en sí misma, un supuesto absolutamente inmune a tal valoración».
Si no es en todos los casos, quiere decir que en algunos casos los jueces pueden intervenir previamente. Sin embargo este voto de «mayoría relativa» rechaza finalmente la medida precautoria por un problema procesal, ya que la Cámara al dictar la medida precautoria no había visto la grabación donde supuestamente se vertían los agravios.
Pero lo importante es que como concepto teórico, si ustedes quieren, o de principio, aquí se está, en mi interpretación personal, admitiendo la posibilidad de esta cautela judicial. De todas formas la decisión mayoritaria de la Corte rechazó, en el caso concreto la medida precautoria. Sólo en mi propio voto fue admitida expresamente. El resto de los jueces la rechazaron, por ejemplo el doctor Levene señaló que se trata de un supuesto de censura previa y por ello la rechaza. En el consid. 11 hace una importante afirmación vinculada a lo que decíamos al principio, la idea de sopesar derechos constitucionales de distinta entidad. Dice que «la tutela otorgada por el a quo al honor de las personas en supremacía a la libertad de prensa implica desnaturalizar la verdadera esencia de la mencionada libertad, jerarquizada por la Carta Magna (arts. 14 y 32) al otorgarle el carácter de derecho preferido, que además de su condición de derecho individual ampliamente protegido por las garantías constitucionales que genéricamente amparan a todos los derechos de ese carácter, le confiere el empinado rango inherente a una ‘libertad institucional’…».
Entonces, al sopesar los dos derechos, afirma que la libertad de prensa adquiere carácter preferente, incluso sobre el honor de las personas. En dos votos distintos, el doctor Boggiano y el mío, se sostiene que la censura judicial no es, estrictamente hablando, la censura previa que la Constitución Nacional prohíbe, porque el juez está fuera del debate político que es lo que el constituyente tuvo en cuenta cuando estableció esta norma constitucional: quiso evitar que por razones políticas se amordazara a quien quería expresar sus ideas, o también por razones filosóficas o religiosas. Pero el juez está fuera de este debate, es un órgano imparcial, profesional, que toma estas decisiones en el caso concreto frente al agravio concreto a una persona concreta. El juez no se enfrenta con la prohibición de la difusión de una idea que va, entre comillas, a dañar a la comunidad. Por el contrario, es la que afecta a Juan Pérez, al derecho de Juan Pérez.
Pero el doctor Boggiano sostuvo, sin embargo, que el Pacto de San José es claro en cuanto que no admite ningún tipo de intervención previa y así desde este punto de vista, desde el Pacto de San José –que es de aplicación preferente en nuestro ordenamiento y que ninguna norma en este ordenamiento puede contradecir– no hay más salida que rechazar la medida precautoria pedida. En mi voto intenté hacer una interpretación integrativa de la Convención y de nuestro Código Civil, porque nuestro Código Civil tienen una norma muy expresa que es el art. 1071 bis.
Según Boggiano éste no puede ser opuesto al Pacto de San José, y tiene razón. Entre el Pacto de San José y el 1071 bis, debemos optar por el Pacto de San José, ya que tiene prevalencia sobre una norma interna. Sin embargo habría que ver si esta norma interna realmente contradice lo que el Pacto de San José está estableciendo. Por de pronto el mismo art. 13 del Pacto está sentando un principio: «Estará prohibida por la ley –esto es más que censura previa– toda propaganda en favor de la guerra, apología del odio, etc….» «o cualquier otra acción ilegal similar», similar a la incitación a la violencia, la burla, la denigración, la ofensa, lo que yo llamaría el martirio de la persona, el martirio de la personalidad, es un acto de violencia, es un acto muy grave de violencia, es más grave que la violencia física.
Es un acto de violencia muy serio que se ejerce, sigue la norma supranacional, «contra cualquier persona… por ningún motivo». Conforme a ello no se puede ejercer esta forma de violencia por ninguna razón, no solamente por razones de raza, color, religión, idioma u origen nacional, sino por cualquier otra razón. Además el art. 32 del Pacto afirma que «los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias de bien común en una sociedad democrática» y así admite el art. 30 que haya restricciones a los derechos reconocidos por el Pacto por razones de interés general y con el propósito para el cual han sido establecidas. El art. 1071 bis del Código Civil tiene una razón de interés general, que es la protección del honor de cada uno de nosotros, de nuestra intimidad y el art. 11 del Pacto protege la honra y la dignidad, es decir es la norma que específicamente trata el caso o por lo menos en el caso no se puede leer el art. 13 sin el art. 11, porque el legislador supranacional ha querido tratar la protección de la honra y la dignidad en una norma especial. No la ubicó dentro del mismo art. 13; la estableció como una disposición aparte: «toda persona tiene derecho al respeto de su honra y al reconocimiento de su dignidad; nadie puede ser objeto de injerencias arbitrarias o abusivas –ustedes recuerdan que el art. 1071 bis dice «el que arbitrariamente se entrometiere en la vida ajena», lo que es muy semejante– en su vida privada, en la de su familia, en su domicilio, en su correspondencia, ni ataques ilegales a su honra o reputación». La burla afecta a la honra, que es la manifestación exterior, social, del honor. Es la reputación o fama, es decir la valoración que los otros tienen de una persona. el art. 11 confirma: «toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias o esos ataques» y la protección es una medida previa. Deberíamos aquí repetir lo de Mosset Iturraspe: a mí no me protegen cuando me indemnizan o cuando se sanciona penalmente al ofensor, ya que si bien la sanción penal y la responsabilidad civil actúan como elementos de disuasión –ya lo vimos cuando hablamos de la «real malicia», doctrina que quiere atenuar un poco esa disuasión, que no sea tanta la disuasión que haga que la prensa se autocensure –yo no estoy protegido por eso que viene después. La protección es una actitud previa a que me pase algo; me protejo contra un resfrío si me abrigo, no me protejo contra un resfrío cuando tomo un antibiótico después de estar resfriado. Entonces toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias y esos ataques y la protección de la ley argentina ante esas injerencias y esos ataques está en el 1071 bis del Código Civil. La vía de protección que el legislador local desarrolló consiste en que, cuando «el que arbitrariamente se entrometiera en la vida ajena… mortificando a otros en sus costumbres o sentimientos, o perturbando de cualquier modo su intimidad… será obligado a cesar en tales actividades, si antes no hubieren cesado». Está obligado a cesar si antes no hubiera cesado, por ello, si la ofensa es continuada y no cesa, es lo propio de la medida cautelar hacerlo preventivamente hasta que se produzca la decisión sobre el fondo. Por eso no era necesario –hubiese sido conveniente pero no era indispensable– ver la grabación del futuro programa, lo que había que ver era lo anterior, porque el entrometerse arbitrariamente, el mortificar las costumbres, la intimidad, venía de antes (en la apreciación provisional que exige una medida precautoria), si no existe con anterioridad no se puede tomar la medida, salvo que estemos frente a una amenaza cierta de que va a ocurrir. Entonces basta la comprobación de lo ocurrido antes para obligar a cesar la actividad ofensiva. Sin embargo, la disidencia revoca parcialmente el fallo de la Cámara porque ésta impedía cualquier mención a la doctora Servini, lo que es inadmisible. Puede haber críticas, opiniones incluso sátiras, porque el humor es una manera de expresarse, sólo debe cesar en la burla mortificante y si hace alguna otra mención que sea una burla mortificante, bueno, habrá también desobediencia judicial, todo ello sujeto a la apreciación del juez de la causa. Se trata, entonces, de otro problema de balance entre dos derechos tan importantes como lo son la libertad de expresión y la dignidad personal. La Corte en el caso «Servini» realizó una opción en favor de la libertad de expresión. En «Servini», igualmente, quedó planteado en cuatro votos (Cavagna Martínez, Nazareno, Moliné O’Connor y, por separado, Barra) y su gerido también en el voto del presidente Boggiano, la posibilidad de enérgicas medidas judiciales, de protección a la dignidad personal, por tanto preventivas, cuando ésta pueda ser afectada por la difusión de ideas o mensajes que la deprecien de manera sustancial.

(*)Sobre la base de la conferencia pronunciada en la inauguración del ciclo sobre «Legislación Comparada: Régimen Jurídico y Operación de los Medios de Comunicación», organizado por el Instituto del Derecho y Medios de Comunicación de la Universidad Notarial Argentina.

Publicado en: LA LEY 1994-B, 1139

SUMARIO: I. La doctrina de la «real malicia». — II. Derecho de respuesta y libertad religiosa. — III. Censura judicial y dignidad personal. Causa Servini de Cubría, María Romilda s/ amparo, del 8/9/92.

No es necesario aclarar que intentaré expresar mi interpretación personal, como jurista y no como miembro de la Corte, acerca de la reciente evolución de la jurisprudencia del tribunal en el tema que hoy nos convoca. La Corte Suprema ha sido, desde sus orígenes, especialmente enérgica en la defensa de esta importante garantía constitucional. Sin alejarnos demasiado en el tiempo, pueden citarse fallos relativamente recientes como el de «Edelmiro Abal c. La Prensa» del 12/8/57 (Fallos, 248:291) donde se afirma que sin libertad de prensa, «sin su debido resguardo existiría tan solo una democracia desmedrada o puramente nominal», o un poco después en la causa de «S. A. El Día» del 9/12/59 (Fallos, 248:664 –La Ley, 105-568–) donde la Corte comparó a la dignidad institucional de la justicia independiente con la prensa libre como «valores preminentes del orden democrático».
Sin duda, esto no significa impunidad con relación a los delitos civiles o penales que pueden cometerse por medio de la prensa.
Hay aquí un balance, frente a la necesidad de proteger, de resguardar, de impulsar si ustedes quieren, la libertad de expresión, con la necesidad también de proteger y resguardar la dignidad de la persona, los derechos de terceros; un balance, un juego de opciones constitucionales, de opciones entre distintos derechos y garantías que la Constitución plantea. Precisamente realizar estas opciones constitucionales es la tarea específica de la Corte. Siempre lo está haciendo: toda decisión sobre materia constitucional significa una opción, en este caso entre esta libertad de expresión o de prensa (no interesa la distinción precisa) que a la vez que un derecho del informador o del empresario, es también un derecho de la comunidad o del público, por lo que tiene un alto contenido del derecho social, por oposición al derecho estrictamente individual. Debe ser balanceado, entonces, con los derechos y garantías de los individuos, en particular con el derecho a la dignidad, que comprende, la intimidad, la honra, ésta como expresión del honor en su reconocimiento externo social.
Es que la dignidad de la persona es la idea rectora en definitiva de todo el sistema de derechos y garantías constitucionales. Este balance o juego de opciones constitucionales puede ser fácilmente advertido en fallos trascendentales como «Ponzetti de Balbín» (Fallos, 306:1892 –La Ley, 1985-B, 120–), «Campillay» (Fallos, 308:789) y «Costa» (Fallos, 310:508 –La Ley, 1987-B, 269–), entre otros.
No corresponde aquí, porque es muy conocida por todos, glosar esta muy rica doctrina que la Corte ha ido desarrollando a lo largo de toda su historia. Quisiera centrar la atención, en cambio, en las últimas expresiones de esta jurisprudencia que ha tocado temas, algunos novedosos, otros reiterando tratamientos anteriores pero quizá planteados de una manera especial.
Se trata de tres cuestiones, en donde se pone de manifiesto con mucha intensidad esta tensión y esta necesidad, entonces, de balancear la libertad de expresión y el derecho de la dignidad personal.
I. La doctrina de la «real malicia»
El primero de estos temas se engloba en un grupo de tres causas donde el balance llega a través de una mera técnica procesal, pero muy importante, que en definitiva consiste en la distribución de la carga de la prueba tanto en el caso de acciones por responsabilidad civil, como frente a querellas criminales por afectaciones a la dignidad personal, hechas por medio de la prensa.
Aquí la Corte ha adoptado expresamente la doctrina de la real malicia que ya formulada por la Corte de EE. UU. en el caso «New Times c. Sullivan», de marzo de 1964. Se trata de los casos «Vago», «Abad» y «Tavares», aunque ya antes en el caso «Costa c. Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires», en la anterior composición de la Corte, sin decirlo expresamente el tribunal había girado sobre la aplicación de esta doctrina.
En «Costa» la Corte dijo que «… para obtener la reparación pecuniaria por las publicaciones concernientes al ejercicio de su ministerio, los funcionarios públicos deben probar que la información fue efectuada a sabiendas de su falsedad, o con total despreocupación acerca de tal circunstancia…».
«En cambio basta la ‘negligencia precipitada’ o ‘simple culpa’ en la propalación de una noticia de carácter difamatorio de un particular para generar la condigna responsabilidad de los medios de comunicación pertinentes…» (consid. 11, del voto de la mayoría).
Se plantea así un distinto tratamiento probatorio de la subjetividad de la conducta ofensiva según que la víctima sea un personaje público o un particular.
Esta idea fue luego desarrollada por la Corte en su actual composición en las causas antes citadas.
1. «Vago, Jorge Antonio c. Ediciones de La Urraca», del 19/11/1991 (La Ley, 1992-E, 606).
El señor Vago había sido acusado de participar en un complot contra el orden constitucional, y esta noticia había sido propalada de una manera muy marcada por el medio de difusión en cuestión.
La mayoría en «Vago» no avanza sobre esta doctrina de la real malicia. Sin embargo en los votos concurrentes de Fayt y Barra el tema se plantea expresamente. Por de pronto se pone en claro este problema del balance de derechos entre la libertad de prensa y la dignidad personal, citando los precedentes «Ponzetti de Balbín» y «Campillay». En esta opinión concurrente se recuerda que en aquellos casos la mayoría de la Corte consideró que el derecho de la información no puede alterar la necesaria armonía con los restantes derechos constitucionales, como la intimidad, el honor y la reputación de las personas, y por ello el derecho de publicar las ideas por la prensa constitucionalmente protegido contra la intervención de los poderes del Estado, está limitado por los derechos de las personas a la libertad, a la dignidad, a la privacidad, al honor y reputación, a los restantes derechos civiles y políticos. Se encuentra limitado, no es un derecho absoluto, no es un derecho ilimitado.
De allí, deriva a esta doctrina de la «real malicia», que precisamente dice el consid. 11, «procura un equilibrio razonable entre la función de la prensa y los derechos individuales que hubieran sido afectados por comentarios lesivos a funcionarios públicos, figuras públicas, aun particulares que hubieran intervenido en cuestiones de interés público objeto de la información o la crónica».
Esta doctrina, que «se resume en la exculpación de los periodistas acusados criminalmente o procesados civilmente», había nacido frente a reclamos de indemnización civil por daños y perjuicios causados por informaciones falsas poniendo a cargo de los accionantes «la prueba de que las informaciones falsas lo fueron, con conocimiento de que eran falsas o con imprudente y notoria despreocupación sobre si eran o no falsas».
Entonces lo que se hace es una traslación de la carga de probar la verdad de lo que fue informado, cuando la noticia tiene potencialidad por sí misma para provocar un daño civil o un delito criminal en perjuicio de figuras públicas o personajes públicos, para utilizar una expresión que englobe a las tres categorías, que ya en el fallo «Sullivan», estaban establecidas. En estos casos por la especial situación en que los personajes públicos se encuentran –y como luego lo va a profundizar la Corte, en un proceso casi gradual, en los siguientes fallos que vamos a comentar– para proteger la necesaria participación de la prensa en las cuestiones que son de interés público, de debate público, la carga de la prueba se traslada, del querellado o demandado al querellante o demandante.
2. «Abad, Manuel Eduardo s/ calumnias e injurias» del 7 de abril de 1992.
Aquí, claramente, el standard de la real malicia proyecta a lo penal, como ya había sido también establecido por la Corte americana en «Garrison c. Lousiana», un fallo de 1964.
En Abad los querellados eran responsables de la sección política en un periódico que informó sobre un supuesto complot terrorista a cargo de un grupo, que incluía a los querellantes. La Cámara de Apelaciones había condenado a los querellados y la mayoría de la Corte, en este caso, rechazó parcialmente el recurso extraordinario que ellos plantearon, aunque en el consid. 6° del voto mayoritario se orilla de alguna manera la doctrina de la real malicia.
Allí se dice que «esta Corte ha tratado de conjugar el interés personal de los individuos a que no se afecte su honor mediante publicaciones o escritos que tuviesen tal aptitud, y el derecho de publicar las ideas por medio de la prensa y el de suministrar información, estableciendo que estos últimos prevalecen sobre aquél cuando la cuestión esté vinculada por un asunto de interés público, y sólo en la medida de ese interés.
Sobre esta base (acá viene un matiz que acerca a esta posición mayoritaria a la doctrina de la real malicia) no ha exigido la prueba concluyente de esos hechos atribuidos al afectado, sino sólo la demostración de que se obró en el ejercicio prudente y sopesado de una cuestión de tal naturaleza».
Estrictamente la doctrina de la real malicia pone en cabeza del querellante probar el conocimiento por parte del informador de la falsedad de la noticia, o que ha actuado con negligencia, una negligencia importante, una negligencia destacada en lo que se refiere a averiguar la verdad.
En la disidencia que admite el recurs extraordinario (doctores Fayt, Cavagna Martínez y Barra) se va profundizando sobre el tema en, como dije, una especie de camino gradual hacia la precisión de esta doctrina.
En el consid. 6° de la disidencia hay una afirmación liminar: «la ‘tensión’ entre delito y libertad se resuelve amparando la responsabilidad de difundir sin agravios a fin de que la autocensura no degrade a la prensa», porque precisamente lo que esta doctrina tiende a proteger con la traslación de la carga de la prueba, es que el informador no se sienta forzado, por la posible responsabilidad posterior, a tener actitudes conscientes o inconscientes, de autocensura y por eso en el considerando 7°, se afirma que «además de las dificultades» (para el informador) que se derivan del criterio tradicional de la exeptio veritatis «a efectos de acreditar la veracidad de la supuesta difamación en todas sus particularidades, semejante regla (que la doctrina de la real malicia deroga) limita la libertad de expresión tanto por su poder de disuación, como por el temor que puede producir en quienes tienen la responsabilidad de expresar sus críticas». «Las garantías constitucionales –sigue diciendo– requieren que quienes reclamen penal o civilmente daños a la prensa por falsedad difamatoria, se trate de un funcionario público, una personalidad pública o un particular involucrado en una cuestión de trascendencia institucional, prueban que la noticia o publicación fue efectuada con ‘real malicia’. Esto es, con el conocimiento de que era falsa o con temerario desinterés acerca de si era falsa o no. De ahí que si una publicación es realizada de buena fe y sin dolo (veremos luego como fue tratado el elemento ‘dolo’ en un fallo posterior) el artículo (la noticia) se encuentra privilegiado, aun cuando las cuestiones principales contenidas en el mismo puedan no ser ciertas en la realidad y lesivas de la personalidad del demandante y, en este caso, éste tiene la carga de probar la existencia de malicia en la publicación del artículo» (con cita de «Sullivan»).
En el consid. 8° insiste en lo expuesto cuando critica a la sentencia de Cámara calificándola de «constitucionalmente deficiente» pues «desprotege el derecho de prensa y lo desampara de las garantías que lo resguardan para que pueda ejercer en plenitud su deber de informar al pueblo sobre cualquier asunto de interés público actual. Esto es así, porque en esta acción por calumnias en el caso concreto, en la que el recurrente no ha probado que los querellados hubieran obrado con intención de dañar… se ha penado con prisión a los autores de una nota publicada con el objeto de alertar a la ciudadanía sobre una acción conspirativa contra el sistema constitucional. Se ha violado así el principio de que el derecho de información sobre cuestiones de interés público está garantizado por los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional y desconocido (acá la Corte, la minoría, avanza con un paso bastante largo, quizás, anunciando para el futuro el establecimiento de un nuevo standard) la presunción de licitud que protege a la prensa cuando cumple con el deber de comunicar a la ciudadanía toda noticia relacionada con la seguridad de la República y la preservación del sistema democrático».
Nótese que si nosotros combinamos los votos, en los distintos fallos comentados, comenzando con «Costa» –donde el voto de la mayoría aunque de manera menos precisa admitió la doctrina de la real malicia, y entre esa mayoría habían votado los doctores Petracchi y Belluscio– con la posición en «Abad» donde hay otros tres jueces que también expresamente la reconocen, la doctrina de la real milicia recibe –sumando estos votos de momentos distintos y causas distintas– una mayoría de cinco, la que permite afirmar que ésta es la doctrina sentada por la Corte.
3. «Tavares, Flavio Arístides s/ calumnias e injurias», 19/8/92.
En el caso Tavares hay también nuevas precisiones. Aquí Tavares, que es un periodista brasilero, en un periódico del Brasil publica lo dicho por Timermann cuando éste declaró como testigo en el «juicio a las juntas militares» La noticia reprodujo la declaración testimonial con algún comentario, sin cambiarla sustancialmente.
En el testimonio objeto de la noticia, Timermann comenta la actitud de un tercer periodista (que en definitiva es el querellante contra Tavares) que supuestamente, según los dichos de Timermann, habría colaborado con las autoridades militares en la tarea de la represión. La Corte rechazó el recurso planteado por Tavares –quien había sido condenado en Cámara– pero acá interesa destacar las disidencias de los doctores Fayt y Petracchi que reafirman la doctrina de la real malicia entendiéndola aplicable al caso. Yo no permito comentar una variante en mi propio voto disidente que puede ser de interés para ir conformando y poniendo quizás en sus justos límites a esta doctrina, que sin estas aclaraciones (esta es una opinión personal, por supuesto) podría tener una aplicación desorbitada y en definitiva volverse en contra de su utilización verdaderamente funcional. En el consid. 9° de esta disidencia se advierte que fue «manifiesta la preocupación del querellado para obtener directa y personalmente una noticia cuya confiabilidad –emanada de su condición de pieza procesal tenida en cuenta por los jueces como elemento de convicción– fue respetada al volcarla al público sin distorsiones, lo que le permite cumplir holgadamente con los criterios sostenidos (por la Corte en el caso «Vago», en los votos concurrentes ya comentado) cuando en la aplicación de la doctrina de la real malicia elaborada por la Corte de los Estados Unidos, se establecen los límites del ejercicio no abusivo o legítimo del derecho de informar por medio de la prensa, así como adaptarse con facilidad a las importantes precisiones que ese tribunal efectúa sobre sus contenidos, en el reciente voto por la mayoría, del juez Kennedy» (en un caso bastante reciente, «Jeffrey M. Masson c. New Yorker Magazine», del 20 de junio de 1991).
El juez Kennedy sostuvo allí que «la real malicia, bajo el standard del ‘New York Times’ no debería ser confundida con el concepto de malicia como un intento dañino o un motivo originado en el despecho o en la mala voluntad…» (no es un problema de dolo, o de intención de dañar)…» hemos usado (dice el juez americano) el término real malicia como una síntesis para describir la protección de la Primera Enmienda para declaraciones injuriosas a la reputación… Pero el término puede confundir tanto como iluminar. En este respecto la frase podría ser infortunada. En lugar del término real malicia es mejor práctica… (referirse) a la publicación de una afirmación con conocimiento de su falsedad o el temerario desinterés acerca de su verdad o falsedad».
Es decir, excluye este calificativo de real malicia porque admite que puede confundirse con el dolo, cuestión que en materia penal, sobre todo, puede traer complicaciones. «En estas condiciones –dice ahora el voto comentado en Tavares– el problema queda reducido a la carga de la prueba en cabeza del accionante y a la prudencia del juez, quien deberá sopesar que a mayor gravedad de la imputación vertida, mayor será la diligencia que habrá que exigir a quien la fórmula amparado en la libertad de informar y publicar ideas por la prensa, y que en tanto elemento subjetivos, grandes serán las dificultades de los afectados para probar, de manera fehaciente, el conocimiento por el imputado de la falsedad de la información propalada o su temeraria despreocupación por averiguar el grado de su certeza, lo que amplía el juego de la actividad probatoria de ambas partes (acá hay una modulación de este problema de la carga de la prueba) y el grado de aprovechamiento judicial de la prueba indiciaria. En tal sentido, el querellante no logra conmover con pruebas de signo contrario el celo que el querellado acredita haber tenido para suministrar una información veraz que en este caso fue precisamente tomar en cuenta las declaraciones de un testigo en un juicio público».
Queda así formulada –creo que no terminada– porque sobre esto hay que ir todavía hilando y profundizando mucho más la doctrina de «la real malicia» como, insisto, una técnica procesal –no más que una técnica procesal– tendiente a facilitarle al juez la tarea de balancear los dos derechos que están en juego.
Tiempo después de efectuada esta conferencia, la Corte Suprema de Justicia dictó dos importantes fallos en materia de libertad de prensa. Uno de ellos –causa «Triacca, Alberto Jorge c. Diario la Razón y otros s/ daños y perjuicios», 22/10/93 (La Ley, 1994-A, 246)– tiene vinculación, precisamente, con la doctrina de la «real malicia» aun cuando el caso pudo ser resuelto sin una aplicación estricta de la misma. El señor Triacca inició una demanda por daños y perjuicios contra distintos medios de comunicación, por una información que éstos emitieron, que él consideró agraviante, pero que transcribía las declaraciones efectuadas por un tercero en un proceso penal. La Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, revocando el fallo de primera instancia, hizo lugar a la demanda, lo que fue a su vez revocado por la Corte Suprema de Justicia, con especial fundamento en el requisito de la «fidelidad de la fuente». El este caso la Corte Suprema de Justicia señaló que, así acotado, no hubo falsedad por parte de la comunicadora «en tanto aquélla individualizó a la fuente y la transcribió textualmente»; por ello, dijo la Corte, no es aplicable al caso la doctrina del precedente «New York Times v. Sullivan» porque éste presupone la existencia de una información objetivamente falsa.
En la causa «S. A. La Nación s/ inf. ley 11.683» (9/12/93), la Corte se enfrentó con otro problema vinculado a la libertad de prensa. Allí la D. G. I. impuso a la sociedad actora la sanción de clausura por infracciones tributarias.
Si bien la clausura se limitó a sectores donde se desarrolla una actividad comercial del medio de comunicación, la Corte Suprema siguió el criterio de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de la Corte Europea de Derechos Humanos, por la cual, «… entre varias opciones orientadas a satisfacer un interés público imperativo a resultas del cual aquélla (la libertad de prensa) pudiera verse comprometida, debe escogerse la que la restrinja en menor escala, sin limitarla más de lo estrictamente necesario». Con estos argumentos la Corte revocó la sanción de clausura, sin perjuicio de la responsabilidad tributaria de la empresa en cuestión.
II. Derecho de respuesta y libertad religiosa
El siguiente tema que quería exponer hoy muestra otro avance de la jurisprudencia de la Corte en materia de prensa: se trata del derecho de rectificación o respuesta. Como es sabido la Corte lo aceptó –cambiando una jurisprudencia anterior– en la causa «Ekmekdjian, Miguel Angel c. Sofovich, Gerardo», del 7/7/92 (Adla, 1992-C, 543). Aquí también la Corte realizó otra importante opción constitucional quizás influida por una motivación semejante que la contenida en la anécdota relatada por Julio César Rivera en un excelente artículo publicado en ED del 10 de marzo de 1993, («¿Hacia la impunidad de la prensa?»). Rivera pone en boca del profesor Mosset Iturraspe la siguiente historia: «Un patricio romano todas las mañanas caminaba por las calles de Roma y cada tanto abofeteaba a un plebeyo; detrás de él un siervo llevaba un saco con monedas que iba entregando a los abofeteados». Representaba, dice así Mosset Iturraspe, el «derecho de dañar» compensado con el pago de una indemnización. Claro que no puede satisfacer a nadie una respuesta semejante del Derecho: puedo provocar agravios simplemente porque después indemnizo.
Hay aquí otro balance de derechos: frente al derecho del informador, primero, de informar el hecho, de informar con las responsabilidades ya analizadas y con las matizaciones que esta doctrina de la real malicia puede traer y, segundo, de informar lo que quiere según su propia decisión política y editorial, frente a este derecho se contrapone el derecho del afectado (veremos en qué medida) no sólo a ser indemnizado o a querellar penalmente si se considera en este caso víctima de la calumnia o injuria, sino a que rápidamente se aclare su situación, se difunda su versión de la realidad de las cosas que lo comprometen, como manera de amortiguar la mayor incidencia dañosa que el natural paso del tiempo provoca. La Corte optó por esto último. Ya se sabe que toda opción significa un desgarro, el abandono de otra alternativa posible que en muchos casos es también una alternativa positiva o valiosa. Toda opción significa, si las dos alternativas son buenas, dejar de lado una de esas alternativas positivas; esto lo hacemos siempre en nuestra vida y también lo tienen que hacer los jueces cuando dictan sentencia, en especial la corte cuando hace sus opciones constitucionales.
Veamos el caso limitando el análisis al problema de la legitimación para accionar, que es un tema muy clave en la materia porque si esta legitimación para accionar fuese muy amplia se le daría al derecho de rectificación un alcance que, por desmesurado, se convertiría en realmente lesivo para la libertad de prensa. Por supuesto que el caso «Ekmekdjian» también tiene un importante valor en materia de la aplicación de los tratados internacionales, que por las características propias del Pacto de San José de Costa Rica (que rige esta materia –Adla, XLIV-B, 1250–) es ya un cuerpo de integración, un convenio de integración, porque la integración de los pueblos pasa antes que por una razón económica, por una definición acerca de cómo van a tratar a los derechos fundamentales.
La Corte hizo aquí aplicación de la doctrina que reconoce el ámbito preferente de aplicación de los convenios internacionales sobre el ordenamiento interno. En especial, que el ordenamiento interno no puede contradecir el convenio internacional y que incluso la omisión del ordenamiento interno no es oponible a la aplicación directa e inmediata de lo que establece el tratado internacional, salvo que éste sea meramente programático. Pero además de esto –que se puede advertir– tiene una importancia notable para el futuro del Mercosur, por lo pronto porque estos principios son los que han sido aplicado en Europa para hacer realidad la Comunidad Europea y fue una discusión de 40 años para lograr imponerla, y así podemos ir aprovechando la experiencia de terceros y tener esta solución directamente, el problema clave en este caso concreto es el de la legitimación para accionar.
La cuestión de si el derecho de rectificación o respuesta es bueno o malo, es un problema que queda a criterio del legislador, que ratificó el Pacto de San José de Costa Rica y ya es derecho vigente en la Argentina.
Si es malo, habrá que modificarlo y habrá que denunciar el Tratado, pero no es una cosa que podamos valorar nosotros ahora. Sin embargo, sí podemos valorar sus alcances, en especial frente a la omisión de legislador local, concretamente, de reglamentarlo. El art. 14 del Pacto de San José establece: «Toda persona afectada por informaciones inexactas o agraviantes emitidas en su perjuicio a través de medios de difusión legalmente reglamentados y que se dirijan al público en general, tiene derecho a efectuar por el mismo órgano de difusión su rectificación o respuesta en las condiciones que establezca la ley». La Corte dijo que esta expresión «en las condiciones que establezca la ley», no significa que dicha norma fuese meramente programática, sino que simplemente estaba dejando en manos del legislador local la reglamentación del régimen procesal para su ejercicio, pero que en definitiva éste es un mandato que no va dirigido sólo al legislador sino a todos los poderes del Estado, entre ellos el Poder Judicial, y en la medida en que el Poder Judicial tiene medios como para aplicar al caso concreto el ejercicio del derecho de rectificación –y nosotros los tenemos porque tenemos la ley de amparo, precisamente la acción que se intentó– entonces los jueces, como poder del Estado, como órganos de gobierno que están también obligados por el Pacto de San José, tienen que aplicarlo. Pero la norma habla de persona afectada, agraviada «en su perjuicio», lo que plantea el tema de la legitimación, porque en el caso la rectificación fue sobre expresiones agraviantes no directamente contra la persona del actor sino contra un profundo sentimiento religioso que el actor manifestó sostener. En un programa de televisión, años atrás, uno de los participantes de ese programa manifestó expresiones burlescas, ofensivas, vejatorias, dirigidas a la Virgen María, en particular a su virginidad, y esto motivó la reacción del actor a través de una acción de amparo, sosteniendo estar titulado por un interés difuso.
La Corte no aceptó esta postura, y aplicando el principio iura novit curia sostuvo que en el caso se encontraba comprometido un verdadero derecho subjetivo. Esto es importante, primero, porque no se reconoce la existencia de intereses difusos o por los menos que los denominados intereses difusos habiliten la acción de amparo (ya que la ley de amparo expresamente habla del derecho agraviado, no de un interés difuso). Segundo, es la calificación de derecho subjetivo en el actor, es decir, admitir la existencia de agravio u ofensa personal en un supuesto de esta naturaleza.
Lo destacable de la postura mayoritaria es ubicar este problema en el ámbito de la libertad religiosa, que es otro de los derechos preferentemente sostenidos por la Constitución, porque integra directa e inmediatamente el contenido de la dignidad personal.
El fallo sostiene, en síntesis, que este tipo de agravios, al afectar un aspecto esencial de una doctrina religiosa, puede alcanzar a dañar la libertad religiosa en la medida que al ridiculizar estas profundas convicciones, el creyente pueda sentirse ridiculizado personalmente y temeroso, por ello, de profesar públicamente su fe.
Este fallo, además del problema de la rectificación, es una afirmación muy fuerte del derecho a la libertad religiosa como integrante esencial de la dignidad personal, tanto que cuando ésta se encuentra afectada, agravia a la dignidad personal y por eso daña un derecho subjetivo. Por supuesto que (otra vez aquí, en este juego de opciones y balances constitucionales) el tema queda sometido a la prudencia de los jueces. Primero del legislador, porque si bien no puede contrariar lo que el Pacto de San José establece, sí puede, al reglamentarlo, fijar ciertos límites para su ejercicio.
El legislador podría oponerle límites y no aceptar en el futuro este tipo de situaciones como habilitantes para el derecho de rectificación.
La Corte misma está admitiendo que el caso puede encontrarse en alguna zona gris, porque insiste mucho en que el derecho de rectificación no es apropiado para debatir ideas, opiniones filosóficas, políticas, incluso opiniones religiosas, sino sólo cuando se produce el agravio a esta profunda convicción o profundo sentimiento religioso como ocurrió en el caso concreto.
El agravio al derecho subjetivo al respeto de la fe, aparece evidente para quienes vivimos en la Argentina y conocemos cuál es la fe de la mayoría del pueblo, la manera especial que tiene para profesar esa fe, el profundo sentimiento Mariano que tiene el pueblo argentino. Para el católico María es la madre, no en un sentido ideal, o metafórico, o teórico, sino en un sentido concreto y real. Los católicos creemos que María es nuestra madre, tanto como la madre carnal, y la ofensa a la madre es una ofensa personal.
Por ello es comprensible que, en el caso concreto, se haya admitido la existencia de un derecho subjetivo agraviado. La Corte admitió la existencia de una ofensa personal y concreta. Claro que es una ofensa a millones y no podría haber millones de réplicas. Si hubiese miles, centenares o sólo decenas de réplicas, estaría afectado el derecho de prensa porque entonces el propietario del medio de difusión no tendría la libertad de su política editorial, estaría publicando decenas de réplicas que le cubrirían todo su diario, su revista o su programa de televisión. La Corte propone, plantea en el caso, un mecanismo procesal práctico y, vuelve a insistir, esto es así hasta que el legislador lo regule. Se estableció, pretorianamente, un procedimiento práctico: ejercida una vez la rectificación, vale para todos los posibles agraviados.
III. Censura judicial y dignidad personal. Causa «Servini de Cubría, María Romilda s/ amparo», del 8/9/92
Se trata de otro caso donde también fue necesario compensar de una manera muy delicada la libertad de prensa –más genéricamente, de «expresión»– con la dignidad personal. La doctora Servini de Cubría es una jueza federal que fue o estaba siendo reiteradamente ofendida en un programa de televisión. Cada tanto –denunció– había una ridiculización de su figura, de su persona, hasta que recibe un llamado telefónico invitándola a desistir de las acciones iniciadas contra los responsables de ese programa; de lo contrario en la próxima emisión las ofensas serían más graves. Frente a esto la afectada planteó una acción de amparo solicitando la suspensión de tal futura emisión como medida precautoria previa.
La Cámara de Apelaciones Federal Civil y Comercial admitió, como medida cautelar, la suspensión en el futuro programa de toda mención a la doctora Servini de Cubría.
En definitiva, entonces, lo que estaba en juego acá, lo que había que resolver, era si esto es censura previa, porque si es censura previa sabemos que está excluida por el art. 14 de la Constitución y no sólo por dicha norma, sino también por el art. 13 del Pacto de San José que se refiere a «informaciones e ideas de toda índole», difundidas por cualquier procedimiento a elección del emisor, lo que evidentemente incluye a las «conductas expresivas» tan analizadas en fallos de la Corte americana.
El art. 13 citado prohíbe cualquier forma de censura previa, salvo para la protección moral de la infancia y la adolescencia y, en el apartado 5, se agrega la prohibición por la ley de «toda propaganda» en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas (esto es muy importante tenerlo en cuenta) por ningún motivo (subraya, por ningún motivo) inclusive (la palabra «inclusive» acá está indicando que puede ser por cualquier otro motivo) los de raza, color, religión, idioma u origen nacional». En el voto de lo que podemos llamar mayoría relativa (porque fue el voto que reunió a más jueces, los doctores Cavagna Martínez, Nazareno y Moliné O’Connor) si bien afirma en el consid. 10 que toda censura previa que se ejerza sobre la prensa «padece una fuerte presunción de inconstitucionalidad», luego (consid. 11) señala que «los alcances de la tutela constitucional involucrada generan la ineludible carga de examinar si –en el caso de que se trate (es decir, es un problema del caso concreto)– concurren los antecedentes de hecho que justifiquen ubicar la pretensión fuera de aquellas hipótesis frente a las cuales el ejercicio del derecho de publicar las ideas no admite restricción. Cuando se invoquen situaciones que puedan trasponer esas fronteras, el juez debe comprobar con todos los medios que la legislación le proporciona, si se trata de un caso en que se encuentra involucrado esa libertad, valoración que no puede ser obviada sin abdicar de la jurisdicción, lo que le está prohibido conforme lo dispone el art. 15 del Cód. Civil, en armonía con las garantías constitucionales de peticionar a las autoridades y el debido proceso, consagradas por los arts. 14 y 18 de la Constitución». Agrega (consid. 12°).
«Que en el camino seguido por este litigio el a quo se ubicó formalmente dentro de ese marco en cuanto decidió qué pretensiones que puedan interferir con la actividad de los medios de difusión son susceptibles de una decisión judicial favorable o adversa, según se compruebe o no que media inaceptable afectación de la libertad de prensa; de otra manera, su accionar hubiera implicado adoptar la equivocada premisa de que, en todos los casos, esa actividad constituye, en sí misma, un supuesto absolutamente inmune a tal valoración».
Si no es en todos los casos, quiere decir que en algunos casos los jueces pueden intervenir previamente. Sin embargo este voto de «mayoría relativa» rechaza finalmente la medida precautoria por un problema procesal, ya que la Cámara al dictar la medida precautoria no había visto la grabación donde supuestamente se vertían los agravios.
Pero lo importante es que como concepto teórico, si ustedes quieren, o de principio, aquí se está, en mi interpretación personal, admitiendo la posibilidad de esta cautela judicial. De todas formas la decisión mayoritaria de la Corte rechazó, en el caso concreto la medida precautoria. Sólo en mi propio voto fue admitida expresamente. El resto de los jueces la rechazaron, por ejemplo el doctor Levene señaló que se trata de un supuesto de censura previa y por ello la rechaza. En el consid. 11 hace una importante afirmación vinculada a lo que decíamos al principio, la idea de sopesar derechos constitucionales de distinta entidad. Dice que «la tutela otorgada por el a quo al honor de las personas en supremacía a la libertad de prensa implica desnaturalizar la verdadera esencia de la mencionada libertad, jerarquizada por la Carta Magna (arts. 14 y 32) al otorgarle el carácter de derecho preferido, que además de su condición de derecho individual ampliamente protegido por las garantías constitucionales que genéricamente amparan a todos los derechos de ese carácter, le confiere el empinado rango inherente a una ‘libertad institucional’…».
Entonces, al sopesar los dos derechos, afirma que la libertad de prensa adquiere carácter preferente, incluso sobre el honor de las personas. En dos votos distintos, el doctor Boggiano y el mío, se sostiene que la censura judicial no es, estrictamente hablando, la censura previa que la Constitución Nacional prohíbe, porque el juez está fuera del debate político que es lo que el constituyente tuvo en cuenta cuando estableció esta norma constitucional: quiso evitar que por razones políticas se amordazara a quien quería expresar sus ideas, o también por razones filosóficas o religiosas. Pero el juez está fuera de este debate, es un órgano imparcial, profesional, que toma estas decisiones en el caso concreto frente al agravio concreto a una persona concreta. El juez no se enfrenta con la prohibición de la difusión de una idea que va, entre comillas, a dañar a la comunidad. Por el contrario, es la que afecta a Juan Pérez, al derecho de Juan Pérez.
Pero el doctor Boggiano sostuvo, sin embargo, que el Pacto de San José es claro en cuanto que no admite ningún tipo de intervención previa y así desde este punto de vista, desde el Pacto de San José –que es de aplicación preferente en nuestro ordenamiento y que ninguna norma en este ordenamiento puede contradecir– no hay más salida que rechazar la medida precautoria pedida. En mi voto intenté hacer una interpretación integrativa de la Convención y de nuestro Código Civil, porque nuestro Código Civil tienen una norma muy expresa que es el art. 1071 bis.
Según Boggiano éste no puede ser opuesto al Pacto de San José, y tiene razón. Entre el Pacto de San José y el 1071 bis, debemos optar por el Pacto de San José, ya que tiene prevalencia sobre una norma interna. Sin embargo habría que ver si esta norma interna realmente contradice lo que el Pacto de San José está estableciendo. Por de pronto el mismo art. 13 del Pacto está sentando un principio: «Estará prohibida por la ley –esto es más que censura previa– toda propaganda en favor de la guerra, apología del odio, etc….» «o cualquier otra acción ilegal similar», similar a la incitación a la violencia, la burla, la denigración, la ofensa, lo que yo llamaría el martirio de la persona, el martirio de la personalidad, es un acto de violencia, es un acto muy grave de violencia, es más grave que la violencia física.
Es un acto de violencia muy serio que se ejerce, sigue la norma supranacional, «contra cualquier persona… por ningún motivo». Conforme a ello no se puede ejercer esta forma de violencia por ninguna razón, no solamente por razones de raza, color, religión, idioma u origen nacional, sino por cualquier otra razón. Además el art. 32 del Pacto afirma que «los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias de bien común en una sociedad democrática» y así admite el art. 30 que haya restricciones a los derechos reconocidos por el Pacto por razones de interés general y con el propósito para el cual han sido establecidas. El art. 1071 bis del Código Civil tiene una razón de interés general, que es la protección del honor de cada uno de nosotros, de nuestra intimidad y el art. 11 del Pacto protege la honra y la dignidad, es decir es la norma que específicamente trata el caso o por lo menos en el caso no se puede leer el art. 13 sin el art. 11, porque el legislador supranacional ha querido tratar la protección de la honra y la dignidad en una norma especial. No la ubicó dentro del mismo art. 13; la estableció como una disposición aparte: «toda persona tiene derecho al respeto de su honra y al reconocimiento de su dignidad; nadie puede ser objeto de injerencias arbitrarias o abusivas –ustedes recuerdan que el art. 1071 bis dice «el que arbitrariamente se entrometiere en la vida ajena», lo que es muy semejante– en su vida privada, en la de su familia, en su domicilio, en su correspondencia, ni ataques ilegales a su honra o reputación». La burla afecta a la honra, que es la manifestación exterior, social, del honor. Es la reputación o fama, es decir la valoración que los otros tienen de una persona. el art. 11 confirma: «toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias o esos ataques» y la protección es una medida previa. Deberíamos aquí repetir lo de Mosset Iturraspe: a mí no me protegen cuando me indemnizan o cuando se sanciona penalmente al ofensor, ya que si bien la sanción penal y la responsabilidad civil actúan como elementos de disuasión –ya lo vimos cuando hablamos de la «real malicia», doctrina que quiere atenuar un poco esa disuasión, que no sea tanta la disuasión que haga que la prensa se autocensure –yo no estoy protegido por eso que viene después. La protección es una actitud previa a que me pase algo; me protejo contra un resfrío si me abrigo, no me protejo contra un resfrío cuando tomo un antibiótico después de estar resfriado. Entonces toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias y esos ataques y la protección de la ley argentina ante esas injerencias y esos ataques está en el 1071 bis del Código Civil. La vía de protección que el legislador local desarrolló consiste en que, cuando «el que arbitrariamente se entrometiera en la vida ajena… mortificando a otros en sus costumbres o sentimientos, o perturbando de cualquier modo su intimidad… será obligado a cesar en tales actividades, si antes no hubieren cesado». Está obligado a cesar si antes no hubiera cesado, por ello, si la ofensa es continuada y no cesa, es lo propio de la medida cautelar hacerlo preventivamente hasta que se produzca la decisión sobre el fondo. Por eso no era necesario –hubiese sido conveniente pero no era indispensable– ver la grabación del futuro programa, lo que había que ver era lo anterior, porque el entrometerse arbitrariamente, el mortificar las costumbres, la intimidad, venía de antes (en la apreciación provisional que exige una medida precautoria), si no existe con anterioridad no se puede tomar la medida, salvo que estemos frente a una amenaza cierta de que va a ocurrir. Entonces basta la comprobación de lo ocurrido antes para obligar a cesar la actividad ofensiva. Sin embargo, la disidencia revoca parcialmente el fallo de la Cámara porque ésta impedía cualquier mención a la doctora Servini, lo que es inadmisible. Puede haber críticas, opiniones incluso sátiras, porque el humor es una manera de expresarse, sólo debe cesar en la burla mortificante y si hace alguna otra mención que sea una burla mortificante, bueno, habrá también desobediencia judicial, todo ello sujeto a la apreciación del juez de la causa. Se trata, entonces, de otro problema de balance entre dos derechos tan importantes como lo son la libertad de expresión y la dignidad personal. La Corte en el caso «Servini» realizó una opción en favor de la libertad de expresión. En «Servini», igualmente, quedó planteado en cuatro votos (Cavagna Martínez, Nazareno, Moliné O’Connor y, por separado, Barra) y su gerido también en el voto del presidente Boggiano, la posibilidad de enérgicas medidas judiciales, de protección a la dignidad personal, por tanto preventivas, cuando ésta pueda ser afectada por la difusión de ideas o mensajes que la deprecien de manera sustancial.

(*)Sobre la base de la conferencia pronunciada en la inauguración del ciclo sobre «Legislación Comparada: Régimen Jurídico y Operación de los Medios de Comunicación», organizado por el Instituto del Derecho y Medios de Comunicación de la Universidad Notarial Argentina.

Publicado en: LA LEY 1994-B, 1139

Los cambios en el derecho administrativo como consecuencia de los cambios en el rol del Estado

SUMARIO: I. Introducción. — II. Derecho, política, economía y sociedad. — III. El derecho administrativo. — IV. Etapas históricas. — V. El nuevo modelo de Estado. — VI. El derecho administrativo del nuevo modelo.

I. Introducción Para quienes enseñamos derecho administrativo, y por supuesto también para quienes debemos aplicarlo tanto en la magistratura como en el ejercicio de la profesión, este es un momento especial. Nuestra materia está sufriendo grandes cambios, con una velocidad sorprendente. Apenas terminada la explicación en clase de la ley de contabilidad, conocimos el proyecto del nuevo régimen de Administración Financiera del Estado, que introduce profundos cambios al sistema anterior. Hoy, que debemos examinar a los alumnos, aquella Ley de Contabilidad ya no es vigente, sustituida por un nuevo cuerpo más ágil, menos reglamentarista, con controles más realistas, y por tanto más efectivos. Se modificó también el Reglamento de Procedimientos Administrativos, siempre con la intención de agilizar dicho procedimiento. Apenas estábamos acostumbrados al régimen estructurado por la ley 23.696 (Adla, XLIX-C, 2444) para el procedimiento de privatización de empresas estatales, debemos admitir que el mismo es sólo la estructura básica. Las grandes privatizaciones se realizan por áreas, con regímenes específicos: el sector eléctrico, el sector del gas, el relativo al petróleo, la ley específica de privatización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales, el sector portuario, el reglamento para la privatización de los servicios de agua corriente y servicios cloacales y pluviales. Ya está elaborado el anteproyecto de nuevo régimen para las contrataciones administrativas –en muchos aspectos, otro giro de 180 grados con respecto a las regulaciones vigentes– y el anteproyecto de administración de bienes del Estado. El régimen de fomento, en lo que hace a la promoción industrial, fue profundamente incidido por la ley 23.697 (Adla, XLIX-C, 2458), y el instituto de la policía sufrió un terremoto con la política desregulatoria, llevada a cabo con energía y velocidad, si bien, en opinión de algunos, con descuido de las formas. Los programas de estudio ya están desactualizados. En realidad ya no hay bibliografía totalmente actualizada, con excepción de algunas monografías sobre temas específicos. ¿De qué sirve estudiar el régimen jurídico de las empresas públicas? ¿Es una pieza de museo o debe formulárselo en atención a una nueva perspectiva, todavía no suficientemente clarificada jurídicamente? ¿Se presta suficiente atención en nuestros programas de estudio al régimen de la concesión del servicio público y de la concesión de obra pública, hasta ahora no mucho más que puntos complementarios de otras asignaciones temáticas? ¿Cómo tratamos al poder de policía en la era de la desregulación? ¿Cómo lo tratamos en la era de las privatizaciones? Todo esto sin considerar la declaración legislativa de emergencia y sus efectos jurídicos. Su incidencia en la ejecución de sentencias contra el sector público, en el régimen contractual, etc. Además el problema de los decretos de necesidad y urgencia y de una nueva práctica en materia de delegación legislativa –tanto que en ocasiones ni el mismo Poder Ejecutivo tiene claro si está dictando un decreto de necesidad y urgencia o un decreto delegado o, a veces, un decreto reglamentario– y un sinfín de problemas entre poderes. Hasta los cambios en la misma estructura de la Administración central, con servicios que desaparecen, otros que se transfieren a la actividad privada, y un cambio sustancial en la vida –no tanto en los principios jurídicos– del funcionariado público. Claro que todo esto está ocurriendo en tres años. Quizá con mucha más intensidad, desde el punto de vista de la actividad legislativa, en el último año y medio. Menudo problema para los profesores, estudiosos y estudiantes del derecho administrativo. También trascendental problema científico y político. Se está, ni más ni menos, diseñando una nueva relación entre el Estado y la sociedad, en la cual el derecho administrativo es una pieza clave. Si no fuera porque en nuestro medio esta es una palabra gastada y desprestigiada, diríamos que se está desarrollando un proceso revolucionario.

II. Derecho, política, economía y sociedad Para Marx el Derecho no es más que una de las superestructuras de la infraestructura económica;

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de las relaciones de producción y de distribución de la riqueza. El Derecho sirve para garantizar tales relaciones, un medio más de dominación de la clase dirigente, un modo de asegurar la conformidad de la sociedad al modelo económico impuesto. En cierto sentido su análisis es correcto. El derecho feudal no sirve para una sociedad capitalista, como el derecho capitalista nada puede hacer en una sociedad del tipo soviético. Pero eso no es todo. La vida social –que es vida humana– es compleja, compuesta de elementos que interactúan, que se condicionan mutuamente. La vida social es sistemática, y en un sistema cada elemento tiene valor en sí mismo y en su modo de relacionarse con los restantes elementos, de manera que ninguno de ellos puede existir funcionalmente si no existen los otros con los que se corresponde. Así, desde cierta perspectiva, el derecho puede ser la infraestructura de la superestructura económica, aunque desde otro punto de vista la formulación sea la inversa. Lo que determina el sistema es la idea fuerza o idea rectora del sistema, distinta en una sociedad capitalista que en una sociedad comunista. Y, para que el sistema funcione, la idea fuerza es la verdaderamente conformadora, la que realizará la adaptación dinámica de los elementos. Así el Derecho asegura, a la vez que conforma a un determinado orden social. Esto lo hacen todas las normas jurídicas, también la jurisprudencia, la costumbre, la doctrina, en la medida en que se las reconozca y se las admita como fuente del derecho. El art. 1197 del Cód. Civil –«Las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la cual deben someterse como a la ley misma»– es una pieza clave del sistema capitalista. Garantiza la seguridad jurídica, la estabilidad en las

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transacciones económicas. También expresa una determinada cosmovisión –individualista– como asimismo una neta distinción entre el ámbito de los individuos y el ámbito de lo socialestatal. Pero el Derecho no sólo garantiza ese ámbito de soberanía individual, en beneficio (en dicho ejemplo) de las transacciones capitalistas. También, en su aplicación continuada, en su vigencia real, educa en tal sentido, nos predispone en el ejercicio responsable de nuestro consentimiento. Esa norma –el art. 1197– existe porque el legislador creía en un modelo capitalista, pero sin esa norma todo el modelo capitalista sucumbiría. En razón de esa norma los empresarios planifican su actividad, los empleados realizan sus pequeñas transacciones económicas, el mismo Estado encuentra una base cierta en la que fundar su política tributaria. Si la borramos, borramos el sistema capitalista; es como si este sistema fuese una emanación de dicha norma y no su inversa. Por eso, cuando tal norma no tuvo vigencia real –no podría tenerla en una economía hiperinflacionaria que llegó a índices del 300 % mensual– el sistema capitalista en la Argentina estuvo a punto de desaparecer. El contrato dejó de ser la ley de las partes, simplemente porque las convenciones no podían cumplirse. La «teoría de la imprevisión» dejó de ser un instituto de excepción para convertirse en la regla de la ejecución contractual. No más seguridad jurídica, proveniente del libre consentimiento de las partes. Perdido el ámbito de la soberanía individual, comenzó a regir el ámbito de lo público, de las regulaciones. Todos los contratos estaban, en más o en menos, regulados. La ley de las partes era la regulación y no el contrato, el contrato se estaba socializando, y con él, la economía, la política, el derecho. Por ello el Derecho no es una mera superestructura. Es un elemento funcional del sistema. Modifiquémoslo y el sistema será distinto.

III. El derecho administrativo En dicha concepción el Derecho administrativo juega un papel especial. En el sistema que se quiera conformar es fundamental el modo de relacionarse del Estado con los individuos. Por supuesto que el Estado tiene distintos instrumentos para hacerlo, para establecer esa relación, uno de ellos –y más que central– es el Derecho. El contrato es ley para las partes, esta definición es, por la negativa, un modo de relación. Pero para que el libre consentimiento tenga efectiva fuerza de ley, el Estado pone medios a disposición de las partes contratantes. Las normas supletorias, para suplir las lagunas contractuales y para interpretar el conjunto o partes de lo convenido. El juez y los medios de ejecución forzada de sus sentencias, para aquellos casos de incumplimientos a la ley del contrato. En un grado mayor de incidencia, el Estado introduce algunas normas –pocas– imperativas, de orden público; aquí para asegurar que el contrato no viole exigencias de bien común que el Estado legislador considera de indispensable respeto. Pero existen otras formas de relación, aquellas que vinculan directamente al Estado con los particulares y que, por tanto, definen y delimitan el grado de incidencia estatal en la sociedad. Aquí el Derecho administrativo cumple con un rol esencial. El derecho administrativo, desde esta perspectiva, configura un gran orden de repartos. Todo el derecho lo es, en un cierto sentido. El art. 1197 del Cód. Civil garantiza un orden de repartos autónomo, sin otra injerencia estatal que la ya enunciada. Es el orden de repartos del mercado, ya que las partes decidirán por sí mismas, pero sin poder obviar la influencia del mercado, el que en definitiva se forma, si funciona correctamente, con el conjunto cualitativo de las decisiones individuales, de la múltiple y multiforme aplicación del art. 1197 en la realidad. Por supuesto que se encuentran también sujetas al «mercado» –aunque paradojalmente, en un sentido no «mercantil»– las decisiones personales sobre bienes fundamentalmente no económicos. La decisión de contraer matrimonio es autónoma, libre, desinteresada, pero a la vez influida por circunstancias exteriores, donde los interesados también analizan, con las particularidades propias de la especie tratada, los «costos» y «beneficios» de su decisión, sus alternativas, opciones, ocasión adecuada, etc., sin incidencia estatal, más allá del régimen jurídico que el estado garantiza. Desde este punto de vista es una decisión de mercado, aunque basada en una racionalidad distinta que la ordinaria del mercado. Pero el derecho administrativo encara esta cuestión desde otro ángulo. En esencia es la negación del mercado, a veces su mera, pero trascendente, corrección. Cuando un particular se introduce en cualquier transacción jurídica, intercambia bienes –patrimoniales, personales (como la fidelidad conyugal)– que son propios, que sólo a él le pertenecen. Estas transacciones pueden tener efectos sobre terceros (grupo familiar, socios) pero serán válidas si se refieren a bienes propios, y el Derecho, ya lo vimos, le asegura la autónoma y libre disposición de esos bienes propios. Lo mismo ocurre con las distintas asociaciones que los hombres forman para satisfacer sus bienes propios, y a las que el Derecho, por una exigencia de organización y seguridad jurídica, acuerda subjetividad jurídica. Pero el Estado es distinto. En un sentido absoluto, carece de bienes propios. Por definición, administra bienes comunitarios –el bien común– destinados a su distribución en la sociedad, entre las partes del todo comunitario. El Estado es un organizador de la formación de la riqueza común y el distribuidor de la misma, cuando tal distribución no puede ser lograda según el normal funcionamiento del mercado. Este es el campo propio del derecho administrativo –junto con otras ramas del derecho público, como el fiscal o tributario, el penal, el procesal– en tanto que regula las relaciones jurídicas entabladas entre el Estado y los particulares y que tienen como finalidad la organización de la producción de la riqueza común y su distribución entre el conjunto de los particulares. Debemos remarcar que esta rama del Derecho es por definición ajena a las que coordinan y unifican a las normas supletorias aplicables a las transacciones hechas en el mercado, salvo en las excepcionales situaciones en las que el Estado (Administración pública) es sujeto de una transacción de mercado, donde, por lo demás, el Derecho administrativo sigue siendo parcialmente aplicable, porque el Estado sólo podrá ingresar en aquel tipo de negociación en orden a satisfacer instrumentalmente su finalidad esencial. La Administración pública no puede, estrictamente, ser sujeto de transacciones de mercado porque los bienes que ella puede intercambiar no son disponibles en el mercado, y no lo son porque la Administración carece de autonomía en la transacción. ¿Puede disponer a voluntad el reparto de los bienes comunes? ¿Sólo a ella, y a su cocontratante, le interesa –como al señor que vende zapatos– las modalidades del intercambio? ¿O el interés es de todos –al menos de un «todo» cualificado por determinadas circunstancias– ya que lo que se le dé más a uno a otro se le da de menos? No podemos profundizar este aspecto en la presente ocasión, pero concédanme tener esta afirmación siquiera provisionalmente por aceptada, debido a su utilidad en el razonamiento por venir. El derecho administrativo es un derecho fuera del mercado, un derecho «antimercado», violador de las reglas del mercado, si me permiten expresarlo de un modo sin duda exagerado. Jurídicamente, esta «ajeneidad» con relación al mercado se configura en el conjunto de principios y reglas que estructuran el derecho público. Hay en el derecho administrativo distintos tipos de norma: A) Las destinadas a asegurar la eficacia de la estructura administrativa para cumplir con los cometidos que le asigna el ordenamiento jurídico. Así las normas de organización, de distribución de competencia, el régimen del funcionariado público. Por ser accesorias a la finalidad principal del derecho administrativo, participan de sus principales características, lo que se destaca cuando estos aspectos se concretan o afectan a relaciones jurídicas establecidas entre la Administración y los particulares. B) Las destinadas a servir directa o indirectamente al proceso de la generación de la riqueza y su distribución. Así: a) directamente: 1) los contratos administrativos –generan infraestructura social, inciden sobre la formación del producto bruto y su distribución, sobre la ocupación de mano de obra, consumo de energía, materias primas, etc., y también sobre la capacidad de actuación de la Administración, como el contrato de suministro– 2) el servicio público, que, en lo sustancial, quita del mercado a la actividad así calificada, 3) la empresa pública, que actúa fundamentalmente fuera del mercado, expresa o implícitamente; b) indirectamente: 1) la policía o régimen de regulaciones de orden público con competencia administrativa para su aplicación de oficio e imperativa, 2) el fomento, en cuanto asigna recursos especiales, fuera del mercado, a determinadas actividades. Ambas distorsionan el mercado, alterando su libre juego, sin perjuicio de su total justificación en circunstancias determinadas. Sobre todos estos medios predomina el acto administrativo, es decir, el núcleo del denominado régimen exorbitante. El acto administrativo es, en definitiva, el que publifica a todos los institutos del derecho administrativo. Finalmente, como garantía de los administrados y garantía de eficacia y propio control en la Administración, el procedimiento y el proceso administrativo, o contencioso administrativo judicial. Si el Derecho administrativo es «el antimercado» ¿cómo juega en las distintas formas históricas de tratamiento estatal del mercado?

IV. Etapas históricas El carácter instrumental del derecho administrativo con relación al modo de entender estatal de su cometido de organizar y distribuir la riqueza, lo hace totalmente voluble, influenciable por los matices o grados de intensidad con que el Estado se «aproximó» al mercado. Notemos la diferencia con el derecho civil. Este parece, y en gran medida lo es, inmutable. Nuestro Código Civil –ley 340– fue promulgado el 29 de setiembre de 1869. En más de un siglo –a pesar de las grandes transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales– se mantuvo casi igual a su redacción original. Una reforma, importante pero parcial, en 1967. Otras, antes y después, pero de menor trascendencia. Algunas reformas importantes en el régimen del matrimonio civil. Pero esencialmente permaneció inmutable, ya que la concepción teórica básica del Estado tampoco cambió. Si la Argentina se hubiese orientado hacia un sistema comunista, sin duda el Código Civil hubiese sido totalmente modificado. Pero los cambios fueron prácticos antes que teóricos, puntuales y no globales. En el papel del Estado frente a la sociedad antes que con respecto a las relaciones entre los particulares. Claro que dichos cambios fueron importantes, pero sólo requirieron parciales adaptaciones del ordenamiento civil. En algunos casos podemos decir –ya lo vimos antes– quedó inadaptado. Esto es así porque el mercado –limitado, controlado, regulado, desnaturalizado– siguió existiendo. Lo que se debía modificar era el régimen que permitía la invasión del mercado por el Estado. Nos ocurrió lo mismo que en Europa. Simplificando las etapas, podemos distinguir el derecho administrativo vigente hasta la segunda gran guerra (aunque en el período de entreguerras ya se preanunciaba su conformidad posterior) adaptado a un Estado abstencionista, del posterior a la segunda guerra, propio de un Estado intervencionista, y el actual, que nace en la década del 80, que se amolda a un Estado cuya calificación nos es difícil porque se encuentra en formación y porque carecemos de la adecuada perspectiva histórica. Somos, más que contemporáneos a la transformación, sujetos y actores de ella. Pensemos en la segunda de las etapas mencionadas. Hablar de ella me es más sencillo ya que fui educado en sus presupuestos, en sus ideas fuerza. Soy parte de esa «cultura» de derecho administrativo. Aquí el derecho administrativo –porque lo hace el Estado– desconfía fuertemente del mercado. Lo acepta, pero como un mal necesario. Debe vigilarlo, ya que el mercado es, en realidad, un factor de perturbación para una adecuada organización de la creación y distribución de la riqueza social. La actividad social puede ser clasificada en «capas». Una primera engloba a las transacciones sin contenido económico, donde sólo hay que cuidar del orden público, la moral y las buenas costumbres. Otra contiene a las transacciones económicas sin real trascendencia sobre el cuerpo social. Aquí podrán haber más o menos regulaciones según la fuerza expansiva del poder de la burocracia y la ideología subyacente del gobierno de turno, pero básicamente se la deja librada a su suerte. Otra capa es la de las actividades que, aunque no tengan gran importancia económica, tienen sí efectos sociales. Un ejemplo lo constituyen las locaciones de inmuebles, atacadas por normas de orden público, regulaciones e injerencias administrativas. En este punto se avanzó sobre el Código Civil y se organizó un sistema administrativo de regulación y control. La última capa está formada por los grandes emprendimientos económicos, constituyan o no servicios públicos. Estos deben quedar para el Estado, en concurrencia o no con los particulares –en concurrencia material, por la actividad común, pero no jurídica ni económica, en la realidad de la cuestión– y si lo realizan los particulares, ello debe ser con un fuerte sometimiento a normas de policía o con un gran despliegue de medios de subsidio. Normalmente, con ambos. Para todo ello, grandes organizaciones burocráticas, empresas y entes descentralizados –se trata de una Administración «proletaria» por la enorme prole que genera– gasto público, déficit presupuestario. No tomen mis palabras como una crítica sin matices. Seguramente era lo necesario para la época, quizá lo inevitable. Aun así el derecho administrativo siguió siendo un gran elemento garantizador de los derechos de los particulares, en algunos casos hasta sustituyendo, en la doctrina y en la práctica, al ausente, por circunstancias políticas, derecho constitucional. No sólo eso, sino que significó el desarrollo económico, la mejor distribución de la riqueza, la reconstrucción de naciones que habían sido devastadas por las guerras civiles o internacionales, o devastadas por la desorientación de sus clases dirigentes. Pero todo en la vida envejece, se esclerotiza, y comienza a servir a finalidades distintas a las originales y justificantes, o a no servir para nada. Nosotros nos formamos en aquel derecho administrativo. El de la «procura existencial» en la feliz y gráfica expresión de Forsthoff, o en la feliz y gráfica traducción de los administrativistas españoles, que nos la trasmitieron. Es el derecho administrativo «conformador de la vida social», tan trabajado en España por López Rodó o Guaita. Es curioso ver que, aunque los temas en los programas de estudio eran los mismos, sus contenidos variaban. El estado inversor requería de un estudio profundísimo de los contratos administrativos; en un sistema de déficit presupuestario, el análisis detallado del régimen presupuestario carecía de una importancia determinante. La concesión del servicio público era casi una categoría histórica, por lo menos si pensamos en servicios públicos gestionados por particulares y no por empresas estatales, aunque vestidas con un falso contrato de concesión. La policía y el fomento debían tener un lugar central en la currícula de estudios, como también el complejo régimen de las empresas comerciales e industriales de propiedad del Estado, con su parafernalia de tipos societarios y empresariales y su heterogéneo e ilógico régimen jurídico. Se trata, en fin, de un derecho administrativo adaptado a un Estado enfermo de elefantiasis, grande, burocratizado. También muy ineficiente.

V. El nuevo modelo de Estado No siempre es fácil comprender las razones de los grandes procesos transformadores, en especial para los que son sus contemporáneos. Generalmente encuentran sus razones en un complejo de causas concurrentes, a veces exteriorizadas en los humores de la gente, del pueblo, en conductas pasivas o activas, pacíficas o violentas. Cuando tales humores encuentran a una clase dirigente que los interprete y los traduzca en hechos concretos, se producen los grandes cambios históricos. Lo cierto es que el final del siglo XX es testigo de este proceso de cambio, con características universales, que se manifiesta como una nueva relación entre el Estado y la sociedad. ¿Qué características tiene el nuevo modelo de relación que, todavía imprecisamente, se está delineando? A) Diferenciales Entendemos por características diferenciales aquellas que distinguen al nuevo modelo de los anteriores, comparándolo tanto con el régimen capitalista existente hasta la finalización de la Segunda Guerra (para fijar una fecha, sin duda caprichosa) como también con el identificado como «Estado de bienestar», que lo sucedió. Naturalmente no hacemos esta comparación con el modelo comunista, o con ciertos socialismos de «izquierda nacional» cercanos al comunismo, porque no hay punto de comparación posible. A. 1) Con el sistema capitalista «extremo»: se diferencia en las materias más sensibles, como la incorporación de claras reglas de justicia en las relaciones laborales; la existencia de entidades intermedias de protección a las personas –p. ej. sindicatos– la plena conciencia de la necesidad de una educación generalizada y profesionalizada, trascendente del simple alfabetismo; la protección de la salud pública; la necesidad de un salario mínimo pero superior –cualitativamente superior– al mero salario de subsistencia, y otras áreas críticas. Aquí el Estado ha dejado de ser abstencionista, respondiendo a la conciencia comunitaria relativa a la razón de bien común de resolver estos problemas. En el orden político, lo expuesto es causa y efecto, a la vez, de una mayor democratización de la vida política, fundamentalmente en la extensión de los derechos electorales y una afirmación muy sustancial de la responsabilidad electoral de los gobernantes; el respeto por los mecanismos de control de la actuación pública; la división de poderes y demás principios propios del Estado de derecho. Especialmente, una sustancial afirmación y respeto práctico por los derechos fundamentales, en la constante búsqueda de la realización del ideal expresado en la terminante sentencia del Papa Juan XXIII: el hombre es fundamento, principio y fin de todas las instituciones sociales. A. 2) Con el «Estado de bienestar»: sensible aceptación del valor de la iniciativa privada y del efecto positivo del funcionamiento del mercado rectamente ordenado; desconfianza en las iniciativas económicas y sociales de carácter estatal; rechazo de la burocratización de las actividades; rechazo del igualitarismo social; conciencia de la necesidad de reducir el gasto público en la medida exigible por un presupuesto equilibrado –rechazo de la idea del déficit presupuestario como factor de desarrollo– limitación de la estatización de los medios de producción –empresas públicas– y de la estatización de la prestación de los servicios públicos; revisión del sistema de regulaciones del mercado, rechazando las regulaciones globales o universales para actuar, en cambio, más fuertemente en las regulaciones selectivas. Estas ideas también tienen sus consecuencias en el mundo político, con la superación de la concepción de la «democracia de masas»; la reducción o desaparición de la influencia cualitativa de los sindicatos obreros y patronales en la toma de decisión política; la revalorización de la capacidad profesional de los dirigentes políticos y, con ello, una redefinición del papel mediador de los partidos. B) Afirmativas: Si bien aquellas diferencias son, en sí mismas afirmaciones, en este rubro incluimos características más claramente innovadoras respecto a situaciones anteriores. Así la creciente preocupación por el problema ecológico, con su conclusión en medidas reguladoras; la concentración del Estado, de su burocracia, en un núcleo fuertemente profesional; la concentración de su papel en el desarrollo de determinadas actividades esenciales, variables conforme con las circunstancias, con vocación a la excelencia en la prestación de las mismas; la afirmación del servicio público, junto con su papel de garantizador de la situación de los usuarios, como un generador de una mejor calidad de vida y una forma de medir el nivel de ingresos de las personas, lo mismo que con respecto a otras prestaciones administrativas, como la salud, la educación y la seguridad –a mejor calidad de las prestaciones, mejor calidad de vida y mayor ingreso real per capita (no sólo gano mi sueldo mensual, sino que también «gano» el buen servicio público de que disfruto o la buena prestación de salud a la que tengo acceso, gratuitamente o a niveles tarifarios razonables)–la confianza y vocación por delegar en las organizaciones comunitarias la prestación de determinados servicios, no sólo los tradicionalmente calificados como «públicos» sino también distintas prestaciones en materia de seguridad social, retiros de vejez, etc. –atribuir el «gasto» presupuestario, no a una organización estatal burocrática, sino, como forma de subsidio, a una entidad social, privada, no burocratizada– confianza en la distribución de los recursos sociales a través de los mecanismos del mercado. Todo ello según una concepción que podemos denominar «empresarial» basada en el análisis del «costo-beneficio» de cada actividad pública, incluso la normativa como las regulaciones de policía, las adjudicaciones individuales a través, p. ej. de la legislación del trabajo, la legislación indemnizatoria por infortunios tanto laborales como civiles, etc. ¿el beneficio acordado al individuo, es compensable con el costo social que luego repercutirá sobre el mismo individuo? O bien ¿el beneficio social de determinadas medidas, es compensable con su costo individual? Esta concepción supone entender, desde este punto de vista, a la sociedad como un sistema de adjudicaciones, no alejado de la idea de justicia distributiva de la filosofía clásica. Todos estos elementos tienen, también, su repercusión en la cultura social. La revalorización de la iniciativa privada es también la revalorización del trabajo, como la búsqueda de la capacitación y profesionalidad en los servicios y prestaciones, produce como efecto necesario la preeminencia del valor del trabajo bien hecho, del trabajo que perfecciona al agente y a los otros que, por el trabajo, con el agente se relacionan. El hombre, que por el trabajo es co-creador, es también un hombre solidario, porque la creación, salvo supuestos patológicos, no admite las sicologías egoístas. Si en lo personal se destaca el valor preeminente del esfuerzo individual y su proyección solidaria, en lo social tienen que florecer conductas asociativas, muy alejadas de la cosmovisión individualista que caracterizó, en gran medida, al capitalismo inicial. Tienen que florecer las pequeñas empresas, las empresas familiares que todavía son la base del desarrollo de las economías del llamado primer mundo. También las asociaciones con fines de servicio, del más variado tipo, con profesionales que hagan (por qué no) del empleo en ellas su medio de vida, aunque la asociación, como tal, sea no lucrativa. ¿Cómo llamar a este nuevo modelo? No debemos todavía preocuparnos por el nombre. La preocupación debe estar, mejor, orientada a la afirmación del modelo (si es que lo consideramos positivo) a la depuración de sus aspectos negativos, a la consolidación de su sentido personalista.

VI. El derecho administrativo del nuevo modelo Si el derecho administrativo es el derecho de «extramuros» del mercado, en el nuevo modelo debe ser concebido de una manera que no atente contra las áreas –mayoritarias– que quedan adjudicadas al mercado. Pero esto no significa idear un derecho administrativo debilitado. El Estado debe ser fuerte y vigoroso en lo que hace, en lo que debe hacer, pues tal hacer es en razón de su carácter de gerente del bien común, de distribuidor de cargas y beneficios, en aquellos sectores en que no es posible distribuirlos o adjudicarlos por el estricto y exclusivo juego del consenso entre las partes. Por eso el derecho administrativo es derecho público, dotado de prerrogativas que se armonizan con las garantías reconocidas y afirmadas en los particulares. Seguirá estando fundado en el acto administrativo, como centro de estas prerrogativas de poder y de ejercicio de las garantías pertinentes. El acto administrativo será, continuará siendo, la base de las restantes instituciones iusadministrativas: de los contratos, que tendrán tanto una razón adjudicativa, como de eficacia gerencial y beneficio social ( no más contratos administrativos sólo para «dar trabajo» al sector al que se orientan) del servicio público, ahora centrado en la técnica de la delegación por concesión; de la policía, que protegerá tanto al orden público, como garantizará la iniciativa privada, la calidad de las prestaciones, el respeto por elementales reglas de convivencia que también se expresan a través de la lealtad comercial, la calidad de los productos, el respeto por el consumidor o usuario, la publicidad veraz y alejada de técnicas de captación, impulsos o incentivos, moralmente disvaliosos; la regulación que también debe proteger a la actividad privada y a la capacitación técnica y profesional de los diversos prestadores; el fomento de la iniciativa privada, de la tecnificación y ocupación de mano de obra, sin injustas o desproporcionadas adjudicaciones de los recursos sociales mediante el subsidio de empresas innecesarias, ineficientes u obsoletas. Es un derecho administrativo que deberá insistir y perfeccionar las técnicas de la delegación hacia la comunidad, en aplicación del principio de subsidiariedad: ¿para qué una organización pública burocrática si el servicio o actividad puede ser prestado por asociaciones particulares eficientes (con eficiencia controlable por la Administración) con la misma o menor asignación de recursos presupuestarios? El principio de subsidiariedad obligará a tratar sólo como un recurso de excepción y provisional la asunción, total o parcial, por parte del Estado de la titularidad de los medios de producción en una determinada empresa o sector de la actividad. Privatizada y desregulada la economía, tiene que fortalecerse la preocupación por el control, en beneficio del mercado como un todo y en beneficio de los sujetos individuales que le otorgan al mercado su contenido real. De aquí que deberán perfeccionarse las técnicas de control (que, en muchos casos, no serán estrictamente regulatorias) donde el derecho administrativo deberá desarrollar, seguramente, instituciones más ágiles y adecuadas que las presentes. Toda esta nueva actividad supone una organización administrativa apropiada. Deberá continuarse con las técnicas de desconcentración y descentralización, pero con instrumentos que eviten la formación de feudos administrativos, tan generalizados en el Estado burocrático. Para esto, una efectiva ligazón de las organizaciones administrativas, aun las subjetivadas, con el Poder Ejecutivo y sus ministros y, especialmente, evitar la formación de estructuras permanentes. Existen gran cantidad de actividades del Estado que, en sí mismas, responden a necesidades coyunturales o circunstanciales, por lo que requieren de estructuras de servicio de «término fijo», que deben desaparecer de pleno derecho al vencimiento del plazo, salvo prórroga mediante resolución fundada. Deberá recurrirse, como regla general, a cuerpos profesionales pequeños, con remuneración adecuada, generando un escalafón profesional contratado, en paralelo al escalafón perteneciente a lo que se puede llamar como de «administración ordinaria». Aquí sí debe continuar rigiendo el principio de la estabilidad en el empleo público, para evitar retornar al «sistema de los despojos», pero quizá debidamente flexibilizado. Deberá aceptarse que la Administración eficiente, consciente de la relación costo-beneficio en cualquier actividad prestacional o reguladora, requiere de agilidad. Deben, entonces, preverse estructuras administrativas dotadas de suficiente competencia reglamentaria, seguramente por vía de delegación legislativa, cuya constitucionalidad será indudable en la medida que en la ley de delegación se definan claramente las políticas legislativas que la Administración deberá respetar y llevar a cabo. Lo mismo ocurre con la facultad que el Ejecutivo debe gozar en materia de regulación de situaciones de emergencia a través de medidas rápidas y concretas, con la posterior intervención del Poder Legislativo en un procedimiento que no afecte a la cobertura de seguridad jurídica que toda norma debe portar, p. ej., otorgándole a la falta de tratamiento legislativo del decreto de urgencia, en un determinado plazo, carácter confirmatorio del mismo. Como se trata de una Administración reducida pero fuerte en el ámbito estricto de su competencia subsidiaria, el procedimiento administrativo y el proceso judicial contencioso administrativo, deberán ser diseñados de manera de evitar «judicializar» la Administración pública, con lo que se evitará también la «judicialización» de los conflictos políticos. El concepto de juez «deferente» de la decisión discrecional administrativa y la revalorización de la presunción de legitimidad y fuerza ejecutoria del acto administrativo, servirán para evitar la esclerosis administrativa, la paralización de la gestión de los asuntos públicos, en áreas que, en el nuevo modelo de relación Estado-sociedad, es reducida y de interpretación estricta y restrictiva. Esta idea deberá congeniarse con los postulados del Estado de derecho y la garantía del debido proceso, pero en un esquema que diferencie la litigiosidad privada del procedimiento de formación y emisión del acto administrativo, como también resulte respetuoso de la división de poderes, evitando la generación de decisiones judiciales, de contenido en definitiva, semejante al acto administrativo, como si fueran emanadas por un juez que ha dejado de serlo, para convertirse en un administrador. La competencia técnica y los recursos necesarios para la «administración general del país» han sido reservados por el constituyente y por el legislador a la Administración pública y no al Poder Judicial, sin perjuicio del destacado papel que éste debe cumplir y cumple en la defensa de los derechos subjetivos, cuando éstos se encuentren concretamente agraviados por una decisión administrativa. Aun así se impone el recurso de, junto con la revocación de la decisión viciada, el reenvió a la Administración para la toma de una nueva decisión, señalando los principios de derecho que esta decisión deberá respetar en el nuevo pronunciamiento, si éste resultase necesario. De lo contrario, insisto, las sentencias se transforman en actos administrativos, seguramente en perjuicio de la corrección y eficacia de la toma de decisión administrativa. En definitiva lo expuesto no es más que un conjunto de ideas, en muchos casos de aspiraciones, que quizá resulten útiles para el buen camino de esta nueva etapa de la que nos encontramos recién en su punto de partida. Seguramente todas, o casi todas, serán polémicas y muy posiblemente erróneas, pero la polémica es lo que hoy interesa, como también la aproximación a la verdad por el descarte del error que, por analizado, recién puede ser, entonces, descalificado.

(*)Sobre la base del documento de trabajo presentado en el IX Congreso Nacional de Administración Pública, celebrado en Mendoza durante los días 25, 26 y 27 de noviembre de 1992.

Publicado en: LA LEY 1993-A, 820

Reglamentos administrativos

SUMARIO: I. Introducción. — II. Los reglamentos autónomos. — III. Reglamentos de ejecución. — IV. Reglamentos delegados. — V. Reglamentos de necesidad y urgencia. — VI. Conclusión. La actividad legisferante del Poder Ejecutivo.

I. Introducción
La actividad jurígena del Estado es muy amplia y multiforme. Por supuesto que no es la única actividad que realiza, pero normalmente, cualquiera sea, cuando se expresa hacia el exterior –y en muchos casos hacia su propio interior(1)– incide sobre la esfera jurídica de terceros ajenos o no al Estado y tengan o no, tales decisiones con efectos jurídicos, efectos generales y abstractos.
El mismo acto administrativo –de efectos particulares y concretos– es una decisión normativa, en cuanto incide autoritativamente (y no por consenso como en el caso de los actos jurídicos privados, salvo aquellos a los que la ley les otorga esta cualidad) sobre el ámbito de los derechos de un particular con presunción de legitimidad y fuerza ejecutoria, como lo establece el art. 12 de la ley de procedimientos administrativos, 19.549 (Adla, XXXIX-C, 2339 –t.a.–). Estos caracteres –la presunción de que la decisión es conforme con el resto del ordenamiento jurídico al que se debe subordinar, y la cualidad de producir sus efectos propios y prácticos (directos o indirectos; mediatos o inmediatos) por sí mismo– son los que le confieren tal carácter normativo al acto administrativo (como a la sentencia judicial firme, pasada en autoridad de cosa juzgada) pues esta es la característica esencial de toda norma y no su eventual generalidad y abstracción. Estas últimas son modalidades de algunas normas, pero no esenciales. Lo esencial es la expresión de voluntad estatal (de cualquiera de sus órganos constitucionales o subconstitucionales) que, por ser tal, se normativiza automáticamente y así pasa, también de manera automática, a formar parte del ordenamiento jurídico estatal.
Así, una decisión estatal puede estar dirigida a una sola persona, pero aún ser una norma jurídica, en la medida que para ese sujeto tal decisión goza de la presunción de legitimidad y de la fuerza ejecutoria. Aun particular y concreta, la decisión puede afectar a terceros no previstos en la misma, en la medida que, como consecuencia, dicha decisión incida sobre la esfera jurídica de aquellos, para quienes tendrá también presunción de legitimidad y fuerza ejecutoria (2).
Se trata esta de una concepción subjetiva de la norma jurídica, que atiende exclusivamente a su creación estatal o, excepcionalmente, a su creación por sujetos particulares cuando éstos actúan por delegación estatal, en el ejercicio de la que hemos denominado «delegación transestructural de cometidos» (3), sin perjuicio de la normatividad social impuesta por la costumbre.
La seguridad jurídica y la prevalencia del principio democrático en la formación de la decisión (normativa) estatal obligan a que las normas reconozcan, entre sí, una determinada relación jerárquica, expresamente establecida en los arts. 31 y 75 incs. 22 y 24 de la Constitución Nacional.
Como el Estado se estructura en órganos y cada uno de ellos es según su competencia (constitucional, legal o reglamentaria) creador de normas jurídicas –una elemental razón de seguridad jurídica, que presupone la previsibilidad y la coherencia–, exige que exista una «relación de validez» entre aquella pluralidad de normas, que hace que unas tengan forma y contenido válidos en la medida que no contradigan lo dispuesto en otras consideradas de mayor jerarquía. Previsibilidad en tanto que la existencia y vigencia de una determinada norma jurídica se la considera subsistente hasta que no sea derogada o modificada por otra de superior o igual jerarquía. Coherencia, para evitar la contradicción entre normas, en especial teniendo en cuenta la pluralidad de fuentes y también que las normas de aplicación de otras, normalmente consideradas de inferior jerarquía que las aplicadas, son por lo común más numerosas.
Pero aún más importante es, en nuestro sistema, la prevalencia del principio democrático-representativo en la toma de decisión. Será de mayor jerarquía la norma que más exprese la soberanía popular y que, a la vez, su formación sea resultado de un debate y votación mayoritaria. Los principios de la expresión y representación de la soberanía popular y del debate y decisión mayoritaria son los que establecen la escala jerárquica normativa: cuanto más representativo sea el cuerpo que toma la decisión y cuanto más ésta surja de un proceso deliberativo y mayoritario, mayor será la jerarquía de la norma.
Así, la mayor jerarquía de la constitución originaria, en cierta paridad (y sólo para sus efectos limitados) con la ley que declara la necesidad de la reforma de la Constitución; por debajo la Constitución derivada (4); luego los tratados y concordatos internacionales (art. 75.22) y las normas derivadas de los «tratados de integración» (art. 75.24) (5); siguen las leyes, con preferencia de las especiales sobre las generales.
Hasta aquí rigen plenamente las reglas de la soberanía popular representativa y del pleno debate mayoritario. Luego saltamos a otro mundo, al mundo de la Administración pública, cuyo «responsable político» (art. 99 inc. 1°, Constitución) es el Poder Ejecutivo quien, si bien es también un órgano de representación política directa (art. 94, Constitución) no realiza un proceso de toma de decisiones deliberativo y mayoritario, sino puramente jerárquico (6). Por ello sus normas son inferiores a las generadas por los órganos constituyente y legislativo (una situación particular se encuentra en los decretos de necesidad y urgencia, como veremos), y con mayor razón esto sucede con las creadas por los órganos inferiores de la Administración pública.
En paralelo se encuentran las sentencias judiciales (los actos administrativos y los reglamentos emanados de los tribunales asemejan su situación a los producidos por los órganos de la Administración pública) que deben aplicar el ordenamiento jurídico que corresponda (cualquiera sea su jerarquía pero respetando su validez y efectos jerárquicos) y en este sentido son inferiores, aunque, una vez dictadas y pasadas en autoridad de cosa juzgada, no pueden ser alteradas por las normas emanadas de ninguno de los otros órganos, lo que les otorga –sólo a estos efectos– una suerte de preeminencia basada en la necesidad de asegurar la firmeza de la resolución de los conflictos intersubjetivos que son conocidos por los tribunales.
Dentro de la propia Administración pública (una estructura de órganos sumamente compleja) el modelo se repite, aunque con variantes importantes. Aquí rige el principio de la jerarquía de las normas según la jerarquía del órgano emisor y, por razones de seguridad jurídica, la prelación del reglamento sobre el acto administrativo o «principio de la inderogabilidad singular de los reglamentos», según la expresión de García de Enterría (7).
En todos los casos, también razones de seguridad jurídica, imponen la regla según la cual la norma posterior deroga a la anterior, siempre siendo ellas de igual jerarquía.
Entonces todo el Estado es un gran productor de normas jurídicas, generales y particulares. Dentro del Estado, lógicamente, la Administración pública, que también dicta normas generales y particulares, especialmente, reglamentos y actos administrativos. Esto no es una excepción al principio de la separación de poderes –en realidad separación orgánica de funciones (8)– que no genera compartimentos estancos sino colaboración entre los distintos órganos creados por la Constitución. Todos son el Estado y todos gozan de los atributos del Estado, entre ellos, la potestad creadora de normas.
Los reglamentos administrativos, según su relación con la Constitución y las normas con calidad de ley emanadas del Congreso, se califican en autónomos, de ejecución, delegados y de necesidad y urgencia, todos hoy expresamente reconocidos por la Constitución Nacional. Ellos son los que analizaremos en este trabajo.

II. Los reglamentos autónomos
En realidad el dictado de normas que podemos denominar como «reglamentos autónomos» (RA) no es una competencia exclusiva del Poder Ejecutivo. Se encuentra, siempre según las reglas de la competencia, en cabeza de diferentes órganos de la Administración pública (ministros, secretarios de Estado) o de entes descentralizados de aquélla.
También en los otros órganos constitucionales, o de creación constitucional, reside la competencia de dictar RA. Para el Poder Legislativo tal competencia está prevista en el art. 66, CN –«Cada Cámara hará su reglamento…»– y también en el art. 75 inc. 32 por el cual el Congreso puede ejercer una competencia normativa generalizada incluso a través de «reglamentos». Para el Poder Judicial la competencia para dictar RA se encuentra distribuida entre la Corte Suprema de Justicia, en lo que hace a su propia organización y funcionamiento (art. 113, CN) y el Consejo de la Magistratura, por el art. 114, apartado 6: «Dictar los reglamentos relacionados con la organización judicial y todos aquellos que sean necesarios para asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación de los servicios de justicia».
El «poder» reglamentario «autónomo» se funda en la necesidad del órgano de contar con la competencia –explícita o implícita– para desarrollar los principios de su propia organización y funcionamiento. Estos principios normalmente se encuentran establecidos en una norma de jerarquía superior, que sólo en pocos casos es suficiente en lo que hace a contemplar todos los aspectos de la organización del órgano –más estrictamente, del complejo orgánico que determinado órgano preside– o de la totalidad de las reglas para su funcionamiento.
Para el Poder Ejecutivo la descripción anterior puede ser más amplia. Nuestro sistema constitucional, en la base del principio de la denominada «separación de poderes», siguió una lógica de exclusión. Creó el órgano legislativo –el Congreso– y le otorgó determinadas competencias materiales, de manera que tales materias sólo puedan, válidamente, ser regladas por ley formal (con las excepciones de los decretos delegados y los decretos de necesidad y urgencia, como veremos). De esta manera, salvo en lo que respecta a las competencias judiciales –resolver «causas» o «controversias» con fuerza de cosa juzgada– o la que corresponde a los nuevos órganos constitucionales, como el Defensor del Pueblo, el Auditor General de la Nación y el Ministerio Público, al Poder Ejecutivo le quedó la competencia residual para dictar normas generales en todos los campos no atribuidos al Congreso o ejercidos (la regulación normativa) por éste haciendo uso de la competencia amplia del art. 32, CN. En estos últimos casos, si bien no se establecen competencias taxativas o exclusivas del Congreso, si éste las ejerce en concreto sancionando una ley que regule la materia, queda automáticamente excluida la competencia del Ejecutivo de dictar RA sobre el punto (9).
Estos reglamentos son «autónomos» porque no tienen relación directa con una norma concreta de mayor jerarquía, salvo la Constitución. Sin embargo, ello no los excluye de su obligatoria subordinación al resto del ordenamiento jurídico legislativo, es decir, a la subordinación jerárquica con respecto a cualquier ley formal. El RA, aunque no vinculado a ninguna ley en concreto, se encuentra subordinado jerárquicamente a todas y cualquiera de las leyes que sanciona el Congreso, a los tratados internacionales vigentes para la Argentina y a las normas del llamado «derecho derivado» de los tratados de integración. No pueden contradecir a ninguna de estas normas, ni en su letra ni en su espíritu. Se trata, entonces de una «autonomía» relativa. Deberían ser llamados «reglamentos orgánicos», nombre que se identifica más con su verdadero contenido.
El Poder Ejecutivo o Presidente de la Nación goza de la competencia de dictar RA por su calidad de «jefe del gobierno» y «responsable político de la administración general del país» (10) que le confiere el art. 99. 1, CN. Se trata de una competencia implícita en lo general, pues sin ella el Presidente no podría ejercer tales cualidades constitucionales. Sin perjuicio de ello, la CN le confiere expresamente algunas competencias reglamentarias de este tipo como la prórroga de las sesiones ordinarias del Congreso o su convocatoria a extraordinarias (99.9, CN) que es un acto institucional de efectos generales, o con relación a los reglamentos que precise dictar para supervisar la actuación del jefe de gabinete de ministros en la recaudación e inversión de las rentas de la Nación (99.10, CN) o para comandar a todas las fuerzas armadas de la Nación (99.12, CN) u organizar y distribuir a las mismas fuerzas (99.14), como también la declaración de guerra y represalias, con autorización del Congreso (99.15) y la declaración del estado de sitio (99.16) o la intervención federal a una provincia (99.20, también de naturaleza institucional), etcétera.
Sin embargo el Jefe de Gabinete de Ministros, que es quien ejerce la administración general del país (100.1, CN) goza de la competencia de «expedir los actos y reglamentos que sean necesarios para ejercer las facultades que le atribuye este artículo y aquellas que le delegue el presidente de la Nación» (100.2, CN) norma que prevé expresamente a los RA. Cabe añadir que si el Jefe de Gabinete puede sancionar RA para ejercer las competencias delegadas por el Presidente, es porque el Presidente puede hacerlo en las mismas materias, ya que el órgano delegado no puede tener más competencias que el órgano delegante.
Luego la competencia reglamentaria en materia de RA se distribuye por toda la estructura de la Administración pública, centralizada y descentralizada, según las normas que atribuyen la competencia de los órganos y entes administrativos, debiéndose entender siempre que esta competencia reglamentaria es –más allá de la expresamente acordada– implícita para el ejercicio de las competencias materiales expresamente concedidas.

III. Reglamentos de ejecución
La efectiva puesta en práctica de un tratado o una ley requiere, en numerosos casos, de una actividad reglamentaria por parte del Poder Ejecutivo, cuando del contenido de la propia norma legal o convencional surge la necesidad de la fijación, ya sea del procedimiento según el cual la norma será aplicada por parte de la Administración pública, o bien la necesidad de desarrollar su propio contenido en cuestiones de detalle, en la precisión de datos (que pueden ser cambiantes según las circunstancias) o en diferentes modalidades para su ejecución.
El primer supuesto sólo ocurre cuando la ley debe ser aplicada por la Administración pública, total o parcialmente, no cuando su vigencia efectiva en la realidad concreta queda sometida exclusivamente a la conducta de los particulares, aun cuando sean normas de contenido imperativo.
El segundo caso depende también de la voluntad del legislador, o su capacidad de previsión de todos los supuestos posibles en los que la norma será o podrá ser aplicada en la práctica. El legislador puede prever en la norma su desarrollo completo, todas sus alternativas numéricas, la precisión específica para su aplicación. O bien, por su voluntad circunstancial o por real imposibilidad o inconveniencia de avanzar en un grado tal de detalle, dejar este desarrollo de la norma en manos del Poder Ejecutivo, en un sistema cuya conveniencia puede resultar de muchos factores, como el «expertise» de la Administración pública en los campos en los que la norma deba ser aplicada, el que le viene otorgado por el propio legislador al dotarla, en el presupuesto, de los recursos necesarios –y autorizarla para su gasto– para contar con los medios materiales y personales adecuados para saber cómo la ley debe ser aplicada en cada circunstancia. También pesa mucho en aquella decisión del legislador de dejar en manos del Ejecutivo el desarrollo detallado de la ley, el hecho de que, en muchos casos, tal desarrollo depende de circunstancias variables. Frente a ellas el Poder Ejecutivo tiene una capacidad de respuesta más flexible y rápida que el propio Congreso, además del ya citado «expertise» para reconocer los nuevos datos de la realidad y responderlos con las decisiones adecuadas. La ley se convierte así en un programa o guía conductora inteligible, sancionado de acuerdo con el procedimiento democrático-representativo analizado más arriba, que siempre obligará al Ejecutivo pues en cada caso la validez del reglamento de ejecución (RE) se valorará en comparación con la ley reglamentada (art. 99.2 CN) según las circunstancias que rodeen a dicha valoración.
A diferencia de los RA, los RE mantienen una ligazón directa con la norma que reglamentan –sin perjuicio de que también se encuentran vinculados con el resto del ordenamiento de mayor jerarquía normativa– y, de acuerdo con el ya citado art. 99, inc. 2° de la CN, sólo pueden ser sancionados por el Poder Ejecutivo, con exclusión de los restantes órganos y entes de la Administración Pública (11).
En una sentencia que tiene un contenido hasta docente (12), la Corte Suprema de Justicia calificó a los RE en sustantivos y adjetivos. Estos últimos no son sino «normas de procedimiento para la adecuada aplicación de la ley por parte de la Administración Pública», mientras que los primeros –que se asemejan a la delegación, tanto que la Corte los denomina como reglamentos de «delegación impropia»– nacen de una decisión del legislador, que «encomienda al Ejecutivo la determinación de aspectos relativos a la aplicación concreta de la ley, según el juicio de oportunidad temporal o de conveniencia de contenido que realizará el poder administrador». Pero dicha semejanza con la delegación es sólo aparente –tanto que la Corte en «Cocchia» ratificó su vieja doctrina acerca de la extraconstitucionalidad de la delegación legislativa propiamente dicha, mientras admitió la validez del decreto cuestionado en el caso, por calificarlo como reglamento de ejecución sustantivo– lo que obliga a considerar en particular a los denominados «reglamentos delegados» o «reglamentos de delegación» para deslindar debidamente ambos institutos.
¿La competencia para dictar RE reside también en cabeza del Poder Legislativo y del Poder Judicial? La respuesta es afirmativa si pensamos en los reglamentos adjetivos, pues cada uno de aquellos órganos constitucionales tiene que encontrarse habilitado para sancionar las normas según las cuales dará aplicación a los tratados y a las leyes. En definitiva, las normas constitucionales citadas para el caso de los RA (arts. 66 y 75 inc. 32, para el Poder Legislativo y 113 y 114 para el Poder Judicial) por su redacción amplia también autorizan a incluir en ellas a esta especial categoría de RE. Mayor dificultad existe en el caso de los reglamentos sustantivos, donde el art. 99.2, CN parece otorgar una competencia exclusiva en cabeza del Poder Ejecutivo. Esto es así claramente frente al resto de la estructura orgánica de la Administración pública, pero no resulta lógico excluir a los restantes «órganos superiores de la Constitución» –el Congreso, actuando por ambas Cámaras, y la Corte Suprema de Justicia– de una competencia reglamentaria que, en ciertos casos les podrá resultar indispensable para el cumplimiento de sus cometidos constitucionales. Cierto es que el Congreso la ejercerá normalmente bajo la forma de ley, que resultaría así de contenido reglamentario de otra anterior, y de su misma jerarquía, con el beneficio de ser ley posterior. En los tribunales esta reglamentación podrá encontrarse en los fallos plenarios de las Cámaras de Apelaciones, o en la jurisprudencia afirmada de la Corte Suprema, ya que, en muchos casos, al interpretar el texto de una ley se la podrá estar también reglamentando. Pero tampoco debe excluirse la posibilidad que tal reglamentación provenga de acordadas de los tribunales, que serán válidas siempre y cuando su contenido exprese una decisión que sólo puede ser tomada en el ámbito del Poder Judicial y no del Poder Ejecutivo. De lo contrario, habría una invasión inválida sobre la competencia propia del Ejecutivo, expresamente establecida en el ya recordado art. 99.2, CN.

IV. Reglamentos delegados
La delegación es un instituto típico del derecho público por el cual se autoriza a que un órgano transfiera a otro el ejercicio de su propia competencia. La transferencia normalmente tiene un contenido determinado y hasta la explicitación de las finalidades a obtener, como así también suele tener un plazo preciso. El órgano delegante es de superior o, excepcionalmente, de igual jerarquía que el órgano delegado; la inversión de esta relación jerárquica resultaría absurda y contradictoria con la naturaleza del propio instituto.
Pero, aunque típica, la delegación es de interpretación restrictiva. Siempre requiere de una norma que la autorice ya que se parte del principio de que el ordenamiento, al dotar a un órgano de una determinada competencia, quiere que ese órgano y no otro la ejerza.
Lo mismo ocurre en el derecho constitucional. Hasta la reforma de 1994, la delegación de competencias constitucionales entre órganos establecidos en la Constitución, no se encontraba siquiera prevista en el texto constitucional.
Por ello la Corte en «Cocchia» pudo afirmar, siguiendo una jurisprudencia anterior, «es en razón de sus caracteres propios, precisamente, que en nuestro sistema no puede considerarse la existencia de ‘reglamentos delegados’ o de ‘delegación legislativa’ en sentido estricto, entendiendo por tal al acto del órgano legislativo por el cual se transfiere –aún con distintos condicionamientos– en beneficio del ‘ejecutivo’, determinada competencia atribuida por la Constitución al primero de tales órganos constitucionales…» (Considerando 14).
Hoy la cuestión se encuentra expresamente contemplada en la CN. Su art. 76 dispone: «Se prohíbe la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo, salvo en materias determinadas de administración o de emergencia pública, con plazo fijado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación que el Congreso establezca…».
De esta manera la regla general es la prohibición de la delegación legislativa, lo que impide, lógicamente la existencia de los reglamentos delegados (RD).
La norma prohíbe la delegación legislativa en el «Poder Ejecutivo». ¿Significa esto que se encuentra autorizada en beneficio del Poder Judicial? Es inimaginable la delegación legislativa en favor del Poder Judicial, ya que hay una incompatibilidad de naturaleza. Una cosa es que los tribunales puedan emitir válidamente RA y, en ciertos casos RE, y otra es que puedan sustituir al Legislativo (aun con su autorización expresa) en la tarea de legislar. Para esto no están los jueces, quienes carecen de la organización y, en síntesis, del «expertise» adecuado para ello. Por la misma razón tampoco puede existir delegación del ejercicio de las competencias de cualquiera de los órganos constitucionales hacia los otros, sin perjuicio de la concreta prohibición del citado art. 76. Cada uno de estos órganos está diseñado para cumplir con su propia competencia, diseño que es ex profeso para asegurar el principio de la división de poderes. Por ello la única delegación teóricamente posible es la legislativa en beneficio del Poder Ejecutivo –prohibida también como regla general– porque este último se encuentra en condiciones técnicas y de organización para dictar normas de contenido materialmente legislativo, como lo prueba su habilidad para la sanción de los denominados decretos o reglamentos de «necesidad y urgencia», que luego analizaremos. Por lo demás, la prohibición de la delegación en beneficio del Poder Ejecutivo alcanza a la delegación en favor de cualquier órgano o ente de la Administración pública, de lo contrario se afirmaría una palmaria incongruencia.
La regla general prohibitiva tiene dos excepciones. La primera es la que se otorgue para enfrentar una situación de «emergencia pública». Aquí el caso, en su base fáctica, es similar al que justifica el dictado de reglamentos de necesidad y urgencia aunque su diferencia estriba en que, en la delegación, el Congreso actúa a priori, precisamente delegando, mientras que en el segundo supuesto, existe una inactividad del Congreso por la imposibilidad de seguir el procedimiento ordinario para la sanción de las leyes, como lo señala el art. 99.3, CN. En este caso, el Congreso actuará a posteriori, aceptando o rechazando el reglamento o decreto de necesidad y urgencia, en definitiva ejerciendo una tarea de control específicamente establecida en la norma constitucional. En el caso de la delegación, esta intervención posterior del Congreso es posible, aunque no la prevea expresamente la norma constitucional. Es que nada puede impedir que el Congreso se encuentre disconforme con la manera en que el Ejecutivo ejerció la competencia delegada, y derogue o modifique el RD, sin perjuicio de su validez y vigencia hasta ese momento. En la situación de emergencia pública, discrecionalmente valorada por el Congreso –lo que excluye su revisión judicial– el legislador entiende que la forma más rápida y efectiva de enfrentarla es a través de la delegación en favor del Ejecutivo, para lo cual debe establecer un plazo para su ejercicio y las «bases» o políticas (las finalidades, criterios, incluso los medios fundamentales apropiados) que el RD deberá respetar. La ley de delegación debe contener estos requisitos para su validez constitucional –lo que sí puede ser examinado por los jueces– y el RD debe respetarlos. Este resultará inválido si es emitido fuera del plazo, el que debe establecerse tanto para la sanción del reglamento como para su vigencia. Esto último resulta del texto del párrafo final del art. 76: «La caducidad resultante del transcurso del plazo previsto en el párrafo anterior no importará revisión de las relaciones jurídicas nacidas al amparo de las normas dictadas en consecuencia de la delegación legislativa», norma que no tendría sentido si el plazo –que es de caducidad y por lo tanto de decaimiento automático– sólo se refiriera al dictado del reglamento y no a su vigencia.
El otro supuesto de excepción a la prohibición de la delegación legislativa es el que se refiere a las «materias determinadas de administración». En este caso se ha interpretado, siguiendo a Marienhoff(13), que se trata de cuestiones materialmente administrativas y que, por ello, corresponderían al ámbito de competencia del Ejecutivo aunque, por expresa disposición constitucional han sido atribuidas al Poder Legislativo. El Congreso –que es el primer intérprete de la Constitución– las ha enumerado taxativamente en el art. 2° de la ley 25.148 (Adla, Bol. 22/99, p. 1): «A los efectos de esta ley (14), se considerarán materias determinadas de administración, aquellas que se vinculen con: a) La creación, organización y atribuciones de entidades autárquicas institucionales y toda otra entidad que por disposición constitucional le competa al Poder Legislativo crear, organizar y fijar sus atribuciones. Quedan incluidos en el presente inciso, el correo, los bancos oficiales, entes impositivos y aduaneros, entes educacionales de instrucción general y universitaria, así como las entidades vinculadas con el transporte y la colonización; b) La fijación de las fuerzas armadas y el dictado de las normas para su organización y gobierno; c) La organización y atribuciones de la Jefatura de Gabinete y de los Ministerios; d) La creación, organización y atribuciones de un organismo fiscal federal, a cargo del control y fiscalización de la ejecución del régimen de coparticipación federal; e) La legislación en materia de servicios públicos, en lo que compete al Congreso de la Nación; f) Toda otra materia asignada por la Constitución Nacional al Poder Legislativo, que se relacione con la administración del país».
En las materias autorizadas, la delegación legislativa debe cumplir, como vimos, con dos requisitos: establecer el plazo fijado para el ejercicio de la delegación, que incluye el de la vigencia de los RD, y la fijación de la política legislativa. No sería válida la delegación sin plazo, o sin que estableciera pautas o criterios, la finalidad inteligible en la ley, para su ejercicio. En aquellas condiciones la norma delegante adolecería de un vicio de inconstitucionalidad declarable por los jueces. Naturalmente esta inconstitucionalidad afecta a la legislación delegada o RD que perdería la base o soporte de su propia validez, con el resultado práctico de su inaplicabilidad en los casos concretos en que la inconstitucionalidad sea planteada, aunque el contenido del RD sea incuestionable.
El RD, según la exigencia del art. 100.12, CN, debe contar con el refrendo del Jefe de Gabinete de Ministros –sin lo cual se encuentra viciado de nulidad absoluta– y ser enviados por el mismo funcionario al Congreso, donde quedarán sometidos a un primer estudio por la Comisión Bicameral Permanente, cuyos cometidos incluyen el análisis de los reglamentos de necesidad y urgencia y de los decretos de promulgación parcial a las leyes (ver arts. 99.3 y 80, CN) (15). El envío al Congreso no es un requisito indispensable para la validez del RD, pues la Constitución no lo exige expresamente y el Congreso puede comenzar su análisis, a través de la Comisión Bicameral, a partir de la publicación del reglamento en el Boletín Oficial. Sin embargo, resultará de buena práctica el envío específico del reglamento al Congreso y, preferiblemente, dentro del plazo exigido para los reglamentos de necesidad y urgencia, ya que ello dará mayor eficacia y rapidez al control legislativo que se encuentra en la naturaleza del instituto: la delegación siempre exige el control del delegado por el delegante acerca de cómo la misma delegación se ha ejercido.
Para valorar los alcances de la prohibición constitucional de la delegación legislativa se debe ser muy cuidadoso en no confundir la delegación con la encomienda legislativa dirigida al Ejecutivo para la reglamentación ejecutiva de una ley, aunque ésta utilice, en sentido «impropio» como lo aclaró la Corte en «Cocchia», el término «delégase». Es que es preciso distinguir a los RD de los RE sustanciales y esto es lo que ha hecho la Corte en la citada causa «Cocchia» cuya doctrina (anterior a la reforma constitucional) como veremos, acaba de ser confirmada por el legislador.
En «Cocchia» la Corte identificó a los «reglamentos de ejecución», «…es decir, aquellos que se sancionan para poner en práctica las leyes cuando éstas requieren de alguna determinada actividad del Poder Ejecutivo para su vigencia efectiva» (Considerando 14). Luego la Corte describe a los denominados ‘reglamentos de ejecución adjetivos’ (que ya hemos analizado) y agrega «Distinto es el supuesto de lo que es posible denominar ‘delegación impropia’ –por oposición a la antes indicada delegación en sentido estricto, donde existe una verdadera transferencia de competencia o dejación de competencia– la que ocurre cuando el legislador encomienda al Ejecutivo la determinación de aspectos relativos a la aplicación concreta de la ley, según el juicio de oportunidad temporal o de conveniencia de contenido que realizará el poder administrador. No existe aquí transferencia alguna de competencia. El legislador define la materia que quiere regular, la estructura y sistematiza, expresa su voluntad, que es la voluntad soberana del pueblo, en un régimen en sí mismo completo y terminado, pero cuya aplicación concreta –normalmente en aspectos parciales– relativa a tiempo y materia, o a otras circunstancias, queda reservada a la decisión del Poder Ejecutivo que, en nuestro caso es, junto con el Legislativo y el Judicial, Gobierno de la Nación Argentina. El Poder Legislativo, muy por el contrario de transferirla, ejerce su competencia, y dispone que el Ejecutivo aplique, concrete, o ‘ejecute’ la ley, según el ‘standard’ inteligible que el mismo legislador estableció, es decir, la clara política legislativa, la lógica explícita o implícita, pero siempre discernible, que actúa como un mandato de imperativo cumplimiento por parte del Ejecutivo. Estos reglamentos también se encuentran previstos en el art. 86, inciso 2° (ahora 99.2) de la Constitución –una norma que, no puede dejar de ser advertido, no se encuentra en su similar norteamericana, lo que refuerza aún más la constitucionalidad, en nuestro sistema, de este tipo de decretos– por lo que, en realidad, son también decretos de ejecución de la ley, aunque con un contenido diverso (que los ‘adjetivos’)….(y) no pueden alterar el espíritu de la ley, es decir, la política legislativa que surge del texto aprobado por el Congreso. Pero ello no sólo con relación a la norma reglamentada, sino con respecto a todo el bloque de legalidad que conforma, con dicha ley, un sistema, ‘un programa de gobierno aprobado por el Congreso'». (Consid. 14; luego cita precedentes de la Corte norteamericana y sus propios precedentes «Delfino» y «Carmelo Prattico»).
La doctrina de la Corte es más que clara en la distinción de la ejecución sustancial de la ley, del ejercicio de una competencia delegada. En síntesis, hay RD cuando el Congreso transfiere –total o parcialmente, pero en bloque– el ejercicio de una competencia propia al Poder Ejecutivo, definiendo sólo la materia a regular y la finalidad querida por el legislador, por ejemplo, si el Congreso delegara en el Presidente de la República la regulación del instituto del divorcio vincular (causales, procedimiento, limitaciones, etc.) estableciendo como criterios y finalidad la mayor protección posible de la estabilidad del matrimonio, el interés de los hijos, etc. En este caso el Congreso coloca en cabeza del Ejecutivo la definición del total contenido de una legislación en materia de divorcio. En cambio existe RE sustantivo, cuando el Congreso ejerce plenamente su competencia, regula el instituto y encomienda al Ejecutivo la definición de oportunidades, desarrollos de ejecución práctica, datos de circunstancias, o la evaluación de las mismas, etc., conteniendo la propia ley, incluso en su contexto, las guías o criterios y finalidades que el Poder Ejecutivo deberá respetar en la reglamentación, además de no contradecir la letra y el espíritu de la ley. Así el caso del art. 10 de la ley 23.696, que dio motivo al caso «Cocchia». En el supuesto de duda, el intérprete –lo que incluye al juez, naturalmente– deberá estar por la interpretación que mejor satisfaga a la estabilidad de la norma en cuestión (del decreto reglamentario) solución que es la que más se compadece con razones de seguridad jurídica, sin perjuicio de que siempre le queda al legislador la posibilidad de corregir el eventual exceso del Poder Ejecutivo mediante la sanción de una nueva ley hasta derogatoria del reglamento en cuestión, para lo cual cuenta con la habilitación amplia del art. 75.32, CN, ya comentado.
La doctrina «Cocchia» –anterior a la reforma constitucional– acaba de ser ratificada por el Congreso a través de la ya citada ley 25.148. En efecto, ésta, luego de tratar la situación de los RD a los efectos de lo dispuesto en la Disposición Transitoria Octava, CN, dispone en su art. 4°: «Las normas dictadas por el Poder Ejecutivo en ejercicio de sus facultades propias de reglamentación, derivadas de lo dispuesto en el art. 99 inc. 2° de la Constitución Nacional, no se encuentran alcanzadas por las disposiciones de la presente ley», norma que sería absurda –ya que la ley 25.148 sólo puede referirse a los RD– si el legislador no hubiese querido dejar debidamente diferenciados los campos de los RD y los RE, en particular los sustantivos, y señalar que los últimos quedan fuera de las previsiones de la norma constitucional antes citada y de la propia ley 25.148.

V. Reglamentos de necesidad y urgencia
En los RA, el Poder Ejecutivo (y el resto de la Administración pública según corresponda) ejerce una competencia propia, como también lo hace al sancionar los RE, en algunos casos cumpliendo con el cometido que el legislador puede incluir en la ley, relativo al desarrollo de la misma. En los RD el PE ejerce una competencia transferida (en su ejercicio) por el legislador. Pero en los reglamentos de necesidad y urgencia –que denominaremos «decretos» de necesidad y urgencia (DNU) para seguir con la terminología constitucional– ejerce una competencia que es del Congreso sin que este órgano superior de la Constitución lo haya autorizado previamente.
Efectivamente, al sancionar un reglamento o decreto (16) de necesidad y urgencia el Poder Ejecutivo asume la competencia material que la Constitución le otorga al Congreso, regulando materias que corresponden sean tratadas por ley formal por expresa disposición constitucional. Lo expuesto no significa que la sanción de un DNU exprese una actuación irregular del Ejecutivo, en la medida que, bajo ciertas condiciones, tal actividad materialmente legislativa del Presidente de la Nación se encuentra autorizada por la propia Constitución en su art. 99 inc. 3°.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación ha ido desarrollando, en una jurisprudencia que todavía se encuentra en sus albores, la doctrina interpretativa del citado art. 99.3, CN (17). A partir de la misma –con inclusión del reciente y muy importante caso «Verrocchi, Ezio D. c. Poder Ejecutivo Nacional», V.916. XXXII, del 19 de agosto de 1999– puede hacerse la siguiente síntesis:
1) La sanción del DNU es de competencia exclusiva del Poder Ejecutivo, y debe ser decidido «en acuerdo general de ministros», quienes, junto con el Jefe de Gabinete de Ministros, deberán refrendarlo. Este es un requisito que hace a la validez formal del reglamento, susceptible de revisión judicial.
2) La regla general es la prohibición de la sanción de este tipo de normas, «salvo cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes», como aclara la norma constitucional. Se trata de dos requisitos sustanciales habilitantes de la competencia para el dictado del DNU. a) la razón de necesidad y urgencia, de naturaleza excepcional, en resolver una determinada situación política, social, económica o cualquier otra que precise de una determinada respuesta legislativa. Se trata de una situación de excepción, no ordinaria con respecto al curso natural de los acontecimientos de la vida social, distinta de la «emergencia» que, para la misma Corte en el caso «Peralta»(18) justifica la adopción de medidas restrictivas de ciertos derechos constitucionales. El DNU puede tener este contenido o no, es decir, puede o no ser una norma de «emergencia» y puede no serla en la medida que la excepcional necesidad y urgencia pueda ser afrontada con decisiones que no avancen sobre los derechos de los particulares. La excepcional razón de necesidad y urgencia justifica el dictado de la norma desde el punto de vista orgánico, sin avanzar sobre su contenido que también, o no, puede afrontar una situación de emergencia; b) la imposibilidad de seguir el trámite legislativo ordinario, lo que indica que la cuestión –la justificación habilitante– es estrictamente temporal y no referida a los alcances de la norma formalizada en el DNU. Este tendrá el mismo contenido de la ley que podría, de existir tiempo suficiente para ello, ser sancionada por el Congreso y, por su contenido, la validez de aquella norma será valorada de la misma manera en que lo sería la ley formal emanada del Congreso. La imposibilidad de seguir el trámite ordinario para la formación y sanción de las leyes, es decir para la intervención del Congreso en la regulación de la cuestión que debe ser resuelta de manera urgente, es una mera circunstancia temporal, que depende del caso concreto, circunstancia que puede demostrar la inconveniencia de aguardar el normal trámite legislativo para responder con eficacia a la necesidad planteada (19).
3) La razón excepcional de necesidad y urgencia ¿es revisable por los jueces? Sin duda es un aspecto que valorará el Congreso al momento de decidir si aprueba o rechaza el DNU, como veremos más adelante, pero el problema es su posible revisión judicial.
En «Rodríguez» la mayoría de la Corte había sugerido lo contrario, aunque sin profundizar la cuestión, debido a que el corazón del caso se refería estrictamente a un problema de legitimación para accionar, mucho más que un litigio cuya decisión dependiera del régimen jurídico de los DNU. Así en el Considerando 15 de la decisión mayoritaria se expresó: «De este modo atendiendo al texto constitucional plasmado por la reforma del año 1994, la norma referida (el concreto DNU impugnado en el caso) sólo puede considerarse sometida al pertinente contralor del Poder Legislativo de la Nación, a quien corresponde pronunciarse acerca de la concurrencia de los extremos –de valoración política– que habilitan el ejercicio de la facultad excepcional del Poder Ejecutivo, así como de la oportunidad, mérito y conveniencia de su contenido».
Sin embargo en «Verrocchi», con una mayoría de distinta composición (20), la Corte avanzó por el camino contrario. En el Considerando 9 del fallo, luego de recordar la excepcionalidad de la facultad del Poder Ejecutivo, se precisa: «Por tanto, para que el Poder Ejecutivo pueda ejercer legítimamente facultades legislativas que, en principio, le son ajenas, es necesaria la concurrencia de alguna de estas dos circunstancias: 1) Que sea imposible dictar la ley mediante el trámite ordinario previsto por la Constitución, vale decir, que las cámaras del Congreso no puedan reunirse por circunstancias de fuerza mayor que lo impidan, como ocurriría en el caso de acciones bélicas o desastres naturales que impidiesen su reunión o el traslado de los legisladores a la Capital Federal; o 2) que la situación que requiere solución legislativa sea de una urgencia tal que deba ser solucionada inmediatamente, en un plazo incompatible con el que demanda el trámite normal de las leyes». Y agrega: «Contrariamente a lo que sostiene el recurrente …corresponde al Poder Judicial el control de constitucionalidad sobre las condiciones bajo las cuales se admite esa facultad excepcional, que constituyen las actuales exigencias constitucionales para su ejercicio. Es atribución de este tribunal en esta instancia evaluar el presupuesto fáctico que justificaría la adopción de decretos de necesidad y urgencia (conf., con anterioridad a la vigencia de la reforma constitucional de 1994, Fallos: 318:1154, considerando 9) y, en este sentido, corresponde descartar criterios de mera conveniencia ajenos a circunstancias extremas de necesidad, puesto que la Constitución no habilita a elegir discrecionalmente entre la sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un decreto».
Entiendo que la mayoría (imprecisa) en «Verrocchi» no ha advertido la verdadera naturaleza de los DNU ni tampoco la inconveniencia práctica de la solución que ha planteado en su fallo.
La reforma constitucional de 1994 ha ubicado la competencia del Ejecutivo en materia legislativa, a través de la sanción de DNU, dentro de la disposición liminar del 99.3 que lo define como «co-legislador»: «Participa –dice la norma en su párrafo inicial– de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución, las promulga y hace publicar». Dentro de este cometido constitucional se encuentra el excepcional de sancionar DNU, actos de naturaleza materialmente legislativa que también, desde el aspecto procesal, «participa(n) de la formación de las leyes» en colaboración con el Congreso, puesto que el DNU queda inmediatamente sometido a la aprobación o rechazo por parte del Legislativo, como luego veremos.
Frente a una situación de inactividad del Congreso –que no sólo puede ocurrir por circunstancias catastróficas, sino también por razones políticas, por ejemplo reiteradas negativas de una bancada a colaborar con la formación del «quórum» para sesionar, además de la imposibilidad objetiva del cumplir con el trámite ordinario, como en el caso del ya citado ejemplo del dec. 924/99– el constituyente de 1994 le otorgó al Ejecutivo una competencia de iniciativa y de impulso: con la sanción del DNU toma la iniciativa de sancionar la norma –que a partir de ese momento es vigente– y obliga al Congreso a expedirse expresamente, bajo pena de la continuación de la vigencia de la norma en tal carácter sancionada.
El nuevo art. 99.3 de la CN tiene así un alto contenido político pues impide la parálisis de la acción de gobierno (que en un sistema presidencialista es de extrema gravedad) por la falta de coincidencia entre el Ejecutivo y el Legislativo, cuando el primero no recibe el suficiente apoyo del segundo, lo que incluso puede suceder por la conducta de legisladores del propio partido oficialista. En definitiva prevalecerá la decisión del Poder Legislativo (quien puede rechazar el DNU) pero ésta tendrá que ser expresa, previo debate, del que probablemente surja una ley con un contenido distinto que el del DNU rechazado, pero con algún contenido y no el mero silencio.
Entonces no se trata de un ejercicio arbitrario del Ejecutivo que, por meras razones de conveniencia decide omitir la intervención del Congreso en el tratamiento de un determinado asunto. En realidad no la omite, sino que la provoca, la fuerza. El Congreso ya no podrá guardar silencio, pues de lo contrario el reglamento con efectos de ley continuará vigente. Aun cuando la decisión del Ejecutivo resulte irrazonable o arbitraria, pues no existe, en el caso, ni la necesidad, ni la urgencia, ni la excepcionalidad de la situación, el Congreso puede rechazarla en pocas horas y el Presidente o su Jefe de Gabinete de Ministros llevados al borde de la remoción, o a la remoción misma.
Es decir, se trata de una cuestión de relaciones políticas entre los dos poderes, cuyo juzgamiento es ajeno al rol, a la jurisdicción, incluso al «expertise» de los jueces.
Sin duda la decisión del Poder Ejecutivo de sancionar un DNU es de naturaleza discrecional, no reglada, que no debe ser arbitraria. Los jueces no pueden juzgar acerca del contenido de una decisión discrecional, aunque sí de su arbitrariedad(21). Pero esto es propio del control de los actos administrativos o, incluso, de otro tipo de reglamentos administrativos (los RA), pero no puede aplicarse a éstos –los DNU– tan singulares a los que la Constitución les otorgó un sistema de control especial por parte del Poder Legislativo.
La intervención, en estos casos, de los tribunales sería una intromisión en las relaciones entre los otros dos poderes, un impedimento para el ejercicio de las competencias propias del Congreso, una interrupción (en ciertos casos) del normal desarrollo del poder de control político del Congreso, que incluso puede ejercerse por la vía del silencio, manteniendo, como veremos, la vigencia de la norma sancionada por el Presidente de la Nación.
Por otra parte la solución propuesta en «Verrocchi» es de gran inconveniencia práctica. Obliga a los jueces a juzgar acerca de una cuestión meramente fáctica, de naturaleza política. ¿Cómo evitar las soluciones contradictorias entre distintos tribunales? Cuando una sentencia declara la inconstitucionalidad de una norma está diciendo que en su aplicación al caso resulta contraria a la Constitución y por lo tanto, es inaplicable. Cuando avanza sobre la calificación de la «necesidad y urgencia» del reglamento, está incidiendo sobre su vigencia como norma (pues de eso es de lo que se trata) y en este punto puede haber decisiones contradictorias, incluso contradictorias con la expresa voluntad del Congreso. ¿Qué ocurre si éste aprueba el DNU frente a sentencias que sostienen la inexistencia de la «necesidad y urgencia»? ¿La decisión del Congreso –que podría tener la forma de ley– es inconstitucional? ¿La decisión del Congreso predomina sobre la sentencia?
La Constitución estableció un procedimiento especial de control, que «Verrocchi» parece no respetar.
4) De acuerdo con lo dispuesto en el art. 99.3, CN, los DNU pueden regular cualquier materia, con exclusión de la «penal, tributaria, electoral o el régimen de partidos políticos». Estas son normas vedadas al Ejecutivo, y por tanto, si éste sancionase DNU sobre aquellas materias, ni siquiera el Congreso podría aprobarlos como tales. La decisión aprobatoria sería también inconstitucional.
Esta sí es una materia revisable por los jueces pues, a diferencia del caso anterior, se refiere a la validez sustancial del DNU, cuestión que queda excluida de la voluntad del Poder Legislativo, como lo ha sostenido la Corte en la causa «Kupchik, Luisa y Kupchik, Alberto c. Banco Central de la República Argentina» del 17 de marzo de 1998 –La Ley, 8/9/99 y en «Cic Trading c. Fisco Nacional» de la misma fecha, donde decidió que (tratándose de DNU con materia tributaria) «la ratificación legislativa …carece de incidencia respecto de dicha conclusión (ya que) resulta improcedente cualquier interpretación que conduzca a asignar efectos convalidantes, con carácter retroactivo, a la ratificación legislativa o a la reiteración del texto del decreto en una ley posterior». Es decir, el Congreso podría sancionar una ley con el mismo contenido que el DNU relativo a cuestiones prohibidas por la Constitución, o simplemente podría ratificarlo, convirtiéndolo en ley. Pero, aun si se admitiese la validez del segundo procedimiento, siempre regiría para el futuro, sin los efectos de la aprobación de un DNU válidamente sancionado.
5) Como hemos visto el DNU se encuentra sometido a un procedimiento especial, que incluye actuaciones que hacen a su validez formal, como la toma de decisión en acuerdo general de ministros, el refrendo conjunto por todo el gabinete y su envío al Congreso por parte del Jefe de Gabinete de Ministros («personalmente», dice la norma, aunque no cabe interpretar que se trate de una exigencia «física») dentro de los diez días (cabe interpretar que son corridos) de su sanción.
De acuerdo con el art. 99.3 de la CN, el DNU enviado al Congreso por el Jefe de Gabinete, es sometido al estudio de una «Comisión Bicameral Permanente» –creada entonces por la propia Constitución– «cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara», dice la norma. Esta Comisión Bicameral es la misma que debe intervenir para el análisis de las promulgaciones parciales de leyes, efectuadas por el Poder Ejecutivo, mecanismo en principio prohibido salvo que las partes de la ley promulgadas gocen de «autonomía normativa y su aprobación parcial (no altere) el espíritu ni la unidad del proyecto sancionado por el Congreso» (art. 80, CN), decretos de promulgación parcial que deben ser puestos por el Jefe de Gabinete a la consideración de la Comisión Bicameral dentro del plazo de diez días de su sanción (art. 100.13, CN).
La Comisión Bicameral cuenta con un plazo de diez días para expedirse, en un dictamen que carece de efectos vinculantes para las cámaras de senadores y diputados, las que lo examinarán en reunión plenaria por separado (art. 99.3, CN).
Como se ve la propia Constitución ha establecido las bases del procedimiento de tratamiento de los DNU por el Congreso, dejando sus detalles relativos al «trámite y a los alcances de la intervención del Congreso» (norma citada) a una regulación que deberá hacerse por «ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara» (ídem).
Como a la fecha el Congreso ni ha puesto en funcionamiento a la Comisión Bicameral ni ha sancionado la ley reglamentaria del procedimiento, se ha puesto en duda si, aún así, el Poder Ejecutivo se encuentra facultado para ejercer su competencia relativa a la sanción de DNU.
En «Rodríguez» la mayoría de la Corte optó por la afirmativa, con tres argumentos contundentes: 1) la omisión del Congreso no puede privar al Ejecutivo del ejercicio de una competencia otorgada por la Constitución, ya que de lo contrario la actividad propia de un poder quedaría en manos, sometida a la decisión discrecional, de otro, que podría nunca cumplir con los cometidos que le impone la norma constitucional o, establecida la Comisión y sancionada la ley reglamentaria, disolver aquélla y derogar la ley cuando quisiera evitar que el Presidente de la República dictase un DNU; 2) el Congreso puede revisar el DNU con los medios que hoy cuenta, aún sin el funcionamiento de la Comisión Bicameral y la reglamentación procesal; 3) de hecho esta última es la conducta del Legislativo con relación a la promulgación parcial de las leyes, donde los decretos pertinentes fueron sancionados por el Ejecutivo y revisados por el Congreso a pesar de la inexistencia de la Comisión Bicameral y de la ley reglamentaria. La doctrina de «Rodríguez» fue reiterada en «Verrocchi», expresamente por la minoría e implícitamente por la mayoría, que no utilizó la argumentación en contrario, salvo en el caso del voto concurrente del doctor Petracchi.
6) Por último resta por analizar las posibles actitudes del Congreso frente al DNU, habida cuenta de que, como ya vimos, la sanción de esta norma obliga a aquél a actuar, salvo que prefiera –o no lo pueda evitar, por la carencia de las mayorías necesarias– que el DNU continúe con su vigencia plena.
El primer punto a considerar es que el Congreso debe expedirse expresamente. Así lo dice el art. 99.3, CN, cuando menciona que la Comisión Bicameral debe emitir su dictamen y enviarlo al plenario de cada Cámara «para su expreso tratamiento». Claro que podría sostenerse que el tratamiento debe ser expreso, aunque no la decisión. Sin embargo la inclusión del término «expreso» por el constituyente –que podría haber simplemente escrito en la norma «para su tratamiento»– parece indicar un énfasis especial en la necesidad de una manifestación expresa por parte del Congreso. No hay tratamientos tácitos, mucho menos cuando tal tratamiento se da en el plenario de cualquiera de las Cámaras del Congreso, donde el debate –aunque sea mínimo– es una regla que no conoce excepciones. Cuan do la Constitución agrega la palabra «expreso» quiere indicar que exige que el dictamen de la Comisión Bicameral –y con él, el reglamento– sea debatido y votado, con lo cual habrá una manifestación expresa de voluntad de cada una de las cámaras legislativas.
Pero además esta norma constitucional debe leerse juntamente con otra, que impone un principio general también, lógicamente, vigente para el caso en examen. Se trata del art. 82, CN que establece: «La voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta». Aunque esta disposición se refiere al proceso de formación y sanción de las leyes, también alcanza a otras manifestaciones de voluntad de las Cámaras –por ejemplo, resoluciones, comunicaciones al Poder Ejecutivo, etc.– que por naturaleza deben ser expresas. Además, nada impide que la decisión acerca de un DNU tenga forma de ley (volveremos sobre este particular) y si la tuviera como resolución, volvemos a lo ya planteado: éstas deben ser, por su misma naturaleza, expresas. No puede haber leyes tácitas, ni tampoco ningún otro tipo de acto que manifieste la voluntad común del Congreso o la individual de cada Cámara.
Esta cuestión fue expresamente tratada en «Verrocchi» por el voto concurrente del doctor Petracchi, proponiendo una solución que no parece ser la adecuada. Allí el mencionado Ministro, sobre la base de que nuestro art. 99.3, CN, según lo expuesto en el debate de la Convención Constituyente de 1994, encuentra inspiración en el art. 86 de la Constitución Española, hizo relación de la doctrina elaborada en función del citado art. 86, que atribuye «al silencio efectos similares a la desaprobación expresa del decreto-ley». En realidad la comparación es desacertada ya que la Constitución Española no tiene una norma como la contenida en el art. 82 de nuestra Constitución, con lo cual el intento comparativo fenece automáticamente. Por otra parte sorprende la interpretación dada al texto español, cuando es aún más enérgico que el nuestro en cuanto a exigir un pronunciamiento expreso del Legislativo. Así mientras nuestro art. 99.3 dice que el despacho de la Comisión Bicameral será elevado al pleno de las Cámaras «para su expreso tratamiento», el art. 86 de la Constitución Española dice que «El Congreso habrá de pronunciarse expresamente dentro de dicho plazo (30 días desde la promulgación del decreto-ley) sobre su convalidación o derogación». Pero aun cuando a esta norma pudiere otorgársele un sentido contradictorio, lo cierto, reitero, es que tal interpretación no es posible en nuestro medio, ya que lo veda el texto del art. 82, CN que prohíbe que «la voluntad» de cualquiera de las Cámaras pueda sancionarse de manera «tácita o ficta».
En consecuencia, el silencio del Congreso mantiene la vigencia del DNU, lo que, además de las razones ya expuestas, fortifica la seguridad jurídica. Poco efecto tendría una norma cuya vigencia quedase sometida a un plazo resolutorio breve, dependiendo exclusivamente de la inactividad del Congreso. De esta manera, el DNU carecería totalmente de efectos prácticos, traicionándose así, con la interpretación que se cuestiona, la clara intención del constituyente.
El Congreso debe, entonces, aprobar o rechazar el DNU, expresamente. Para ello la Constitución no fija plazo alguno, aunque sí lo podría hacer la ley reglamentaria, aunque lo sería a título meramente indicativo para el Congreso habida cuenta de que la permanencia del silencio más allá del vencimiento de aquel hipotético plazo sólo puede producir la continuidad de la vigencia del reglamento.
La aprobación no modifica la situación jurídica existente, generada a partir de la sanción del DNU, aunque su conveniencia práctica, a los efectos de la seguridad jurídica, es evidente: es la manifestación expresa de la conformidad del Congreso con el reglamento, lo que implica la imposibilidad de un rechazo posterior, sin perjuicio de que luego, como cualquier ley, el DNU pueda ser derogado o modificado por una ley posterior (22).
El rechazo, en cambio, provoca una radical alteración de la situación jurídica existente hasta ese momento, con efectos trascendentes. El rechazo puede tener diversos contenidos: a) porque el DNU legisló en cualquiera de las materias prohibidas por el art. 99.3, CN, lo que supone la nulidad absoluta del reglamento desde sus orígenes sin siquiera encontrarse protegidas las relaciones jurídicas de buena fe nacidas al amparo del DNU rechazado; b) por defectos formales en el DNU, como la falta de refrendo por la totalidad del gabinete ministerial, falta de envío al Congreso, o envío tardío, con los mismos efectos que en el caso anterior aunque con protección de las relaciones jurídicas de buena fe, ya que se trata de defectos de imposible o difícil conocimiento para el común de la ciudadanía; c) por disconformidad con la valoración de la razón de necesidad y urgencia, o con la imposibilidad de seguir los trámites ordinarios para la sanción de la ley formal, lo que también produce los efectos antes señalados, protegiendo a los «operadores» jurídicos de buena fe, para quienes esta cuestión es una materia de imposible valoración, ya que es exclusiva del Congreso; d) por disconformidad con el contenido del DNU, lo que equipara el rechazo con la ley posterior derogatoria, es decir el DNU mantuvo plena y válida vigencia hasta la sanción del rechazo.
Debe analizarse si el rechazo debe tener la forma de una ley o puede ser expresado por resolución conjunta o individual pero coincidente de cada una de las Cámaras. En nuestro anterior trabajo ya citado –«Decretos de Necesidad y Urgencia. El caso Rodríguez»– optamos por la solución de la ley formal, sobre todo por razones de seguridad jurídica y porque permite el funcionamiento pleno de la Cámara de origen y Cámara revisora, lo que sería de difícil ejecución práctica en el supuesto de que el rechazo tenga la forma de una mera resolución.
Sin embargo esta solución presenta un inconveniente importante: si el rechazo se expresa a través de una ley formal, el Poder Ejecutivo podría vetarlo, manteniendo la vigencia del DNU hasta tanto el Congreso pueda insistir con la mayoría de dos tercios de los votos (art. 83, CN) mayoría que siempre es difícil de obtener. De esta manera podría burlarse el control que el Congreso debe ejercer sobre los DNU, otorgándole al Poder Ejecutivo la decisión última en la materia.
Revisado el problema desde esta perspectiva, se impone la solución del rechazo –y obviamente, la aprobación– por resolución de las Cámaras, lo que debería quedar establecido en la ley reglamentaria prevista en el art. 99. 3 de la CN. Se trata de simples resoluciones de cada una de las Cámaras –nada impide que puedan realizar una sesión conjunta– sin el procedimiento de cámara de origen y cámara revisora. Con la coincidencia de ambas Cámaras ya se obtiene el rechazo –la norma constitucional establece que el despacho de la Comisión Bicameral será elevado al plenario de las Cámaras, lo que permite inferir que se trata de un envío simultáneo– procedimiento que se ajusta en mayor medida con la celeridad que el constituyente quiso otorgarle al procedimiento de control por parte del Congreso. La citada ley reglamentaria debería regular la forma de envío de ambas resoluciones, de manera conjunta, al Poder Ejecutivo y la publicación, también simultánea y de ambas, en el Boletín Oficial.
Como ya vimos la preexistencia de una expresa aprobación impide el posterior rechazo, que sería así absolutamente inválido. Incluso si el rechazo posterior a la aprobación tuviese forma de ley, habría que interpretar a ésta como una mera derogación, que no afecta la vigencia del decreto hasta el momento de aquella ley derogatoria.
Pero ¿qué ocurre si no existió aprobación sino una conducta del Congreso que supone su aceptación del DNU? Esta es una situación que puede ocurrir si el Congreso sanciona leyes que parten de la base de la vigencia del DNU, p. ej., si el reglamento crea una determinada entidad administrativa, y en la próxima ley presupuestaria –siempre sin expedirse sobre el DNU– el Congreso la dota de fondos para su funcionamiento. Entendemos que el rechazo sigue siendo válido, con sus efectos propios –aunque el tema es, sin duda, discutible– ya que el Congreso tiene la obligación constitucional de expedirse expresamente sobre el DNU, lo que sólo realiza con la resolución del rechazo (o en su caso, la de aprobación). Mientras tanto, aquellas leyes sancionadas por el Congreso, que suponen la vigencia del DNU, ayudan a su presunción de validez y, por ende, a la situación de las relaciones jurídicas nacidas bajo el amparo del reglamento, que tendrán así, también, una fuerte presunción de buena fe. Por las mismas razones, el simple silencio del Congreso –que mantiene vigente el DNU– no impide el rechazo posterior (lo que demuestra la diferencia entre la aprobación expresa y el mero silencio, que nunca es aprobación sino una simple situación fáctica de vigencia de la norma de urgencia) por lo menos dentro del plazo en que el rechazo debe ser emitido, si la ley reglamentaria fijara dicho plazo.
La derogación del DNU presenta una situación diferente. En estricto sentido se trata de una ley posterior que deroga –podría también modificar– a una anterior. La derogación sólo puede sancionarse por ley formal y ésta sí podría ser vetada por el Poder Ejecutivo y, a la vez, insistida por el Congreso. Esto es así –a diferencia de la situación que se plantea en el caso de rechazo– porque la derogación también supone que el DNU no fue rechazado y que por tanto fue plena y válidamente vigente hasta la promulgación y vigencia de la ley derogatoria.
Esta situación fue expresamente analizada por la Corte Suprema en el caso «Verrocchi». Aquí los DNU formalizados por decs. 770/96 y 771/96 fueron expresamente derogados por el art. 25 de la ley 24.714 (Adla, LVI-C, 3585; LII-B, 1752; LVI-E, 6093), lo que justificó la interpretación desarrollada por la minoría –la mayoría sólo hizo una rápida mención contraria en los votos de los doctores Petracchi y Boggiano– con una conclusión absolutamente lógica: «sólo es concebible por parte del órgano legislativo la ‘derogación’ de normas cuya validez ha admitido» (Considerando 12). Estrictamente hablando no se trata de que el Congreso, al derogar un DNU, «implícitamente» lo convalide hasta ese momento (es que tampoco puede haber aprobación implícita, violatoria también de la regla del art. 82, CN) sino que se aplica en el punto lo que hemos expuesto antes: mientras el Congreso guarde silencio, el decreto es vigente. Esta vigencia cesa a partir de la derogación –por ley– del DNU, en el clásico juego de norma posterior con respecto a norma anterior. Sin duda sería una conducta contradictoria del Congreso derogar una norma con respecto a la cual quiere rechazar su vigencia. Para esto último bastaría con resolver el rechazo del DNU, con los efectos ya vistos. Si deroga es porque admite que el reglamento, como consecuencia del silencio del Congreso, ha estado en vigencia, y lo está hasta el momento de la derogación.

VI. Conclusión. La actividad legisferante del Poder Ejecutivo
El Poder Ejecutivo siempre ha ejercido una actividad creadora de normas. Lo hace, como ya vimos, incluso con sus actos de contenido particular, los actos administrativos propiamente dichos. Y por supuesto que lo hace, con un contenido material semejante al de la ley formal, con sus reglamentos.
La reforma constitucional de 1994 ha aclarado muchos aspectos de la denominada «potestad» reglamentaria de la Administración pública, en particular de su «responsable político», el Presidente de la Nación. Especialmente hay ahora una adecuada definición constitucional acerca de los reglamentos delegados y de los reglamentos de necesidad y urgencia, que faltaba en el texto constitucional anterior a la reforma, aun cuando éstos eran de frecuente uso en nuestra práctica constitucional.
Naturalmente estos nuevos institutos constitucionales necesitarán de un tiempo de sedimentación en la jurisprudencia y en la doctrina jurídica. Esto es lo que está ocurriendo.

Notas:
(1)En general su actividad interna (resoluciones de las Cámaras del Congreso o acordadas de los tribunales acerca de su propio régimen administrativo, circulares e instrucciones de la Administración pública, etc.) se expresa en normas con efectos vinculantes sobre su propio personal. Mucha actividad interna estrictamente no jurígena puede ser preparatoria de otras con efectos normativos.
(2)Esto lo hemos tratado en BARRA, Rodolfo C., «Ejecutoriedad del acto administrativo», Revista de Derecho Administrativo, N° 1, Buenos Aires, mayo-agosto de 1989, ps. 65 a 100.
(3)Ver BARRA, Rodolfo C., «Principios de Derecho Administrativo», Capítulo VII, Ed. Abaco, Buenos Aires, 1980.
(4)Esta relación tiene hoy plena y expresa consagración en la doctrina de la Corte Suprema de Justicia en el caso «Fayt, Carlos S. c. Estado nacional», F.100.XXXV, sentencia del 19 de agosto de 1999 (La Ley, 8/9/99). La ley que declara la necesidad de la reforma constitucional, sancionada conforme con el art. 30 de la Constitución, al disponer válidamente la iniciación del proceso de reforma, puede considerarse de igual jerarquía que la Constitución en la medida que habilita a la futura Convención Constituyente a reformar las disposiciones constitucionales cuya modificación o derogación se autoriza, muchas veces de manera contradictoria con el original texto constitucional. De no mediar esta norma habilitante, ninguna modificación sería constitucionalmente válida. Esto –pero sólo con este alcance– coloca en paridad de jerarquía a la Constitución original con la ley que declara la necesidad de su reforma, sin perjuicio de que, desde otro punto de vista con respecto a sus relaciones mutuas, esta ley se encuentra subordinada a la Constitución en cuanto a su proceso de formación y a su alcance sustancial: sólo habilita la modificación o reforma, no la impone, ya que la Convención Constituyente podría ratificar, total o parcialmente con respecto a los puntos habilitados, el texto original. Lo mismo ocurre con la ley que el Congreso sanciona para otorgar «jerarquía constitucional» a los tratados «sobre derechos humanos», según lo establecido en el art. 75 inc. 22 de la Constitución. Este es otro camino de reforma constitucional, pues la incorporación de un nuevo tratado al elenco contenido en aquella norma –como ya ocurrió con la «Convención Interamericana sobre la Desaparición Forzada de Personas», a la que la ley 24.820 (Adla, LVII-C, 2893) le otorgó jerarquía constitucional «en los términos del artículo 75, inciso 22 de la Constitución Nacional»– o la aprobación de su exclusión por «denuncia» es una reforma constitucional por un procedimiento distinto del contemplado en el ya citado art. 30, lo que se encuentra expresamente autorizado a partir de la reforma constitucional de 1994. Debe destacarse que la ley de incorporación o de aprobación de la denuncia del tratado, es una ley especial que requiere «del voto de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara…» (art. 75 inc. 22). Incluso, para la incorporación, requiere de un procedimiento legislativo complejo: primero el Congreso debe sancionar la ley simple aprobatoria del tratado, como con respecto a cualquier tratado internacional, luego la ley especial de incorporación ya referida. Esta última tiene un impacto constitucional aún más profundo que la ley declarativa de la necesidad de la reforma prevista en el art. 30. Nótese que los tratados sobre derechos humanos contemplados o incorporados al art. 75.22, tienen jerarquía constitucional «en las condiciones de su vigencia», vigencia constitucional que, en el punto, le es otorgada por la ley que los incorpora a la Constitución. Pero esta ley incorpora también a la ley «simple» que aprueba al tratado como tal, de manera que esta última también goza de la jerarquía constitucional que le corresponde al tratado. En cambio, la ley prevista en el art. 30 es una ley de mera habilitación a la reforma y sólo subsiste en el tiempo a los efectos de comparar lo reformado con los aspectos por aquélla habilitados. No pasa a formar parte del texto constitucional. Cuando en el cuerpo del presente artículo nos referimos a la jerarquía preeminente de la Constitución, incluimos en ella, por lo dicho, a los tratados sobre derechos humanos con jerarquía constitucional.
(5)Sobre la norma constitucional citada en el texto y sobre el «derecho de la integración derivado», ver BARRA, Rodolfo Carlos, «Fuentes del Derecho de la Integración», en especial Capítulos IV y V, Ed. Abaco, Buenos Aires, 1999.
(6)Ello es así aún en los casos en que se precisa «el acuerdo general de ministros» como ocurre para la sanción de un decreto de necesidad y urgencia (art. 99 inc. 3°, Constitución Nacional). Si hubiese oposición de un ministro, el Presidente puede exigirle su renuncia y solucionar así la dificultad. Aunque la Constitución en ciertas ocasiones se refiere al «acuerdo de gabinete» (por ejemplo, decisiones tomadas por el Jefe de Gabinete de Ministros en el marco de lo dispuesto en el art. 100 inc. 4°, Constitución Nacional) éste actúa meramente como un cuerpo de deliberación consultiva y no decisoria. Ver, sobre el particular, BARRA, Rodolfo C., «El Jefe de Gabinete en la Constitución Nacional», Cap. V, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1995.
(7)GARCIA DE ENTERRIA, Eduardo y RAMON FERNANDEZ, Tomás, «Curso de Derecho Administrativo», t. I, Cap. IV, p. 206 y sigtes., Ed. Civitas, Madrid, 1987.
(8)Ver BARRA, ob. cit., «Principios…», Capítulo V.
(9)Por ejemplo, la ley de procedimientos administrativos legisla sobre materias de organización y procedimiento que bien podría afirmarse que corresponden a la competencia del Poder Ejecutivo. Estas normas no son inconstitucionales por su origen, ya que se encuentran amparadas en el texto amplio del citado art. 32 de la Constitución Nacional. «Hacer todas las leyes y reglamentos que sean convenientes para poner en ejercicio los poderes antecedentes (los enumerados taxativamente y que le otorgan competencia exclusiva al Congreso) y ‘todos’ los otros concedidos por la presente Constitución al Gobierno de la Nación Argentina» (paréntesis y comilla simple agregados). El Gobierno de la Nación Argentina está constituido por los tres poderes u órganos constitucionales (El «Título Primero» de la «Parte Segunda» de la Constitución Nacional regula al «Gobierno Federal», que engloba a los tres clásicos poderes e incluso al Ministerio Público y al Defensor del Pueblo y al Auditor General de la Nación, aunque estos últimos, si bien con autonomía funcional, se encuentran en jurisdicción del Congreso). Así el Congreso puede sancionar leyes (también resoluciones conjuntas de ambas Cámaras, en la medida que la norma se refiere a «reglamentos») que avancen sobre los poderes propios de organización y de ejercicio de sus propias competencias del Ejecutivo y el Judicial, siempre, lógicamente, que no se afecte la independencia del órgano constitucional. Una vez que aquella competencia es ejercida por el Congreso, el otro órgano queda excluido de su ejercicio. Así, para seguir con el ejemplo de la ley de procedimientos administrativos, el Ejecutivo no podría hoy reglamentar los aspectos de aquella ley que avanzan sobre sus competencias propias, porque ello le fue válidamente «quitado» por el Congreso.
(10)Sobre la distinción entre «gobierno» y «administración», ver BARRA, ob. cit., «Principios…», Capítulo V.
(11)Puede haber aquí una «zona gris» entre los RE y los RA. El órgano o ente subordinado al Ejecutivo, puede precisar sancionar un reglamento organizativo o de funcionamiento especial a los efectos de la puesta en práctica de una determinada ley. Precisamente, muchas leyes establecen que un determinado órgano será la «autoridad de aplicación de la ley» y así provoca la actividad reglamentaria del órgano, normalmente un determinado ministro. Seguimos aquí en el campo de los RA pues, en definitiva, el reglamento nada agrega a la ley. Este último aspecto, la adición de elementos que podrían estar en el contenido propio de la ley, es el que, aproximativamente, caracteriza al RE y permite distinguirlo –también de una manera muy circunstanciada– del RA.
(12)Se trata del caso «Cocchia, Jorge D. c. Estado nacional y otro s/ acción de amparo», decidido el 2 de diciembre de 1993, LA LEY, 1994-B, 633. En el caso se discutió la validez de los arts. 34 a 37 del dec. 817/92 (Adla, LII-B, 1763) que afectaban, según el impugnante, ciertos derechos emergentes del ordenamiento laboral convencional, sin base legal que lo justificara. La Corte analizó el marco legal dentro del cual se insertaba el mencionado decreto, pero lo hizo desde el punto de vista del ordenamiento en general, considerado como política legislativa que el Ejecutivo debía respetar –y estaba obligado a implementar– en su actividad reglamentaria. Partió del examen de «las leyes que sancionó el Congreso sobre la reforma del Estado» (23.696; 23.697; 23.928 –Adla, XLIX-C, 2444; 2458; LI-B, 1752–) para afirmar que «no existen dudas acerca de la filosofía que inspiró a las políticas después implementadas por el mismo legislador o, en su caso, por el Ejecutivo, tendientes a proteger y estimular el marco de libertad indispensable para el funcionamiento de una economía de mercado en la cual el Estado asume un papel exclusivamente subsidiario» (Considerando 11). Tomó especialmente en cuenta lo dispuesto por el art. 10 de la ley 23.696, como base de la política desregulatoria, como también los objetivos del Tratado de Asunción estableciendo el MERCOSUR (Adla, LI-C, 2889), vinculados con «la libre circulación de bienes, servicios y factores productivos …», al que calificó como «una clara definición de política legislativa, que el ordenamiento jurídico interno no puede contradecir, dificultar u omitir en su implementación práctica…y a cuya luz igualmente deben valorarse tanto el decreto cuya constitucionalidad aquí se desafía, como la situación normativa y práctica que aquél viene a corregir» (Considerando 12). La Corte también merituó la ley 24.093 (Adla, LII-C, 2852), vinculada con la administración y operatoria portuaria (a la que se refiere el dec. 817) también con claros objetivos desregulatorios (Considerando 13). Todo lo mencionado es para la Corte un «sistema jurídico…que define una clara política legislativa, cuya conformidad con la Constitución no fue cuestionada, y sobre la cual no hay argumentaciones….que demuestren que el dec. 817 –globalmente considerado– fue dictado en contradicción, o en exceso, o con desproporción o inadecuación de medios…» agregando que el citado decreto «no es más que uno de los instrumentos cuya implementación el legislador confió en el Poder Ejecutivo para llevar a cabo la política de reforma del Estado por aquél decidida…» (Considerando 13). La Corte establece así los alcances de la relación jerárquica entre la norma (o el conjunto coherente de normas) reglamentada y la norma reglamentaria. La primera fija, con mayor o menor grado de desarrollo, una política que el RE debe poner en práctica sin contradecirla o con razonable adecuación de medios. Si esto es así, queda asegurada la constitucionalidad del reglamento.
(13)MARIENHOFF, Miguel S., «Tratado de Derecho Administrativo», t. I, p. 405 y sigtes., Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1990, como también del mismo autor, en la publicación conjunta 120 Años de la Procuración del Tesoro de la Nación, p. 50 y sigtes., con el título «La potestad constitucional para crear entidades autárquicas institucionales, y lo atinente a la extensión del control sobre las mismas, en la jurisprudencia de la Procuración del Tesoro de la Nación», publicación de la P.T.N., Buenos Aires, 1983.
(14)Esta expresión parecería limitar la interpretación constitucional hecha en la ley a los casos de delegación efectuados con anterioridad a la reforma constitucional que, de acuerdo con la Disposición Transitoria Octava CN caducan a los cinco años de vigencia del nuevo texto constitucional, excepto la ratificada expresamente por una nueva ley. Sin embargo nada obsta a una interpretación extensiva de la norma, por una simple razón de congruencia y porque la misma ley está expresando claramente la voluntad o la dirección interpretativa del Congreso. Cabe aclarar que la ley 25.148 efectuó aquella ratificación –incluso para la delegación efectuada por razones de emergencia pública– por el plazo de tres años (art. 1°) y siempre que su «objeto no se hubiese agotado por su cumplimiento». La ley contempla dos situaciones: en su art. 1° la delegación en sí misma, que perdurará por el plazo de tres años y que deberá ser ejercida (supone que no lo ha sido o que el Poder Ejecutivo puede dictar un nuevo RD sustitutivo de otro anterior, siempre dentro de ese plazo) «con arreglo a las bases oportunamente fijadas por el Poder Legislativo) y cumpliendo con la exigencia formal del art. 100.12 CN. La otra situación es la que salva con su art. 3° donde aprueba «…la totalidad de la legislación delegada, dictada al amparo de la legislación delegante preexistente a la reforma constitucional de 1994». Es decir se aprueban todos los RD sancionados hasta la fecha de vigencia de la ley bajo el amparo de las leyes de delegación anteriores a la reforma constitucional, sean aquellos reglamentos en ejercicio de delegaciones ahora prohibidas por la Constitución (el art. 3° no distingue) o sobre las materias permitidas. Cabe interpretar que esta ratificación legislativa sanea el vicio que pudiese afectar a las delegaciones anteriores a la expresa prohibición constitucional, solución que parece ser la más adecuada por razones de seguridad jurídica, y ratifica también las delegaciones permitidas que ya se hubiesen llevado a cabo y agotado su objeto, ya que las vigentes se encuentran alcanzadas por la previsión del art. 1°. Todo ello es «sin perjuicio de la facultad derogatoria del Poder Legislativo», como dice el art. 1° de la ley, es decir, la permanente posibilidad de que el Congreso derogue la ley de legislación o el RD.
(15)Los decretos de promulgación total o parcial de una ley, o el de su veto, son reglamentos institucionales de ejecución, pues son los necesarios (aunque no imprescindibles, ya que puede ocurrir la promulgación tácita de la ley, frente al silencio del Ejecutivo) para «la ejecución de las leyes de la Nación» en la terminología del art. 99.2, CN.
(16)Como ocurre con el resto de los reglamentos, cuando éstos son dictados por el Poder Ejecutivo (recordemos que sólo este órgano puede sancionar los RE y los RA, como también los DNU) llevan la forma y la denominación de «decretos». Los decretos son, entonces, los reglamentos sancionados por el Presidente de la Nación.
(17)La jurisprudencia de la Corte Suprema, especialmente en la causa «Rodríguez, Jorge, en Nieva, Alejandro y otros c. Poder Ejecutivo Nacional», LA LEY, 1997-F, 879, fue comentada en BARRA, Rodolfo C., Decretos de necesidad y urgencia. El caso Rodríguez, LA LEY, 1998-B, 1362. En dicho trabajo se estudia el régimen de los DNU. En el texto se hará una síntesis del mismo. La decisión mayoritaria de la Corte en la causa «Rodríguez» tuvo como fundamento la falta de legitimación para accionar de los actores en el caso, lo que excluye la intervención de los jueces por la ausencia de «causa» o «controversia» en los términos del art. 116, CN. Lo expuesto fue destacado en el fallo de la minoría en «Verrocchi», afirmando el papel del Poder Judicial en el control de constitucionalidad de las normas jurídicas, siempre mediando un verdadero caso judicial. En «Rodríguez» la acción había sido interpuesta por un grupo de legisladores que pretendían la invalidez de un reglamento de necesidad y urgencia, sin que se presentara en la causa ningún perjudicado en un interés personal y propio. La doctrina de «Rodríguez» fue reiterada por la Corte –una vez más– en «Gómez Diez, Ricardo c. P.E.N -Congreso de la Nación», G.405.XXXIII, sentencia del 31 de marzo de 1999, con la práctica unanimidad del tribunal.
(18)»Peralta, Luis A. c. Estado Nacional», Fallos 313:1513, LA LEY, 1990-D, 131.
(19)El mejor ejemplo de lo que pretendemos explicar –la diferencia entre una situación de emergencia, que justifica la sanción de medidas restrictivas de ciertos derechos constitucionales, y las razones de mera urgencia– se encuentra en el DNU sancionado por dec. 924/99 (Adla, Bol. 22/99, p. 6), del 23 de agosto de 1999. La ley 25.148, como ya se ha visto, fue sancionada en razón de lo dispuesto por la Disposición Transitoria Octava de la CN que estableció la caducidad de la legislación delegada preexistente a la reforma constitucional, caducidad que debía operarse a los cinco años de vigencia de la reforma, salvo aquella que fuese expresamente ratificada por el Congreso, a través de una nueva ley. El plazo de cinco años vencía el día 25 de agosto de 1994, de manera que la ley 25.148, que ratificó la totalidad de aquella legislación delegada, fue publicada casi sobre la expiración de aquel plazo de cinco años, en el Boletín Oficial del 23 de agosto de 1999. Pero la ley omitió establecer el momento a partir del cual la misma iba a ser vigente, por lo cual dicha vigencia iba a ocurrir a partir del octavo día desde su publicación oficial (art. 2°, Cód. Civil). En consecuencia, la ratificación iba a tener un efecto nulo, ya que la totalidad de la legislación delegada preexistente a la reforma constitucional caducaría, por imperio de la propia Constitución, antes de la entrada en vigencia de la norma ratificatoria, lo que podría provocar una grave crisis en la gestión de los asuntos públicos y un daño considerable a la seguridad jurídica. Resultó evidente que tal situación no podía aguardar a la sanción de una nueva ley que –además con efectos retroactivos– estableciera una fecha de vigencia de la ley 25.148 anterior a la generada por la aplicación del citado art. 2° del Cód. Civil. Esta nueva ley también iba a ser tardía e inútil a los efectos buscados. Se planteó, entonces, una situación excepcional de necesidad y urgencia para resolver una cuestión en sí misma desvinculada con cualquier clase de restricción de derechos (emergencia, según la doctrina de «Peralta») y sólo vinculada con el «apuro» y con la imposibilidad de aguardar la conclusión del trámite legislativo ordinario. Así quedó habilitada la competencia del Poder Ejecutivo que dictó el citado decreto de necesidad y urgencia 924/99 estableciendo, en su art. 1°, que la ley 25.148 «entrará en vigencia el día de su publicación en el Boletín Oficial» y, a la vez, que el mismo decreto «entrará en vigencia el día de su publicación en el Boletín Oficial» (art. 2°). Tanto la ley como el DNU fueron publicados en el mismo Boletín Oficial del 24 de agosto de 1999.
(20)En «Rodríguez» la mayoría estuvo compuesta por los jueces Nazareno, Moliné O’Connor, López, Boggiano y Vázquez, mientras que en «Verrocchi» lo fue por los jueces Belluscio, Fayt, Bossert, Petracchi y Boggiano. En realidad la definición terminante que se transcribe en el texto sólo fue afirmada por los tres primeros Ministros, mientras que Petracchi y Boggiano emitieron sendos votos concurrentes que no la repiten. El voto de Petracchi no da ninguna pista sobre el particular (la impugnación del DNU del caso aparece fundada en la ausencia de reglamentación legislativa acerca del procedimiento de control por el Congreso de tales reglamentos, lo que, en su criterio, impide que el Ejecutivo ejerza esa competencia constitucional hasta tanto la ley reglamentaria, que prevé el art. 99.3, CN, sea sancionada) mientras que el voto de Boggiano, en su Considerando 7, destaca que los DNU del caso (decs. 770/96 y 771/96) adolecen de falta de fundamentación acerca de la razón de necesidad y urgencia que justifique la emisión de esos decretos, lo que supone, entonces, que admite su revisión judicial, al menos en lo que se refiere a la suficiencia del elemento «motivación». Así las cosas no puede afirmarse que la Corte tenga tomada una posición definitiva al respecto.
(21)Ver BARRA, Rodolfo Carlos, «Comentarios acerca de la discrecionalidad administrativa y su control judicial», ED, 146-829 y «Amparo, jurisdicción y discrecionalidad administrativa», ED, 178-628.
(22)El DNU no podría ser derogado o modificado por otro DNU posterior. Debe rechazarse en este caso la aplicación del principio del paralelismo de formas –y de órgano de origen– ya que el Poder Ejecutivo agota su competencia para dictar la norma en el mismo momento en que la dicta. Necesitaría de otra nueva habilitación para dictar un nuevo DNU, aunque se refiera a la misma materia que el anterior, habilitación fáctica que sólo se produce de ocurrir las circunstancias previstas en el 99.3, CN, es decir, debe suscitarse una nueva situación excepcional de necesidad y urgencia en derogar o modificar el reglamento anterior.

Publicado en: LA LEY 1999-F, 1034

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