Rodolfo Barra

La legitimación para accionar. Una cuestión constitucional

Introducción. El Estado de Derecho como sistema. La Constitución como modelo. Procedencia de la utilización del instrumento comparado con el modelo de los Estados Unidos de América. Si bien muchas son las características del Estado de Derecho, este, integralmente considerado, y también en la reunión funcional de tales características, seguramente puede ser calificado como un sistema. Si es así, aquellos caracteres, más que notas identificatorias, son elementos que se relacionan entre sí de una manera especial, funcional o dinámica, es decir, con un sentido determinado con respecto a las finalidades a satisfacer por el mismo sistema; la primera de ellas, su propia subsistencia como tal, en su auto-identificación. Amén de la propia subsistencia, y con ella, el sistema cubre otras finalidades, aquéllas para las que ha sido creado y aquellas que fueron generadas por el mismo, como una implicancia o consecuencia necesaria de las anteriores. Tal funcionalidad le viene, al sistema, por una fuerza interior, propia aunque hetero-provista; esta es la “idea rectora”, su finalidad determinante y principal, que le sirve de “programa” en cuanto a la actividad de cada uno de sus elementos, en sí mismos y en sus actuaciones relacionadas. ¿Cuáles son los elementos del Estado de Derecho? Entre los principales podemos mencionar a la preeminencia de reglas generales y abstractas, la primera de ellas, la Constitución; la igualdad ante las mismas; el gobierno representativo; la seguridad jurídica; el respeto por la autonomía de la voluntad, lo que supone la garantía de la propiedad privada; los derechos fundamentales; la separación de “poderes” o de órganos con competencias constitucionales específicas. La “idea rectora”, es decir, la que hace que todo funcione según lo exigido por la finalidad del sistema y la que impone el modo de relacionarse de los elementos entre sí, es la interdicción del autoritarismo, del despotismo, de la tiranía. El “Estado de Derecho”, como sistema y no como enunciado teórico –y, a veces, proclamado disfraz demagógico- persigue que el Bien Común, causa final del Estado según la clásica concepción aristotélico-tomista, se realice en una sociedad de mujeres y hombres libres, seguramente la manera más eficaz, y también la más eficiente, de lograrlo. Entre esos elementos se destaca el relativo al “acceso a la justicia”, es decir la garantía a favor de todos las personas a que un juez imparcial resuelva los conflictos jurídicos que las involucran. Claro que la expresión “conflictos jurídicos” puede resultar demasiado amplia, es decir, puede ser interpretada en un sentido extremadamente “acogedor” o extremadamente limitado. La primera de aquellas opciones encuentra su lógica en que, en una sociedad “gobernada por leyes y no por hombres”, como rezaba la idea fuerza revolucionaria dieciochesca, todos los conflictos pueden ser reducidos, en definitiva, a una cuestión jurídica. La segunda se nutre en un cuestionamiento de, por lo menos, orden práctico: si el acceso a la justicia quiere decir el acceso a un juez imparcial, y si todos los conflictos son jurídicos ¿el gobierno de la ley, se traduce en el gobierno de los jueces? Nos veríamos obligados, así, a desentrañar también el sentido de la expresión “conflicto”, de los alcances de la idea de “resolver”, y hasta de la misma identificación del “juez”, y en cada uno de los casos nos enfrentaríamos, también, al mismo juego de opciones amplia y restringida. Pero recordemos que el “acceso a la justicia” es sólo un elemento del sistema, y que en él, ninguno de los elementos pueden ser valorados en forma aislada. Es imprescindible también hacerlo funcionalmente, a la luz de la “idea rectora” y en razón de sus relaciones, precisamente, funcionales con los restantes elementos. Si el Estado de Derecho es un sistema, este puede ser reflejado en una representación estructural, donde se destaquen, junto con la idea rectora, de los diversos elementos principales y de sus relaciones determinantes. Es decir, el sistema puede estructuralmente reproducirse en un “modelo” y éste, en nuestro caso, se encuentra claramente diseñado en la Constitución1. En ella, ciertamente, podemos encontrar, de manera expresa o manifiestamente inteligible, a la idea rectora, podemos también descubrir a los elementos principales y, sin lugar a dudas, a sus relaciones determinantes. La Constitución es, siempre, el modelo del sistema. La tarea de identificar el modelo del sistema “Estado de Derecho” se encuentra enormemente facilitada en los ordenamientos que cuentan con una Constitución escrita. Allí, los fundadores de la organización devenida en ordenamiento diseñaron el modelo. No nos preocupa el cuestionamiento que podría plantearse frente a la obviedad de que el modelo debe ser resultado del sistema, y no a la inversa. La fundación de un ordenamiento2 –de un sistema- puede ser producto de una acción deliberada, y no una consecuencia de la evolución, relativamente espontánea, de la realidad social. Esto no quiere decir que los fundadores actúen sobre el vacío, generando construcciones teóricas inaplicables en la práctica, tanto por su distancia con lo posible como por su contradicción con lo querido por la comunidad de personas a las que tal ordenamiento debe servir. Pero es innegable –es una realidad histórica- que los fundadores, aún fieles intérpretes de la voluntad social, son creadores, en la medida que, como todos los creadores humanos, parten de una realidad existente para brindarle la forma –aunque se trate de una entre muchas- que a esa realidad conviene. Los fundadores, entonces, dan forma a una realidad que la admite, pero ellos diseñan esa forma, estableciendo su criterio fundamental que, a la vez, de norma predominante, sirve también como modelo del sistema así establecido. Es cierto que, a lo largo de los años, el sistema evoluciona, ya que, como toda realidad social, es necesariamente dinámico. Pero tal evolución debe encontrarse supuesta en el mismo sistema, en los límites definidos por el modelo. De lo contrario, no sería evolución, sino modificación, y una transformación que excedería de lo tolerado por el mismo sistema, para convertirse en la fundación de uno nuevo3. En consecuencia, no podemos estudiar la cuestión del acceso a la justicia fuera del sistema existente, y de su modelo, la Constitución, en nuestro caso, y, felizmente en orden a la facilidad de nuestro trabajo, escrita. Desde tal perspectiva, funcional y sistémica, deberán ser valoradas la opción amplia, acogedora, o la estrecha, restrictiva, en su extremo, expulsiva, de la cuestión de la legitimación para accionar Como se trata de una valoración dentro del sistema, no podremos apartarnos del nuestro. Este será mejor o peor que otros, más acogedor o mas expulsivo, pero es el vigente y a él debemos atenernos. Los otros sistemas será siempre útiles como comparación, pero no en tanto que proveedores de soluciones aplicables, por lo menos hasta tanto no sean adecuadamente incorporadas en nuestro ordenamiento. Lo antes expuesto admite, o exige, una salvedad. Nuestra Constitución recibió una enorme influencia de la estadounidense, y nuestra práctica, en la jurisprudencia y en la doctrina, fue siempre muy atenta a la interpretación constitucional llevada a cabo en el país del norte, especialmente la generada en su Corte Suprema de Justicia. Es decir, tenemos el mismo sistema, con variantes, algunas importantes y, las más, sólo de matices. Especialmente, en el elemento “competencia del Poder Judicial” y en sus relaciones con los restantes elementos, la relación es de absoluta identidad. Por consecuencia, estudiaremos, con la brevedad del caso, la solución norteamericana, no por afán comparatista, sino como instrumento para una correcta comprensión de nuestro instituto4.

I. La legitimación para accionar: una técnica procesal para resolver una cuestión constitucional. El conflicto social y su resolución según un orden de repartos o adjudicaciones. Las adjudicaciones primarias y secundarias como fases del proceso comunitario de distribución de los bienes. El Profesor Gonzalez Perez nos brindó, acerca de la legitimación para accionar, una definición “nuclear”, en cuanto acierta exactamente en el núcleo del asunto: “La legitimación implica una relación del sujeto con lo que constituye el objeto del procedimiento, una especial posición del sujeto respecto del acto que ha de dictarse en el procedimiento”. Así, “la legitimación constituye un requisito de admisibilidad”5. La cuestión de la legitimación podría aparecer así como un exclusivo problema procesal6. Claro que la “relación del sujeto con el objeto del proceso” puede recibir las mismas interpretaciones, más permisivas o mas estrechas, que antes mencionáramos, con lo que nuestro problema no quedará resuelto. Si la ubicamos, en cambio, dentro del marco del sistema –nuestro sistema- de Estado de Derecho, la legitimación para accionar se transforma en un tema estrictamente constitucional, directamente vinculado con el elemento democrático-representativo y, en particular, con el elemento “división de poderes”, tal como muy bien lo advirtió este gran juez de la Corte Suprema de Justicia estadounidense, Antonin Scalia, en un trabajo al que nos referiremos en varias oportunidades: “The doctrine of standing as an essential element of the separation of powers”7. Uno, de entre tantos, de los conceptos útiles para identificar a una sociedad política, y por tanto al Estado, es que en ella se producen las adjudicaciones de los bienes necesarios para los fines humanos. Aunque se tratan de bienes de dos tipos –los generados por el directo esfuerzo comunitario, normalmente a través de la acción o impulso estatal, y los generados por el directo esfuerzo individual, habitualmente producto de la colaboración de dos o más individuos- todos son posibles gracias a la realidad comunitaria, la que supone necesariamente a su órgano supremo de conducción que es el Estado. Todos estos bienes requieren ser adjudicados en beneficio de los distintos individuos y grupos existentes dentro de la comunidad global. En las sociedades regidas por la regla del “mercado”, en general las democráticas-capitalistas, la adjudicación se realiza por intercambios libres, regidos por la autonomía de la voluntad que, como lo establece el art. 1197 de nuestro Código Civil –en una norma que resume el, y es expresión y fundamento jurídico del, funcionamiento del mercado- conforma para las partes “una regla a la cual deben someterse como a la ley misma.” Naturalmente esta “ley de las partes” encuentra los límites del orden público, en sus formas de policía, de regulación, o bien de incentivos o condicionamientos como la política presupuestaria, tributaria, el fomento, la actividad empresaria estatal, el servicio público, etc. Asimismo el Estado –generalmente a través de la Administración pública- entabla sus propias relaciones de adjudicación, aunque aquí la regla sea predominantemente heterónoma y no autónoma. Pero en todo los casos estamos en presencia de adjudicaciones de bienes que requieren, de una u otra manera, de la intervención estatal. Esta aparece, aún en las relaciones entre particulares, cuando el Estado sanciona normas supletorias de la voluntad de la partes, o bien normas de orden público sustitutivas de esa voluntad; de la misma manera cuando es el mismo Estado el que entabla relaciones jurídicas con los particulares, aunque regidas por normas de estructura diversa. También cuando resuelve los conflictos que surgen en el seno de relaciones jurídicas, voluntarias o involuntarias. Claramente estamos hablando del Estado legislador, del Estado administrador y del Estado juez. Aquí nos encontramos con nuestra cuestión principal. ¿La resolución de los conflictos sólo se produce ante los casos llevados ante la rama judicial del gobierno? La comunidad política es, también, un juego de fuerzas contrapuestas donde la adjudicación de los bienes, de cualquier naturaleza, es siempre resultado de alguna forma de conflicto, entendido esto como choque o contradicción de intereses. Si lo anterior es así, la legislación, la gestión administrativa, la actividad judicial, son todas formas de adjudicación de los bienes –no importa aquí si mediante la aplicación de los principios de la justicia general o particular, y en este caso, distributiva o conmutativa- es decir, formas de resolución de los conflictos que se producen con la finalidad o como consecuencia de la adjudicación de los bienes. Si insertamos lo expuesto dentro del sistema Estado de Derecho, los conflictos deberán resolverse, en un enumeración sintética, garantizando los derechos fundamentales, por órganos estatales representativo-democráticos, y en el respeto de la separación de poderes8. De aquí que la pregunta que debemos respondernos es: ¿Cómo asigna nuestra Constitución –nuestro modelo sistémico de organización-ordenamiento- la competencia para resolver los conflictos, es decir, para practicar las adjudicaciones o reparto de bienes? ¿Esta competencia es igual, cualquiera sea la adjudicación a realizar, el conflicto a resolver? Advirtamos aquí que estas adjudicaciones son, fundamentalmente, de dos tipos: las primarias u originarias, realizadas directamente por la norma (heterónomas) o, de manera mayoritaria, por la voluntad de las partes (autónomas) dentro del “medio ambiente” del ordenamiento; las secundarias o derivadas, realizadas por quienes tienen competencia para decidir los conflictos surgidos como consecuencia de las adjudicaciones primarias, ya sean referidos a la existencia misma de la adjudicación o a sus efectos y modalidades. Si la legitimación para accionar dice una determinada relación entre el sujeto y el objeto del proceso –limitando el alcance de esta última expresión al proceso ante el órgano judicial- y el objeto del proceso siempre se refiere a la adjudicación de un determinado bien9, entonces debemos analizar la relación del bien con respecto al sujeto adjudicado y con relación al órgano adjudicante, es decir, tenemos que precisar de que tipo de conflicto –y por ende de su consecuencia lógica, el tipo de reparto- se trata. De esta manera la cuestión de la legitimación para accionar deviene, como veremos, en un indiscutible problema constitucional.

II. La Constitución como norma de organización al servicio de una ordenada adjudicación de los bienes. Adjudicaciones primarias y secundarias. La distinción de competencias adjudicatorias entre las distintas ramas del gobierno. El sistema, como tal, rechaza el cuerpo extraño del “gobierno de los jueces”. La adjudicación ordenada de los bienes es, naturalmente, un aspecto, y a la vez un fruto de la organización, es decir de la disposición racional de determinados medios materiales y personales al servicio de una finalidad que es común a sus miembros. Tal finalidad común no puede ser otra, por lo menos vista desde la perspectiva aquí planteada, que la producción y adjudicación de los bienes necesarios para la vida. Y así la comunidad política nace, substancialmente, como organización orientada a la realización del bien común de sus integrantes, bien que solo es merecedor de tal calificación en la medida en que, realizándose, se distribuye, se adjudica en concreto. El cometido adjudicatorio es confiado por la organización a sectores determinados de la misma, especializados para realizarla acuerdo con procedimientos decisorios específicos, con determinados efectos, y siempre según la naturaleza misma de la adjudicación a realizar. Es decir, no a cualquiera ni de cualquier modo. Esta concepción es consustancial al Derecho Público moderno, a cuyos fundamentos contribuyó tan sabiamente el juez de la Corte Suprema de Justicia norteamericana Marshall, en el ya clásico10 “Marbury v. Madison” (5 U.S. 137 –Cranch- 1803): la “original y suprema voluntad” del pueblo “organiza el gobierno y asigna a sus diferentes departamentos los respectivos poderes”, es decir , la norma fundamental de la organización comunitaria establece los ámbitos de competencias para que cada uno de los órganos del gobierno decida acerca de las adjudicaciones que se le reclaman o que, de oficio (según los casos, como veremos) estimen corresponder. Así, las leyes emanadas del Congreso son, también, adjudicaciones. Pero lo hacen de una manera especial. Primero, sólo pueden ser generadas, salvo las excepciones previstas en la misma Constitución, por el órgano integrado a través de un mecanismo representativo, con responsabilidad electoral de ejercicio periódico –lo que implica “mandatos” temporales breves- y, en nuestro caso (art. 38 de la Constitución,) sólo posible con la intermediación de los partidos políticos. Segundo, la ley debe ser producto de un procedimiento decisorio determinado, donde no sólo se destaca el bicameralismo sino también el debate con audiencia de las minorías y la preeminencia de la decisión mayoritaria Estos son os dos aspectos esenciales. No interesa tanto que la ley, en sentido formal, tenga un contenido general y abstracto o particular y concreto, o que resulte de una iniciativa del propio Congreso, del Poder Ejecutivo, o de una propuesta presentada por cualquier persona, aún los que tengan sólo un interés “patriótico” o “académico” en el asunto. El Poder Ejecutivo y la organización administrativa que se le subordina, deciden a través de distintos medios formales, también con efectos particulares o generales, de oficio o a pedido de cualquier persona –aunque en algunos casos requiere de la legitimación- y en ocasiones mediante normas con la misma jerarquía que la que le corresponde a la ley del Congreso (decretos de necesidad y urgencia; decretos delegados). Igualmente en este caso, el órgano tiene un origen representativo, partidario, con responsabilidad electoral de ejercicio temporal, caracteres que de alguna manera transmite a los órganos que le son subordinados, por lo menos en las primeras líneas jerárquicas. Se distingue del supuesto anterior , en cambio, por el procedimiento decisorio. Este no requiere del debate ni la decisión mayoritaria. Por el contrario, se tratan de decisiones que, en última instancia, se basan en un ejercicio del principio jerárquico o de mando. Lo que es común a estos dos órganos constitucionales es su origen representativo y su responsabilidad electoral. Pero fundamentalmente les es común el que sus decisiones adjudican, en la mayoría de los casos, por “motivación”. Es decir, con un impulso originario, motivan la conducta de los particulares –incluso, como en un segundo paso, sobre la conducta de la misma organización pública- orientando o bien forzando sus decisiones de intercambio, conduciendo así el proceso general de la formación de la riqueza social y de su distribución. Expuesto de otra manera, son decisiones políticas, sometidas o afectadas por el proceso democrático de formación de las mismas, por el debate público, por la ideología y el interés electoral de los partidos, por la acción de los grupos de presión, por el estado de la opinión pública, por la prensa, por la presión internacional, etc. Son decisiones políticas que, de la manera querida por el ordenamiento, resuelven conflictos sociales. La Constitución quiere que estas decisiones sean tomadas por órganos directamente representativos, en muchos casos dotados de un “expertise” técnico, pero siempre portadores de un “expertise” político, donde juegan las decisiones tácticas y estratégicas, la prudencia, el compromiso, el consenso, la oportunidad. Podríamos decir que las decisiones de estos órganos son más políticas que jurídicas. Es decir, en un Estado de Derecho todas las decisiones de las autoridades públicas son jurídicas, tanto porque deben ser respetuosas de la jerarquía normativa establecida por el ordenamiento, como porque son normalmente traducidas en fórmulas jurídicas, susceptibles de ser valoradas jurídicamente. Pero en la actuación del Legislativo y del Ejecutivo, esta juridicidad se encuentra teñida de politicidad, teniendo en cuenta que, aún sometidas a reglas, las opciones políticas son las que obligan a buscar las opciones instrumentales jurídicas que les sean adecuadas o funcionales. Se trata, simplemente, de que en una organización política, como lo es la comunidad organizada, se manifiesta, de manera natural, la primacía de la política. El sistema del Estado de Derecho quiere, reiteramos, que estas decisiones, que estas adjudicaciones, las realice el propio “pueblo” –los interesados- si bien a través de un mecanismo necesariamente representativo. Por lo tanto, sólo pueden ser tomadas por órganos representativos, creados, estructurados, dotados de medios, capacitados para adoptar estas decisiones de impulso general del proceso de adjudicación de bienes. Nuestra Constitución es clara al respecto: “El pueblo no delibera ni gobierna , sino por medio de sus representantes…” (art. 22); “Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático…(la) Constitución …garantiza …la competencia para la postulación de candidatos a cargos públicos electivos…” (art. 38). Podemos decir que ese es el primer nivel de la acción de gobierno. Hay un segundo nivel, autorrealizado por los sujetos que como tales son reconocidos por el ordenamiento (el primero, de manera necesaria, la persona humana). Ocurre cuando, tanto los sujetos público como los privados, actúan poniendo en práctica aquellas orientaciones, aún las supletorias, que se manifiestan, así, como un presupuesto imprescindible de la decisión individual, por lo menos como una parte trascendente de la información con la que se debe contar en forma previa a aquella. En este segundo momento, los sujetos realizan sus intercambios, con la libertad “negocial” admitida por el ordenamiento, o ejerciendo la competencia que éste les otorga, en el caso de los sujetos públicos. Los sujetos actúan, trabajan, viven. Así generan riesgos de daños para sí mismos o para terceros. Estos daños, de ocurrir, les generan relaciones de intercambio, de adjudicación, con otros sujetos determinados. También, y es lo que ocurre en la mayoría de los casos, los intercambios se realizan de forma deliberada, voluntaria, según una gran diversidad de mecanismos convencionales. Todas estas son relaciones jurídicas, no políticas, es decir, relaciones de justicia, virtud que, según la especie que corresponda en cada caso11, orienta nuestra conducta a dar lo que al otro corresponde hasta su completa cancelación, a satisfacer, como objeto propio de la relación, el derecho del otro, su derecho a una adjudicación determinada. Cuando “el derecho del otro” no es satisfecho, obviamente, la adjudicación no es realizada. Pero aquí ya estamos en un tercer nivel. En los dos primeros se decidió acerca de la adjudicación en sí misma, decisión efectuada por los órganos estatales y por los sujetos que se entrelazan en los distintos intercambios. Se generó el “título” o derecho en sí mismo. Ahora se trata de obligar a que el incumplidor –aún de buena fe- cumpla, es decir, que el “derecho del otro” sea cancelado o satisfecho. Nótese que en todos los casos hay reclamos o”demandas”. Los órganos Legislativo y Ejecutivo responden a demandas, que en definitiva son insumos, del medio ambiente, al que “retroalimentan” con sus “productos” o decisiones. Pero estas son demandas en cierto sentido genéricas, normalmente para obtener normas –incluso conductas- de las autoridades públicas destinadas a satisfacer las distintas pretensiones de adjudicación de los grupos –formales, informales, permanentes, transitorios, generados, espontáneos, etc.- que integran el entramado social. Estamos siempre dentro del proceso político. Pero para los casos en que la “demanda”, exigencia o reclamo proviene de una situación de quiebre de la relación jurídica ya establecida, el ordenamiento tiene estructurado otro órgano constitucional, el Poder Judicial12, con su procedimiento decisorio propio, su “expertise” particular, su especial lógica resolutoria y, especialmente, su específica forma de reclutamiento personal. No son órganos de composición representativo-democrática, ni ejercen su competencia de acuerdo a un lógica mayoritaria, o jerárquica. No participan del debate político, no comprometen a, ni se encuentran comprometidos por, los partidos políticos, no se encuentran, o no deben estarlo, influidos por la opinión pública, o la prensa. Los jueces tienen ante sí el caso y la norma. Con estos elementos, exclusivamente, deberán construir el silogismo que expresarán en la sentencia13. De aquí entonces que la magnitud de las demandas se estreche. Ya no pueden ser todas, esto es, en definitiva, las mismas que el ordenamiento quiso, por exigencias de su ideología democrática, dirigir hacia las ramas ejecutiva y legislativa del gobierno. Los jueces no son representantes del pueblo, no son designados mediante un proceso electivo directo, popular y democrático, sino seleccionados en función de sus capacidades profesionales, dejando su designación a una valoración política a cargo, en instancia definitiva, de los representantes del pueblo. En consecuencia la intervención de los jueces no puede estar referida a los casos de demandas destinadas a generar decisiones orientadoras de los repartos todavía no comprometidos, sino para resolver los casos de incumplimientos de las adjudicaciones ya voluntariamente decididas, o nacidas como consecuencia de determinadas conductas, o bien por directa imposición normativa , al amparo siempre de aquellas decisiones orientadoras, inductivas, de dirección o conducción14, tomadas por las ramas políticas del gobierno. Debemos insistir en este punto. Las que aquí llamamos demandas originarias, es decir, las que reflejan de manera directa a los conflictos sociales, deben ser resueltas –en nuestro sistema- por el proceso político. Nuestros fundadores han considerado –muy probablemente con razón- que aquella era la manera más democrática de resolver dichos conflictos. De aquí que el papel de los jueces se “limite” –es, en realidad, un “rol” de una importancia trascendente- a resolver los casos de las demandas que podemos denominar “derivadas”, o de “aplicación” o “de consecuencia” de las originarias. Ya vimos que por carecer de un origen representativo, los jueces no pueden intervenir en la resolución de los conflictos derivados de, o bien manifestados en, demandas originarias. Pero tampoco los órganos Legislativo y Ejecutivo pueden intervenir -al menos con carácter definitivo, es decir, excluyendo la revisión judicial- en la resolución de los conflictos propios de las demandas derivadas.¿Porqué? Por que el constituyente no quiso que estas se viesen influidas por el debate político connatural al proceso democrático decisorio, el que, además de desamparar a las minorías, podría desnaturalizar la aplicación estricta, al caso concreto, de las garantías constitucionales otorgadas a todos los habitantes o miembros de la organización comunitaria, como la de la propiedad y del debido proceso, o las que se encuentren en cuestión en ese caso concreto, libertad de prensa, religiosa, sindical, etc. El constituyente quiso que el debate político fuese uno de los elementos necesarios y determinantes en el proceso de toma de decisión de los órganos “políticos”, sometiendo tales decisiones a dos controles, o “correctivos adjudicatorios”. Así, el directamente democrático, en el que participan todos los miembros de la comunidad individual o colectivamente, con el voto, la protesta pública, la huelga, la acción de los partidos, sindicatos, prensa, interpelaciones legislativas, relaciones entre poderes, como el veto presidencial, la insistencia legislativa, etc. También, como otro método de control, el agravio o queja del perjudicado defendiendo su propio derecho, como también lo hace cuando reclama contra un particular que no cumplió con el “ajuste” de las prestaciones comprometidas. Si se permitiese que los órganos políticos interviniesen en este segundo nivel del proceso de reparto, el correctivo no sería posible, pues de lo que se trata es, precisamente, de aislar a éste del ambiente, en este caso contaminante, del debate político. A la vez, lo jueces no pueden intervenir en las adjudicaciones que deben efectuarse en el seno del debate político, ya que –amén de carecer del “expertise” necesario- deberían necesariamente “tomar partido”, convertirse en partes, y, lo que agrava la situación, en partes carentes de origen democrático, designados de por vida y sin responsabilidad electoral, y sin que sus decisiones pudiesen ser revisadas por otro “poder”. Haciéndolo, perderían la independencia que se les exige a la hora de actuar en los conflictos inherentes a las adjudicaciones derivadas, generando una antifuncionalidad en el sistema, que, por ser de inspiración y contenido democrático-representativo, es refractario al gobierno de los jueces15.

III.La competencia o jurisdicción judicial en la “adjudicación derivada” de los bienes. Los niveles y momentos del reparto. La particularización de la adjudicación. El principio de la especialización del ordenamiento-organización. El método o proceso lógico judicial en “Marbury v. Madison”. La organización como principio constitucional Entre los aspectos importantes de la actuación judicial se encuentra, entonces, su desvinculación de los conflictos colectivos por la adjudicación de la riqueza social, que son siempre conflictos políticos. Si el Legislativo y el Ejecutivo deben –no sólo pueden- tomar en cuenta los “insumos” políticos (para utilizar un término genérico comprensivo de la variedad de intereses que mueven a las fuerzas sociales) los jueces sólo deben tener en cuenta los insumos fácticos, aportados por los extremos del caso, y jurídicos –normativos y otros de naturaleza jurídica, como los principios generales del derecho, etc- para resolver, a la manera de un silogismo, la cuestión planteada ante sus estrados. ¿Cómo evitar que el caso llevado ante los jueces corresponda a un conflicto de adjudicaciones originarias o políticas, en lugar de derivadas o jurídicas? La respuesta no es demasiado compleja. Cuando una persona demanda acerca de un derecho propio, personal, concreto, cierto y no meramente hipotético, y cuando del resultado de tal demanda depende la permanencia de tal derecho en el “patrimonio” o esfera jurídicamente protegida por el ordenamiento, del demandante, y, también cuando, de triunfar tal demanda, se producirá un menoscabo, real, concreto, cierto, en el ámbito patrimonial de otra persona, que aparecerá, entonces, como un “adversario” de la primera, resultará evidente que nos encontramos ante un caso de adjudicaciones derivadas. Esto es así porque, como vimos, la base de tales adjudicaciones derivadas se encuentra en las originarias establecidas por las ramas políticas, ya sea directamente o a través de transacciones o intercambios que, apoyados en esta, realizan los sujetos miembros del ordenamiento. El juez no resuelve entonces una cuestión que es directa e inmediatamente política, con efectos, también directos e inmediatos, políticos. El juez tampoco resuelve acerca de conflictos donde se entrecruzan intereses o pretensiones de participación en la riqueza social, pero que todavía no son, por lo menos estrictamente, “derechos”16. El caso concreto, propio (de los participantes en el mismo) y “adversarial” (entre aquellos participantes, con intereses propios contradictorios) despolitiza el debate, para transformarlo en estrictamente jurídico, con un actor y un demandado, ambos con eventuales derechos que, en forma de pretensión procesal, pueden hacer valer ante el juez . No importa, a los efectos de nuestro argumento, que la sentencia judicial, especialmente si proviene de la Corte Suprema, tenga también efectos políticos. Aún así el juez sólo deberá escuchar a la partes, a sus argumentos fácticos y jurídicos, y a los terceros que procesalmente corresponda. Las consecuencias son sólo eso, consecuencias, normalmente un nuevo insumo dentro del proceso del debate político que continuará luego de la sentencia a los efectos de ajustar, o no, las adjudicaciones generales a la doctrina judicial en ella establecida17. Nuestro sistema de Estado de Derecho busca, como presupuesto organizativo, diferenciar al adjudicador primario u originario del –definitivo, cuando, por la continuidad del conflicto, ello se hace necesario- adjudicador secundario o derivado. Permítasenos insistir en que la adjudicación originaria se produce siempre en un nivel donde, antes de ella, todavía no existen derechos adquiridos. La adjudicación los asigna y permite que sean ejercidos frente a otro sujeto del ordenamiento que exhibe, por acción u omisión, un derecho, también pretendidamente adquirido, parcial o totalmente contradictorio con el primero. Aquella adjudicación primaria se gesta en el transcurso del debate político, y se concreta en el momento de su conclusión decisoria, que, de todas maneras, nunca es definitiva. Esta puede ser un nuevo insumo que “retroalimenta” el debate en pos de otra decisión, en un proceso circular pero progresivo, en forma de espiral, ascendente o descendente según sus efectos sobre la realidad. Este es el momento genérico de la adjudicación originaria, donde, en realidad, se establecen sólo las bases, los criterios, la metodología, y en algunos casos los elementos principales para definir la medida concreta del reparto. La adjudicación –salvo excepciones donde el derecho nace directamente de la norma estatal- todavía no se encuentra particularizada. Para ello debemos pasar a un momento sucesivo, de concreción: el del establecimiento de las relaciones jurídicas específicas por los sujetos del ordenamiento. Estos dos momentos iniciales manifiestan la puja por la participación en los bienes que todavía no han sido subjetivamente adjudicados, y concluyen en el acto de tal adjudicación subjetiva, que puede ocurrir ya sea por imperio directo de la norma, o como consecuencia de una conducta no deliberadamente dirigida a establecer la relación jurídica, o bien, en la mayoría de los casos, con el establecimiento de tal relación, voluntariamente querida a los efectos de la concreción efectiva de la adjudicación. Hasta aquí deben exclusivamente intervenir, para el primer momento, los actores del debate político, a los que no se consideran en su dimensión de sujetos de derecho sino de sujetos políticos18, es decir, los “gobernados”, y los gobernantes a cargo de las ramas específicamente políticas. Para el segundo momento, la intervención queda reservada a los sujetos jurídicos, los que pueden comprometer sus bienes estableciendo relaciones jurídicas tendientes a concretar su reparto de una manera determinada, ya sean aquellas regidas por la justicia distributiva o por la justicia conmutativa19. En aquél segundo momento las adjudicaciones o repartos se realizan en la práctica, se particularizan o diferencian. Ambos conforman el nivel constitutivo de la adjudicación. Pero el conflicto por el reparto de los bienes puede no terminar allí. Pueden aparecer otros sujetos que invoquen un derecho propio, particularizado, como por ejemplo, el caso de quien entiende que fue excluido injustamente, sin derecho, de una licitación pública, o el de quien alegue un derecho de filiación, o de propiedad de un inmueble registrado a nombre de un tercero, o un acreedor hipotecario o embargante, o un perjudicado por un hecho ilícito civil, o un delito penal (en este caso, también el Ministerio Público, como titular de la acción pública), o quien sostenga que la industria vecina a su vivienda emana gases tóxicos o desagradables, con afección a su derecho a la salud o confort. Y, lo que es mas habitual, sujetos que entiendan que su contraparte en una relación jurídica no cumplió con lo debido, es decir, los que alegando un incumplimiento total o parcial con relación al objeto de la relación, pretendan el reestablecimiento del equilibrio alterado por el supuesto incumplimiento. Nada impide que, en cualquiera de los casos, el interesado busque remedio a su agravio en la acción de alguna de las ramas políticas del gobierno, seguramente en la Administración pública. Pero el ordenamiento no quiere que aquí se establezca la solución definitiva del conflicto, simplemente porque presupone que el órgano político puede encontrarse más orientado por el debate de esa naturaleza, por las consecuencias generales de la decisión, por sus preconceptos o prejuicios, que por el afán de restaurar “el derecho del otro”, lo debido, y supuestamente no cumplido, en la relación de justicia. También porque el ordenamiento es conciente de que a estos órganos políticos nos los dotó del “expertise” adecuado para resolver este tipo de conflictos. Por eso, aún cuando autorice, o en algunos casos exija, la previa intervención de ellos, lo hace bajo reserva de revisión (utilizando esta palabra con un sentido impreciso) de los jueces, salvo sujeción voluntaria de los interesados a otra jurisdicción, y cuando así lo autorice el mismo ordenamiento. Como se puede advertir, el ordenamiento establece su propio principio de especialización o de división del trabajo. Es que, en la comunidad política, antes del ordenamiento nace la organización que, institucionalizada merced a la voluntad y acción del grupo fundador, del pueblo, y de sus representantes, deviene en ordenamiento20. Pero el ordenamiento no deja de ser una forma especial de organización. No es un mero orden, sino, como ya vimos, un sistema dinámico dotado de sus propias reglas funcionales. Como toda organización, el ordenamiento requiere que no todos sus elementos tengan una misma relación funcional21. No todos los elementos que componen el centro de poder, el gobierno, pueden y deben realizar las misma funciones. Dos de ellos, el Ejecutivo y el Legislativo, con diferentes procedimientos y composición personal –que se explica también de acuerdo con el prisma de la división funcional según las exigencias de mayor o menor inmediatez en los efectos de las decisiones o normas y de las acciones que producen y llevan a cabo- tienen la competencia política de generar las adjudicaciones primarias en cualquiera de sus dos momentos, según los casos. El otro, el Judicial, tiene por cometido recomponer los repartos ya decididos conforme con la regla de derecho aplicable –incluso la convencional- cuando acreedor y deudor difieren en cuanto la procedencia misma o el acierto del ajuste alcanzado. Los primeros siempre actúan ya sea en un plano de abstracción, al fijar reglas generales, o bien de concreción, cuando realizan la adjudicación de acuerdo a esas reglas, pero siempre definiendo o estableciendo los repartos; el segundo no puede sino actuar a partir de la concreta relación de justicia ya formalizada o expresada, según los casos, voluntaria o involuntariamente, en una relación jurídica entre sujetos concretos, que se entrelazan en un conflicto de derechos contradictorios donde, estando aquellos ya definidos de antemano, al juez sólo corresponde descubrir a su verdadero titular. Si hacemos que alguno de aquellos elementos actúe fuera de la dimensión funcional que le fue asignada por el ordenamiento, el sistema se descompone. No es que se modifique en otro; simplemente se descompone, funciona mal22. Recordemos que la funcionalidad supone una determinada relación entre los elementos del sistema. Los jueces, en la adjudicación derivada, controlan el correcto comportamiento de los sujetos, también cuando se trata de sujetos públicos. Los ciudadanos eligen a sus representantes, que serán controlados por jueces especializados. Los legisladores deciden invocando la representación popular, ante la que deben responder periódicamente, con ocasión de las elecciones, y diariamente, de cara a las distintas manifestaciones de la opinión pública. También el Ejecutivo, que se somete al control permanente del Congreso –por ejemplo, art. 85 de la Constitución- quien maneja “la bolsa” presupuestaria, de recursos y de gastos, lo interpela, y puede, en nuestra Constitución, censurar y remover a su jefe de gabinete, y, en extremo, someter a juicio político (impeachment) al propio Presidente de la Nación. Las normas se generan y se relacionan de acuerdo a aquél mismo juego armónico, y de ello dependen su vigencia, obligatoriedad y validez. Si un elemento pierde, por defecto o por exceso, su funcionalidad, sufre todo el sistema y cada uno de los elementos en particular. Volvamos a “Marbury”. Allí se asentó la doctrina de nuestro tipo de organización-ordenamiento, precisamente cuando el “Chief Justice” Marshall se enfrentó con el conflicto de reparto concreto de bienes planteado por distintos sujetos que pretendían, contra los Estados Unidos en la persona de su Secretario de Justicia James Madison, ser adjudicatarios, por un acto o decisión anterior proveniente del Congreso, de diversas comisiones como jueces de paz en el distrito de Columbia. Nótese cuales son las preguntas que se hace Marshall en orden a resolver el caso, definiendo así el método del procedimiento lógico judicial: “ 1.Tiene el demandante un derecho a la comisión que pretende?; 2.Si el tiene un derecho, y ese derecho ha sido violado, le confieren las leyes de este país un remedio?”, para luego preguntarse acerca de cual tipo de remedio debía ser suministrado por la Corte. Ciertamente Marbury y sus colegas tenían un derecho propio, personal, concreto. Su designación, recuerda la Corte, había “sido firmada por el presidente y sellada por el secretario de estado”, el “fue designado; y la ley que creó el oficio le asignó al oficial un derecho a mantenerse (en él) por cinco años independiente del ejecutivo, la designación no fue revocable; pero incorporada en los legales derechos del oficial, los cuales e encuentran protegidos por la ley de este país”. “Revocar la comisión, por lo tanto, es un acto considerado por la Corte no sustentado por el derecho, sino violatorio de un derecho adjudicado”23. Proteger estos derechos adjudicados es “la verdadera esencia de las libertades civiles”. Sin embargo, la respuesta a la pregunta acerca de “si la legalidad de una acto (proveniente) de la cabeza de una departamento (de la Administración) es examinable por un tribunal de justicia o no, debe siempre depender de la naturaleza de ese acto” Como existen actos “examinables” o revisables y otros no, Marshall advierte que “tiene que haber una regla del derecho para guiar al tribunal en el ejercicio de su jurisdicción”, es decir, el tribunal no crea la regla, sino la sigue, y esa regla debe encontrarse en el ordenamiento. Y así comienza el genio de Marshall a sentar los principios de nuestra organización constitucional, desarrollando la que era la clara intención de los padres fundadores en la Constitución –el documento base de la organización-ordenamiento- de Filadelfia. “Por la Constitución de los Estados Unidos –continúa- el presidente se encuentra investido de ciertos e importantes poderes políticos, en el ejercicio de los cuales el debe utilizar su propia discreción, y el es responsable solo ante su país en su carácter político, y ante su propia conciencia….” “En tales casos…y cualquiera sea la opinión acerca de la manera en la cual la discrecionalidad ejecutiva debe ser ejercida, mientras ella exista, y pueda existir, no hay poder para controlarla. Los temas son políticos. Ellos se refieren a la Nación, no a los derechos individuales, y estando confiados al ejecutivo, su decisión es conclusiva. ….Pero cuando el legislativo procede a imponer (en un) oficial otros (determinados) deberes; cuando él es guiado perentoriamente a cumplir con ciertos actos; cuando los derecho de los individuos dependen de ello; el es hasta ahí el oficial de la ley; el es responsable ante la ley por su conducta; y no puede a su discreción desconocer los derechos adjudicados de los otros. La conclusión que nace de este razonamiento es, que donde las cabezas de los departamentos son políticas o agentes de confianza del ejecutivo, sólo para ejecutar la voluntad del presidente, o también para actuar en casos en los cuales el ejecutivo posee discrecionalidad constitucional o legal, nada puede ser más perfectamente claro que sus actos son sólo políticamente examinables. Pero cuando un deber específico se encuentra asignado por la ley, y un derecho individual depende de la ejecución de tal deber, aparece igualmente claro que el individuo que se considera injuriado tiene derecho a recurrir a las leyes del país por un remedio.”24 Claro que “La cuestión acerca de si un derecho ha sido adjudicado o no es, por naturaleza, judicial, y debe ser probada por la autoridad judicial”. Pero, advierte, “La provincia (jurisdicción) de los tribunales es, exclusivamente, la de decidir sobre los derechos de los individuos, no inquirir como el ejecutivo, o los oficiales del ejecutivo, cumplen con sus deberes en los cuales ellos tienen discreción. Cuestiones, en su naturaleza política, o que son, por la Constitución y las leyes, sometidas al ejecutivo, no pueden nunca (ser traídas) ante esta Corte”. Aquellas cuestiones políticas son las que se refieren a las adjudicaciones primarias u originales, en las que existe discrecionalidad decisoria –en los sujetos públicos para establecerlas, o en los sujetos privados para convenirlas- luego vendrán las adjudicaciones derivadas, ya con relación a los derechos individualizados pero en conflicto. Y aquí estamos ya dentro de la “provincia” de los tribunales de justicia, que deberán decidir los casos teniendo presente la preeminencia normativa de la Constitución, pero sólo los “casos” en donde se discuta acerca de derechos adquiridos, adjudicados, y no los conflictos de naturaleza política que tienen por finalidad definir las adjudicaciones o repartos en su nivel primario u originario. De esta manera la separación o división de poderes o funciones, se constituye en paradigma de la organización, la regla funcional fundamental, el elemento que no puede faltar en el sistema ni en su representación “modélica”. En este modelo, la “legitimación para accionar” limita la jurisdicción judicial, lo que no debe sorprendernos teniendo en cuenta que nuestro sistema constitucional es de control, balance y limitación recíproca de los “poderes” o funciones del gobierno. Por ello, deteniéndonos en el Poder Judicial, en la determinación de “la provincia” de los tribunales, la legitimación para accionar forma parte del criterio funcional de la división de poderes.

IV.El modelo en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia norteamericana. “Caso o controversia” y “standing to sue”. La “situación diferenciada”. El “standing prudencial” y el “standing esencial”. La zona de interés definida por la norma. La cuestión de los “protectores del medio ambiente” y de las minorías legislativas “inconvincentes”. Síntesis. La doctrina del “standing” tiene, entonces, tanta “solera” como la propia Constitución; “Marbury” es “ley de la tierra”, un fallo de jerarquía constitucional, y proveedor de una definida orientación en tal sentido. Es más, es un desarrollo interpretativo, lineal, del por demás claro sistema organizativo establecido en aquél texto fundamental, realizado por un tribunal constituidos por personas contemporáneas a los “padres fundadores”, seguramente miembros de los mismos círculos intelectuales o políticos, amigos o adversarios, pero conocedores del pensamiento, de la intención de aquellos, y del sentido con que utilizaron las palabras de la Constitución. Sin embargo hay autores, en los mismos Estados Unidos y con recepciones jurisprudenciales aisladas, que la cuestionan o la desnaturalizan. Abren exageradamente sus límites, buscando que los jueces adquieran un protagonismo distinto al querido por los constituyentes, haciéndolos intervenir en las disputas de naturaleza política, en la definición de las adjudicaciones primarias. ¿No será, siquiera inconscientemente, una postura aristocrática, o más bien oligárquica, que busca confiar en burócratas (en el buen sentido del término) del derecho, lo que saben no lograrán de los representantes mayoritarios del pueblo? El “standing abierto”, “elastizado” según la voluntad (esta si, discrecional sin revisión) prudencial (es decir, política) de la organización judicial, no deja de generar la impresión, cualquiera sea la buena intención de sus sostenedores, de una cierta concepción no representativa de la democracia. En nuestra opinión, que naturalmente dista de ser original, sin representatividad popular no puede existir democracia y, aunque esta opinión pudiese ser equivocada, en definitiva así es nuestro sistema constitucional del Estado de Derecho. Volvamos a la doctrina norteamericana. Según pareciera resultar de “Marbury” dos son los requisitos que habilitan el “standing”: el primero se refiere a la existencia de un derecho particularizado en cabeza de un sujeto, y que ese derecho haya sido desconocido o violado por un tercero; el segundo, dados los anteriores supuestos, se centra en determinar si el ordenamiento (diríamos nosotros) confiere al agraviado un remedio judicial. Quizás en esta formulación pueden encontrarse incluidos conceptos como el derecho, la pretensión y la acción, cuestiones, las dos últimas, que son más de definición procesal que constitucional. Desde esta última perspectiva, en cambio, la cuestión debe centrase en la investigación acerca del derecho agraviado. Si hay agravio tiene que haber también un remedio judicial, porque es propia de la competencia de los tribunales resolver los conflictos acerca de la adjudicación de los bienes cuando estos pueden ser invocados como derechos propios, que no pueden hacerse efectivos por la conducta, activa u omisiva, de otro que invoque algún título jurídico necesariamente contradictorio con la pretensión (no utilizamos aquí el sentido procesal de la expresión) del supuesto agraviado. Aún cuando aquella conducta contradictoria sea meramente “de hecho”, el sujeto deberá, para mantenerla, invocar, al menos la falta de derecho en el otro, es decir la inexistencia en el otro de un título adjudicatorio a exigirle una determinada conducta. De esta perspectiva podemos coincidir con que a la condición del “agravio personal” debe agregársele la existencia de una determinada posición jurídica conferida por el ordenamiento normativo al agraviado, posición jurídica que será siempre relacional. Es decir, se padece el agravio sin obligación de soportarlo, ya que el ordenamiento confiere al agraviado el derecho –igualmente es un derecho, es decir, un bien adjudicado- de obtener un determinado remedio. Pero también la cuestión debe analizarse desde la perspectiva del supuesto agraviante ¿tiene este derecho a perseverar en su propia conducta; debe soportar la pretensión contradictoria del agraviado? La cuestión es entonces necesariamente relacional –adversarial- lo que justifica, así entendida, la división en dos pasos que nos propone “Marbury”25. Aún cuando el desarrollo completo de la doctrina del “standing” se encuentra en “Marbury”, como allí el mismo Marshall lo reconoce, ella no era ya, en aquél momento, “una novedad”. Marshall, además de citar antecedentes del derecho constitucional inglés, hace referencia al denominado “Hayburn’s Case”. El 23 de marzo de 1792, es decir con la Constitución recién nacida, el Congreso sancionó una ley por la cual se encomendaba a los tribunales federales ciertas funciones de naturaleza administrativa y sujetas a la revisión del Secretario de Guerra, con relación a las pensiones en beneficio de los veteranos de la Guerra de la Independencia. Los jueces de la Suprema Corte, en sus asientos en los tribunales de circuito –como era de práctica en la época- manifestaron su disconformidad con una encomienda que no era judicial –no estaba destinada a resolver “controversias”- e, incluso, sujeta a la eventual revisión por funcionarios de la Administración. La cuestión no llegó a ser resuelta en un fallo, ya que el Congreso se apresuró a modificar la ley cuestionada. Otro también muy temprano episodio ocurrió el año siguiente cuando el Secretario de Estado Jefferson se dirigió a la Corte solicitándole una opinión acerca de tratados a suscribir con Francia y otras cuestiones de gobierno. La Corte rechazó el pedido, en términos que dejaban entrever su posición acerca de que un tribunal de justicia sólo debía intervenir en controversias entre partes adversarias26. La doctrina, como vimos, tuvo su expresión acabada en “Marbury” y así se mantuvo a lo largo del siglo XIX para resurgir, como tema de debate judicial, pero siempre en la línea ratificatoria27, recién en 1944, en “Stark v. Wickard” (321 U.S. 288; 1944)28. En realidad “Stark” no aporta grandes novedades con respecto a “Marbury”, salvo una afirmación quizás más clara acerca de que la ausencia de un específico remedio judicial en un texto legal del que surgen “definitivos derechos personales …similares en calidad con respecto a aquellos que, según la costumbre, son tratados en los tribunales de derecho”, no debe ser interpretada como una denegación de la vía judicial para el agraviado por la actitud contraria a tales derechos personales. Y así afirma : “Cuando el Congreso sanciona una ley otorgándole competencia a las agencias administrativas para llevar a cabo actividades gubernamentales, el poder de tales agencias se encuentra circunscripta por (la medida de) la competencia otorgada. Esto permite participar a los tribunales en la ejecución de la ley confiada a los cuerpos administrativos sólo en la medida necesaria para proteger los derechos individuales justiciables contra la actuación administrativa en exceso con respecto a los poderes otorgados…Esto se encuentra muy lejos de admitir que los tribunales se encuentran encargados en mayor medida que los administradores o los legisladores con relación a la protección de los derechos de la gente. El Congreso y el Ejecutivo supervisan los actos de los agentes administrativos…Estas ramas (del gobierno) cuentan con los recursos y el personal (adecuados) para controlar el desempeño de los distintos establecimientos (y así) definir los necesarios cambios de funcionamiento y gerenciamiento. Pero, de acuerdo al Art. III, el Congreso crea tribunales para adjudicar casos o controversias frente a reclamos de agravios a derechos individuales por la conducta de personas privadas o por el ejercicio de un poder administrativo no autorizado.”29 En el también clásico “Youngstown v. Sawyer” (343 U. S. 579; 1952) –el caso de la apropiación, por decisión ejecutiva, de un establecimiento productor de acero- el tema de la “causa o controversia” fue también materia de análisis. Así el Justice Frankfurter, en su voto concurrente, no deja de advertir que “Los constituyentes no hicieron del Poder Judicial el controlador general (“overseer”) de nuestro gobierno. Ellos estaban familiarizados con la función revisora confiada a los jueces en unos pocos Estados y se negaron a establecer tales poderes en esta Corte. El poder judicial solo debe ser ejercido en los asuntos que eran de la tradicional materia de los tribunales en Westminster, y solo si ellos surgían de una manera que para la apreciación experta de los abogados constituían “Casos” o “Controversias”. Incluso en las cuestiones relacionadas con los asuntos judiciales, no corresponde a los tribunales intervenir en ellas a menos que se encuentren indispensablemente involucradas en un litigio convencional – e incluso, sólo en la medida que ellas se encuentran así involucradas.”30. Es decir, no basta que se trate de una cuestión de interpretación jurídica –constitucional, legal- esto es, relacionada con los “asuntos judiciales”, sino que tal materia interpretativa tiene que ser decisiva, “indispensablemente involucrada”, para la solución de un “litigio convencional”. Y un litigio convencional es aquél donde se enfrentan partes adversarias en la defensa de sus derechos propios y, en el litigio, contradictorios. Dicha cualidad “adversarial” concreta es, en la expresión de Brennan en “Baker v. Carr” (369 U.S. 186; 1962) “el meollo (“gist”) de la cuestión del standing”31. La tonalidad gris de “Baker” se acentúa, para casi llegar al negro, en “Flast v. Cohen” (392 U.S. 83; 1968). Aquí un grupo de contribuyentes de impuestos federales plantearon la inconstitucionalidad de una ley destinada a promover la educación, incluyendo entre los beneficiarios de sus ventajas económicas a escuelas confesionales, violando así, según sostenían, la Primera Enmienda de la Constitución relativa a la libertad de cultos y el no establecimiento de una religión sostenida oficialmente. Los principios sentados en “Flast” pueden resumirse como sigue: 1) El art.III de la Constitución no prohibe o impide de una manera absoluta la legitimación de los contribuyentes para demandar la constitucionalidad de impuesto y gastos presupuestarios, ya que aquellos pueden o no sufrir un daño personal en el caso, situación que el demandante deberá demostrar; 2) Los contribuyentes actores cumplirán el anterior requisito si demuestran la existencia de una ligación lógica entre su condición de contribuyentes y el tipo de norma atacada; 3) también deberán demostrar la existencia de un nexo entre la condición de contribuyentes y la precisa naturaleza del agravio constitucional, el que debe ser precisado de manera de exhibir que la norma atacada excede específicas limitaciones constitucionales relativas a poder de establecer impuestos y autorizar gastos (“taxing and spending power”). Así la Corte concluye que, en el caso, los actores, en tanto que contribuyentes, gozaban de legitimación “desde el momento que alegaron que el dinero de los impuestos estaba siendo gastado en violación de una protección constitucional específica contra el abuso del poder legislativo”, en el caso la denominada “Establishment Clause” de la Primera Enmienda, antes citada. En realidad, “Flast” no quiere rechazar la doctrina del “standing”, a la que ratifica –ni siquiera rechaza expresamente al ya mencionado “Frothingham”- sino hace entrar el caso, con “fórceps”, en aquella, seguramente con la intención de poder introducirse en el tema de fondo y expresar la decisión de la Corte al respecto. Cualquiera sea el juicio de valor que nos merezca esa estrategia judicial, que el tribunal ni siquiera logra disimular, lo cierto es que desde el punto de vista del problema de la legitimación, “Flast” es una sentencia más que desafortunada. Supongamos que la ley cuestionada fuese verdaderamente inconstitucional32.¿Cual es la relación lógica entre la calidad de contribuyente y la realización de un gasto prohibido por la Constitución?33 Tal relación existiría si nos encontrásemos frente a un tributo (de cualquier naturaleza) que se encontrase específicamente dirigido a solventar una actividad constitucionalmente prohibida34. En este caso cada contribuyente podría identificar su perjuicio, hasta cuantificarlo exactamente, pero no si se tratase de tributos genéricos que soportan la globalidad de la actuación estatal. ¿Qué pasaría si el programa cuestionado fuese solventado con fondos provenientes de la deuda pública? ¿Se cuestionaría la validez de la relación obligacional generadora de tal deuda? ¿Sostendríamos que, en definitiva, la deuda será pagada con los impuestos? ¿No sería alargar demasiado la relación de causalidad?. Como lo destaca la disidencia de Harlan los actores, en el caso, no alegaron ni demostraron que “su interés en el gasto de los fondos públicos fuese diferenciado de aquellos propios de la población en general”. Los fondos, continúa la disidencia, ingresaron al Tesoro, dejaron de ser de propiedad de los contribuyentes y quedaron, por lo tanto, sujetos al criterio de su gasto en beneficio del interés general, siempre según la respectiva autorización presupuestaria emanada del Congreso. No había, en el caso, “situación diferenciada”; precisamente este es un concepto clave en la doctrina de la legitimación sobre el que luego volveremos. Poco después, en “United States v. Richardson”, 418 U.S. 166 (1974), y con una composición parcialmente distinta, la Corte rechazó la legitimación de quien perseguía la inconstitucionalidad de la ley regulatoria de la “Central Intelligence Agency” (CIA) que permite a la Agencia a contabilizar sus gastos sólo sobre la base de una certificación de su Director, en violación de lo dispuesto en el Art. I de la Constitución, que exige la publicidad de los gastos del Tesoro. El demandante había invocado, en apoyo de su legitimación, su calidad de contribuyente, con la conformidad de la Cámara de Apelaciones sobre la base de la doctrina “Flast”. La Corte revocó esta sentencia, denegando el “standing” con apoyo en “Frothingham” e, incluso, sobre la base de la falta de relación causal exigida en “Flast”35. Destaca “Richardson” que la demanda no estaba dirigida a cuestionar el ejercicio concreto del “taxing and spending power”, sino la ley regulatoria del procedimiento contable de la CIA, por lo cual no existió en el caso, “el nexo lógico entre la condición de contribuyente y la pretendida falla del Congreso en cuanto a exigir informes más detallados acerca de los gastos de la CIA”36. No encontró la Corte que el actor sufriese, en forma actual o inminente “un daño directo como consecuencia de aquella conducta”. Aún en los casos en los que la Corte disminuyó o amplió, mas o menos exageradamente, las exigencias para habilitar el “standing”, siempre lo hizo en nombre de este principio, es decir, sin negar que las condiciones para que exista “caso o controversia” –para que exista, entonces, jurisdicción judicial- tradicionalmente requeridas, lo que se ha dado en llamar “las limitaciones prudenciales al standing”37 o “standing prudencial”. Así se ha generado una construcción teórica que divide la doctrina del “standig” en dos categorías: una es aquel “standing” de origen meramente jurisprudencial, que puede ser modificado, en sus exigencias, por la misma jurisprudencia o por una ley del Congreso y que se encuentra directamente vinculado con el “test de la zona de interés”, al que luego nos referiremos ; la otra es el “standing” constitucional, es decir la esencia misma de la legitimación, manifestado en el requerimiento de la existencia en el actor de un mínimo de daño personal, directo, el que ni siquiera, señala Scalia, el Congreso puede eliminar38, y mucho menos los tribunales. En realidad no corresponde a los jueces, más allá de la interpretación fáctica en el caso concreto, reducir o agrandar en concepto de legitimación. Esta existe, básicamente, cuando la persona que concurre a los estrados de la justicia puede alegar razonablemente la existencia de un perjuicio personal en un derecho propio, causado por un tercero sin derecho a hacerlo. Los jueces no pueden denegar la legitimación en este tipo de casos, tampoco podrían admitirla cuando tal supuesto fáctico fuese inexistente. Pero puede ocurrir que el supuesto fáctico se transforme en un supuesto de derecho. Así sucede cuando el Congreso acuerda explícitamente tal derecho a quien, de otra manera, no lo tendría, siempre frente a determinados comportamientos de terceros. Aún así el Congreso no podría inventar el “standing” de la nada. Tiene que existir, en el actor, un “cierto interés”, no confundido con el general, un cierta diferenciación con respecto a la situación de la población en general, aún cuando, en estricto sentido, ello no le alcanzaría para sostener la existencia de un daño a un derecho propio, de no mediar aquella declaración del Congreso. Tratemos de aclarar esto con algún ejemplo. Una norma de policía exige que ciertos productos puestos para la venta al público, exhiban de manera clara su precio de venta, sancionando con multa –que ingresa al tesoro público- su infracción. Hasta aquí un particular, cualquier particular podría denunciar la infracción, y no más. Pero la norma podría establecer que cualquier persona podría iniciar una acción judicial demandado la aplicación de la penalidad, con derecho a ser parte en el proceso y, en su caso, a obtener una sentencia favorable, esto es, de condena a ingresar la multa en las arcas del Estado. Supongamos que la norma, que nada especifica acerca de aquella “cualquier persona”, es de aplicación en la Ciudad de Buenos Aires ¿puede un señor que vive en San Luis, que demostradamente nunca viaja a Buenos Aires, y que sólo se enteró de la infracción por comentarios de terceros, estar legitimado para iniciar esta acción? Si la respuesta fuese afirmativa, y si esa hubiese sido la intención del Congreso, estaríamos frente a una indebida ampliación de la legitimación, una violación a la esencia del “caso o controversia”. La norma se encuentra, evidentemente, dirigida a proteger el interés de potenciales, pero razonablemente posibles consumidores –e incrementar el rigor de la ejecución de la ley- no el interés de quien nunca lo será39 Por el contrario, lo que persigue el legislador al “ensanchar” el ámbito de la legitimación, es ayudar con el interés personal el general relativo a la ejecución de la ley, sin incluir a la pasión exhibicionista de algún político sin votos, ni tampoco el delirio psicótico de un “querulante”40. Cuando la norma persigue una finalidad exclusivamente de interés general, pero generando un derecho personal en ciertos individuos para perseguir, incluso judicialmente, su ejecución, lo que ha hecho es ampliar la “zona de interés” jurídicamente protegida de esos individuos, mediante su identificación con la “zona de interés” que busca, directamente, proteger la ley41. Naturalmente para no contradecir la exigencia constitucional de la “causa o controversia” -por exceso y convirtiéndola en la práctica en una expresión inútil- esa zona de interés ampliada no puede exceder de un límite razonable. Es decir, sólo puede alcanzar a aquellos que algún interés personal propio y diferenciable, aún cuando potencial, tengan en la cuestión. El consumidor lo tiene, aunque no pueda demostrar que corría un riesgo inminente de ser engañado por la omisión de publicitar el precio del producto. El vecino tiene –es decir, es decir posee una aptitud diferenciada para que le sea reconocido por la norma- un interés en que en su barrio no se instalen estaciones de servicio, aunque no pueda demostrar que existe una peligro inminente de que esta estalle, o que por su instalación el valor de su propiedad se viese disminuido. También lo tiene quien quiere excluir de su vista, o librarse de la molestia de, la presencia de automóviles estacionados frente a su vivienda, aunque no pueda demostrar que el estacionamiento de tal automóvil, quizás por un tiempo muy breve, le produzca o pueda producirle un daño material cuantificable. Si la norma otorga el derecho, para requerir su mera ejecución, no es necesario demostrar el daño, sino sólo los presupuestos previstos por aquella. En realidad esta doctrina o “test” de la “zona de interés” es absolutamente superflua. Se tiene o no se tiene el derecho, y este derecho, recordemos, puede ser adjudicado por las normas -es decir, resultar claramente del conjunto del ordenamiento o expresamente de una norma concreta y siempre sujeto a la existencia de una circunstancia fáctica- o por la libre convención de las partes42. Sin duda, la adjudicación de este derecho supone una obligación de respeto; es decir, para que el derecho sea exigible ante una determinada situación, el exigido tiene que estar obligado, por la norma o por la convención (que también es una norma) a respetarlo. Si la prohibición de estacionar no alcanza a los vehículos policiales, ambulancias y carros de bomberos, el vecino no podrá accionar para hacer cumplir una obligación inexistente. En los citados, en nota, “Data Processing” y “Clarke”, los actores gozaban de “situaciones diferenciadas” con relación al resto de la población en general. En ambos casos ellos sufrían o podían sufrir un daño a su actividad comercial, esto es, el tener que soportar una competencia prohibida por el Congreso. Tal situación diferenciada resulta y es expresión de un “derecho diferenciado”, es decir personal, propio, exclusivo de todos lo que se pudiesen encontrar en la misma situación. La “zona de interés” no es otra cosa que la medida, la calidad, el alcance de la adjudicación. La legitimación que resulta de ella es simplemente un instrumento para su defensa. El problema del “standing” afloró fuertemente en una especie de litigios con ribetes singulares. Así los casos planteados por los que denominamos “protectores del medio ambiente” y por las “minorías legislativas inconvincentes” o sin poder de convicción. Ya en 1972, en el caso “Sierra Club v. Morton”, 405 U.S. 727, la Corte rechazó la legitimación para accionar de “protectores del medio ambiente”, es decir, los que consideran a tal protección como un derecho en sí mismo y propio. Los actores, una asociación con “un especial interés en la conservación de los parques nacionales y de las forestas del país”, buscaron una medida judicial que impidiera a las autoridades la aprobación de complejos para la práctica del “ski” en sendos parques nacionales. La Corte señaló que “Sobre la teoría de que (la regla del agravio contenida en la Ley de Procedimientos Administrativos autoriza a) una acción ‘pública’ en los casos en que se encuentre involucrado el uso de los recursos naturales, los actores no alegaron que el cuestionado desarrollo empresario podría afectar al club o a sus miembros en sus actividades o que ellos eran usuarios (de los parques del caso), sino que sostuvieron que el proyecto afectaría a la estética y a la ecología del área…Una persona goza de legitimación para perseguir la revisión judicial según la Ley de Procedimientos Administrativos sólo si puede exhibir que ella misma ha sufrido o sufrirá un daño, ya sea económico o de cualquier otra clase. En este caso, donde el actor no ha asentado un daño individualizado para él o sus miembros, falta la legitimación para sostener la acción”43. Los casos “Lujan I” y “Lujan II” son, en la opinión mayoritaria de la Corte expresada por el voto de Scalia, todavía más enérgicos. En el primero -“Lujan v. National Wildlife Federation”, 497 U.S. 871; 1990- la Corte rechazó el “standing” de una asociación defensora del medio ambiente que impugnaba la decisión del “Bureau of Land Management” sosteniendo que la autorización emanada de aquél para la utilización de tierras públicas para finalidades privadas, inclusive la minería, violaba las leyes de creación de la agencia y de protección del medio ambiente. La Corte destacó que las normas en cuestión no creaban un derecho privado que autorizara la acción, como tampoco la impugnante había demostrado tener un derecho personal en peligro. Aún cuando se admitiese que un “interés recreativo y de disfrute estético”, efectivamente protegidos por las leyes invocadas como base de la demanda, pudiese ser identificado dentro de la “zona de interés” de la impugnante, este agravio no hubiese podido ser considerado ni actual ni inminente “desde que la demanda alega solamente que los peticionantes usan tierras no especificadas en las vecindades de inmensas áreas territoriales (las tierras públicas en cuestión) donde sólo en porciones de ellas se realiza o realizará alguna actividad minera”. Es decir, ni siquiera la ley podría definir una “zona de interés” desvinculada de algún tipo de perjuicio razonablemente demostrable. La demanda en “Lujan II” -“Lujan v. Defenders of Wildlife”, 504 U.S. 555; 1992- se basó en la “Endangered Species Act”, que persigue, entre otros objetivos, que los fondos federales no sostengan programas, públicos o privados, que puedan poner en peligro la existencia o “habitat” de cualquier especie animal. La Administración había sancionado una regulación que extendía la protección a países extranjeros, siempre con relación a actividades subsidiadas con dichos fondos federales. Tiempo después dicha regulación fue derogada, limitando la protección al ámbito geográfico de los Estados Unidos y en alta mar. La actora, una asociación ecologista y de protección de la fauna, impugnó esta limitación, es decir, entendía estar legitimada a impedir que los Estado Unidos subsidiasen actividades en el extranjero que no contasen con las debidas protecciones ecológicas. Precisamente la Corte, para rechazar la legitimación, advirtió que el objeto de la pretendida protección eran terceros –no los animales, sino otros países- y que no bastaba con la condición de ciudadanos –norteamericanos- de los impugnantes, para legitimarlos, atento su imposibilidad de “alegar algún daño separado concreto” que resultara de la norma cuestionada. “Esta Corte –afirma Scalia en la sentencia- ha consistentemente sostenido que la demanda acerca de una queja de naturaleza general sobre (la acción del) gobierno, desconectada de la amenaza de un concreto y propio interés, no establece un caso o controversia en los términos del Art. III…Vindicar el interés público es la función del Congreso y del Jefe del Ejecutivo. Si se permitiese que aquél interés (general) fuese convertido en un derecho individual por imperio de la ley que permitiese a todos los ciudadanos a demandar, sin importar si ellos sufrieron algún daño concreto, importaría autorizar al Congreso a transferir del Presidente a los tribunales el más importante deber constitucional del Jefe del Ejecutivo, esto es ‘Cuidar que las Leyes sean fielmente ejecutadas’, Art. II, 3” (de la Constitución federal). Los casos “Lujan” no significaron imponer el criterio de la Corte sobre el criterio del legislador en cuanto a la definición de la “zona de interés”, sino, simplemente, evitar su ampliación irracional. En todo caso, mediante la utilización de aquél “test”, descubrir si aquella ampliación había sido querida por el Congreso. Seguramente, de haberlo así comprobado, el Tribunal hubiese dado un segundo paso, tendiente a verificar si una ampliación así exagerada afectaba el principio constitucional, el núcleo del “standing”, sobrepasando los límites que el constituyente había establecido para el ejercicio de la jurisdicción judicial en el sistema de la “división de poderes”. Por ello la Corte, sin contradecir “Lujan” admitió el “standing”, de manera unánime y también a través del voto de Scalia, en “Bennet v. Spear” –520 U.S. 154; 1997- en una causa también directamente vinculada a la “Endangered Species Act” (“ESA”). Debe advertirse que esta ley, en su parte pertinente, autoriza a “cualquier persona” a demandar en un juicio civil contra un particular o el gobierno y sus agencias, que se encuentren en violación con relación a las exigencias de la ley o de las regulaciones sancionadas en su conformidad. La norma autoriza a paralizar la conducta, o a invalidar la norma que autorice, convalide o fomente, tal comportamiento, con derecho para el actor a percibir la costas del juicio, si así lo considerase el tribunal de acuerdo con las circunstancias del caso. Para comprender “Bennet” adecuadamente, es necesario subrayar que en la “ESA”, persiguiendo la protección del ambiente, el Congreso creó, mediante la introducción de la “legitimación ciudadana”, una figura especial que muy gráficamente la Corte la denomina un “ministerio público privado” (“private attorney general”)44. De esta manera se le otorga legitimación a “cualquier persona”, restando la pregunta acerca de cuan “cualquiera” puede ser esa persona. Para la Cámara de Apelaciones, que había rechazado el “standing”, el “cualquiera” se refiere a una clase de personas que, para caer dentro de la zona de interés protegida por la “ESA” deben alegar “un interés en la preservación de especies en peligro”. Los actores del caso tenían un interés comercial, económico45, lo que, para aquél tribunal, configuraba una situación ajena a la zona de interés prevista por la ley del Congreso. La Corte reiteró que el “test de la zona de interés es un supuesto de ‘standing prudencial’, de aplicación general…cuya utilización corresponde a menos que se encuentre expresamente negado por el Congreso”. Es decir, los tribunales pueden ampliar los alcances de la “zona de interés” siempre el Congreso no se haya expresado en contra del supuesto al que se quiere abarcar y, agregamos nosotros aunque la sentencia no lo dice expresamente, siempre que no se contradigan los mínimos requisitos del Art. III de la Constitución, conforme la doctrina de los casos “Luján”. Por ello, la Corte concluye admitiendo el “standing”, ya que, en el caso, “no existe base textual (que permita) que la fórmula expansiva de los requerimientos del ‘standing’ se apliquen solo a los ambientalistas”46. Otros ejemplos, ya fuera de los “casos ambientalistas”, de “standing prudencial” desde la perspectiva del ‘test’ de la zona de interés, los podemos encontrar en “National Credit Union Administration v. First National Bank & Trust Co.”, 522 U.S. 479 (1998), donde se admitió la legitimación de ciertos bancos comerciales y de la “American Bankers Association” para impugnar una regulación emanada de la “National Credit Union Administration” que, alegadamente en contra de lo establecido en la “Federal Credit Union Act”, admitió la inclusión como miembros de una “unión crediticia” a empleadores carentes de los vínculos en común exigidos por la ley; también en “Federal Election Commisión v. Akins”, 118 S. Ct. 1777 (1998)47, donde un grupo de personas, para las cuales la Corte admitió la legitimación, impugnaron la decisión de la “Federal Election Comisión” que entendió que una determinada asociación no era un “comité político” en los términos de la “Federal Election Campaingn Act” que, en lo que interesa, exigía a los “comités políticos” registrar y publicar las contribuciones y gastos por encima de $ 1.000, destinados a influir para la elección de cualquier cargo electivo federal. En el primero de los casos la mayoría de la Corte, siguiendo la opinión de Thomas y apoyándose en “Data Processing”, claramente resolvió un conflicto de reparto de bienes. Tuvo en cuenta que las “uniones crediticias” autorizadas por la ley, pueden, en los términos de aquella, ofrecer servicios bancarios a sus miembros, con lo que establece para dichas asociaciones una limitación de mercado. Es decir que la ley, incuestionablemente, establece una relación entre la calidad de miembros de la “unión” y la limitación del mercado a la que ella puede servir. “Entonces –dice Thomas- incluso si no se puede afirmar que el Congreso haya tenido el específico propósito de beneficiar a los bancos comerciales, uno de los intereses ‘razonablemente…a ser protegido’ (por la norma) es aquella limitación de los mercados. Este interés es precisamente el de los impugnantes. Como competidores de las ‘uniones’, aquellos posee ciertamente un interés en la limitación del mercado a ser servido por dichas asociaciones, y la interpretación (de la agencia) ha afectado a aquél interés al permitirle a las mismas incrementar su base de clientes.” No puede admitirse el argumento, continúa, según el cual “no existe evidencia en soporte de que el Congreso haya considerado el interés competitivo de los bancos comerciales…para aceptar (dicho argumento) la Corte debería reformular el ‘test’ requiriendo que el Congreso haya tenido la específica intención de beneficiar a una particular clase de actores.” Para el tribunal la falta de esa intención legislativa especial es irrelevante. Los actores pueden alegar una “injuria competitiva y directa”, desde que “sus objetivos en esta acción no son de naturaleza filantrópica.”. Es decir, la “zona de interés” no es sólo aquella particularmente considerada por la norma en cuestión, sino toda aquella que pueda, en medida razonable y sin violentar al Art. III, ser prudencialmente identificada por los jueces como incluida o alcanzada –así un daño concreto resultante de la contradicción con los términos de la norma en su definición de la zona de interés48– a menos que el legislador la hubiese excluido expresamente. En “Akins” también se consideró, esta vez con Breyer hablando por la mayoría, que los impugnantes eran portadores del “standing prudencial”. En definitiva la ley establece que “cualquier persona” que considere que la ley ha sido violada puede plantear su queja ante la agencia competente y perseguir la revisión judicial del acto administrativo desfavorable. Aquellos tienen derecho a obtener la información deseada, un derecho que se encuentra personalmente agraviado ante la individualizada negativa de satisfacerlo. Por lo demás en el caso se presentaron también los restantes requisitos del “standing”: el daño alegado era causado por la decisión de la agencia y los tribunales podían, siempre en el caso, remediarlo49. El “test de la zona de interés” es, entonces, un instrumento de interpretación judicial en el caso concreto. En realidad ni amplía ni restringe la asignación de competencia judicial establecida en el Art. III de la Constitución. Por el contrario, persigue descubrir si tal competencia es ejercitable en la cuestión concreta traída a conocimiento de los tribunales de justicia. Así, dentro de los límites establecidos por la Constitución, los jueces deberán valorar si la pretensión del accionante supone o no la existencia de un “caso o controversia”, aún cuando el legislador haya previsto tal legitimación para ciertas categorías de personas, o “para cualquier persona”. Es la interpretación prudencial de las condiciones de legitimación, lo que es propio de la tarea judicial, sin apartarse de la regla constitucional. Fuera de ella, la misma intervención judicial se encuentra vedada, por lo que no existe siquiera la posibilidad del ejercicio del “prudential standing”. Como hemos visto, la cuestión de la legitimación tiene una base definitivamente constitucional, precisamente porque incide directamente en una determinada forma de canalización, querida por el constituyente, del debate político con relación a la adjudicación de los bienes. Un especie singular de aquel debate político es el que se produce en el seno de cada una de las ramas del gobierno –estrictamente las políticas- y de ellas entre sí y con el Poder Judicial. Distintos sistemas constitucionales poseen órganos judiciales o de similar naturaleza –en este último caso, generalmente, por el tipo de procedimiento decisorio utilizado, no por su pertenencia al Poder Judicial- con competencia o jurisdicción para intervenir en los conflictos desatados ya sea en el seno de otro “poder” constitucional o, más frecuentemente, entre los distintos poderes, es decir, “conflictos intrapoderes” o “conflictos interpoderes”. Pero aquél sistema, estrictamente, no se ajusta al nuestro, ni tampoco, naturalmente, al norteamericano que hemos tomado como principal fuente de la Constitución. En nuestro sistema, tales conflictos sólo pueden ser resueltos por las vías políticas establecidas en la Constitución, aún cuando ello deje a ciertos representantes del pueblo, normalmente minoritarios, insatisfechos. Estos, incapaces de convencer a las mayorías, buscan convencer a los jueces, olvidando que estos no pueden intervenir en el proceso democrático de toma de decisión, a menos que la Constitución excepcionalmente así lo autorice, o, indirectamente, mediante la protección de los derechos de un legitimado en sentido estricto. La cuestión se ha presentado en “Goldwater v. Carter”, 444 U.S. 996, 1979, donde el famoso senador había impugnado la decisión presidencial de denunciar un tratado, reputada invasora de las competencias del Congreso. La Corte consideró que la cuestión no era justiciable ya que la demanda traía a conocimiento de los jueces una disputa entre dos ramas del gobierno que, naturalmente, no pueden invocar “derechos propios” sino, simplemente, ejercer sus competencias; por lo demás el actor contaba con la posibilidad de plantear la cuestión en el Senado y obtener allí, no en la justicia, una decisión favorable a su pretensión. Más adelante, la Corte resolvió “Raines v Byrd”, 521 U.S. 811, 1997, en lo que el “Chief Justice” Rehnquist, hablando por la mayoría del Tribunal, calificó de un caso de “standing de los legisladores”50, que buscan impugnar ante el Poder Judicial decisiones del Poder Ejecutivo. La denominada “Line Item Veto Act” (LIVA), permite al Presidente “vetar” o, más estrictamente, cancelar ciertos y determinados gastos y beneficios tributarios contenidos en una ley sancionada por el Congreso y ya promulgada por el Presidente51. Este debe enviar dicha decisión al Congreso, el que puede sancionar una ley anulando la cancelación, ley que queda sometida, ahora si, al veto presidencial en su régimen clásico y a la insistencia del Congreso mediante la mayoría especial de dos tercios de cada Cámara. Luego de sancionada y promulgada la LIVA, un grupo de legisladores –que habían votado en contra de ella, naturalmente- cuestionó su constitucionalidad sosteniendo que esta expandía los poderes presidenciales mas allá de lo autorizado por la Constitución, violaba el procedimiento establecido para la sanción de las leyes, en la medida que permitía al Presidente, actuando por si sólo, cancelar o rechazar las disposiciones de una ley vigente y resultaba, en la práctica, una delegación de competencias legislativas a favor del Presidente no autorizada por la Constitución. Sostuvieron su legitimación con tres argumentos. “(la LIVA) a) altera los efectos legales y prácticos de votos en proyectos de ley susceptibles de ser incididos por aquella; b) los priva (a los impugnantes)de su papel constitucional en el (proceso legislativo); c) altera el balance constitucional de poderes entre las ramas ejecutiva y legislativa”. La Corte rechazó el “standing”. Luego de recordar su doctrina tradicional al respecto, fundó la decisión en las siguientes razones: “Primero, los impugnantes no han sido diferenciados en razón de un especial desfavorable tratamiento con respecto a los Miembros de las Cámaras, (por el contrario) el tipo de agravio institucional que alegan (la disminución del poder legislativo) afecta a todos los Miembros de ambas Cámaras por igual. Segundo, ellos no plantean haber sido privados de algo sobre los cual personalmente tienen derecho, como lo sería su calidad de Miembros después de haber sido elegidos por el pueblo. Por el contrario, la alegada legitimación se encuentra basada en una pérdida de poder político, no en una pérdida de un derecho propio, lo que haría mas concreto al agravio…(ellos actúan no en función) de un derecho personal, sino como Miembros del Congreso. Si uno de los Miembros se retirase mañana, el no tendría ya más (derecho al) reclamo; el que, en cambio, sería poseído por su sucesor. El pretendido agravio, entonces, acompaña (en cierto sentido) a la calidad de Miembro, una calidad que se posee…como representante de los electores, no como una prerrogativa de poder personal…” La sentencia destaca que el agravio alegado no ha ocurrido, que el voto negativo que emitieron lo actores con relación a la LIVA había tenido pleno efecto, es decir, el efecto que la Constitución le asigna a los votos minoritarios en el debate legislativo. En el futuro, a diferencia del caso “Coleman”, una mayoría adecuada puede aprobar una ley presupuestaria, o derogar la LIVA, o disponer que una determinada ley presupuestaria no se encuentre alcanzada por aquella. Es decir, la solución del problema, el remedio, se encuentra siempre en manos del Congreso, no de los jueces. Así, los impugnantes no habían podido alegar la existencia de un agravio personal “en ellos mismos como individuos”, mientras que el pretendido agravio institucional es “totalmente abstracto y disperso”. La Corte destaca que “no habría nada de irracional en un sistema que otorgase legitimación en este tipo de casos; algunos tribunales constitucionales europeos actúan sobre la base de una u otra variante de tal régimen. Pero este no es, obviamente, el régimen (que resulta) de nuestra Constitución.”52 En “Raines” los legisladores pretendían encontrar en los tribunales lo que no habían podido obtener en el Congreso, simplemente porque no habían logrado convencer a los restantes miembros de las Cámaras, no habían logrado formar una mayoría favorable. Pero así es nuestro –norteamericano y argentino- sistema, donde la decisión legislativa se basa en el voto mayoritario. Pero ¿que sucede cuando una decisión presuntamente inconstitucional agravia un derecho, también presuntamente, ya personalmente adjudicado? La respuesta podemos encontrarla en la suerte que le toco a la misma LIVA. Esta no fue cuestionada sólo por los legisladores, sino por “partes” que se consideraban con derecho a recibir los beneficios que habían sido eliminados por decisiones presidenciales basadas en el procedimiento por aquella autorizado. La existencia de un segundo caso vinculado con la LIVA –“Clinton, President of the United States v. City of. New York”, 524 U.S. 417, 1998- nos permite comparar las diferencias de situaciones y comprender así más gráficamente la doctrina del “standing to sue”. La LIVA fue concretamente aplicada por el Presidente Clinton cancelando ciertos beneficios que, de acuerdo a la ley presupuestaria, alcanzaban al sistema de “Medicaid” en New York, y otros otorgados por una norma de naturaleza tributaria en favor de ciertos productores agrarios. Esta actuación ejecutiva fue cuestionada, sobre la base de la inconstitucionalidad de la LIVA, por la Ciudad de Ney York, por asociaciones hospitalarias y un hospital, y por asociaciones gremiales de trabajadores del sistema de salud; también, en un segundo caso, por una cooperativa de granjeros y por uno de sus miembros. Es decir, todos, en principio, perjudicados directos y concretos por la decisión ejecutiva autorizada por la LIVA. A la vez, el perjuicio era remediable por medio de la actuación judicial, es decir, no pendiente de la actuación en el ámbito propio de los mismos impugnantes. La Corte, en este caso, admitió la legitimación, destacando sus diferencias con “Raines”. A la vez declaró la inconstitucionalidad de la sección cuestionada de la LIVA53, lo que nos indica la distinción de naturaleza entre la cuestión de la legitimación y el tema substancial debatido en el caso. Claro que tal distinción no es absoluta: en “Clinton” los actores se encontraban legitimados por ser titulares de un derecho adjudicado, adjudicación puesta en peligro por una actuación presidencial (de un tercero) ejerciendo una competencia a la vez establecida por una ley considerada inconstitucional. En cambio en “Raines”, aún encontrándose presente la misma cuestión constitucional acerca de la validez de la ley cuestionada, los actores no podían alegar la existencia de un derecho que les hubiera sido adjudicado, a la vez que puesto en peligro por la acción de un tercero. A título de síntesis podemos ahora sistematizar los requisitos de la institución del “standing” en la jurisprudencia de la Corte Suprema norteamericana: 1)Daño personal; es decir una disminución en la esfera de derechos jurídicamente protegida –esto es, sobre un bien ya adjudicado por una norma jurídica, incluso convencional- de un sujeto (persona física o jurídica); 2)Daño diferenciado, se de tratar de una situación que debe ser estrictamente propia, aunque pueda ser compartida con otros; el daño debe generar una situación que diferencie al reclamante del estado general en que se encuentre el global de la población en idénticas circunstancias, ya sea porque la medida que se considera injusta sólo pesa sobre el actor, siquiera de una manera especial, o bien, en el segundo caso, porque es decidida para el conjunto y sobre el conjunto tiene sus efectos propios54. 3)Daño injustificado; entendiendo a este requisito desde dos perspectivas: pasiva, de manera que sobre la víctima no pese una obligación jurídica de soportar el daño, y activa, en tanto el autor no goce del derecho de realizar la conducta susceptible de producir aquella disminución; 4)Daño cierto, actual o inminente; en cuanto tenga certeza en su producción presente o futura, sin que se trate de una mera especulación o posibilidad incierta, dependiente de otra serie de encadenamientos causales, que no necesariamente deberán ocurrir; o bien se trate de cuestiones abstractas, es decir, no reales o tangibles, o ya reparadas, o meramente hipotéticas; de ser un hecho ocurrido en el pasado, debe haber generado una disminución cuyos efectos permanezcan al momento de la demanda o de la sentencia55; 5)Daño contradictorio; en el sentido que su reparación dependa del derecho que el tercero causante, y a quien debe dirigirse la demanda, pueda alegar a favor de su conducta por acción u omisión, es decir, deben existir derechos en contradicción; 6)Daño judicialmente reparable, en cuanto susceptible de ser remediado a través de la decisión judicial que se persigue en el demanda, mediante una acción prevista en el ordenamiento56. De darse estas condiciones, la jurisdicción o competencia judicial se encuentra habilitada, ya que los jueces intervendrán para resolver un conflicto “derivado” de adjudicaciones ya realizadas, o que las partes así la consideran. Si uno o varios de estos requisitos se encuentran ausentes, y si ello es manifiesto en el momento inicial del pleito, la acción debe ser rechazada in limine por carencia de legitimación.

V.La situación en la Argentina. La “naturaleza y funciones generales del Poder Judicial nacional” de acuerdo con la ley 27, del año 1862, todavía vigente. La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia y de los tribunales inferiores. También aquí el rechazo a las pretensiones de los legisladores inconvincentes e insatisfechos. Contradicciones en los tribunales de grado. Ya hemos visto que el art. 100 de la Constitución Nacional (actual 116, conservando su redacción original) es una transcripción, en lo pertinente y salvando las necesidades de traducción- del Art. III de su similar norteamericana. Nuestros constituyentes de 1853 conocían no sólo el texto de la Constitución de Filadelfia y sus primeras Enmiendas, sino también la interpretación que la doctrina y la jurisprudencia norteamericanas habían construido a aquella fecha57. Sin duda conocían “Marbury” y su concepción acerca, no sólo del control de constitucionalidad, sino también sobre la explicación “funcional” de la división de poderes en general y de la competencia del Poder Judicial en particular. Es decir, cuando redactaron aquél art. 100, sabían a lo que se estaban refiriendo, conocían el sentido exacto del término “causa” -que utilizaron cuatro veces en la norma, y una vez en el art. 95 (actual 109) para prohibir al Presidente de la Nación intervenir en “causas” judiciales- a la que asimilaron a “caso” –art. 101 (actual 117)- y su fuerza definitoria de aquella competencia judicial. Entonces, el sentido original del actual art. 116 es de una claridad meridiana. Precisamente el legislador contemporáneo al constituyente –como vimos en nota anterior, quien, por lo demás, había sido constituyente- captó con precisión ese sentido original al sancionar, nueve años más tarde, la ley 27, que todavía se encuentra vigente. La ley se estructura en función de los conceptos de “causa”, “asunto”, “caso” y, especialmente “casos contenciosos”. Así su art. 2 establece que (la justicia nacional) “Nunca procede de oficio y sólo ejerce jurisdicción en los casos contenciosos en que sea requerida a instancia de parte”. Es claro que en este frase se contienen todos los requisitos que a manera de síntesis enumeramos en el punto anterior, y es ocioso destacar que el senador Zapata tenía muy en claro el sentido de los términos que estaba empleando: “caso contencioso”, “jurisdicción”, “instancia de parte”. Es imprescindible escuchar a Zapata. El dice que los jueces federales, como vimos, con remisión a los antecedentes norteamericanos, “…conservan en el ejercicio de sus altas funciones los tres caracteres distintivos de todo juez común. Conservan su primer carácter, que es servir de árbitro entre partes, porque no obran jamás sin que haya contestación, ni juzgan sin que haya proceso. Mientras una ley no da lugar a una contestación y reclamo, el Poder Judicial federal no se ocupa de ellas: jamás se pronuncia sobre una ley sin partir de un proceso, porque esto sería salir de su esfera para penetrar en el poder legislativo. Pero cuando con motivo de un pleito o proceso ataca no aplicando una ley relativa a este proceso, extiende el alcance de sus atribuciones pero sin salir de ellas, porque le es necesario en cierto modo juzgar primero la ley, para juzgar en seguida el proceso. Conservan el segundo carácter del Poder Judiciario que consiste en pronunciar siempre sobre casos particulares y no sobre principios generales…Conservan por fin el tercer carácter, peculiar de todo el poder judicial, que consiste en no poder obrar sino cuando se le invoca o es requerido. Los jueces federales son por naturaleza pasivos; es preciso ponerlos en movimiento para que se muevan; que se les pide la corrección de una injusticia para que la corrijan o enmienden; que se les someta en fin un acto y se reclame de él para que lo interpreten y juzguen…”. De acuerdo al legislador de la ley 27, los jueces son “árbitros entre partes”, deben resolver un conflicto, un enfrentamiento de derechos contradictorios pretendidos por sujetos adversarios. Estos derechos deben encontrar un apoyo, real o presunto, en una norma, de lo contrario, el Poder Judicial “no se ocupa” de la controversia, que será de cualquier naturaleza menos jurídica o, más precisamente, “justiciable”. Estas controversias, en la medida que exigen el enfrentamiento entre derechos contradictorios, estarán contenidas necesariamente en “casos particulares”, ya que la discusión sobre “principios generales” no se ajusta a la exigencia del reconocimiento de un derecho por otro desconocido, salvo que ese derecho pueda reputarse adjudicado por el principio general. Los jueces actúan a pedido de parte, para remediar una injusticia, es decir, la falta de cancelación de lo debido al reclamante, el desconocimiento de su derecho propio. Debe existir entre las partes una relación de justicia, cuyo objeto será “lo debido” o “el derecho del otro”, lo que sólo puede presentarse en una relación jurídica concreta, donde el otro goce de un derecho, ya sea pactado en la misma relación jurídica, o adjudicado por una norma según determinadas circunstancias fácticas que generen un daño a cualquier otro derecho ya adjudicado y apropiado, daño imputable a un tercero, también conforme a la norma que adjudica el derecho a la indemnización o reparación. Y esta reparación -como, en cualquier caso, el cumplimiento de lo debido- tiene que ser posible de ser otorgada por los jueces. Estos son, de acuerdo con Zapata, “los casos contenciosos” en los que los jueces tienen jurisdicción para conocer a requerimiento e “instancia de parte”, a los que se refiere el art. 2 de la ley 27. Nuestra Corte Suprema se instaló formalmente en forma contemporánea a la ley 27, dictando su primera sentencia el 15 de octubre de 1863. Considerando los claros términos de la Constitución y de la ley antes citada, no puede causar sorpresa que en sus decisiones más tempranas el Tribunal hiciera una estricta aplicación de tales normas. En “Crisólogo Andrade por rebelión”, (Fallos:11:405; 1872) donde se discutía la constitucionalidad de un indulto otorgado por el Comisionado Federal en la Provincia de La Rioja, la Corte entendió que el mismo constituía una suerte de amnistía justificada frente a la necesidad de pacificar la provincia, asolada por una rebelión armada, amnistía que había obtenido la aprobación del Congreso. De allí que el reclamo judicial debía ser rechazado ya que era el “Congreso y no un juez el que podía haber anulado la amnistía, si la creía perjudicial o indebida”. Otro caso liminar es “Mariano Varela c/ Comisario de Policía Avelino Anzó” (Fallos: 23:257; 1881). El actor había demandado a un Comisario de Policía reclamando los daños y perjuicios derivados del cierre del periódico “La Tribuna” en virtud de dos decretos del Poder Ejecutivo que habían declarado el estado de sitio en la provincia de Buenos Aires y el traslado de las autoridades nacionales a la entonces ciudad de Belgrano. La demanda se basó en la inconstitucionalidad de los decretos mencionados, ratificados por el Congreso, al que el actor consideraba ilegalmente integrado. La Corte rechazó la demanda sosteniendo que “Los Tribunales de justicia no tienen jurisdicción para juzgar de la ilegalidad de la composición del Congreso, desde que por disposición expresa de la Constitución cada Cámara es juez único de la elecciones, derechos y títulos de sus miembros.” Es decir que el autor en último término del daño –el autor de la ratificación legislativa, esto es, el Congreso- era titular del derecho de actuar en tal sentido y no existía a disposición del juez ninguno tipo de remedio apto para satisfacer la pretensión de la parte actora. Como en los Estados Unidos, los últimos años fueron más prolíficos en materia de sentencias con trascendencia en materia de legitimación. Una de las decisiones más importantes en este sentido, es “José Roberto Dromi (Ministro de Obras y Servicios Públicos de la Nación)”, Fallos: 313:863 (1990), que la Corte conoció por la vía del llamado “per saltum” en recurso sobre una sentencia del Juez de Primera Instancia en la causa “Fontela, Moisés c/ Estado Nacional”. El actor Fontela, invocando su calidad de diputado de la Nación y de ciudadano impugnó el proceso de privatización de la empresa Aerolíneas Argentinas sosteniendo que el mismo era violatorio de lo dispuesto en la ley 23.696. El juez interviniente había admitido la legitimación de Fontela sobre la base de la viabilidad de las “acciones públicas o populares”, que, en realidad, no se encontraban ni se encuentran previstas en nuestro ordenamiento. A partir del Considerando 12) de su sentencia, la Corte desarrolla una argumentación que, después de haber repasado sumariamente la jurisprudencia de su similar norteamericana, nos tiene que resultar familiar. Por otra parte el Tribunal hizo cita de sus propios precedentes, de ahí que la transcripción de lo pertinente en “Dromi” nos ahorra analizarlos en particular. Dijo entonces la Corte que “…la condición de ciudadano que esgrime el actor…no es apta –en el orden federal- para autorizar la intervención de los jueces a fin de ejercer su jurisdicción. Ello por cuanto dicho carácter es de una generalidad tal que no permite, en el caso, tener por configurado el interés concreto, inmediato y sustancial que lleve a considerar a la presente como una “causa”, “caso” o “controversia”, único supuesto en que la mentada función puede ser ejercida. Eso es lo que resulta de una pacífica jurisprudencia del Tribunal elaborada en situaciones sustancialmente análogas…”58 Y así cita los casos de Fallos: 306:1125 (1984) donde se denegó al actor la legitimación para impugnar judicialmente el decreto de convocatoria a una consulta popular sobre los términos del acuerdo con Chile sobre la disputa limítrofe del Canal de Beagle; Fallos: 307:2384 (1985), también rechazando, por igual motivo, la impugnación del Tratado de Paz y Amistad con Chile, donde el actor había fundado su legitimación en el derecho a defender las instituciones y la integridad de la Nación; Fallos: 311: 2580 (1988) en el que se planteó la inconstitucionalidad de la ley aprobatoria de aquél tratado internacional, con una pretendida legitimación sustentada en el derecho de todo ciudadano de defender y conservar la soberanía nacional. Y aclara la Corte en “Dromi”: “La delimitación del ámbito propio de la justicia nacional que surge de los citados fallos, fue la ratificación de una línea de doctrina que comenzó a elaborarse desde los inicios mismos del funcionamiento de este Tribunal.” Luego (Cons. 13)) se señala: “Que, de igual modo no confiere legitimación al señor Fontela, su invocada “representación del pueblo” con base en la calidad de diputado nacional que reviste. Esto es así, pues el ejercicio de la mencionada representación encuentra su quicio constitucional en el ámbito del Poder Legislativo, para cuya integración en una de sus Cámaras fue electo, y en el terreno de las atribuciones dadas a ese Poder y a sus componentes por la Constitución Nacional y los reglamentos del Congreso. Tampoco la mencionada calidad parlamentaria lo legitima para actuar en ‘resguardo de la división de poderes…(aún cuando se pudiese admitir una acción del Congreso en tal sentido, pues) es indudable que el demandante no lo representa en juicio.” En el Cons. 14) la Corte no deja de advertir al juez de grado: “Que la decisión tomada por el a quo repercutía, indudablemente, en el marco de políticas cuya elección corresponde a los poderes legislativo y ejecutivo. Luego, sólo la invocación del menoscabo de derechos o garantías, efectuada por quienes resulten legitimados para requerir su amparo judicial, pudo autorizar la intervención de los jueces. De ahí, que el reconocimiento por el a quo de una legitimación inexistente en la persona del peticionario, requisito indispensable para el acogimiento que dio a sus planteos, produjo una indebida y no justificada ampliación de las facultades del Poder Judicial…”. En los restantes “Considerandos”, “Dromi” recuerda los principios de nuestra organización constitucional en materia de las competencias y relaciones entre las tres ramas del gobierno, que excluye al Poder Judicial de todo “lo vinculado con el gobierno, prudencia y sabiduría relativas a la administración de la hacienda y patrimonio públicos, y al diseño de las políticas respectivas…No resulta por cierto, el de los estrados judiciales, el lugar en que deban ser debatidas y juzgadas la bondad, acierto u oportunidad de decisiones políticas sobre esos asuntos públicos ” (Cons. 18)59. La cuestión, sobre la base de otras circunstancias de hecho, se repitió en “Polino, Hector c/ Poder Ejecutivo”, Fallos: 317:335 (1994)60. Allí los señores Polino y Bravo, en su carácter de ciudadanos y diputados nacionales, plantearon una acción de amparo persiguiendo la nulidad del proceso legislativo que condujo a la sanción de la ley 24.309, de declaración de la necesidad de la reforma de la Constitución Nacional, antecedente necesario de la respectiva reforma constitucional de 1994. Fundaron su pretensión en la circunstancia de que, según sostuvieron, la Cámara de Senadores, en su calidad de “revisora”, había dado sanción a un proyecto parcialmente distinto del aprobado por la Cámara de Diputados61, lo que hubiera exigido la devolución de aquél a la Cámara de origen. También cuestionaron el procedimiento de votación impuesto por la citada ley a los futuros convencionales constituyentes, a través del bloque del denominado “núcleo de coincidencias básicas”62. El aspecto sobre el que más atención puso la Corte fue el primero, donde los diputados actores en la causa, sostenían tener un agravio personal a sus derechos como legisladores, relativo a la revisión de la modificación introducida por el Senado. La Corte, en “Polino”, volvió a reiterar su doctrina tradicional. La cuestión de la legitimación es de naturaleza constitucional, directamente vinculada con el sistema de la división de poderes, y actúa como un contrapeso de la competencia judicial de “declarar la invalidez constitucional de los actos de los otros poderes” ( Cons. 5), es decir, es un aspecto de la relación funcional entre los elementos del sistema. Así sólo es “causa” judicial aquella en la que “se persigue en concreto la determinación de derechos debatidos entre partes adversas, cuya titularidad alegan quienes los demandan” (Cons. 4) y es en la “causa” o “caso” concreto donde los tribunales encuentran “el límite infranqueable” para que la antes mencionada competencia judicial “sea puesta en juego”. Y agrega: “Por sus modalidades y consecuencias, el sistema de control constitucional en la esfera federal excluye, pues, el control genérico o abstracto, o la acción popular. La exclusión de tales modalidades impide que la actividad del tribunal se dilate hasta adquirir las características del poder legislativo, y, dentro de la marcha del proceso constitucional, subordine la eficacia final de un pronunciamiento al consenso que encuentre en el pueblo.”(Cons.5). En “ Jorge Rodríguez (Jefe de Gabinete de Ministros de la Nación)” Fallos: 320:2851 (1997), ya con posterioridad a la reforma constitucional, la jurisdicción de la Corte fue nuevamente reclamada por un grupo de legisladores que plantearon la inconstitucionalidad de un “decreto de necesidad y urgencia” por el cual el Poder Ejecutivo ratificó el procedimiento de concesión –de “privatización” en los términos de la ley 23.696- de un conjunto de aeropuertos pertenecientes al “Sistema Nacional de Aeropuertos”63. Los actores plantearon, sustancialmente, que la norma dictada por el Presidente de la Nación, al quitar la cuestión del ámbito del debate legislativo, les afectaba en su derecho constitucional de legislar sobre el tema. Es necesario recordar, en este punto, que los “decretos de necesidad y urgencia”, lejos de substraer una cuestión del ámbito legislativo, impulsa su debate en el mismo, ya que el Congreso se encuentra obligado, especialmente si tiene la voluntad de impedir que la norma continúe vigente, a tratar la aprobación o rechazo del mencionado decreto y a expedirse expresamente sobre el particular. Así, en el supuesto de morosidad legislativa, como en el caso concreto, la sanción del “decreto de necesidad y urgencia” obliga al Congreso a debatir la cuestión de fondo, ya sea para aprobar lo actuado por el Poder Ejecutivo, o para modificarlo o derogarlo. De lo contrario, de continuar el silencio del Congreso, la norma de excepción mantiene su vigencia con rango de ley. Esta aclaración es importante ya que, nuevamente, los legisladores tenían en el Congreso el espacio apropiado para discutir la cuestión que, según ellos, los agraviaba. Allí podrían haber obtenido la mayoría necesaria para dejar sin efecto la vigencia del “decreto de necesidad y urgencia” y resolver el problema de privatización aeroportuaria, siempre según la voluntad de la mayoría de ambas Cámaras. Claro que, como no contaban con la aquella mayoría, persiguieron en los tribunales de justicia aquello que, de acuerdo con la Constitución, debían obtener en el Congreso según el procedimiento democrático para la toma de decisión del Poder Legislativo. En “Rodríguez” la Corte se explayó en lo que se refiere a la vinculación de la legitimación con el sistema de “división de poderes”. En el Considerando 8 advirtió que le corresponde al Tribunal “…como parte de su deber de señalar los límites precisos en que han de ejercerse aquellas potestades (las propias de ‘órgano supremo de la organización judicial e intérprete final de la Constitución’) –con abstracción del modo y la forma en que el punto e fuera propuesto- establecer si la materia de que se trata está dentro de su poder jurisdiccional, que no puede ser ampliado por voluntad de las partes, por más que estas lleven ante los jueces una controversia cuya decisión no les incumbe y estos la acojan y se pronuncien sobre ella a través de una sentencia…” “Por tal motivo en las causas que …se impugnan actos cumplidos por los otros poderes en el ámbito de las facultades que les son privativas, la función jurisdiccional no alcanza al modo de ejercicio de tales atribuciones, en cuanto de otra manera se haría manifiesta la invasión del ámbito de las facultades propias de las otras autoridades de la Nación” (Cons. 10, con cita de Fallos: 254:45). Y así observa la Corte que en el caso “…no existe justificación para la requerida intervención del Poder Judicial en una cuestión seguida por los poderes políticos y pendiente de tratamiento por parte de uno de ellos, el Congreso de la Nación. De otro modo se estarían desconociendo las potestades de este último, órgano a quien, como depositario de la voluntad popular, la Constitución atribuye una excluyente intervención en el contralor de los decretos de necesidad y urgencia, delicada función política propia del legislador que no puede ser interferida en el modo de su ejercicio por el Poder Judicial sin grave afectación del principio de división de poderes” (Cons. 17). Luego insiste en que le corresponde a la Corte garantizar “…el adecuado respeto del principio de separación de los poderes del Estado…y…asegurar, como titular de uno de ellos, su coordinado accionar” (Cons. 21). Es, precisamente, el principio de separación de poderes el que impone “…el necesario autorrespeto por parte de los tribunales de los límites constitucionales y legales de su jurisdicción” (Cons. 22), salvo que el cuestionamiento de la acción de otro “poder” o rama del gobierno, aparezca en un “caso concreto” (Cons. 23) supuesto en el que “la revisión judicial no es ni será abdicada por el Poder Judicial” cuando la tacha de inconstitucionalidad “sea introducida por parte de quien demuestre la presencia de un perjuicio directo, real y concreto –actual o en ciernes- (donde) la cuestión será indudablemente justiciable y este poder (el judicial) será –por mandato constitucional- competente para resolver el caso planteado en los términos de la ley 27” (Cons. 24). Es decir, caso, legitimación, jurisdicción o competencia constitucional del Poder Judicial, son conceptos que van indisolublemente unidos. En el caso “Rodríguez” podemos también advertir las contradicciones o errores interpretativos en que suelen incurrir con demasiada frecuencia nuestros jueces del fuero en lo Contencioso Administrativo. Precisamente, en los antecedentes del caso, ya la Sala 2da. de la Cámara de Apelaciones había encontrado como justificante de la legitimación allí admitida “…la afectación del derecho subjetivo de los legisladores de cooperar en la formación de la voluntad pública de sancionar la norma…”, mencionando el “…derecho de los actores a ejercer su función participando en la formación de la voluntad del órgano-Poder Legislativo…” Sin perjuicio de que, como hemos visto, la sanción de un “decreto de necesidad y urgencia” impulsa la actuación del Legislativo, la decisión de la Cámara adolece de un error conceptual muy grave. No existe “derecho subjetivo” en el órgano –de creación constitucional o legal- a ejercer su función o competencia, según los casos. Los conflictos derivados del ejercicio de las funciones constitucionales64 tienen sus mecanismos de solución previstos en la misma Constitución, para los órganos constitucionales (por una vía exclusivamente política) o en la Ley de Procedimientos Administrativos, para el supuesto de los órganos administrativos. En cualquier caso, suponen una vía que vincula exclusivamente a los órganos constitucionales o bien, en el caso de los órganos de creación legislativa, a estos con el superior común. Nunca generan un litigio apto para la resolución judicial; no hay “causa” porque ni siquiera hay “partes”. En realidad, ni siquiera estamos en presencia de sujetos de derecho. El “derecho” sólo puede ser invocado por una persona, un sujeto, y su defensa sólo es posible ante agravios personales, por ejemplo, el desconocimiento del “título” del legislador65, no permitirle el ejercicio de la expresión o del voto en una sesión determinada –siempre de acuerdo con el reglamento de cada Cámara- o impedirle el acceso al recinto, etc., pero no en lo que respecta al orden normal del proceso legislativo, al juego de mayorías y minorías, a las reglas del quórum, al veto presidencial de un proyecto de ley y a la negativa de la mayoría a insistir en el mismo, a la decisión de la mayoría de una Cámara de no tratar un proyecto de ley, o de tratarlo, o, precisamente, con respecto a las distintas alternativas de acción que tiene el Congreso frente a la sanción de un “decreto de necesidad y urgencia”, entre muchos ejemplos. La función del órgano constitucional no es un “derecho”, es una potestad expresada en la competencia otorgada, que se ejerce a través de un procedimiento específico y sobre ciertas materias determinadas por las reglas constitucionales de la competencia. Es más, en el caso del Congreso, el órgano es colegiado; el legislador individual no es un órgano sino un miembro del mismo que debe tomar parte del proceso de toma de decisión de aquél. “¿Cuál es la naturaleza de la competencia? se pregunta Marienhoff66. “La competencia –sostiene- no constituye un derecho subjetivo. Constituye una obligación del órgano.” “La competencia es un concepto de la esfera institucional, en la cual los derechos subjetivos son desconocidos, porque estos solo se dan entre personas. Las instituciones en cuanto tales no pueden ser titulares de derechos subjetivos…”, mucho menos los miembros de los órganos colegiados, en cuanto tales, salvo en sus derechos personales frente al mismo órgano. En “Rodríguez” nuestra Corte llegó a la misma conclusión –en casos conceptualmente similares- que la arribada por la Corte norteamericana en “Raines”. Los dos casos son casi contemporáneos, y probablemente nuestro Tribunal decidió “Rodríguez” sin tomar en cuenta “Raines”, de lo contrario lo hubiese citado. No debe sorprendernos esta coincidencia absoluta. Es que, partiendo de las mismas normas constitucionales, del mismo sistema, con la misma evolución jurisprudencial ya bisecular, frente a supuestos de hecho en su esencia idénticos, la conclusión, en uno y en otro caso, no podía ser diferente. Como en los Estados Unidos, ya lo vimos, la “justiciabilidad” nace cuando se presenta un agraviado con un derecho concreto y personal a defender frente a una parte adversaria. Así, con respecto a la “Line Item Veto” lo hizo la Corte norteamericana en el caso “Clinton”, y así también lo hizo la Corte argentina cuando tuvo que enfrentar el desafío a la constitucionalidad de distintos “decretos de necesidad y urgencia” que, en su contenido, agraviaban los derechos personales de los impugnantes67. Las soluciones siguen siendo las mismas porque la Constitución, especialmente en el punto, es la misma.

VI. La reforma constitucional de 1994. La cuestión de los denominados “derechos de incidencia colectiva” y su diferencia con otras categorías como la “acción popular” y la relativa a los “intereses difusos”. Aspectos comunes y diversos con relación a las denominadas “acciones de clase”. El papel de la “asociaciones legitimadas” y del Defensor del Pueblo. Requisitos para la procedencia de la acción de amparo de los derechos de incidencia colectiva.. Estado actual de la jurisprudencia. Como ya hemos visto, la reforma constitucional del año 1994 mantuvo, en el actual art. 116, la misma redacción contenida en el original art. 100 de la Constitución de 1853. Sin embargo en el art. 43 se introdujo un importante agregado en materia de legitimación. La norma citada, es importante señalarlo, “constitucionaliza” la acción de amparo que, en nuestro medio, había sido introducida por creación pretoriana de la Corte –en “Siri”, Fallos: 239:459 y “Kot”, Fallos: 241:291- y luego reglamentada por la ley 16986, del año 1966. El nuevo texto constitucional tiene la siguiente redacción: “Toda persona puede interponer acción expedita y rápida de amparo, siempre que no exista otro medio judicial más idóneo, contra todo acto u omisión de autoridades públicas o de particulares, que en forma actual o inminente lesione, restrinja, altere o amenace, con arbitrariedad o ilegalidad manifiesta, derechos y garantías reconocidos por esta Constitución, un tratado o una ley. En el caso, el juez podrá declarar la inconstitucionalidad de la norma en que se funde el acto u omisión lesiva”. Hasta aquí, el primer párrafo de la norma, que no innova con respecto a la situación anterior a la reforma, recogiendo la terminología de la ley 16986 y su interpretación jurisprudencial más significativa. Lo que advertimos en ella es que el “amparo” continúa siendo considerada una vía excepcional, que procede contra una actuación manifiestamente antijurídica, que lesiona o afecta, en forma actual o inminente, es decir, cierta, de cualquier forma significativa a un derecho ya adjudicado por una norma estatal en beneficio de la persona afectada. Tampoco, hasta aquí, el amparo innova en cuanto a las condiciones de legitimación que ya hemos estudiado. Es en su segundo párrafo donde el art. 43 incorpora la disposición, a nuestros efectos, más interesante. “Podrán interponer esta acción –dice- contra cualquier forma de discriminación y en lo relativo a los derechos que protegen al ambiente, a la competencia, al usuario y al consumidor, así como a los derechos de incidencia colectiva en general, el afectado, el defensor del pueblo y las asociaciones que propendan a esos fines, registradas conforme a la ley, la que determinará los requisitos y formas de su organización.” Lo que hace la norma es ampliar la legitimación para dos tipos sujetos especiales, el Defensor del Pueblo –a su vez, “constitucionalizado” por el art. 86 de la Constitución68– y las asociaciones privadas69 cuyo objeto sea la defensa de los derechos de incidencia colectiva. Esta legitimación ampliada, a la vez sólo procede en los casos en que corresponde la utilización de la vía del amparo, considerando especialmente el requisito de la antijuridicidad manifiesta. Para comprender la norma del segundo párrafo del art. 43 debemos detenernos en el análisis concepto constitucional de “derechos de incidencia colectiva”, para luego precisar la calidad de los sujetos legitimados para actuar en la acción de amparo destinada a la protección de aquella categoría constitucional. La norma en cuestión, quizás con una redacción invertida, establece la categoría genérica y enumera algunos de los casos o especies que corresponden a tal género. Esos casos -que seguramente son los principales, aunque el constituyente identificó a la categoría genérica, siguiendo la técnica constitucional del uso de “fórmulas abiertas” para facilitar la aplicación de una Constitución destinada a durar por generaciones- son, en la actualidad los más significativos. Se tratan, como primer aspecto, de supuestos en los que la acción antijurídica afecta a un derecho reconocido, aunque no estrictamente adjudicado, de manera genérica a todos y a cada uno de los miembros de la comunidad. Hasta aquí no hay diferencias substanciales con cualquier otro supuesto de un derecho constitucional, por ejemplo, en el caso de la propiedad, que es reconocida de manera genérica, como aptitud para adquirirla en concreto, mediante una relación jurídica determinada por la cual un individuo puede pretender que un bien específico se encuentra adjudicado, adquirido, incorporado a su patrimonio70, y así ejercerlo, no sólo para disponerlo, sino también para exigir su respeto tanto activo como pasivo. Pero, adviértase, la situación de este derecho, su respeto por terceros, en principio sólo afecta al interesado71. Los casos previstos en el segundo párrafo del art.43 tienen una diferencia. Todos tenemos derecho a un ambiente sano, es decir, beneficioso, o siquiera neutro, para nuestra salud. Hay también aquí un reconocimiento genérico, que sólo se especifica o adjudica como derecho en situaciones concretas. Si alguien introduce en mi pozo de agua una sustancia tóxica, está estableciendo una relación jurídica, derivada de un hecho ilícito –que además será un delito penal- que obliga al causante a indemnizar el daño causado y, en lo posible, recomponer la situación anterior del pozo. Este es un problema mío, y de nadie más72. Pero puede suceder que mi pozo de agua se encuentre corrompido por la acción antijurídica de un industrial que contamina las napas de agua. Esta acción es susceptible de causar –y normalmente lo hará- el mismo daño, con mayor o menor intensidad, a otros, a un conjunto de personas que, a tales efectos, colectivamente comparten el mismo problema. Si yo acciono para impedir que continúe la conducta contaminante y para que se recomponga la situación anterior a la contaminación, mi acción beneficiará también a ese conjunto, a ese colectivo. La sentencia favorable que yo obtenga tendrá efectos “erga omnes”, no porque así lo disponga una norma procesal determinada, lo que no siempre es indispensable sino por la misma naturaleza de las cosas. Nótese que distinta es la situación de la indemnización que yo podría, en el mismo supuesto, estar persiguiendo. Esta ya depende de la medida de mi daño concreto, que puede ser –y normalmente lo será- distinto en cada uno de los miembros del colectivo. En todos los casos contemplados en el art. 43 se da una situación semejante. La acción antijurídica puede tener efectos sólo con respecto a una persona concreta o, a la vez, sobre un grupo o conjunto de individuos73, y así ocurrirá también, naturalmente, con la sentencia que se logre en la acción de amparo. Cuando aquella conducta, y su corrección, afecta o tiene potencialidad cierta de afectar a una categoría de personas, a un colectivo, el derecho, que siempre es personal y concreto, también posee incidencia colectiva. El constituyente se aproximó al instituto desde la perspectiva del derecho y no del daño, ya que su interés era, es, la protección de derechos y no, estrictamente, la reparación de daños. El tomó en consideración derechos personales74 –por ello, en la lista de legitimados incluye al “afectado”- pero cuya adjudicación concreta tiene una necesaria incidencia sobre un conjunto. Aún con riesgo de caer en una discusión meramente nominalista, ya que nos encontraremos casi con tantas definiciones como autores ocupados en el tema, podemos decir que nuestro art. 43 no se refiere, entonces, a la “acción popular”, por lo menos entendida como aquella que se encuentra a disposición de cualquier persona frente a cualquier acción supuestamente antijurídica. Tampoco a los “intereses difusos”, en la medida que se los entienda como no diferenciados, en definitiva una suerte de acción popular, donde, aunque también suponen la “intercomunicación de resultados” de que habla Martín Mateo75, la legitimación recae en cualquiera de los participados indeterminadamente, diríamos que convirtiendo a esos intereses difusos en legitimaciones confusas . Recordemos que la calidad de “parte legitimada” proviene de la calidad, real o razonablemente alegada, de titular de un “derecho diferenciado”, es decir, de una situación jurídica no genérica, como ya hemos destacado más arriba. Precisamente la diferenciación se presenta en el ámbito de la legitimación. Tuvimos ya ocasión de señalar76, que la nota distintiva de los “derechos de incidencia colectiva” (en nuestra terminología constitucional) es que en estos predomina la nota de la organización. Estos derechos se atribuyen a un grupo organizado dentro de la comunidad –no una mera agrupación ocasional de personas- que actúa así como un “centro de referencia”77 creado por el ordenamiento –en nuestro caso, de manera genérica, por la Constitución, y de manera detallada por la ley regulatoria todavía pendiente de sanción, y específica o concretamente por el acto de otorgamiento de personalidad que se emita con arreglo a aquella ley con respecto a una organización determinada- para el cuidado de determinados intereses públicos o privados. Se presenta así un doble juego objetivo y subjetivo. Objetivamente la organización se identifica en la persecución de un determinado interés o bien que es considerado como positivo por el ordenamiento, dado el supuesto fáctico, entre nosotros, de un bien comunicable entre los miembros de un colectivo. De esta manera dicho interés adquiere valor jurídico. Subjetivamente, a la existencia de la organización, se le añade su constitución, por el mismo ordenamiento, como centro de referencia de ese interés. Dados estos elementos objetivo y subjetivo, el ordenamiento personaliza o subjetiviza a la organización y le “adjudica” la titularidad del derecho a la defensa de tal interés. El derecho de incidencia colectiva es aquél referible a un grupo organizado dentro de la comunidad, admitido por el ordenamiento como centro de tal referencia. La protección jurídica del interés se sustenta en la existencia de una organización, que se convierte así en su portadora, y por lo tanto dicho interés es identificable sobre la base de un criterio objetivo-subjetivo derivado de la vinculación de la organización con el interés –situación diferenciada definida por el ordenamiento – y su referencia jurídica en tal portador. Así no es suficiente, a los efectos constitucionales, la mera existencia de un grupo con intereses comunes, es decir, no basta con la mera incidencia expansiva de la acción dañosa antijurídica sobre bienes de interés de un conjunto identificable de sujetos. Si el grupo no es una organización y esta no es reconocida a esos efectos por el ordenamiento, titularizando en ella –por referencia y no como atribución de propiedad- el interés así concebido como derecho, la existencia del grupo y de su interés por el bien en cuestión, resulta jurídicamente irrelevante. En este caso, el bien sólo podría ser judicialmente protegido de existir un afectado, que reuniese las condiciones de legitimación estudiadas precedentemente, y sólo por ese afectado. Lo que ha hecho el constituyente es, en todo caso, elevar a los “intereses difusos” –utilizando el término en su sentido meramente literal, es decir, aquellos que se encuentran “difundidos” en un conjunto- a la categoría de los derechos de incidencia colectiva, confiando su defensa a una organización pública –el Defensor del Pueblo- o a organizaciones privadas que reúnan las condiciones establecidas por la ley, conforme al texto del segundo párrafo del art. 43 de la Constitución, ya transcripto más arriba. Como veremos luego, esta creación de “centros de referencia”, tiene como sólo objetivo otorgarles a aquellas organizaciones la legitimación para accionar en los casos en que el interés a proteger –elevado, así, a la categoría de derecho- pueda, según las circunstancias concretas, calificarse de incidencia colectiva, y siempre en los supuestos excepcionales en que corresponda o sea admisible la vía de la acción de amparo. La norma constitucional crea dos tipos de legitimados especiales, conservando al que podemos denominar “legitimado natural”, que es el “afectado”, es decir, ahora si en un sentido propio, el titular del derecho diferenciado en condiciones de alegar el padecimiento de un agravio, también individualizado. Aquellos legitimados especiales son, reiteramos, el Defensor del Pueblo y las “organizaciones de protección”. El Defensor del Pueblo es el órgano (dotado de personalidad jurídica) perteneciente a la organización pública –en nuestro caso, “incardinado” en el Congreso- legitimado por el ordenamiento para actuar, promiscuamente en los casos contemplados por el art. 43, segundo párrafo. La construcción jurídica no deja de ser, en cierto sentido, paradojal. La acción de amparo procede, como hemos visto, contra “antijuridicidades” manifiestas de autoridades públicas y de sujetos privados. De manera que el Defensor del Pueblo, miembro de la organización pública, es titular de la acción adversaria a la misma organización. Es que la Constitución asume, aunque sin decirlo expresamente, el principio de la “Administración de legalidad”, es decir, de la Administración –en realidad, todo el aparato estatal- sometida positivamente al ordenamiento, de manera que sólo puede realizar lo que aquel le autoriza, a través del órgano y conforme al procedimiento también previsto en aquella autorización o habilitación para actuar. Es tan fuerte este principio de sujeción positiva a la ley que hasta el ordenamiento, en su nivel normativo constitucional, ha dotado a la organización de una figura específica para hacer garantizar su respeto, provista así de una legitimación promiscua a tales efectos78. Las que aquí denominamos “organizaciones de protección” son asociaciones privadas cuyo objeto asociativo tiene que ser la actuación en el campo autorizado por la norma constitucional, de manera de tornarlas aptas para que el ordenamiento las considere “centros de referencia”, lo que el Defensor del Pueblo es, naturalmente, por creación del mismo ordenamiento. En estas condiciones, deberán ser “registradas conforme a la ley, la que determinará los requisitos y formas de su organización”. Se trata, entonces, de asociaciones específicas, que deben incorporar como objeto propio la defensa de un determinado e individualizado “derecho de incidencia colectiva”; nuestra opinión es que no deberían ser admitidas las que tengan objetos genéricos, ya sean más amplios que los previstos en la norma constitucional o bien comprensivos de aquellos “derechos” en forma abstracta, u omnicomprensiva. Podrían contener uno o más objetos, pero siempre precisos y relacionados. De esta manera se lograría contar con organizaciones dotadas de un real “expertise” en la concreta materia de su actuación, impulsando así que su creación resulte de la voluntad de individuos realmente comprometidos en aquellas cuestiones, de manera que su participación en las mismas –como la existencia de la asociación- no sea el disfraz de otros intereses, por ejemplo políticos o gremiales, que deben encontrar sus cauces en otras estructuras organizativas. Estas organizaciones de protección, por disposición constitucional, deben “registrase”, lo que supone que la autoridad de registro deberá verificar si la peticionante se ajusta a los “requisitos y formas de…organización” establecidos por la ley respectiva, y en su caso, denegar tal registro. Pensamos que el registro debería ser el único trámite a ser cumplido por la asociación, de manera que aquél importe la automática concesión de la personalidad jurídica. Naturalmente, las asociaciones que no se encuentren así registradas, no gozan de la legitimación especial prevista en el art. 43, segundo párrafo, de la Constitución79. Naturalmente se encuentra legitimado el afectado, que no es otro que el efectivo titular del derecho agraviado. Con esto queremos significar que, dado que el art. 43 no incorpora la categoría de intereses difusos –o bien la restringe, especificándola orgánicamente- no es posible considerarse legitimado a la persona que no pueda acreditar un perjuicio concreto, susceptible de generar un caso en la tradicional acepción del art. 116 de la Constitución, conforme ya lo hemos estudiado. Estas normas -el art. 43 y el art. 116- deben tener una lectura necesariamente conjunta e integrada, ya que ninguna norma de la Constitución, en nuestro sistema, prevalece sobre otra, sin que se pueda suponer que el constituyente pueda haber incurrido en contradicciones o incongruencias. El interesado, “colectivo”, en la protección de un determinado bien, esta vez en su cualidad social y no en razón de su individual distribución o adjudicación, debe encontrar en la acción de las asociaciones de protección y del Defensor del Pueblo el cauce adecuado para la satisfacción de aquél interés. Aquellas estructuras organizativas, precisamente por su organización –adecuada disposición de medios personales y materiales- y especialidad o “expertise” sabrán, normalmente, defender más apropiadamente la materia de que se trate y actuarán de “filtro” o “primera instancia” práctica en orden a valorar la seriedad de la denuncia y sus méritos para instar la actuación judicial80. La actuación del Defensor del Pueblo y de la asociación o asociaciones de que se trate puede ser exclusiva o conjunta, aplicándose, en este último caso, las reglas procesales pertinentes. Por otra parte ¿debe siempre actuar un afectado? La respuesta positiva a la pregunta anterior, sin aclaraciones, no parece coincidir con la intención del constituyente. Aún así deben distinguirse las situaciones donde no existe afectado alguno de aquellas en los ellos si existen o razonablemente pueden existir, pero mantienen una actitud totalmente inactiva. Es cierto que en la gran mayoría de los casos será individualizable, por lo menos, un agraviado individual, con un derecho diferenciado. Pero podría darse la hipótesis en que este no exista ni pueda existir81, salvo como mera posibilidad teórica o eventual, lo cual no es admisible a los efectos de establecer una “causa”. En este caso no estaremos en presencia de la “incidencia colectiva” –que, recordemos, no es la socialmente genérica o interés comunitario- del derecho a proteger y del daño a evitar. No se llega aquí a la plenitud del elemento objetivo más arriba mencionado, que exige que el interés “de referencia” se identifique con derechos de incidencia en un colectivo individualizado o individualizable, como en los casos de los consumidores de un determinado producto adulterado, los usuarios de un servicio público que no ofrece las prestaciones mínimas, los propietarios o locatarios de los predios contaminados o con riesgo de serlo, etc.- Debe entenderse, en este sentido, que lo que protegido por la norma constitucional no es la “cosa” –la especie animal, la prestación del servicio- sino el derecho agraviado, cuando este, permítasenos la insistente reiteración, es susceptible de incidir colectivamente, sobre los miembros de un grupo al que, por imperio constitucional, la organización –el Defensor del Pueblo, la asociación de protección- representa82. Distinto es el supuesto de la inacción de algún afectado, lo que si puede ocurrir en la práctica. Es decir, existen afectados, pero todos asumen una actitud pasiva, ninguno demanda. La inacción de los agraviados puede ser todavía más frecuente en el supuesto de afectados “morales”, en sus sentimientos, creencias, valores con los que se encuentran profundamente comprometidos, es decir en verdaderos derechos, aunque no de contenido “material”. Todos ellos se encuentran protegidos por nuestro ordenamiento, y de la manera más intensa posible, como ya muy bien lo había destacado la Corte Suprema de Justicia en la causa “Ekmekdjian”, que luego comentaremos, en una decisión, por muchos aspectos, realmente inspiradora de la posterior reforma constitucional de 1994. La circunstancia apuntada puede verse claramente en el caso de la discriminación. Supongamos que una persona de origen racial X se postula para ingresar como alumno en una determinada universidad, y es rechazada por esa sola razón. Por exclusiva decisión personal, este afectado nada hace al respecto. La cuestión se agrava porque él es el único afectado en el estricto derecho a estudiar y a no ser personalmente discriminado, ya que ningún otro miembro de su colectivo –de su mismo origen racial- ha intentado ingresar en esa universidad. Materialmente, podemos decir, él es el único afectado, pero moralmente lo es todo el colectivo, el que recibe la afrenta –cada uno de sus miembros- de saber que su raza es excluida, es decir, menospreciada, disminuida, discriminada. Cualquiera de los miembros del colectivo es, en este caso, un afectado personal y directo83, todos sufren un “daño diferenciado” provocado por el acto concreto de discriminación. En esta hipótesis el derecho de incidencia colectiva, el que se comunica a todos los miembros del colectivo, no es el derecho a estudiar, sino el de no sufrir discriminaciones injustas. Cada uno de los miembros del colectivo podrían, en el ejemplo dado, accionar en su calidad de afectados directos, no para perseguir que al concreto aspirante se le permita el ingreso a esa universidad –lo que él, incluso, ya puede no querer- sino para que, simplemente, se revoque el acto cuestionado por discriminatorio en si mismo. Pero puede ocurrir que ninguno de estos afectados accione en la práctica, por falta de información, por temor, o simplemente por desidia o resignación o acostumbramiento a una conducta social discriminatoria ¿Cómo no admitir la acción de las organizaciones legitimadas –incluyendo al Defensor del Pueblo en este concepto- del art. 43, segundo párrafo?84. La redacción de la norma –“Podrán interponer esta acción…el afectado, el defensor del pueblo y las asociaciones…”- está indicando supuestos eventualmente alternativos y no necesariamente conjuntos. Lo que si exige la norma es que existan, o puedan razonablemente existir, afectados o agraviados, lo que en definitiva limita la politización de la acción autorizada por la Constitución o su utilización por los infaltables querulantes. La actuación del o de los afectados, es decir, de los agraviados en su propio derecho, no ofrece dificultades. En definitiva actuarán, si así lo deciden, dentro de lo previsto por el primer párrafo del art. 43, o bien denunciarán la situación a los legitimados especiales del segundo párrafo, instándolos de ese modo a accionar judicialmente. Sin embargo debe ser examinada con mayor detenimiento el problema de la legitimación “organizacional”, la del Defensor del Pueblo y de la “asociaciones protección”. Sin duda, la futura reglamentación de la ley de amparo, como en el intento que hemos mencionado en una nota anterior, aclarará esta cuestión. El legislador podrá elegir entre varias opciones reglamentarias posibles, lo que no podrá es restringir indebidamente la legitimación querida por el constituyente, ni ampliarla de tal manera de quebrar la armonía entre el art. 43, segundo párrafo, y el art. 116 de la Constitución Nacional, que en el requisito de la “causa o controversia”, estableció un principio rector y operativo de la división de poderes. Seguramente el constituyente cuando redactó el art. 43 tuvo presente, junto con “Ekmekdjian”, a un importante pronunciamiento de la Corte Suprema norteamericana, habitualmente olvidado por los comentadores de aquella norma. Se trata de “Hunt v. Washington Apple Advertising Comisión”, 432 U.S. 333 (1977). Allí una agencia, creada por ley, para la promoción y protección de la industria de la manzana en el estado de Washington, integrada por representantes de los productores y comerciantes vinculados con la industria, demandaron la declaración de inconstitucionalidad de una ley del estado de North Carolina que perjudicaba económicamente a dicha industria. La Corte admitió la legitimación de la asociación, haciendo mérito de su “capacidad representativa”, y enumeró los requisitos para ello, de manera que pueda reconocerse lo que el fallo denomina “associational standing”85, o legitimación de las asociaciones de protección86: 1) que los miembros de la asociación tuviesen, a su vez, legitimación para accionar en protección de sus respectivos derechos personales; 2) que el interés perseguido por la acción sea inherente a los propósitos de la asociación, 3) que ni la acción intentada ni el remedio que por ella se persigue exijan la participación en el juicio de alguno de los miembros de la asociación, lo que ocurriría si los miembros tuviesen daños diferentes que exigiesen, para su reparación, medios de prueba también distintos. Debe advertirse que los requisitos del “associational standing” desarrollados en “Hunt” no coinciden de manera estricta con los correspondientes al mecanismo procesal –no se trata de otra cosa que eso- de las denominadas “acciones de clase”. Este instituto procesal tampoco coincide con el régimen de protección de los “derechos de incidencia colectiva” establecido por nuestro constituyente en el ya citado art. 43. La “acción de clase” es una alternativa procesal diseñada por el derecho norteamericano para enfrentar el fenómeno de las causales de litigiosidad masivas, en si mismas no resueltas por los modelos de acciones múltiples -como, por ejemplo, los litisconsorcios o la acumulación de procesos- que provocan una extraordinaria sobrecarga en la tarea de los tribunales, con el peligro de actuaciones judiciales residenciadas en distintas cortes que no podrían, así, lograr una visión global del problema y, además, conduciría a una multitud de sentencias muchas de ellas contradictorias o con soluciones esencialmente diversas. Para paliar estas dificultades existía ya en el derecho norteamericano un mecanismo de legitimación colectiva desarrollado en la denominada “Regla Federal de Equidad”, del año 1842, la que fue finalmente sustituida en 1938 por la “Regla 23” del “Procedimiento Civil para los Tribunales Federales”87. La “Regla 23” establece dos tipos de requisitos: los vinculados con la identificación de una clase como tal, y los que se refieren a los tipos de acciones que pueden seguirse por esta vía. En lo que nos interesa, existe una “clase” cuando esta puede ser encuadrada en razón de su sometimiento a un determinado tipo o patrón de conducta emanado de un tercero, lo que coincide con nuestro caso. En estas condiciones, todos los miembros de la “clase” tendrán un interés personal en el resultado del litigio, lo que también coincide con nuestro art. 43, con la salvedad de que, en nuestro caso, se es miembro de la “clase” o “colectivo” por imperio constitucional, en la medida que así es declarada la representación tanto del Defensor del Pueblo como de la asociación que sea registrada a tales fines. Difiere, en cambio, en que en nuestro casony a diferencia de la “regla 23”, el colectivo sólo puede ser actor –por la vía del amparo- mientras que en el sistema federal norteamericano puede actuar como actor o demandado. Por lo demás la “acción de clase” procede cuando este colectivo alcanza a tal magnitud que hace imposible la vía del litisconsorcio, cuestión que nos diferencia, ya que el derecho de incidencia colectiva puede abarcar –precisamente, incidir- sobre muy pocas personas. Nuestro sistema, recordemos, se encuentra orientado a la protección de los derechos, y no a una cuestión de economía judicial como en el instituto norteamericano88. Se exige también la existencia de cuestiones de hecho o de derecho que “liguen” a los miembros de la clase en el litigio, lo que también se encuentra vinculada con la denominada “tipicality”, es decir, la ausencia de situaciones diferenciadas entre los miembros de la “clase”. También se exige que el “representante” de la “clase”, si no cuenta con un mandato especial, demuestre ante el juez que es capaz, en general, de ejercer una adecuada representación, lo que en nuestro derecho se encuentra sustituido por la calidad de representante promiscuo del Defensor del Pueblo, y la representación general, siempre para identificadas categorías de objetos, otorgada a las asociaciones por el acto de admisión de su registro, siempre con fuente en la Constitución Nacional. Entre las acciones que se admiten como “de clase” se encuentran las que persiguen compensaciones pecuniarias, lo que resulta improcedente en nuestro caso, frente a la naturaleza especial del amparo. Este sólo puede pretender el cese de una acción u omisión manifiestamente antijurídica y no un reclamo de naturaleza económica que, normalmente, requerirá de una vía judicial más compleja89 y, en el supuesto del segundo párrafo del art. 43, diferenciará a los miembros del colectivo en cuestiones particularizadas de hecho y prueba. Es decir, el reclamo patrimonial, nunca tendrá “incidencia colectiva”, sin perjuicio de que, dadas la condiciones antes señaladas, pueda justificar una “acción de clase”. Es decir, entre las “acciones de clase” y aquellas destinadas a la protección de un “derecho de incidencia colectiva” existen principios, o soluciones prácticas, comunes, precisamente porque aquellos no responden al mismo patrón con que la doctrina identifica a los denominados “intereses difusos”. Aún así, a pesar de las similitudes, las “acciones de clase” y las acciones de amparo del art. 43 segunda parte, persiguen y se explican por una finalidad distinta, lo que puede resultar de importancia frente a determinados supuestos prácticos, como, y, especialmente, la inacción o indiferencia de los miembros del “colectivo”90. Lo predicado con relación a las “asociaciones de protección” vale también para el Defensor del Pueblo, es decir este se encuentra legitimado de darse los requisitos que podemos sintetizar de la siguiente manera: -Existencia de un “colectivo”; el que se identifica mediante su condición de grupo susceptible a sufrir por el mismo patrón de conducta dañosa y antijurídica del agraviante; -Que tal patrón de conducta sea autosuficiente, es decir que, para ser identificado no requiera de la investigación de la situación concreta de cada uno de los agraviados; -Que tal conducta lesione algunos -cualquier tipo- de los derechos protegidos por el ordenamiento jurídico; -Que el daño incida concretamente sobre los derechos de los miembros del “colectivo”, aunque estos no se encuentren específicamente individualizados, es decir, que existan afectados directos, en sus derechos propios e individuales, sin perjuicio de otros que, aunque no puedan demostrar la actualidad o inminencia de un perjuicio personal concreto, sufran, por incidencia, el daño que la conducta es susceptible de provocar en toda la categoría de personas que conforman el colectivo; -Que sufran esencialmente el mismo daño, y persigan el mismo remedio, sin que el progreso de la acción dependa, por su naturaleza, de circunstancias de hecho y medidas probatorias específicas y diversas propias de los diferentes miembros del “colectivo”91; -Que, en el caso de actuar una “asociación de protección”, esta tenga un objeto específico orientado a la defensa del derecho en cuestión, y se encuentre debidamente registrada92 -Que la conducta dañosa sea manifiestamente antijurídica y susceptible de ser remediada por la vía del amparo, es decir, que el caso no exija una mayor amplitud de debate y prueba que haga más idónea la utilización de una acción ordinaria93; -Que el remedio perseguido consista en el cese de tal conducta antijurídica, o bien imposibilitarla para el futuro, aún cuando requiera de la declaración de invalidez de la norma en que se sustenta, incluso su declaración de inconstitucionalidad94 En estas condiciones, aún en las hipótesis del art. 43, segundo párrafo de la Constitución, el constituyente no estableció ninguna excepción, en sentido propio, al requisito del “caso o controversia” del art. 116, tal como lo hemos estudiado más arriba. Siempre se requiere la existencia de un derecho propio, personal y concreto, no eventual o hipotético, denegado o agraviado por un tercero que puede actuar en el juicio como parte adversaria, defendiendo sus propios derechos contradictorios con los del actor, de manera que el cruce de estos derechos “adversariales” configure en el actor una situación diferenciada con respecto a los intereses generales del resto de la comunidad. Se requiere también que el juez pueda, jurídicamente, otorgar el remedio pretendido, cuestión que también depende de la naturaleza de los “derechos adversariales” llevados a su conocimiento. La creación del constituyente, en el art. 43, consiste en la conformación de “centros de referencia” donde “residenciar” la legitimación para accionar en beneficio o protección de los derechos de incidencia colectiva por la vía del amparo Con respecto a la interpretación del art. 43, segunda parte, nuestra jurisprudencia ha transitado un camino no siempre claro en estos primeros años posteriores a la reforma constitucional. No podemos detenernos a examinar la profusa jurisprudencia de los tribunales inferiores, en general exageradamente generosa en cuanto a la admisión de la legitimación del Defensor del Pueblo o de las asociaciones de protección en acciones judiciales que no encuadraban en el sistema diseñado por el constituyente en los arts. 43 y 116 de la Constitución Nacional. Llegada a la Corte Suprema, esta jurisprudencia “permisiva” fue corregida, de manera que resulta más útil examinar la doctrina del Superior Tribunal relacionándola con la emitida, en el mismo caso, por las instancias inferiores. El primer caso resuelto por la Corte fué “Frias Molina”95, Fallos: 319:1828, del 12 de septiembre de 1996. Aquí el Defensor del Pueblo se presentó en la causa, solicitando ser tenido por parte, formulando un pedido de “pronto despacho” con respecto a esa y otra multitud de causas, a estudio del Tribunal, por actualización de haberes previsionales. La Corte denegó la legitimación del Defensor, en lo que aquí interesa, sosteniendo que el caso no se encuadraba dentro del instituto establecido en el art. 43, segunda parte, de la Constitución, “habida cuenta de las particularidades de cada una de las pretensiones formuladas por los beneficiarios” (del sistema previsional, demandantes en las distintas causas; Cons. 5). Cabe destacar la estricta aplicación que hace la Corte –no sabemos si teniéndola presente o no- de la doctrina establecida por su similar norteamericana en el antes citado “Hunt”. En “Defensor del Pueblo c/ Estado Nacional-Poder Ejecutivo”, Fallos: 323:4098 -donde el actor demandó la inconstitucionalidad del decreto 1517/98, referido a la alícuota del impuesto al valor agregado correspondiente a los servicios de medicina prepaga- la Sala V de la Cámara de Apelaciones en lo Federal Contencioso Administrativo (CAFCA) había admitido la legitimación de aquél órgano constitucional con fundamento en la “legitimación procesal” que le acuerda el art. 86 de la Constitución, tema al que nos hemos referido más arriba. La Corte revocó la sentencia, estableciendo un importante principio interpretativo: “Si bien el art. 86 de la Constitución Nacional prescribe que el Defensor del Pueblo “tiene legitimación procesal”, ello no significa que los jueces no deban examinar, en cada caso, si corresponde asignar a aquél el carácter de titular de la relación jurídica sustancial en que se sustenta la pretensión , como es exigible en todo proceso judicial”, recordando que “no hay causa cuando se procura la declaración general y directa de inconstitucionalidad de las normas o actos de los otros poderes” (Cons. 6). Al analizar, entonces, la legitimación invocada por el Defensor para el caso, la Corte hizo mérito de lo dispuesto en los arts. 16 y 21 de la ley 24.284, regulatoria del primero, que excluye la intervención del Defensor cuando la parte interesada hubiere interpuesto recurso administrativo o acción judicial contra la decisión que la agravia (Cons. 7). Este argumento hubiese sido suficiente para desestimar la legitimación invocada, en atención a que la mayoría de los agraviados habían iniciado la acción correspondiente. Sin embargo, la Corte continuó señalando que “No resulta atendible la invocación por parte del Defensor del Pueblo de la Nación de ‘los derechos de incidencia colectiva’ y la ‘defensa de los usuarios’ cuando las personas y empresas que se han considerado afectadas en sus derechos subjetivos por el decreto 1517/98, tuvieron la oportunidad de acudir al Poder Judicial en procura de su adecuada tutela.” (Cons. 10). No estamos de acuerdo con el Tribunal con relación a este argumento. Hemos visto que, según nuestro entender, la legitimación del art. 43, segundo párrafo es “acumulativa”, es decir, si el Defensor y las asociaciones, por la naturaleza del caso, se encuentran legitimados, nada importa que, además o fundamentalmente, accionen los interesados o afectados concretos y directos. Al contrario, esto último demuestra que los hay, lo que es una de las condiciones de procedencia de aquella legitimación “orgánica”96. Distinto es el supuesto de la causa “Frias Molina”, es decir, “las particularidades de cada una de las pretensiones”, lo que es, en si mismo, un elemento o requisito limitante de la legitimación orgánica, aunque independiente de la cantidad y diversidad de actores97. Una adecuada aproximación a la cuestión –más allá de algunas imprecisiones terminológicas, como la de denominar “intereses generales o ‘difusos’” a los derechos de incidencia colectiva del art. 43 (Cons. 9)- ya había sido hecha por la Cortes en “Consumidores Libres Cooperativa Limitada de Provisión de Servicios de Acción Comunitaria”, Fallos: 321:1352 (1998), un caso en donde la Sala V de la CAFCA había desestimado la legitimación de la actora y del Defensor señalando, en lo que interesa, que la reforma constitucional en modo alguno había consagrado una suerte de acción popular desvinculada absolutamente a la ilegalidad del perjuicio y que tampoco la sujeción al principio de legalidad se hubiese convertido en un derecho subjetivo susceptible de ser articulado ante el Poder Judicial aún cuando el accionante se encontrase desvinculado de la relación jurídica material expuesta en el proceso. Los actores recurrieron de esta decisión ante la Corte, la que la confirmó. Si bien admitió el Tribunal que el art. 43 “reconoce legitimación para promover la acción de amparo a sujetos potencialmente distintos de los afectados en forma directa…” (cons. 7) de ello no se sigue automáticamente el reconocimiento de la “aptitud para demandar, sin examen de la existencia de cuestión susceptible de instar el ejercicio de la jurisdicción” (Cons. 8), es decir, la existencia de la manifiesta ilegalidad de la decisión de la autoridad que se impugna y su carácter lesivo (Cons. 10 y 11)98 La Corte destaca que la reforma constitucional no modificó la exigencia del requisito constitucional de “causa” que, desde antiguo la Corte identificó como “aquellas en las que se persigue en concreto la determinación del derecho debatido entre partes adversas” (Cons. 8, subrayado en original). Y así, en el Cons. 9 la Corte recuerda al Defensor que la legitimación que le fue acordada en el texto constitucional, no lo exceptúa de acreditar los efectos dañosos del acto impugnado por la vía del amparo, efectos dañosos que deben pesar efectivamente sobre un colectivo. Los casos de “Tierra del Fuego” –“Manuel Raimbault c/ Provincia de Tierra del Fuego” y “Luis Angel Raña c/ Provincia de Tierra del Fuego”, Fallos: 324:2381 y 324:2388, respectivamente (2001)- son de especial interés porque en ellos la Corte reiteró, dejándolo bien en claro, la necesaria correlación e interpretación integrada de los arts 43 y 116 de la Constitución. Así, en el segundo de ellos se estableció que “La incorporación de intereses de incidencia colectiva a la protección constitucional no enerva la exigencia –arts 108, 116 y 117 de la Norma Fundamental- de que el afectado demuestre en que medida su interés concreto, inmediato y sustancial se ve lesionado por un acto ilegítimo o porque existe seria amenaza de que ello suceda, a los efectos de viabilizar la acción de amparo.” Es muy clarificador el caso “Asociación Benghalensis y otros c/ Ministerio de Salud”, Fallos: 323:1339. Las accionantes plantearon la acción de amparo, en su carácter de asociaciones no gubernamentales que desarrollan actividades contra la enfermedad del SIDA, a los fines que se condenase al Estado Nacional a cumplir con la asistencia, tratamiento y rehabilitación de los enfermos, en especial en lo relativo al suministro de medicamentos, apoyando su demanda en disposiciones constitucionales y en la ley 23798. La CAFCA, por su Sala I, había admitido la legitimación fundada en lo dispuesto por el art. 43, segundo párrafo de la Constitución, confirmando la decisión de la Primera Instancia. La cuestión de la legitimación fue expresamente llevada ante la Corte en el recurso planteado por el Estado, sosteniendo la ausencia de aquel requisito ya que los amparistas no habían acreditado el interés por ellos defendido, ni identificado a los pacientes afectados, así como la falta de daño concreto a derecho alguno. La mayoría de la Corte confirmó la sentencia haciendo suyos los argumentos del Procurador General, quien hizo mérito de la existencia de un derecho diferenciado en los pacientes de aquella grave enfermedad –aún, agregamos nosotros, cuando no estuviesen identificados concretamente, pero, por la naturaleza del caso, su existencia resultase incontrovertible- que tal derecho se encontraba lesionado por la omisión del Estado en cumplir con sus obligaciones legales, y las características de las accionantes, a las que se les reconoce el ser “titulares de un derecho de incidencia colectiva a la protección de la salud, cuyo contenido es la prevención, asistencia y rehabilitación de los enfermos que padecen el (SIDA) y sus patologías derivadas, además del derecho que les asiste para accionar para el cumplimiento de una de las finalidades de su creación que, en el caso, es la de luchar contra el SIDA”. Es interesante transcribir el Cons. 9 del voto concurrente del Ministro Vazquez: “Que surge con nitidez…que una de las situaciones que el constituyente consideró es aquella en que la afectación de los derechos comprometidos –por su naturaleza- trae aparejadas consecuencias que repercuten en todos los que se encuentran en una misma categoría. Resulta menester puntualizar que los agravios a los que hace referencia el art. 43 de la Constitución Nacional tiene un efecto expansivo, de ahí que baste con que se conculquen o desconozcan ciertos derechos de uno sólo de los del grupo para que ello incida categóricamente en el resto. Lo manifestado no implica negar capacidad procesal a cada uno de los enfermos, sino posibilitar –en atención a la peculiar naturaleza de los derechos afectados- a una o varias asociaciones el ejercicio monopólico de la acción.” El último párrafo transcripto, nos parece, vincula la acción prevista en el art. 43, segundo párrafo, con las “acciones de clase”. Aún así, ya lo vimos, no se identifican, ya que, si bien la mayoría de los casos de amparos por el agravio a “derechos de incidencia colectiva” tendrán una práctica similitud con las acciones de clase –lo que no impide que cada afectado concreto proteja su derecho a través de su propia acción, salvo que una futura ley reglamentaria establezca un régimen distinto- no todos los casos en que podría ser procedente una acción de clase se deberán fundar en el agravio de un derecho de incidencia colectiva en el sentido del citado art. 43. Esta última cuestión nos introduce en un problema que, al momento de escribir estas líneas, se encuentra a estudio de la Corte Suprema. ¿Los derechos de incidencia colectiva son, también, derechos con muchos titulares? Es decir, ¿se trata de una calificación cuantitativa o cualitativa? Claro que un “colectivo” exige, por sentido común, más de un miembro. No puede haber un “colectivo” de uno sólo. Pero si de dos, o poco más de dos. Lo que se quiere decir es que no es necesaria una multitud. Por ejemplo, si una ley aumentase el mínimo de edad para ser elector para autoridades políticas de 18 a 21 años, los impedidos de votar serían mas de un millón de personas, quizás muchos más. ¿Es por ello un colectivo en los términos del art. 43? Creemos que no99. La identificación constitucional del “derecho de incidencia colectiva” lo es para determinar supuestos especiales de legitimación orgánica, es decir, no se refiere a la sustancia del derecho, ni a la cantidad de sus titulares, sino a su fuerza incisiva, a su potencialidad real de incidir sobre un grupo o categoría que adquieren una situación diferenciada en razón de tal incidencia, no en razón de la afectación particularizada. Esta los diferencia en sí mismos, aquella los hace miembros del colectivo. En el caso del art. 43, ya lo vimos, deben existir afectados, reales o razonablemente posibles, pero debe también hacerse presente una categoría incidida por igual, aunque sus restantes miembros no puedan, procesalmente, alegar el sufrimiento de un perjuicio inminente. La situación diferenciada es la del colectivo en cuanto unidad reconocida por el ordenamiento, no sólo la de todos o algunos de sus supuestos miembros en particular. En el ejemplo dado, no es la misma la situación del ciudadano de 18 años, que el 19, o de 20. La edad de cada uno de esos grupos va graduando la razonabilidad o arbitrariedad de la norma; en todo caso deberíamos calificar como colectivos diversos a cada categoría de edad, lo que puede ser una respuesta teóricamente razonable, pero difícil en la práctica. Por otra parte, la decisión cuestionable, siempre en el ejemplo, es una medida general que, en realidad, incide sobre un interés directo, pero genérico, de toda la comunidad, aunque afecta sólo, y de distinta manera como vimos, a los que tienen entre 18 y 20 años. Entonces cada uno de esos ciudadanos tienen, entre sí, una situación diferenciada, tanto que algunos –o muchos- hasta podrían estar conformes con la nueva regulación o carecer –si el voto no fuese obligatorio, por ejemplo- totalmente de interés en la cuestión. En este ejemplo, además, influye la discrecionalidad de la decisión política. Nadie tiene derecho a que el límite mínimo del derecho electoral se establezca en los 18 años de edad. Distinto sería el supuesto si la norma electoral excluyera tal derecho a los miembros de la raza X. Aquí se produce una discriminación arbitraria, no autorizada por la Constitución –se viola, por lo menos, el principio de la igualdad ante la ley- con una incidencia agraviante igual para todos los miembros de esa categoría de personas. Entre ellos no existe situación diferenciada en cuanto al agravio derivado de la discriminación en sí misma, aunque no les interesase, concretamente, votar. La situación diferenciada corresponde al colectivo y, por el colectivo, a sus miembros. Con mayor claridad el problema se presenta en el caso de medidas generales que afectan directamente a los titulares de ciertos derechos nacidos de contratos, aunque los supuestos interesados sean también una gran cantidad. Todos son partes en contratos de sustancia semejante; en todos ellos, por una norma de orden público, sus derechos se han visto alterados. Pero, cada uno de los interesados es titular de una específica relación jurídica, en concreto, distinta, con variantes, con circunstancias y probanzas diferenciadas. No hay un colectivo, porque el afectado no es el grupo o categoría, y por el sus miembros, sino cada uno de sus miembros individualmente, aunque por una medida general, como ocurre con la mayoría de las decisiones públicas, que siempre serán aplicables a quienes –pocos, muchos- se encuentren en la descripción fáctica de la norma. Veamos un ejemplo, esta vez tomado de la realidad. El gobierno nacional, el Ejecutivo y el Legislativo, dispuso una serie de medidas que, en resumen, significaron la indisposición parcial de los depósitos bancarios y, sobre todo, la transformación de los créditos constituidos en moneda extranjera –fundamentalmente dólares- en moneda nacional, fijando para ello un tipo de cambio de mucho menor valor con respecto al existente a las épocas de los retiros parciales que, por aquella limitación a la disposición, se les autoriza a realizar. De esta manera, el juego de las dos situaciones combinadas, produjo (está produciendo, al momento de escribir lo presente) un enorme perjuicio a los inversionistas, que se encuentran percibiendo una cantidad de pesos absolutamente insuficiente para hacerse de la cantidad de dólares invertida. De esta manera, el gobierno interfirió mediante normas generales–no interesa aquí si de manera válida o inválida- sobre la vida de una enorme cantidad de contratos de mutuo, por supuesto cada uno de ellos con sus propias particularidades: partes, montos, plazos, tasa de interés y otras modalidades. Amén de la multitud de acciones individuales que estas medidas provocaron –todas cuestionando la constitucionalidad de las mismas- otras fueron planteadas (por lo menos dos, que fueron acumuladas) por el defensor del Pueblo. En estas –“Defensor del Pueblo c/ Estado Nacional” (lo llamaremos “Defensor del Pueblo II”, para diferenciarlo del más arriba citado) la Sala V de la CAFCA admitió la legitimación del órgano actor aunque, con argumentos diversos entre sus miembros. Para el Juez Greco, con la adhesión de Gallegos Fedriani, si bien el caso no podía ser encuadrado en el supuesto del art. 43, segundo párrafo, si admitía la legitimación del art. 86 fundando esta conclusión “en la disociación que las normas pertinentes consagran entre titularidad de la relación jurídica sustancial y postulación procesal…”, argumento que, sorprendentemente, contradice a lo sostenido por la misma Sala en el ya citado “Consumidores Libres” y que, también, ya había sido expresamente rechazado por la Corte en varios de los precedentes que citamos más arriba. En el voto del Dr. Otero se destaca una solución que nos parece contradictoria en sí misma. El Defensor del Pueblo tiene legitimación para plantear la inconstitucionalidad de toda la normativa relativa a la cuestión, pero los accionistas deben acudir a los Tribunales –se supone que con fundamento en el mismo fallo, al que implícitamente se le otorgan efectos erga omnes y de vinculación normativa con respecto al resto de los jueces, no ya del fuero, sino de todo el país- para reclamar sus respectivos créditos “pues la legitimación reconocida al Defensor del Pueblo de la Nación –dice- tiene como límite estas demandas pecuniarias que únicamente pueden ser ejercidas por el afectado en su derecho subjetivo caracterizado por la singularidad de cada caso”. De manera que el Defensor adquiere así una legitimación abstracta –“disociada”- para demandar la inconstitucionalidad de normas que, se reconoce, no afectan a “derechos de incidencia colectiva” sino sólo a un grupo numeroso de personas donde cada uno de sus miembros es titular de una relación jurídica y de un crédito específico y en condiciones diferentes. Nada más alejado, a nuestro criterio, del sistema constitucional100. En el supuesto de los derechos de incidencia colectiva no se disocia la legitimación de la relación jurídica. Esta última nace de la incidencia que la conducta antijurídica tiene sobre un colectivo orgánicamente representado por el Defensor o por las asociaciones de protección. La Constitución supone la incidencia dañosa sobre todos los miembros del colectivo, esta es la que genera la relación jurídica –en este caso, el derecho a reclamar la interrupción de tal conducta, mediante la anulación de la decisión en que se funda- relación en la que el colectivo globalmente, no sus miembros individualmente, se encuentran representados por aquellas estructuras organizativas, que la misma Constitución establece como “centros de referencia”. Si la relación jurídica es, por naturaleza, individual y diversa, de manera que la pretensión relativa al derecho en cuestión solo puede ser planteada por el titular del mismo, no existe ninguna posible incidencia, ni de la conducta ni del remedio, sobre un derecho que, sólo en tales condiciones, podría calificarse de “colectivo” según el lenguaje del constituyente de 1994. Por otra parte, la inconstitucionalidad de las normas solo puede ser declarada por los jueces cuando ello es necesariamente exigido para resolver la pretensión principal o sustancial. No existen, en nuestro sistema, acciones de inconstitucionalidad en abstracto, independientes de una relación jurídica concreta, que deviene en crisis como consecuencia de la inconstitucionalidad alegada101. Es decir, en nuestro sistema no es posible demandar la inconstitucionalidad de una norma con independencia del derecho concreto que se pretende defender. Las acciones de amparo solo son procedentes en los casos en los que el remedio judicial satisface, por sí mismo, el derecho agraviado por una manifiesta antijuridicidad, mientras que no es el “medio idóneo” del que habla la Constitución en el primer párrafo del art. 43, cuando precisa de una segunda acción, como si se tratase de un pleito en etapas independientes. Aquí corresponde el “juicio de conocimiento”, con plenitud de debate y prueba, sin perjuicio de las medidas cautelares a disposición del juez, por pedido de parte, para evitar daños irreparables. Recordemos, por otra parte, que en estos “juicios de conocimiento” se encuentra excluida la legitimación orgánica del art. 43, segunda parte. Aguardamos, entonces, la decisión de la Corte en este “Defensor del Pueblo II”, que ayudará a despejar la confusión que existe en la materia.

VII. La diversidad de remedios judiciales: ante decisiones regladas y ante decisiones discrecionales de las autoridades públicas. Concepto de decisión discrecional. Los elementos de la decisión administrativa y la limitación de la discrecionalidad. El derecho que legitima a pretender una específica conducta de otro. Inutilidad de la categoría del “interés legítimo”. Es propio del gobierno –como centro de poder de la organización- tomar decisiones ya sea de contenido discrecional o bien de contenido reglado. Sin profundizar en el análisis de las diferencias entre aquellos dos conceptos –lo que no corresponde a este trabajo- podemos decir muy rápidamente que las decisiones de contenido reglado son aquellas en las que las consecuencias jurídicas de una determinada situación fáctica se encuentran estrictamente precisadas en una norma que obliga al órgano decisor, de manera que, al decidir, sólo se deberá limitar a verificar la ocurrencia de la situación fáctica correspondiente –para lo cual realizará, de ser necesario, una investigación probatoria y hasta una actividad de interpretación de esas probanzas- y aplicar al caso la consecuencia descripta en la norma, incluso interpretándola, siempre de ser ello necesario. Las decisiones de contenido discrecional, en cambio, pueden ser tomadas cuando la norma autoriza al órgano emisor a, ante una determinada situación fáctica, optar por diversas consecuencias alternativas –las que el decisor considere más conveniente- siempre que ninguna de ellas repugne al ordenamiento jurídico. La cuestión de lo reglado y lo discrecional, en consecuencia, puede ser estudiada desde la óptica del proceso de toma de decisión de la autoridad pública102, según la medida en que tal decisión se encuentre vinculada por una decisión de mayor jerarquía, ya sea específicamente orgánica, es decir, por el obligado sometimiento de un órgano a otro, o meramente formal, por el auto-obligado –pero exigido por el ordenamiento- sometimiento de un órgano a sus propias decisiones anteriores, dotadas de una especial cualidad de superioridad formal sobre otras que el mismo órgano puede tomar. La mayoría de las decisiones de los órganos del gobierno, especialmente en sus ramas legislativa y ejecutiva, son, total o parcialmente, discrecionales. Es que la acción política, la conducción, es una actividad fundamentalmente prudencial, esto es, de discernimiento o distinción entre lo bueno y lo malo, de lo apropiado, entre varios caminos posibles para llegar a la finalidad deseada. Se trata, entonces, de una elección entre opciones. El gobierno, lo sabemos, se encuentra divido en varios sectores interrelacionados de manera específica, e incluso, en el seno de cada uno de tales sectores, se presenta un distribución orgánica con relaciones de competencia y de jerarquía entre los órganos, que, desde cierta perspectiva, viene también –principalmente, pero no exclusivamente- impuesta por exigencias del sistema democrático. De esta manera la discrecionalidad expresa un régimen funcional de relaciones dentro de la organización, con una vinculación muy estrecha con la cualidad representativa de los órganos. A mayor representatividad democrática, mayor ámbito de discrecionalidad en la toma de decisión. A la vez, la mayor representatividad democrática del órgano emisor es un dato que asume el ordenamiento a los efectos de definir la jerarquía de las normas. Las normas (decisiones) de mayor jerarquía son las que emanan de los órganos más representativos, y son, a la vez, las dotadas de mayor discrecionalidad. El órgano dotado de mayor discrecionalidad es el constituyente. Hoy en día no podemos afirmar que tal discrecionalidad sea absoluta, ya que el incipiente ordenamiento internacional no deja de establecer límites infranqueables, especialmente en materia de derechos humanos103. Pero aún así, dentro del propio ordenamiento, es el órgano que goza del mayor grado de discrecionalidad104. Luego -y en forma conjunta en nuestro proceso de suscripción, aprobación y otorgamiento de vigencia de un tratado internacional- el Ejecutivo y el Legislativo gozan de un amplio grado de discrecionalidad en cuanto a la definición del contenido de aquél acuerdo y a la aceptación, consensuada, de su obligatoriedad, sólo limitada por las mismas exigencias provenientes de la comunidad internacional y, con matices, por “los principios de derecho público” establecidos por la Constitución Nacional (art. 27). Por debajo se encuentra la ley del Congreso. Aquí el legislador se encuentra con limitaciones regladas de distinto tipo, establecidas por la Constitución y los tratados. En aquella, especialmente, hay normas “cerradas”, a las que el legislador se encuentra absolutamente sometido105. Otras son de “límites abiertos”, donde el constituyente solo ha fijado el principio el que debe ser reglamentado por el legislador. Esta reglamentación admitirá, normalmente, distinta opciones que, mientras sean fieles a aquél principio, son de discrecional elección por el Congreso. De todas maneras, y en todos los casos, el legislador deberá ser fiel al conjunto del ordenamiento que lo obliga jerárquicamente, y no sólo al “principio” concreto al que se refiera la ley en cuestión106. También el Presidente es legislador. Lo es por su competencia constitucional relativa a la promulgación u observación (veto) del proyecto de ley sancionado por el Congreso, para lo cual goza de total discrecionalidad, como la goza el Congreso para insistir, con mayoría especial, sobre el proyecto de ley vetado, lo que implica su promulgación automática107. Con un grado menor de discrecionalidad, sometido al procedimiento y a los límites establecidos por la Constitución –no sólo los que excluyen ciertos temas de esta competencia presidencial, sino los mismos que pesarían sobre el Congreso de haber actuado- legisla el Presidente a través de los “decretos de necesidad y urgencia”. En los casos donde legisla por vía de delegación del Congreso, amén de los límites generales, el Presidente se encuentra sometido a los términos y condiciones establecidos en la ley delegante. A la vez, cuando el Presidente reglamenta una ley, su actividad es discrecional en cuanto a la elección de las opciones que admite la legislación a reglamentar, sin poder traicionar ni a su letra ni a su sistema o “espíritu” (art. 99, inc. 2 de la Constitución) ni tampoco contradecir al conjunto superior del ordenamiento normativo. Cuando el Presidente o un órgano inferior de la Administración, dentro de las respectivas competencias, sancionan reglamentos administrativos –para nosotros, estos son exclusivamente los que de manera tradicional se denominan “autónomos”108– que si bien deben sujetarse al conjunto del ordenamiento normativo de jerarquía superior, se enfrentan también a un conjunto variado de opciones discrecionales. Si se trata de un acto administrativo, la situación no es diferente, ya que, de no existir una norma de superior jerarquía que ligue de manera fija a la hipótesis fáctica con la consecuencia jurídica, la discrecionalidad será amplia, siempre con sujeción al conjunto del ordenamiento, incluyendo en dicho sometimiento a la primacía de los reglamentos sobre el acto administrativo, de acuerdo con el principio de la inderogabilidad singular de los reglamentos109. El órgano constitucional de menor representatividad política, el judicial110 es el que goza, en sus decisiones, de menor cuota de discrecionalidad, salvo la interpretativa, no sólo de los hechos y sus probanzas, sino también de la norma y de su aplicación al hecho111. A la vez, y en consecuencia, salvo excepciones sus decisiones (sentencias) son sólo aplicables al caso concreto para el cual se dictan. Si la actividad decisoria es reglada, la legitimación aparece cuando un sujeto puede alegar un derecho propio a la consecuencia jurídica prevista en la norma frente a la situación de hecho en la que el sujeto sostiene estar comprendido. Así, tal sujeto se encuentra legitimado para exigir una determinada y específica conducta –que es o supone una decisión- por parte del órgano con competencia para dictarla. El remedio judicial será la condena, es decir la imposición al órgano de la obligación de tomar esa decisión, que en algunos casos podrá ser judicialmente ejecutada y otros generará sanciones, hasta penales, por el incumplimiento o desobediencia. Si la decisión es discrecional, en cambio, el sujeto carece de un derecho a exigir una determinada y específica conducta. Sólo esta legitimado, estrictamente sólo tiene acción, para demandar la revocación o anulación de la decisión que importe una opción no admitida por el ordenamiento, pero no para exigir la toma de una determinada de entre todas las decisiones válidas. Es que el órgano no se encuentra obligado a una sólo opción –de lo contrario esta no sería tal, y la actividad sería reglada- ni el juez puede sustituirlo en la competencia que lo habilita para elegir entre las opciones posibles, razonables y, por tanto, válidas. Pero la discrecionalidad no significa que la decisión sea ajena a las exigencias del ordenamiento. Sólo importa la ausencia de una estricta vinculación entre circunstancia fáctica y consecuencia jurídica, establecida por una norma determinada, es decir la carencia de opciones. Estas opciones, presentes en la decisión discrecional, deben ser válidas, es decir admitidas por el ordenamiento, cuestión que admite demostración en contrario. Así la opción elegida por el Congreso en una determinada ley será inconstitucional si contradice una norma de la Constitución o de un tratado internacional. Lo mismo ocurre con el resto de la escala jurídica, hasta llegar a las normas generadas por el ejercicio de la función administrativa, reglamentos “autónomos” y actos administrativos. La sujeción de aquellas al ordenamiento se encuentra también determinada por su fidelidad con respecto al “modelo” de decisión administrativa que, en nuestro caso, esta expresado en el art. 7 de la Ley de Procedimientos Administrativos cuando enumera a los “requisitos esenciales del acto administrativo”112: la “competencia” del órgano; la “causa” de la decisión, es decir, su sustento fáctico y jurídico; el “objeto” de lo decidido que debe ser posible y admitido por el ordenamiento; el “procedimiento” establecido por el ordenamiento para la toma de la decisión de que se trate; la “motivación” o expresión autosuficiente de la fundamentación y restantes antecedentes de la decisión; la “finalidad”, de manera que la decisión no sea desproporcionada o afectada por la denominada “desviación de poder”. Si la opción válida perjudica al sujeto, este carece de acción para pretender su modificación. Podría decirse que está legitimado para iniciar la demanda, ya que es un perjudicado concreto, pero que, por carecer de “derecho a” una determinada decisión, sólo podrá obtener una sentencia desestimatoria de su pretensión. En realidad, si carece de “derecho a” lo que pretende, no está legitimado y su demanda –de ser aquello manifiesto- podría ser rechazada “in limine”, ahorrando al juez de la carga de un proceso de resultado inevitable. Distinto es el supuesto que ante decisiones discrecionales –una ley, un reglamento, un acto, etc- el sujeto sostenga estar afectado por un daño especial, que lo distingue del resto de la comunidad, un sacrificio especial, individualizado, que solo él, u otros sujetos en sus mismas condiciones, pueden sufrir. Pero en este caso la legitimación no será para demandar la revocación o anulación de la decisión discrecional, porque es válida, ni su modificación por otra opción, porque el demandado no se encuentra obligado a ello, sino a la indemnización de por los daños y perjuicios sufridos, en una medida tal que lo coloque en paridad con el resto de la comunidad. Esto nos introduce en lo que podemos denominar “la cuestión del ‘derecho-a’”. No existen los derechos o intereses en sí mismos, es decir, el ordenamiento no adjudica los bienes al sólo efecto de crear el título. Si bien “el título” –la titularidad- tiene un primer momento donde, ya lo vimos, se presenta en un nivel de adjudicación abstracta, tal reparto se efectúa en función de un segundo nivel, el de su ejercicio en situaciones concretas113. Los derechos existen realmente como tales a partir de su adjudicación –por normas públicas o convencionales; los fundamentales por imperio del propio derecho natural- pero son exigibles con ocasión de su ejercicio. Por consiguiente, podríamos precisar, las personas son titulares de “derechos-a”; lo que interesa entonces, en las situaciones concretas, es identificar el “a que”. Por ello, desde hace muchos años114, negamos, por lo menos para el ordenamiento federal de nuestro país, la distinción entre “derecho subjetivo” e “interés legítimo”. Sólo se tienen “derechos-a”: el oferente tiene derecho al correcto tratamiento, a que sólo se admitan las ofertas conforme a pliegos, a que se adjudique la oferta más conveniente115; el contratista, en cambio, tiene derecho a las prestaciones comprometidas en el contrato. Todo depende del contenido de la relación jurídica concreta, la que determinará e identificará la medida del “derecho del otro” a ser cumplido hasta su exacta cancelación. No hay distinción esencial entre la situación del oferente y del contratista –tomamos estos ejemplos porque son los habitualmente utilizados en nuestro medio para explicar la distinción que criticamos116– ambos tienen “derecho a”, aunque, obviamente, a una cosa diferente en cada caso. La legitimación se presenta en ambos supuestos, en la medida que la demanda se encuentre orientada correctamente a la “cosa debida”, cuestión que deberá ser valorada por el juez, incluso en el primer momento del litigio. Lo importante es que, de una norma expresa o del conjunto del ordenamiento, surja la existencia de una “cosa debida”, es decir, de un derecho atribuido en beneficio de quien demanda, y por consiguiente una obligación como carga, también atribuida, en cabeza de quien es demandado. Negar legitimación a quien se le atribuye gozar sólo de un interés legítimo, cuando tiene derecho a un conducta específica por parte de un tercero, o bien admitirla, siempre a título de un supuesto interés legítimo, en beneficio de quien no fue atribuido por el ordenamiento de ningún derecho a exigir la específica conducta reclamada al tercero, restringe o amplía, siempre indebidamente, el límite constitucional del “caso o controversia”, es decir, representa una violación del principio de la división de poderes. Se trata, siempre, de una cuestión constitucional.

1: Sobre la teoría de sistemas aplicada a la interpretación jurídica, ver nuestro “Tratado de Derecho Administrativo”, Tomo I, Abaco, Buenos Aires, 2002, Cap. VI, especialmente parágrafos 55 a 56. 2: Con respecto a la noción de ordenamiento y su relación con la teoría de la organización, ver nuestro “Tratado…” T. I, Cap. I, especialmente parágrafos 2 a 4, y en Tomo II, en edición, Cap. I., siguiendo las enseñanzas de Romano, Santi, especialmente “L’ordinamento giuridico”, Sansón, Firenze, 1945. 3: La Constitución Nacional , en su art. 30, admite que ella pueda “reformarse en el todo o en cualquiera de sus partes”. Pero hay reformas y reformas. La sancionada, por ejemplo, en 1994 incorporó instituciones nuevas, no previstas por la Constitución original de 1853, pero que, sin duda y considerando el todo resultante, continúan regidas por la misma idea rectora de los fundadores, con los mismos elementos principales y sus relaciones determinantes. No sería así si, por ejemplo, el constituyente de 1994 hubiese, estando autorizado para ello, eliminado el sistema de división de poderes, o instaurado una monarquía, etc. Naturalmente, hay grados de intensidad en la reforma: puede ser simplemente complementaria del sistema vigente; o de alteración del mismo –por ejemplo, si se hubiese optado por el régimen parlamentario, en lugar del presidencialista, pero sin renunciar a la concepción del Estado de Derecho- ; o de transformación sustancial, como en el ejemplo, seguramente disparatado, mencionado más arriba. 4: Recordemos que la Constitución de los Estados Unidos, en su art. III, s. 2, establece: “The judicial Power shall extend to all Cases, in Law and Equity, arising under this Constitution, the Laws of the United States, and Treatis done, or which shall made, under their Authority …” para luego utilizar la expresión “controversies” para referirse a caso individualizados, como los que tienen como parte a los Estados Unidos, o a dos Estados, etc. Nuestro art. 116, que mantuvo idéntica redacción que la del original art. 100 de la Constitución de 1853, dispone: “Corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación…y por los tratados con las naciones extranjeras…” para luego mantener la palabra “causas” para el resto de los casos especiales enumerados en la Constitución norteamericana que la nuestra, sustancialmente, repite. Es evidente que se trata de la misma norma, prácticamente traducida, con las variantes del caso. 5: Gonzalez Perez, Jesús, “Comentarios a la Ley de Procedimiento Administrativo”, Civitas, Madrid, 1988, pag. 205. Si bien la referencia es con relación al procedimiento administrativo, es decir, el llevado a cabo en sede administrativa, entendemos que es perfectamente aplicable al procedimiento o proceso, como querramos llamarlo, en sede judicial. 6: Esto no quiere decir que sea el pensamiento de Gonzalez Perez, quien se limita a definir, con precisión, técnicamente el instituto 7: Suffolk University Law Review, XVII: 881-1983. “To stand” es permanecer de pie, también indica el acto de mantener una postura rígida de apoyo u oposición. Seguramente de la combinación de ambos sentidos –uno físico y otro metafórico -nuestro gaucho utilizaba la expresión “hacer pata ancha”, lo que indicaba la postura física con que enfrentaba a “la indiada”, así como a cualquier otro enemigo; también a la actitud psicológica de soportar adversidades y persecuciones sin renunciar a sus convicciones: el Martín Fierro canta: “En el peligro, ¡que Cristos!/ El corazón se me enancha, / Pues toda la tierra es cancha, / Y de eso naides se asombre: /El que se tiene por hombre/ Ande quiere hace pata ancha.”- se desarrolló la doctrina jurídica del “standing to sue”, semejante a nuestra “legitimación para accionar”. Es decir, la actitud y aptitud de presentarse ante una corte de justicia y de permanecer, ante ella, de pie y firme en la postura que allí se sostiene, sin que nada ni nadie pueda impedir esa presencia y esa permanencia perseverante. 8: Naturalmente en una sociedad libre, de mercado, el medio genérico, salvo excepciones, de resolver los conflictos es a través de la autonomía de voluntad, es decir de los contratos o acuerdos de cualquier tipo. Pero aún así, las partes necesitan del “medio ambiente” de las leyes, supletorias y de orden público, de la organización estatal, etc. En los sistemas totalitarios, los conflictos se resuelven por vía autoritaria. En el “Tratado…” tuvimos ocasión de recordar una ironía genial de Curcio Malaparte en “La pelle” (Mondadori, Milano, 1980, pg. 176): el Estado totalitario es aquél “donde todo lo que no está prohibido, es obligatorio”. 9: Puede tratarse de bienes intangibles y “no transables”, como la libertad, la honra, la filiación, la situación patrimonial, etc., u otros de contenido total o parcialmente económico. Pueden ser bienes públicos, es decir, gestionados por el Estado, o bienes privados, de original adjudicación privada o no “publificados”. 10: Alguien, confieso que no recuerdo quien, dijo, más o menos, que clásico es aquél libro por todos conocido y citado y por pocos leído. “Marbury” es un fallo clásico que merece, indispensablemente, ser leídos por todos, especialmente en la Argentina, donde también es fundamento de nuestro derecho constitucional. 11: La justicia general obliga al “legislador” –al Estado- a orientar todas nuestras acciones hacia el bien común en la medida establecida en la propia ley. La ley o decisión general emanada de una autoridad pública, es entonces y en este caso, la medida de nuestro acto justo. Pero la ley, en si misma no genera una relación de justicia. Esta, en sentido estricto, sólo existe en la relación jurídica, tanto que se confunde con ella, de manera que también la justicia general es actuada en las relaciones jurídicas concretas. Sobre la vinculación entre la relación jurídica y la relación de justicia, en sus distintas especies, ver nuestro “Tratado…”, T. I, especialmente los cinco primeros capítulos. 12: Es cierto que la Administración también puede cumplir, cuando el ordenamiento lo autoriza, actividades materialmente jurisdiccionales, como si el órgano administrativo fuese un órgano judicial. Pero esto sólo prueba que la forma “judicial” de resolver los conflictos es una sola, aunque sea llevada a cabo por órganos de la Administración.- 13: Naturalmente los jueces no son computadoras. Esto quiere decir que en cada una de las decisiones judiciales influirán, en mayor o menor grado, las convicciones personales, los valores, sustentados por el juez. Tampoco afirmamos que los jueces deban se ciegos a lo que ocurre en su alrededor, o con relación a las consecuencias generales, políticas, de sus decisiones. Pero esta realidad sólo admite la incidencia del elemento subjetivo judicial en la sentencia, en la medida en que el caso y la norma, por su amplitud, lo admitan. Es decir, para los otros órganos constitucionales, aquellos elementos –convicciones, valores, ideología, valoración política, especulación electoral- son principales en la toma de decisión, tanto como el objeto de la decisión misma. Para el juez, son sólo elementos inevitables producto de su humanidad; si los límites del caso y de la norma son estrechos, esos elementos inevitables tendrán un valor muy reducido. La discrecionalidad judicial es siempre más reducida y excepcional que en lo que respecta a la actuación del Legislativo y del Ejecutivo, como veremos más abajo. 14: Es cierto que la jurisprudencia es un elemento de importante consideración por el sujeto a la hora de comprometerse en relaciones de intercambio. Pero la jurisprudencia es siempre una consecuencia de un conjunto de decisiones judiciales tomadas para reestablecer el equilibrio perdido en la relación jurídica, de manera que tal planteo no debería modificar la sustancia de nuestra argumentación. 15: Veamos ejemplos concretos, aunque hipotéticos y naturalmente exagerados. Surge un conflicto entre los que apoyan la instalación de una determinada industria o explotación minera y los defensores del medio ambiente. Se encuentran en juego bienes que deben ser adjudicados según una lógica de balanza: la creación de puestos de trabajo, el impulso de la producción nacional, etc, contra la protección de una determinada especie animal, la estabilidad del paisaje, etc. Todavía no hay un empresario con derechos a ejercer su industria, ni naturalmente, obreros con derecho a trabajar, tampoco un propietario del terreno (supongamos que son tierras fiscales) ni un vecino que pudiese encontrarse perjudicado por la explotación proyectada. ¿Quién debe resolver el conflicto?, ¿los órganos políticos o los órganos profesionales, judiciales? Si se trata de una discusión relativa a la autorización de un aumento tarifario planteada por un prestador de un servicio público, contra el mantenimiento de la tarifa existente, aunque compensando el desequilibrio de la explotación con un subsidio estatal. ¿Debe esta adjudicación ser decida por los jueces? Naturalmente que, en nuestro sistema democrático, la respuesta debe favorecer a los órganos políticos, encargados de realizar las adjudicaciones primarias. Pero si de ello resulta un perjudicado concreto, en presencia de ciertos requisitos que luego analizaremos, o si alguien no cumple con la regla de la adjudicación originaria, perjudicando a otro, quedará habilitada la competencia constitucional judicial, pero no antes. 16: No son derechos que puedan ser judicialmente valorados. Por ejemplo, nuestra Constitución, en el art. 41, establece que “Todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras…Las autoridades proveerán a la protección de este derecho, a la utilización racional de los recursos naturales…Corresponde a la Nación dictar las normas que contengan los presupuestos mínimos de protección, y a las provincias las necesarias para complementarlas…”. El derecho al “ambiente sano”, como casi todos los derechos constitucionales, debe ser balanceado con otros derechos, por ejemplo, el del desarrollo, y el que se refiere a la actividades productivas, que se encuentran mejor especificados en otras normas constitucionales. Hasta tanto tal balance no sea efectuado por los órganos políticos –el art. 41 resuelve sólo un problema jurisdiccional entre la Nación y las provincias- luego del correspondiente debate democrático, no existen derechos judicialmente valorables. Y aún falta otro requisito. La ley emanada del Congreso Nacional conformará a algunos y disgustará a otros. Los disgustados, con o sin razón, dirán, por hipótesis, que la ley no contiene los presupuestos mínimos de protección, que beneficia en mayor medida e irracionalmente sobre los intereses de la industria en perjuicio de los intereses ecológicos. Pretenderán, los disconformes, la corrección de la ley. Pero esto también lo deben hacer a través del proceso del debate democrático, ya que siempre estamos dentro de la fase de la adjudicación originaria. Ahora, si la planta industrial instalada o de inminente instalación, de manera cierta y comprovable emitirá desechos imposibles de tratar que provocarán la muerte, o un retraso significativo en el crecimiento, del ganado de un propietario vecino, este tiene derecho a la protección de su propiedad, lo que si es jurídicamente valorable en tanto que es su problema concreto y tangible, que no puede quedar sujeto al juego de los intereses económicos, ideológicos, partidistas, y en definitiva políticos, de terceros. El ordenamiento le otorga, siquiera por principios generales –“no dañar a otro”- protección judicial, de diferentes alcances según los casos, tal como lo veremos más adelante. 17: Así ocurrió, en nuestro medio, con el caso “Sejean, Juan B. C/ Ana María Zaks de Sejean”, Fallos: 308:2268 (1986), que declaró inconstitucional la secular prohibición del divorcio vincular. Es cierto que esta sentencia de la Corte Suprema sirvió de excusa al Congreso para sancionar una ley autorizando tal tipo de divorcio, y que seguramente el caso fue planteado para lograr este precedente, con plena conciencia de la misma Corte. Quizás los jueces, en el caso concreto, resolvieron de manera constitucionalmente errónea, y a propósito, es decir, para forzar o justificar al Congreso, lo que por definición es reprobable, pero también es cierto que se trataba de un caso concreto, de un juicio de divorcio donde uno de los cónyuges alegaba tener derecho a disolver el vínculo existente a los efectos de poder contraer un segundo matrimonio. Sin embargo el Congreso podría, igualmente, haber mantenido la legislación original, si así resultaba del debate político, a la espera de una eventual modificación en la jurisprudencia de la Corte. Lo mismo ocurrió con el caso “Roe v. Wade”, 410 U.S. 113 (1973) la sentencia de la Corte norteamericana que declaró inconstitucional la prohibición del aborto en el primer trimestre de embarazo, y -con matices diferenciados, en gradaciones decrecientes de permisividad- para los dos trimestres siguientes. En “Roe” se trató de una mujer que verdaderamente (aunque persiguiendo lograr un “leading case” en favor del aborto) buscaba la autorización para abortar, aunque finalmente la sentencia llegó luego del parto, en virtud de un instrumento de doctrina judicial, esto es que un caso no es abstracto cuando su materia puede razonablemente reproducirse en el futuro (nuestra Corte, en defensa de la libertad religiosa, utilizó un instrumento parecido en “Bahamonde, Marcelo”, Fallos: 316:479, 1993). Nótese que el Congreso tiene instrumentos para resistir a esas consecuencias, o influencias, políticas de los fallos judiciales. Así ocurrió, en nuestro medio en el supuesto de la tenencia de drogas estupefacientes para el consumo personal, donde la Corte había declarado la inconstitucionalidad del art. 6 de la ley 20.771 que penalizaba la tenencia de drogas estupefacientes para uso personal (“Bazterrica, Gustavo”, Fallos: 308:1392; 1986). Sin embargo el legislador, luego del fallo, reformó la ley citada, mediante la ley 23737, en la que ratificó, con variantes menores, su anterior criterio, norma que fue convalidada por el Tribunal, con una composición mayoritariamente distinta, en “Montalvo, Ernesto”, Fallos: 313:1333 (1990)En el momento de escribir este artículo, tenemos, en la Argentina, un gran debate político-judicial, no concluido, acerca la situación de las obligaciones mutuarias constituídas al amparo de la convertivilidad del peso con el dólar, en relación de paridad, especialmente inversiones en entidades financieras que fueron alcanzadas tanto por el “congelamiento” de los activos financieros como por la devaluación de la moneda, no reconocida a los inversionistas. Estos, individualmente (ya veremos que hay acciones colectivas mal resuelta por los jueces) han ido obteniendo sentencias favorables a sus reclamos fundados en un agravio personal, propio, directo e inmediato. La influencia general de estas decisiones han sido, de una manera muy desordenada, neutralizadas por distintas decisiones emanadas del Congreso y del Ejecutivo (para éste último, con competencia no muy clara, en algunos casos). Es decir, esta influencia genérica de la sentencia es, en todo caso, un nuevo insumo que debe ser tenido en cuenta por el proceso decisorio político, pero no puede ser, no debe ser, la decisión política en sí misma. 18: Aunque a veces coinciden, no siempre lo hacen. Una persona física es, y así debe ser necesariamente considerada por el ordenamiento democrático o del Estado de Derecho, un sujeto político y un sujeto jurídico. Pero, a los efectos de su intervención en el debate político, su juridicidad subjetiva no interesa en principio, salvo que se pretenda excluirla indebidamente. En este caso se manifestará una adjudicación mal realizada y el afectado o agraviado tendrá estricto derecho a reclamar ante la justicia por su derecho desconocido–adquirido en el mismo momento en el que pretendió ejercerlo- exigiendo por su libertad de asociación, o de manifestación pública, o de elector pasivo o activo, etc. Pero hay otro sujetos políticos que no son, necesariamente, sujetos jurídicos. Un grupo de presión, una corriente política no formalizada todavía como partido, un grupo de estudiantes, etc, aunque sus miembros gocen si de tal subjetividad jurídica. 19: Una norma de policía, por ejemplo, responde a una decisión de justicia general, en la que, en el caso, se utiliza la técnica del orden público. Pero, cuando se aplica en la práctica, la imposición de la sanción al supuesto infractor, genera una relación jurídica concreta entre el “sancionante” y el sancionado, que es de justicia distributiva, por lo menos en la consideración del valor proporcional del bien protegido y la sanción prevista, entre sí y con respecto a otros bienes y sanciones definidos por el ordenamiento. Lo importante es que la relación jurídica nace con la aplicación de la sanción o, en el caso concreto, con su certeza inminente e inevitable, susceptible de afectar otro derecho ya adquirido por el sujeto a ser sancionado (por ejemplo, se sanciona a todo aquél que gestione un determinado tipo de espectáculo público; el sujeto X lo hace; el sujeto X tiene derecho a accionar contra la norma de policía en cuestión, porque de manera cierta, inminente e inevitable será sancionado, a menos que cese es su actividad que, por otra parte, él considera protegida por el ordenamiento, como, por ejemplo, el derecho constitucional a ejercer una industria lícita, o el de la libertad de expresión, cuyo título adjudicatorio es la Constitución misma). Cuando la Administración celebra un contrato con un administrado, establece una relación de justicia distributiva, que es consecuencia, entre otras, de las normas que reglamentan el procedimiento de contratación y de ejecución del contrato del caso, otorgan la competencia de los órganos intervinientes, define la imputabilidad subjetiva y, antes que nada, dispone la autorización presupuestaria del gasto. Cuando un sujeto privado daña culposamente –incluso en el caso de la denominada “culpa o responsabilidad objetiva”- establece con la víctima una relación de justicia conmutativa, definida anteriormente en una norma que puede o no, ser de orden público, pero que es una norma adjudicatoria, en la medida que pesa sobre el reparto de bienes y, por ejemplo, sobre la decisión individual de iniciar una determinada actividad industrial generadora de riesgos (costo de las medidas de prevención, seguros, etc.) Finalmente, cuando dos sujetos privados entablan una relación jurídica voluntaria, se obligan en términos de justicia conmutativa y así definen la medida del reparto de sus bienes, aunque siempre teniendo en cuenta la incidencia sobre tal adjudicación de las normas, ya sean supletoria o de orden público, que son fruto del debate político. 20: Explicamos este proceso en el T. II de nuestro “Tratado…”, cap II, de próxima aparición. 21: Lo que para Ford, Taylor y Fayol era un principio de eficiencia en la eficacia, propio de la ciencia de la administración, en el constitucionalismo moderno es un principio que busca insertar la seguridad o “previsibilidad” jurídica en el marco de una especial concepción de las reglas de la democracia representativa, más allá de su eficiencia circunstancial. De todas maneras, como ya vimos, en el sistema Estado de Derecho, la relación eficiencia-eficacia, que es una relación costo-beneficio en la obtención de un resultado, es medida con la predominante escala de los valores políticos, especialmente el de la libertad. 22: Por supuesto que es mejor un buen sistema con un mal funcionamiento, que un mal sistema con un funcionamiento perfecto. El totalitarismo, aún en sus momentos históricos más perfectos, es diabólicamente más dañino y peligroso para la felicidad humana, que el sistema Estado de Derecho, aún en una versión funcionalmente imperfecta. Pero, como los fundadores lo diseñaron con claridad, nada cuesta hacer que su funcionamiento se conforme a aquellas reglas previstas por ellos. 23: La sentencia utiliza la expresión “vested in the officer legal rights”; “vested legal rights” . El verbo transitivo “to vest” es “vestir”, especialmente con las vestiduras eclesiásticas, mientras que “vest in” es conferir una dignidad o un derecho, también adjudicar, ceder, consignar en propiedad; “Simon and Schuster`s international dictionary”, Prentice, New York. 24: Y, sobre el ejemplo del caso, Marshall distingue los niveles de la adjudicación de bienes. “El poder de nominación ante el senado (se refiere a los jueces), y el poder de designación a la persona nominada, son poderes políticos, a ser ejercidos por el presidente de acuerdo con su propia discreción . Cuando aquel ha hecho una designación, ha ejercido su entero poder, y su discreción ha sido totalmente aplicada al caso. Si, de acuerdo al derecho, el oficial fuese renovable a la voluntad del presidente, entonces una nueva designación sería inmediatamente hecha, y los derechos del oficial estarían terminados, Pero, como un hecho, lo que ha existido no puede ser considerado como si nunca hubiese existido, la designación no puede ser evaporada; y consecuentemente si el oficial, de acuerdo a derecho, no es removible por la sola voluntad del presidente, los derechos que él ha adquirido se encuentran protegidos por el derecho, y no son anulables por el presidente. Ellos no pueden ser extinguidos por la autoridad ejecutiva, y el oficial tiene el privilegio de hacerlos valer en igual manera como si ellos hubiesen sido derivados de cualquier otra fuente.” Nótese el temprano uso del concepto de “derechos adquiridos”, es decir, adjudicados, lo que puede provenir de cualquier fuente de reparto. 25: En realidad “Marbury” plantea tres pasos. El tercero se refiere al tipo de remedio concreto que podría ser otorgado o adjudicado por los jueces, cuestión sobre la que volveremos al final de este trabajo. 26: Ambos casos se encuentran citados en Bickel, Alexander M., “The least dangerous branch”, Yale, segunda edición, 1986, pgs.111 y 112. Debemos insistir en que esta fue, entonces, una interpretación contemporánea a la misma sanción de la Constitución de 1787, con vigencia a partir de 1789. 27: Davis, Kennet C. y Pierce (jr.), Richard J., en « Administrative Law Treatise », Little, Rown and Co., tercera edición, 1994, pgs. 1 y 2, sugieren que la Corte no posee un criterio uniforme al respecto. Nos parece una opinión exagerada, en todo caso interesada en función de la postura adoptada por los autores, ya que, mas allá de una pocas ampliaciones de los límites de la doctrina, justificados con argumentos no muy convincentes, como veremos, la posición del tribunal se ha mantenido invariable al respecto. 28: Antes, en 1923, la Corte rechazó el “standing” de los que pretendía ser agraviados por una norma que establecía un subsidio federal en favor de los estados que implementasen programas tendientes a disminuir la mortalidad infantil y materna. Los actores, que sostenían la inconstitucionalidad de la ley por invasión de la esfera propia de los estados, argumentaban en favor de sus legitimación en base al hecho de que el subsidio habría de incrementar la carga tributaria en general, incluyéndolos a ellos como contribuyentes. La Corte rechazó la acción señalando la inexistencia de un perjuicio directo y concreto, sino remoto, fluctuante e incierto; “Frothingham v. Mellon”, 262 U.S. 447 (1923). El renacer del debate en la mitad de siglo pasado no debe sorprendernos en la medida que en esa época se hacen más fuerte los conflictos suscitados por el denominado “Estado administrativo”, en definitiva una expresión del “estado de bienestar”. Esto podría dar razón a los sostenedores de la legitimación abierta, como una superación de la concepción individualista propia del siglo XIX y que mantuvo su vigencia, aunque debilitada, hasta los finales de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, lo veremos en el desarrollo de nuestra argumentación, tal situación socio-política no puede hacer variar la competencia constitucional del Poder Judicial, a menos que se modifique la Constitución. Esta tiene, y admite, otras herramientas útiles para satisfacer ese nuevo tipo de conflictos de reparto, sin alterar su sistema funcional. 29: Transcribimos la cita hecha por Scalia, ob. cit., “The doctrine of standing…”, con el subrayado allí manifestado. 30: Frankfurter continúa, en una inteligente argumentación acerca del principio del “self restrain”: “La rigurosa adherencia al estrecho alcance de la función judicial es especialmente requerida en las controversias en las que aparecen invocaciones a la Constitución.” Y agrega una advertencia contra la –llamamos nosostros- “demagogia judicial”: “La actitud con la cual esta Corte debe cumplir con su deber cuando se enfrenta con tales asuntos es precisamente la contraria de aquella que normalmente se encuentra manifestada por el público en general. Las así llamadas cuestiones constitucionales parecen ejercer una hipnótica influencia sobre la mentalidad popular. Este deseo de resolver –preferiblemente para siempre- un problema específico sobre las bases del pronunciamiento constitucional más ancho posible puede no injustamente ser considerado una de nuestras peores cualidades nacionales.” 31: En “Baker” la Corte admitió el “standing” de ciudadanos electores en una cuestión vinculada con la elección de miembros de la legislatura de Tennessee, debido a una inadecuada, por modificaciones en la población, distribución de la integración del cuerpo entre los distintos condados. Los actores alegaban una disminución en el valor de sus votos (se trata de uno de los más importantes “apportioning cases”). La cuestión del “standing” en el caso, ciertamente se encontraba en una zona gris. Sin embargo había allí una clara afectación a un derecho constitucionalmente otorgado, vinculado a que sus votos iban a recibir un valor proporcionalmente menor que los votos de los ciudadanos de otros condados; en definitiva una cuestión de justicia distributiva acerca de cómo “medir” lo debido en una situación de comparación entre los sujetos efectivos y los sujetos virtuales en la concreta relación jurídica constitucional que se establece entre el elector concreto y la autoridad pública convocante a la elección (sobre el método comparativo en la relación de justicia distributiva, ver nuestro “Tratado…”, ob. cit., T. I, Cap. V, especialmente parágrafo 37). La “cuestión adversarial” se encontraba así directamente involucrada en el caso, aún cuando los efectos del fallo se expandiesen a terceros no litigantes (los otros electores del mismo condado, o de otros condados que pudiesen ver disminuida su representación como consecuencia de la ampliación reclamada en el caso). “Baker” avanza también sobre otros temas, estrechamente vinculados al nuestro, como el de la jurisdicción y el de la justiciabilidad. Podemos, aunque sin mayores comentarios, repasar sus conclusiones al respecto. En lo que hace a la jurisdicción (en el caso, federal), este es un concepto que engloba al de legitimación y al de “materia”, que debe encontrarse contemplada en la Constitución, la ley o los tratados internacionales, salvo que se trate de una cuestión “insustancial” o “frívola”. El concepto de jurisdicción, siempre según resulta de “Baker”, engloba necesariamente al de legitimación –aunque no se agota en él- pues no es posible la existencia de “derechos adversariales” si aquellos derechos pretendidos por ambas partes en una situación de contradicción y enfrentamiento, no encontrasen apoyo en una norma del ordenamiento, incluso en una de tipo convencional no prohibida por el mismo ordenamiento. Ampliaremos esta cuestión más adelante en el texto. La “justiciabilidad”, sostiene la Corte, se da cuando el juzgador descubre en el caso que lo reclamado por el actor “puede ser judicialmente identificado y su incumplimiento judicialmente determinado, y si la protección del derecho afirmado puede ser judicialmente tipificada”. Es decir, agregamos nosotros, aún encontrándose la cuestión contemplada por el ordenamiento, y presentándose derechos adversariales, debe existir una situación susceptible de ser definida por los jueces en términos de obligación –así identificada en la sentencia- a ser cumplida por la parte demandada en beneficio de la actora, siempre en la hipótesis de la procedencia de la demanda. Pongamos un ejemplo exagerado en un supuesto de derecho privado. Juan quiere contraer matrimonio con María, y ésta se niega, a pesar de haber otorgado su promesa previa. Juan demanda el cumplimiento de esa supuesta obligación. Todo lo relativo al matrimonio se encuentra previsto por la ley , lo demandado es perfectamente identificable, pero el juez carece de la posibilidad de tipificar o modelar la conducta que María debería cumplir ante Juan, ya que esta conducta, en las condiciones del caso puesto en conocimiento por el juez, no se encuentra prevista por el ordenamiento, o bien (no es el caso del ejemplo) no sería posible de ser específica y claramente identificada por el juez. En el campo del derecho público, “Baker” asimila la cuestión de la “no justiciabilidad” con las “cuestiones políticas”, donde se presentarían demandas relativas a una obligación, a cumplir por una autoridad pública, que los jueces no podrían identificar. En realidad, pensamos nosotros, lo que ocurre es que frente a las “cuestiones políticas” los demandantes carecen de derechos invocables –no hay “caso o controversia”- es decir, carecen de derechos a exigir de la contraparte una determinada conducta, que sea judicialmente identificable con relación al derecho pretendido. En este caso de las cuestiones políticas, las autoridades – el gobierno, la máxima conducción del Estado- gozan de una discrecionalidad plena, tanto que ni siquiera puede calificarse a estos actos como “discrecionales” al menos como una especie del acto administrativo, ya que, simplemente, no son actos administrativos. Estos, aún discrecionales, se encuentran sometidos a ciertos elementos previstos por el ordenamiento y que podrían, en un caso dado, ser provistos por el juez. El acto político, o de gobierno o institucional, se encuentra, incluso, fuera de tal categoría, por lo cual es absolutamente no justiciable, ya que el mismo, ya sea por acción u omisión, no puede generar un “caso o controversia”. No hay “derechos adversariales” porque el actor, simplemente, carece de derechos, como también ocurre, sin sorpresa para nadie, en el caso de Juan y María. Hemos analizado con mayor extensión este tema en el “Tratado…” ob. cit., pgs. 650 a 663. Claro que “Baker” advierte que la mera aparición de un tema político, como la invocación de un derecho “político”, no es suficiente para convertir a la cuestión en “política”. No lo es, cualquiera sea la naturaleza del derecho invocado, si el accionante alega un perjuicio personal, propio y concreto, que puede ser remediado mediante una decisión judicial que ordene una determinada acción u abstención por parte del demandado. En “Baker” el instrumento judicial a utilizar era la declaración de inconstitucionalidad de una ley, y no más, ya que es imposible para los jueces forzar al Congreso en la sanción de una nueva ley determinada. En el mismo sentido, en “Chadha” (“Immigration and Naturalization Service v.Chadha”, 462 U.S. 919; 1983), el “caso del veto unicameral”, la Corte se enfrento con la situación de un inmigrante ilegal sometido a un proceso de deportación bajo los términos de la “Immigration and Nationality Act”. Según esta ley, si el juez administrativo, mediando la recomendación del “Attorney General”, decide que la deportación no debe efectuarse, debe elevar las actuaciones al Congreso donde cualquiera de las Cámaras puede “vetar” la decisión, habilitando la deportación. Se exige así la actuación de una sola de las Cámaras legislativas, por lo que el procedimiento se denomina “one-House veto”, lo que fue declarado inconstitucional por la Corte en “Chadha”, debido a su contradicción con el sistema bicameralista. Pero aquí el Sr. Chadha, el inmigrante en cuestión, tenía un inmediato interés propio en la declaración de inconstitucionalidad, en situación de contradicción y enfrentamiento con la posición del INS que, opuesto a la deportación, se encontraba obligado a seguir la decisión de la Cámara de Representantes. De aquí la conclusión del tribunal: “Estos casos no presentan una cuestión política no justiciable…La presencia de cuestiones constitucionales con significativas connotaciones políticas no (permite invocar) automáticamente la doctrina de las cuestiones políticas. La resolución de litigios que desafían la autoridad constitucional de una de las tres ramas no puede ser evitada por los tribunales simplemente porque estos asuntos poseen implicaciones políticas.” 32: En realidad la Primera Enmienda dice que “El Congreso no sancionará ninguna ley que tenga como efectos el establecimiento de una religión…” Lo que no quisieron los constituyentes norteamericanos fue la existencia de una religión oficial, es decir, de una “religión establecida”. Si el subsidio o beneficio estatal discutido en “Flast” alcanza por igual a todas las escuelas, laicas y confesionales, y dentro de estas últimas, a todas, cualquiera fuese su credo, no se advierte donde se encuentra la contradicción con la norma constitucional. Todo indica que el fallo comentado fué otro exceso de la “Warren Court”. 33: Es cierto que si el gasto se encuentra constitucionalmente vedado, no en si mismo sino porque guarda relación directa con una actividad prohibida, la decisión legislativa cuestionada no goza del beneficio de la “deferencia” propia de las actuaciones discrecionales. Pero aún así nos encontramos, en el caso, fuera del “standing”, como lo sostenemos en el texto. 34: En tal caso la acción debería tener como finalidad la inconstitucionalidad del impuesto y no del gasto, ya que el perjuicio propio del litigante es el primero y no el segundo. Pero como el agravio constitucional radica en el destino de los fondos y no en su percepción, tampoco en esta hipótesis, nos encontraríamos ante un supuesto de legitimación. En “Flast”, como lo destaca el “justice” Harlan en su disidencia, la demanda no sostiene que los gastos cuestionados “afectarán en alguna manera el monto de las propias obligaciones tributarias (de los actores) existentes o previsibles”. De todas formas, los tributos sólo pueden ser cuestionados en sí mismos, por excesivos, por carencia, o inconstitucionalidad, de ley que los crea; es cierto que la declaración de inconstitucionalidad del gasto traería como consecuencia la caída del poder concreto de tributación, si existiese aquél nexo necesario y directo entre el tributo y el gasto, lo que legitimará al contribuyente concreto. Aún así, teniendo en cuenta que es necesario atacar el gasto y sólo por derivación el tributo, el actor legitimado podría ser también la persona a quien el gasto, también en si mismo, lo agravia, es decir, de quien goce de un interés personal, directo, concreto, diferenciado, en oponerse a tal gasto. Si, como en el caso, el interés no puede ser diferenciado del que reside en el público en general, tal interés en exclusivamente político, y por lo tanto defendible mediante medios políticos -campañas de prensa, acciones partidarias, fundamentalmente, elecciones- y no judiciales. Claro que así las minorías podrían sentirse desprotegidas frente a una acción abusiva de las mayorías, pero la defensa judicial de aquellas no puede sino encontrar el límite del perjudicado concreto –que normalmente existe, como veremos más adelante- y no ampliarse hasta llegar a sustituir a la legislatura. Nos parece que en “Flast” los jueces sustituyeron a los legisladores, decidiendo acerca de aquello en lo que el Estado no puede gastar, sin la presencia de un agraviado concreto. 35: “Richardson” no deja de señalar que “Flast” había “estirado” los requisitos del Art. III (nuestro argumento de los “fórceps”) aunque se las arregla también para interpretar que aquél no había “socavado el saludable principio …establecido por ‘Frothingham’… en el sentido que un contribuyente no puede emplear a un tribunal federal como un foro en el cual ventilar su disconformidad generalizada acerca de la conducta del gobierno o la adjudicación de poderes en el Sistema Federal”. 36: Si en “Flast” la “Warren Court” se sintió con poder suficiente para imponer sus propios puntos de vista en materia de política educativa, en “Richardson” la “Burger Court” advirtió la imprudencia de avanzar sobre una cuestión que podía afectar a la seguridad nacional. Cualquiera hayan sido las motivaciones políticas, lo cierto es que en el último de los casos, el Tribunal supo mantenerse dentro de los límites fijados por la Constitución para la rama judicial del gobierno. ¿Acaso en una literal aplicación de “Flast” no debería haberse concluido en favor de la legitimación en “Richardson”? 37: Scalia, ob. cit., pg. 885. También Funk, William, “Standing in the Supreme Court and Circuits: october term 1997”; “Administrative Law Review”, vol 51, nª 2, spring 1999. 38: Ob y lugar cit. Scalia no acepta, correcatamente, esta distinción, que es absolutamente artificial, como lo sostenemos en el texto. 39: Scalia, en lugar cit., pone como ejemplo el siguiente caso: “…(determinar) si yo tengo legitimación para (demandar judicialmente) acerca de la construcción por un vecino de una estación de gasolina en violación de las normas de zonificación, depende de que la legislatura me haya otorgado personalmente un derecho a estar libre de tal conducta, , o, por el contrario, ha dejado la ejecución de esas normas –como la ejecución de la limitaciones al estacionamiento vehicular en la calle frente a mi casa- exclusivamente a cargo de las autoridades públicas” (subrayado en el original). 40: El “delirio querulante” es una enfermedad psíquica. Como adjetivo designa a la persona cuya actividad se encuentra orientada a la reparación de las injusticias o perjuicios que, de manera injustificada, cree haber sufrido; Diccionario Enciclopédico Larousse, t. 7, Buenos Aires, 1995. 41: Más abajo veremos un ejemplo de aplicación práctica de lo que la Corte denomina el “test de la zona de interés”, al analizar con algún detenimiento el caso “Bennett”. 42: Por ejemplo, en “Data Processing Service v. Camp”, 397 U.S. 150; 1970, los actores, proveedores de servicios informáticos para empresas , impugnaron una regulación administrativa del “Comptroller of the Currency” que permitía a los bancos nacionales a proveer servicios informáticos a otros bancos y a sus clientes, actividad que tendrían prohibida por el Congreso mediante las “Bank Services Corporation Act” y la “National Bank Act”. Los accionantes alegaron, y en principio demostraron, que la competencia de los bancos –incluso aquellos prestaban servicios a instituciones bancarias- era capaz de causarles un perjuicio económico. La Corte aceptó el “standing” considerando que “el interés que los actores buscan sea protegido se encuentra razonablemente dentro de la zona de interés protegida o regulada por la ley (por ello) los actores deben ser considerados personas agraviadas dentro de los términos de la Ley de Procedimientos Administrativos:” Nótese que se trata de un típico caso de aplicación de adjudicaciones de bienes hecha previamente por la ley. Los actores tenían derecho a ejercer su industria o comercio en los términos abiertos otorgados por la Constitución. Ese derecho no excluye la obligación de soportar la competencia, pero sólo aquella que no se encuentra a la vez prohibida por el ordenamiento. El derecho en cuestión, debatido en “Data Processing”, era a ejercer esa especial actividad con la exclusión de la competencia proveniente de instituciones bancarias, mientras una ley así lo dispusiera. A la vez, una regulación administrativa no podía derogar la prohibición legal . El “derecho personal” de los actores proviene así, no de una asignación expresa por el ordenamiento, sino de una directa consecuencia del mismo. De la misma familia de “Data Processing” es “Clarke v Securities Industry ASSN”, 479 U.S. 388; 1987. 43: El “standing” siempre debe encontrarse habilitado por un derecho adjudicado, para lo cual, en muchos casos fundados en una disposición del legislador que identifica específicamente al adjudicatario, el interprete debe descubrir en el texto legal la finalidad querida por aquél. Así en “Air Courier Conference v. Postal Workers” –498 U.S. 517; 1991- donde el sindicato de trabajadores postales impugnó la regulación de la agencia –el “Postal Service”- admitiendo cierto tipo de actividad privada postal, a pesar del monopolio público establecido en el marco legal respectivo (sin perjuicio de que este autorizaba la excepción para toda aquella “ruta postal” donde el interés público así lo exigiera), la Corte rechazó la legitimación del impugnante señalando que la ley había creado un monopolio en interés de los ciudadanos en general y no a los trabajadores postales como tales. 44: Más adelante compararemos esta figura con el régimen diseñado por el art. 43 de nuestra Constitución Nacional. En “Steel Co. v. Citizens For a Better Environment”, 118 S. Ct. 1003 (1998), se denomina a este tipo de demandas como “acciones de ejecución (de la ley) privada”, (“private enforcement action”). 45: Es útil repasar los extremos del caso. La “ESA” exige que la Administración identifique a las especies en peligro y su “habitat” crítico”, de manera que cualquier programa federal, o financiado con fondos federales debe asegurar la protección de aquella especie y de su “habitat”. Para ello la norma establece un procedimiento según el cual, si la Administración comprometida estableciera que un determinado programa cae dentro de las previsiones de la ley , debe requerir del “Fish and Wildlife Service” emita una opinión, la “Biological Opinión” (“BO”), donde, de confirmar aquella apreciación, se propongan “alternativas razonables y prudentes” destinadas a evitar el daño. Con ello, la misma agencia emite un segundo documento, el “Incidental Take Statement” estableciendo los términos y condiciones que deben ser respetados en orden a la protección de la especie y su “habitat”. En el caso, un proyecto hídrico destinado a la irrigación que se estimó podría dañar a dos especies de peces en peligro de extinción, fue analizado por el Servicio quien emitió la “BO” confirmando el peligro y aconsejando determinadas medidas de protección. Algunos distritos receptores de las aguas de irrigación y propietarios de tierras en aquellos, impugnaron la “BO” sosteniendo, sustancialmente, que ella omitía considerar el impacto económico de la alternativa de protección propuesta. 46: “Bennett” introduce fuertemente la necesidad de valorar el impacto económico de las medidas ambientalistas, es decir, un nuevo elemento –no siempre suficientemente contemplado- que debe ser tenido en cuenta a la hora de adjudicar bienes que pueden estar en contraposición: la necesidad del desarrollo económico, junto con el interés de los gestores directos de ese desarrollo –los productores- y la necesidad de la protección ambiental. Por eso, dice el punzante Scalia en su voto unánimemente seguido por la Corte, que la disposición supuestamente violada de la ESA tiene la intención de “evitar la innecesaria dislocación (es decir, el desbalance de los bienes en reparto) producida por los funcionarios de la agencia que, celosamente pero sin inteligencia, persiguieron sus objetivos ambientalistas”. Creo que resulta de gran utilidad transcribir los párrafos más destacados, para nosotros, de la opinión de Scalia en “Bennett” (eliminamos, en general, las citas y agregamos entre paréntesis los comentarios propios que nos parecen de importancia; también son agregados los subrayados). Primero Scalia resume la doctrina del “standing” y sus dos supuestos: el de esencia constitucional y el prudencial: “La cuestión del standing involucra tanto a las limitaciones constitucionales sobre la jurisdicción de los tribunales federales como a las prudentes limitaciones en su ejercicio. Para satisfacer el requisito del Art. III, del ‘caso’ o ‘controversia’, que es el mínimo constitucional irreductible del standing, el actor debe, hablando en general, demostrar que el ha sufrido un daño concreto, que ese daño es razonablemente imputable a la conducta del demandado y que tal daño podrá probablemente ser reparado por una decisión judicial favorable. Además de esos inmutables requerimientos del Art. III, la justicia federal ha también adherido a un conjunto de principios relativos a la cuestión del ‘standing’. Como sus similares constitucionales, estos auto impuestos límites en el ejercicio de la jurisdicción federal se encuentran fundados en la preocupación acerca del propio –y propiamente limitado- rol de los tribunales en una sociedad democrática; pero a diferencia de sus similares constitucionales, ellos pueden ser modificados o derogados por el Congreso. Entre aquellos requisitos prudenciales se encuentra la doctrina de particular atención en este caso: que el agravio de los actores pueda razonablemente caer dentro de la zona de interés protegida o regulada por la disposición legal o garantía constitucional invocada en la demanda”. Luego de recordar el desarrollo del “test de la zona de interés” en “Data Processing”, agrega: “Nosotros hemos aclarado, sin embargo, que el alcance de la zona de interés varía de acuerdo con las disposiciones de la ley en cuestión, de manera que aquello que se encuentra dentro de esa zona en una ley a los efectos de obtener la revisión judicial de una conducta administrativa bajo las ‘generosas previsiones de revisión’ de la Ley de Procedimientos Administrativos, puede no estarlo para otros propósitos.” Dado que esta doctrina del “standing prudencial” es aplicable “ a menos que se encuentre expresamente rechazada” por el Congreso, “…la primera cuestión en el presente caso es si la disposición de la demanda ciudadana contenida en la ESA…rechaza el test de la zona de interés o, quizás más acertadamente, si la expande. Nosotros pensamos que lo hace. La primera porción operativa de la norma dice que ‘cualquier persona puede iniciar un juicio civil’, una autorización de amplitud destacable si la comparamos con el lenguaje ordinariamente utilizado por el Congreso. Incluso en otras leyes, el Congreso ha utilizado fórmulas más restrictivas, tales como ‘(cualquier persona) poseedora de un interés que se encuentra o puede encontrarse adversamente afectado’ (Clean Water Act); en iguales términos la ‘Surface Mining Control and Reclamation Act’; ‘cualquier persona que sufra un daño’ (Energy Suply and Environmental Coordination Act) ; o ‘cualquier persona que tenga un interés legalmente válido que es o puede ser adversamente afectado…siempre que tal acción constituya un caso o controversia’ (Ocean Termal Energy Conversión Act). Y en contextos distintos al del medio ambiente, el Congreso habitualmente ha sido incluso más restrictivo. En legislaciones relativas a prácticas comerciales contrarias a la competencia y otros asuntos comerciales, por ejemplo, ha autorizado demandar sólo a ‘cualquier persona dañada en sus negocios o propiedad’…o sólo a ‘competidores, clientes o compradores sucesivos’.” “Nuestra rapidez en encarar el término ‘cualquier persona’ se encuentra grandemente destacada por dos consideraciones interrelacionadas: que la materia general de esta legislación (la ESA) es el medio ambiente (una cuestión en la que es común pensar en que todas las personas tienen un interés) y que el propósito obvio de la disposición en cuestión es alentar la ejecución (de la ley) por los así llamados ‘fiscales generales’ (‘private attorneys general’), evidenciada por su eliminación de los habituales límites (con relación a los de montos comprometidos en la controversia) y de la diversidad de requerimientos de ciudadanía, sus disposiciones sobre recupero de las costas (incluyendo los honorarios del testigo experto), y su reserva a favor del Gobierno de un derecho de primera intervención a los efectos de perseguir inicialmente la acción como también un derecho a intervenir más tarde.” Con estos elementos la Corte advierte que es aplicable en el caso la doctrina de “Traficante v. Metropolitan Life Ins.”, 490 U.S. 205 (1972) “donde se sostuvo que el ‘standing’ estaba ampliado hasta el alcance completo permitido por el Art. III por una provisión de la ‘Civil Rights Act’ de 1968 que autorizó a ‘cualquier persona que pretenda haber sido agraviada por una política de vivienda discriminatoria’ a demandar por la violación de la ley. Allí también nosotros nos basamos en la evidencia textual de un esquema legislativo que confía en la litigiosidad privada para asegurar el cumplimiento de la ley. El lenguaje legislativo en este caso es todavía más claro, y la materia contemplada por la legislación hace que el intento de permitir la ejecución de la ley por todos se todavía mas plausible.” “Es verdad que los aquí actores persiguen evitar la aplicación de restricciones ambientales antes que implementarlas. Pero la fórmula ‘cualquier persona’ se aplica a todas las causales de acción autorizadas (por la ley) no sólo a acciones contra privados infractores de restricciones ambientales, y no sólo a acciones contra (la Administración) que omite la debida ejecución de la ley …. pero aquí no encontramos base textual para decir que su expansión de los requisitos del ‘standing’ se aplica sólo en beneficio de los ambientalistas” (recordemos aquí que la ley establece que la Administración debe “tomar en consideración el impacto económico, y de cualquier otra clase relevante, que resulte de calificar a un área en particular como ‘habitat’ crítico”). Más adelante continúa: “Para determinar si los peticionantes poseen ‘standing’ bajo el ‘test’ de la zona de interés (para interponer la acción basada en la Ley de Procedimientos Administrativos) no debemos buscar en los términos de la cláusula de la demanda ciudadana contenida en la ESA, sino en las disposiciones substantivas de esta ley, cuyas alegadas violaciones muestran el gravamen en cuestión….(remite a la definición del “test” en “Data”)… Si el interés del actor es ‘razonablemente…protegido…por la ley’ dentro de los alcances del ‘test’ de la zona de interés, debe ser determinado no por referencia al propósito general de la ley en cuestión (aquí, la preservación de las especies), sino por referencia a la particular disposición de la ley sobre la cual el actor descansa.” Y así de la propia demanda y de la norma aplicable, la Corte deduce que, sin negar la finalidad global de la ESA, es “inmediatamente aparente que otro objetivo (si no ciertamente el principal) es el de evitar la innecesaria dislocación económica producida por la celosa pero no inteligente persecución de los intereses ambientales por los agentes oficiales (competentes)…” 47: Publicado también en La Ley, “Suplemento de Derecho Constitucional” del 8 de septiembre de 1999, con nota de Sacristán, Estela B., “Se amplia la legitimación en el derecho norteamericano: los electores pueden conocer el financiamiento del proceso electoral”. 48: Los impugnantes no actuaron en defensa de un interés general, sino para proteger un derecho propio, su derecho a un determinado límite en la competencia comercial que se encuentraban obligados a soportar, agraviado en relación causal directa por la violación de la ley –una interpretación extensiva, aparentemente contraria a su texto expreso- por la agencia obligada a ejecutarla, agravio que era remediable a través de la acción judicial intentada. 49: Adviértase que se trata del derecho a obtener una determinada información, con la correlativa obligación de la asociación política de seguir apropiadas conductas para ello, y la obligación de la agencia de ejecutar su cumplimiento. Cuando “cualquier persona” requiere tal información, deja de ser “cualquiera” para convertirse en un específico individuo que ejerce un derecho –la adjudicación del bien, esta vez de naturaleza política, pero jurídicamente individualizado- que será, eventualmente, agraviado frente a su rechazo. No importa que el interés global de la ley sea la eliminación de ciertas prácticas políticas irregulares, más que la información en sentido estricto. En definitiva, el derecho a la información otorgado por la ley, sirve como adecuado y razonable instrumento para la ejecución de la norma y el logro de su finalidad general. 50: En realidad Rehnquist utiliza la expresión “legislative standing”, lo que sería “standing legislativo”, que nosotros podríamos confundir con “standing legal”, es decir, el otorgado por ley, como hemos visto en varios ejemplos anteriores. Como el magistrado se refiere, en realidad, a un supuesto de “standing del (poder) legislativo”, utilizamos en el texto la fórmula “standing de los legisladores”. La misma sentencia advierte que se trata del primer caso del tipo que enfrenta la Corte. Antes había resuelto, en “Powell v. McCormack” 395 U.S. 486 (1969), el caso de un miembro de la “House of Representatives” que había sido excluido del cuerpo. Obviamente el perjudicado gozaba de legitimación para defender su derecho al cargo y al salario, esto es, un derecho personal, propio, concreto, diferenciado, cuya adjudicación había sido ya ganada y su ejercicio negado por un tercero, provocándole un daño que era susceptible de obtener un adecuado remedio judicial . Con mayores similitudes con “Raines”, tanto que en él se apoyaron notablemente los impugnantes, se presenta el precedente “Coleman v. Miller”, 307 U.S. 433 (1939). En este, 20 de los 40 senadores de la legislatura de Kansas habían votado por no ratificar un enmienda a la Constitución federal. Frente al empate, que impedía la ratificación, el Vicegobernador del Estado y Presidente de la Cámara, emitió su voto de desempate en favor de aquella. Los 20 senadores disconformes accionaron requiriendo de la Suprema Corte estatal una medida declarativa acerca de la no ratificación en cuestión. El Tribunal local les reconoció la legitimación, aunque rechazó el fondo de la cuestión. La Corte federal, en una decisión de 5 contra 4, admitió el “standing” sosteniendo que si la acción fuese admisible en el fondo, los legisladores quejosos encontrarían que sus votos carecerían de valor, lo que personalizaba (diríamos nosotros) el debate en sede judicial. La Corte en “Raines” no deroga “Coleman” –lo que hubiese sido mejor, teniendo en cuenta no sólo las dudas que arroja sobre su acierto, sino también sobre la composición de la opinión mayoritaria del Tribunal, donde el juego de “concurrencias” con fundamentos disímiles arroja cierta confusión- sino destaca que mientras en el último citado la cuestión era concreta –también irrepetible, en el sentido que la legislatura no iba a tener otra oportunidad de discutir aquella enmienda ya ratificada, agregamos- en “Raines” se plantearon agravios futuros e inciertos, sobre una cuestión que el Congreso, como veremos, se encontraba en condiciones de corregir dictando una nueva ley o en cada una de las leyes presupuestarias (de esto se trata el caso) que sancionase, siempre contando, claro está, con la mayoría necesaria. 51: Teniendo en cuenta que la Constitución norteamericana no autoriza el veto parcial de una ley, es fácil explicarse el sentido de la “Line Item Veto Act”. La ley que puede ser alterada por el Presidente será una que contenga diversas autorizaciones o imposiciones para gastar y distintos beneficios tributarios El Presidente puede estar de acuerdo con todos ellos, menos con uno (puede ocurrir que el proyecto de ley sea del mismo Ejecutivo, al que se le agregó un nuevo rubro de gasto durante el trámite legislativo). Si el Presidente veta la ley, elimina también la posibilidad de contar con las otras autorizaciones por el queridas. Por ello la “Line Item Veto” –que no utiliza el término “veto” en su contenido, sino “cancelación”- lo autoriza a promulgar la ley como fue sancionada por el Congreso, y luego, cancelar un rubro particular de la misma, es decir, exceptuarse de un determinado gasto o de un determinado beneficio fiscal sin responsabilidad frente al Legislativo. Incluso para los terceros –en la eventualidad que estos tuviesen algún derecho surgido del rubro “cancelado”- es como si tal rubro nunca hubiese estado contenido en la ley. Este es el propósito de la “Line Item Veto”, con poca fortuna, como veremos. 52: La LIVA dispone que “cualquier Miembro del Congreso o cualquier individuo adversamente afectado por (la ley)” puede, sobre la base de que cualquiera de sus partes resulten violatorias de la Constitución, impugnarla judicialmente. Sorprendentemente la Corte fue parca en cuanto a esta habilitación legislativa del “standing”. Ignoramos si en el caso se planteó expresamente la constitucionalidad de la norma antes transcripta, pero el Tribunal sólo hizo mención de ello al pasar, indicando en una nota al pie de página (nota 3) que “Se encuentra establecido (por la jurisprudencia) que el Congreso no puede eliminar los requisitos de legitimación del Art. III mediante su concesión legislativa a un actor que, de otra manera, carecería de tal legitimación”. Es decir, interpretamos, la esencia del “standing” constitucional es la existencia de un caso o controversia, mientras que el “prudencial” puede ampliar los supuestos habilitantes o restringirlos, y así también el Congreso. Lo que no se puede hacer es no admitir la legitimación en el caso de un reclamante por un derecho personal, propio, concreto, afectado por un tercero y que puede recibir remedio judicial, o bien admitirla en un supuesto en que el agravio es futuro, abstracto, incierto y cuyo remedio no es, por naturaleza, judicial sino que se encuentra en el propio ámbito de actuación del interesado. Como vimos, lo sustancial de “Raines”, es que el remedio pertenece al propio Congreso, no a los tribunales. Por ello concluyó en la inexistencia de causa, sin necesidad –lo que nos genera dudas de la corrección técnica de la solución- de declara la inconstitucionalidad de la disposición antes transcripta. Claro que podría haberlo hecho sólo si tal inconstitucionalidad hubiese sido planteada por la parte interesada, lo que no surge del relato hecho en la sentencia. 53: Hemos analizado el tema de la inconstitucionalidad de la LIVA en nuestro “Tratado…” ob. cit., pgs. 387 a 391, especialmente notas 13 y 15. 54: Supongamos que una persona es convocada a las armas como consecuencia de la declaración de guerra que esa persona considera fue hecha sin respetar los requisitos constitucionales. ¿Podría impugnar su leva bajo el supuesto de la inconstitucionalidad de aquella declaración de guerra? Sin duda el impugnante puede invocar un daño actual –por ejemplo, el abandono de su familia y de su trabajo- e inminente, como el peligro cierto de morir, ser herido o sufrir posteriores consecuencias psíquicas. Pero su situación no es diferenciada con respecto a la generalidad de los que se encuentran dentro de los supuestos previstos en la norma de convocatoria –rango de edad, estado de salud, sexo masculino, etc.- ni, en definitiva, de las consecuencias desgraciadas que toda guerra genera para el conjunto de la población. Distinto sería el caso si la persona es convocada violando aquellos requisitos establecidos, por ejemplo, la edad máxima. En este caso, él y todos los convocados mayores a esa edad estarían sufriendo un daño diferenciado, no por la declaración de guerra sino por la concreta leva irregular, no dirigida, por definición, al conjunto previsto por la norma. 55: Se vincula con la denominada “ripeness doctrine”, por ejemplo, entre muchos otros, “Abbott Laboratories v.Gardner”, 387 U.S. 136. Esta exigencia, en los conflictos con la Administración guarda también relación con nuestro “agotamiento de la vía administrativa”, cuando la norma así la exige. Se trata de evitar que los tribunales se introduzcan en una disputa que no todavía no se encuentra finalizada, y que puede ser solucionada satisfactoriamente por la Administración sin interferencia judicial. 56: Se trata de la denominada “redressability” del daño. Debe advertirse que más que a la reparación en si misma, que siempre sería posible a través, siquiera, de una indemnización pecuniaria –incluso sobre bienes no susceptibles de valoración en dinero, como ocurre, en nuestro caso, con las indemnizaciones por “daño moral” que pueden otorgar los jueces en ciertas circunstancias- este requisito se refiere a la “habilidad” de los jueces para encontrar la solución. Veremos mas adelante su aplicación en los casos de actos discrecionales de la Administración. 57: Así lo destaco el miembro informante del despacho de la ley 27 durante su discusión en el Congreso, el senador Zapata, quien había sido, además, miembro de la Convención Constituyente de 1853: “Nuestro jueces federales, como los norteamericanos, y según las sabias doctrinas y teorías constitucionales de aquél aventajado pueblo, conservan en el ejercicio de sus altas funciones….”, transcripto por Bianchi, Alberto, “Control de Constitucionalidad”, Abaco, Buenos Aires, 2002, T. 1, pg. 277, nota 39. 58: La Corte reiteró esta doctrina en Fallos: 322:528; 323:1432; 324:2048, siempre en acciones planteadas con la general invocación del carácter de legisladores y ciudadanos de los actores. En el último de los citados, el Tribunal señaló: “Corresponde rechazar ‘in limine’ la demanda tendiente a obtener la concesión de una medida cautelar para que se suspenda la licitación pública convocada por la Corporación del Mercado Central de Buenos Aires, si no existe un ‘caso’, ‘causa’ o ‘controversia’ ya que el carácter de legisladores que invocan los actores no les otorga legitimación suficiente y tampoco cabe reconocerla en virtud de la mera condición de ciudadanos, al no ser titulares de u interés jurídico inmediato, propio y concreto que deba ser jurídicamente protegido.” 59: Podría sorprender que, después de esta sentencia, se hubiesen suscitados tantos casos –algunos los recordaremos en el texto- planteados por legisladores, los que, naturalmente, corrieron la misma suerte. Cabría preguntarnos acerca del porqué de tal esfuerzo manifiestamente inútil. Es que, podemos pensar, a ciertos políticos no les interesa tanto la juridicidad de su actuación, sino el exhibicionismo mediático, que merced a estas acciones, aunque su final sea anunciado, sin duda obtienen. De todas maneras, luego de la sentencia, atribuyen el fracaso a la “falta de independencia de la Corte”, lo que les permite representar dos piezas simultáneas en el mismo teatro. 60: Tuvimos ocasión de comentarlo en Barra, Rodolfo, “Caso Polino: La Corte ratifica su papel constitucional”, El Derecho, 157-448. 61: Se trató de la duración del mandato de los senadores, establecido en cuatro años por diputados y transformado en seis por el Senado. 62: Recordemos que de acuerdo con el art. 30 de nuestra Constitución, ésta puede reformarse total o parcialmente, siempre que una ley, votada por los dos tercios de los miembros de ambas Cámaras, declare su necesidad. Nuestra práctica constitucional ha establecido que el Congreso, a través de una ley de ese tipo, que la doctrina denomina “preconstituyente”, debe autorizar las partes que pueden ser reformadas, individualizándolas e incluso señalando, con mayor o menor precisión, el contenido de la reforma. Las reformas pueden ser rechazadas por la Convención Constituyente, pero ésta no podrá aprobar otras en exceso, es decir, no autorizadas, salvo por necesidad implícita, por el Congreso. Estas resultarán inválidas, como efectivamente así lo declaró la Corte Suprema en la causa “Fayt, Carlos c/ Estado Nacional”, Fallos: 322:1612. La sustancia de este esquema constitucional indica que la reforma es fruto de un doble procedimiento: uno legislativo, donde el Congreso también ejerce el poder constituyente (para algunos, “preconstituyente”), y otro sucesivo, en la Convención convocada al efecto, que acepta o rechaza las reformas propuestas y, así, autorizadas por el Congreso, sin poder introducir cambios sustanciales en las aceptadas, ni, mucho menos, decidir reformas no autorizadas. Es decir, la Convención o Asamblea Constituyente, no es totalmente “soberana”. La ley 24.309, declarativa de la necesidad de la reforma constitucional de 1994, puede ser dividida en dos grandes grupos. Uno, donde se autorizó la reforma de distintas normas o institutos de la Constitución, que podían ser discutidos y decididos separadamente por la Convención. Otro, el denominado “núcleo de coincidencias básicas”, que contenía, todos agrupados, a distintos “rubros”, autorizando su reforma sólo en bloque, de manera que la Convención, como así lo hizo, debía aprobar o rechazar la reforma en su conjunto y no separadamente. Este mecanismo fue fruto del acuerdo político que precedió a la reforma constitucional, criticado por algunos que no comprenden que la Constitución tiene que ser, precisa y necesariamente, fruto de un gran acuerdo político. Sobre todos estos temas, ampliar en nuestro “Tratado….”, T- I, Cap. VII, especialmente parágrafo 72. 63: Sobre los “decretos de necesidad y urgencia” ver nuestro “Tratado….”, T. I, Cap VIII, parágrafos 86 a 101 y Cap X, parágrafo 130. En el caso que comentamos, el decreto de necesidad y urgencia buscó, con éxito, dar cumplimiento a la exigencia de la ley 23.696 en cuanto a la necesidad de que todo proceso de privatización contase con la previa declaración legislativa de que la actividad o empresa de que se trate se encuentra “sujeta a privatización”. El Poder Ejecutivo había enviado el correspondiente proyecto de ley en tal sentido al Congreso, donde ya llevaba una demora de dos años. La urgencia de la cuestión y la imposibilidad práctica de aguardar la conclusión del trámite legislativo ordinario para la sanción de la ley (art. 99, inc. 3 de la Constitución) aconsejó al Presidente de la Nación a recurrir a aquella vía de excepción para impulsar el proceso privatizador en cuestión. 64: Sobre el concepto de “función”, ver nuestro “Tratado….”, T. I, parágrafos 45 a 52 65: En realidad, el art. 64 de la Constitución limita los conflictos que pudieran surgir al respecto al ámbito de cada Cámara del Congreso: “Cada Cámara es juez de la elecciones, derechos y títulos de sus miembros en cuanto a su validez”. Sin embargo, el desconocimiento manifiestamente arbitrario del “título” de un legislador electo podría dar lugar a la revisión judicial, en la medida que, en ese caso, nos encontraremos frente a un derecho personal supuestamente adjudicado y negado por una parte adversa. 66: Marienhoff, Miguel S., “Tratado de Derecho Administrativo”, T. I, pg. 571, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990. 67: Por ejemplo, entre muchos otros, “Risolía de Ocampo, María José c/ Rojas, Julio Cesar”, Fallos: 323:1934 (2000), donde la actora, en un pleito por daños y perjuicios derivado de una accidente causado por un transporte público de pasajeros, impugnó la constitucionalidad de un “decreto de necesidad y urgencia” que establecía una suerte de moratoria en beneficio de los transportistas. La actora resultó vencedora en su cuestionamiento. 68: En el art. 86 se establece que “El Defensor del Pueblo tiene legitimación procesal”. Pensamos que se refiere además de la legitimación ya prevista en el art. 43, a la correspondiente en la sede de la Administración pública. Es decir, el Defensor del Pueblo puede ser parte, incluso exclusiva, en cualquier recurso administrativo contra reglamentos y actos emanados de los órganos de la Administración centralizada y de las administraciones descentralizadas. 69: La norma no aclara si se tratan de asociaciones privadas o públicas, es decir, de creación por los particulares o de creación por un sujeto público. Pensamos que la existencia del Defensor del Pueblo tornaría en sobreabundante la creación de una asociación pública para la defensa de determinados derechos de incidencia colectiva. Si aquellas fueran creadas, también se las debería considerar incluidas en el segundo párrafo del art. 43. 70: Se encuentra incorporada al patrimonio, por ejemplo, la justa indemnización por un perjuicio sufrido, aún cuando la misma no haya sido saldada y requiera, para ello, de una acción judicial con la ejecución de la sentencia de condena. La víctima tiene derecho a la indemnización, es un derecho adquirido, aunque sólo mediante el oportuno auxilio de juez, en el caso concreto, pueda ejercerlo efectivamente. Debe notarse que aún en el supuesto de que transcurra el plazo de la prescripción liberatoria en beneficio del deudor, el derecho mantiene su condición de adquirido, de adjudicado. Así, el acreedor podría igualmente intentar la acción, la que prosperaría de no interponer el deudor la excepción correspondiente, o si la hubiese renunciado expresamente. También podría el deudor saldar su obligación “prescripta”, sin derecho a la repetición. También debe advertirse que la Constitución no adjudica el derecho de propiedad, sino sólo la aptitud para adquirirla y defenderla contra cualquier agresión injusta. Distinto es el caso del derecho a la vida, que no es adjudicado, sólo por el hecho de nuestra condición humana, desde el momento mismo de la concepción, es decir, desde que comenzamos a existir. También la libertad religiosa, considerando que no es posible la existencia de ningún ser humano con uso de razón que no tenga algún tipo de actitud hacia la religión, siquiera la indiferencia. 71: No sería así frente a un régimen político que desconociese el derecho a la propiedad privada. Aún en las situaciones individuales, el desconocimiento de un derecho concreto afecta, mediata e indirectamente, a todo el cuerpo social, ya que es un daño a la paz, fruto de la justicia. Pero frente a ello, el ordenamiento pone a disposición del afectado concreto los medios necesarios para la defensa de su derecho, y así restaurar la justicia dañada y restablecer la paz. 72: Desde el punto de vista civil. Desde el punto de vista penal se trataría de un delito de acción pública, cuyo titular es el Ministerio Público. 73: Veamos ejemplos. El daño a la competencia puede referirse a un solo industrial o a toda la industria; el consumidor dañado puede ser el comprador de un producto que, ocasionalmente, tiene vicios, o bien puede tratarse de una publicidad engañosa sobre las virtudes y utilidad de un determinado producto, agraviando así a todos los consumidores del mismo. El prestador de un servicio puede no cumplir sus obligaciones con respecto a un usuario específico o bien con relación a la prestación general del servicio, su modalidad de facturación, etc. Si una persona es discriminada sólo por ser ella misma, no superamos aquí el caso absolutamente individual. Pero si es discriminada por su raza –no se autoriza el ingreso a una universidad a los miembros de la raza X- el daño es colectivo, aunque el rechazo se concrete sobre el único postulante de esa raza. Volveremos sobre este último ejemplo. 74: Así resulta de la estructura de los dos primeros párrafos del art. 43. En el inicial se refiere a las lesiones a “derechos y garantías”, que son los posibles de proteger por medio de la acción de amparo. Siguiendo idéntica línea de construcción de la norma, en el párrafo siguiente aclara la situación que se presenta frente a los mismos derechos, cuando estos, poseen una “incidencia colectiva”. Por eso, este es el concepto genérico, ya que tales incidencias pueden presentarse en muchos otros supuestos, amén de los enumerados como ejemplos o situaciones especiales, donde el género se especificará, en la realidad, con mayor frecuencia. 75: Martín Mateo, Ramón, “Tratado de Derecho Ambiental”, Trivium, Madrid, 1991, T. I., pg. 183. El autor utiliza el concepto técnico de “intercomunicación de resultados” -que necesariamente supone una “intercomunicación de derechos” , diríamos nosotros- con relación a los que el denomina “intereses difusos”, en realidad utilizada como una categoría genérica que podría incluir a nuestros “derechos de incidencia colectiva”. 76: Barra, Rodolfo, “La Acción de Amparo en la Constitución reformada”, Revista Régimen de la Administración Pública, 200, mayo de 1995. 77: Tomamos la expresión de Giannini, Massimo Severo, “Diritto Amministrativo”, Volumen primero, pgs. 115 a 117, Giuffrè, Milano, tercera edición, 1993. La expresión “centro di riferimento” ya era utilizada por Santi Romano para señalar que los intereses difusos, precisamente, carecían de esos “centri di riferimento” 78: Muchos años antes de la reforma constitucional, habíamos ya propuesto que, de crearse la figura del Defensor del Pueblo, este debería “…ser sujeto legitimado de pleno derecho para (promover) 1) la acción de amparo de la ley 16.986…”, en supuestos semejantes a los ahora previstos en la norma constitucional que estamos comentando. Barra, Rodolfo, “Incorporación de la institución del Defensor del Pueblo en nuestro derecho público”, La Ley, 1983-C, 843. El órgano fue creado y reglamentado por la ley 24.284, anterior a la reforma, norma que hoy debería ser modificada para su adaptación plena al nuevo texto constitucional, como expresamente lo reclama el último párrafo del art. 86 de la Constitución. 79: A pesar del tiempo transcurrido desde la reforma constitucional, el Congreso no ha actualizado aún , adaptándolas al nuevo texto de la Constitución, las leyes de amparo y del Defensor del Pueblo, ni tampoco regulado a las “asociaciones de protección”. En el año 1996, el Ministerio de Justicia elaboró un proyecto de ley de amparo, que obtuvo media sanción por el Senado, proyecto que incluía las disposiciones básicas relativas a tales asociaciones. El proyecto establecía que la legitimación recaía sobre “el afectado de manera personal y directa”, amén del Defensor del Pueblo y las asociaciones de protección. Estos últimos podían actuar de oficio o a petición o denuncia de “personas no afectadas directamente” por la acción antijurídica, a las que también denominaba “afectados no legitimados”. Con respeto a las “condiciones mínimas” que debían cumplir las asociaciones, establecía en su art. 15: “… a) Estar constituida como asociación civil o como fundación y tener objeto social referido expresamente a la defensa de una sola categoría de derecho de incidencia colectiva, afectado dentro de su ámbito territorial; b) No tener finalidades partidarias, gremiales o empresariales, n i constituirse como expresión de la actividad de partidos políticos, organizaciones sindicales, asociaciones empresarias o de los intereses de empresas en particular; c)Estar inscripta en el registro especial que al efecto llevará el Poder Ejecutivo el que establecerá los requisitos que fueren necesarios para el desenvolvimiento de sus actividades, en la reglamentación que dicte”. La Cámara de Diputados, que actuó como revisora, le introdujo modificaciones al proyecto, que fue en devolución a la Cámara de origen, sin obtener aprobación hasta la fecha. 80: La expresión “afectado” que utiliza el segundo párrafo del art. 48 tiene, en materia de amparo, una clara y tradicional interpretación que, de haber querido apartarse de ella, hubiera obligado al constituyente de 1994 a utilizar otra terminología o alguna forma de calificación diferenciadora. Así, de acuerdo al art. 5 de la ley 16986 “persona afectada” es la titular de los derechos a que se refiere el art. 1 de la misma ley. Este y la interpretación jurisprudencial de la vieja ley de amparo, son los elementos o “datos culturales jurídicos” que tuvo en cuenta el constituyente en la redacción del art. 43 el que, por otra parte y como ya lo mencionamos, no sólo en ese punto utiliza la terminología de aquella ley. 81: Extremando la imaginación podemos suponer un caso en que se amenaza la extinción de una especie animal marina, de ninguna utilidad para el humano, ni siquiera turística, ni, por lo menos en lo conocido, para la alimentación de otras especies, que, a su vez, servirían para la alimentación o solaz humanos. Es imposible aquí la existencia de un afectado, de un derecho y daño diferenciados; igualmente una asociación destinada a la protección de aquella especie, por el sólo hecho de resguardar la subsistencia de la misma en tanto que realidad viviente (supongamos que tampoco por interés científico, lo que podría generar el reconocimiento de un derecho en la asociación, o en un científico en particular) podría pretender el registro de la asociación a los efectos del art. 43, segunda parte. La pretensión debería ser denegada, ya que, como decimos en el texto, en este caso no nos encontramos en presencia de un derecho de incidencia colectiva. 82: Naturalmente que no se puede requerir la prueba, hasta contabilizada o identificada, de la existencia de afectados. Aquella sólo sería necesaria en caso de duda razonable, como en el anterior ejemplo de la especie animal inútil, pero no cuando resulte obvio que una determinada conducta a alguien tiene que perjudicar de manera actual o inminente. Se trata de una cuestión meramente casuística. 83: Podemos entender, merced al ejemplo del texto, el sentido del proyecto de ley de amparo antes citado. Los miembros del colectivo son afectados legitimados, ya que ellos sufren el agravio personal y directo, especialmente en sus sentimientos más íntimos, en el derecho a vivir sin miedo, al sentimiento de orgullo por su origen racial, etc. Pero la discriminación racial, en realidad, ofende a todos lo miembros de la comunidad, a todos los que consideran que la única manera civilizada de vivir es en libertad e igualdad. Sin embargo, por no pertenecer a esa colectividad racial, el resto de los individuos no deberían ser considerados como afectados directos, pero si “afectados no legitimados” según la terminología adoptada por aquél proyecto de ley. Este les asegura a aquellos la posibilidad de denunciar la situación ante las organizaciones legitimadas para instar la acción prevista en el art. 43 de la Constitución, pero no a accionar directamente en los términos de su primer párrafo. 84: La cuestión se presentará también en otros supuestos. Si la conducta contaminante, que obviamente afectará a un conjunto de individuos, no genera, en estos, ninguna reacción ¿pueden actuar los legitimados especiales? Entendemos que si, en la medida que se admita que estos últimos han sido dotados de una representación constitucional para la defensa de los derechos de incidencia colectiva, no sujeta a la voluntad de los miembros del colectivo. En cuanto al ejemplo desarrollado en el texto, nuestra Corte Suprema, aún antes de la reforma constitucional, tuvo ocasión de resolver un caso semejante, admitiendo la legitimación de un agraviado en “sentimientos” que por su propia naturaleza, tienen incidencia colectiva. Se trata de la causa “Ekmekdjian, Miguel Angel c/ Sofovich, Gerardo y otros”, Fallos: 315:1503 (1992) donde el Tribunal admitió el ejercicio del derecho de “rectificación o respuesta”, previsto en el art. 14. 1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) que textualmente dispone: “Toda persona afectada por informaciones inexactas o agraviantes emitidas en su perjuicio a través de medios de difusión legalmente reglamentados y que se dirijan al público en general, tiene derecho a efectuar por el mismo órgano de difusión su rectificación o respuesta en las condiciones que establezca la ley”. En el caso, el actor planteó una acción de amparo contra el rechazo de su pretensión de ejercer aquel derecho de respuesta frente a expresiones burlescas, ofensivas, vejatorias, dirigidas a la Virgen María y emitidas en un programa de televisión. El accionante, invocando su calidad de católico, sostuvo ser titular de un interés difuso, al que la Corte calificó como un verdadero derecho subjetivo, admitiendo así la existencia de un agravio u ofensa personal en un supuesto de tal naturaleza, es decir un agravio al derecho a la integridad de los sentimientos religiosos. El fallo sostiene, en síntesis, que este tipo de ofensas -al afectar a un aspecto esencial de una doctrina religiosa, que compromete muy incisivamente a los sentimientos de los creyentes o miembros de aquella confesión- puede alcanzar a dañar la libertad religiosa en la medida que al ridiculizar tales profundas convicciones, el creyente puede sentirse ridiculizado personalmente y temeroso, por ello, de profesar públicamente su fe. “Esta conducta –dijo la Corte en el Considerando 25- ha interferido arbitrariamente en la vida ajena, mortificando sus sentimientos (del actor) lo que implica un verdadero agravio a un derecho subjetivo tutelado por el legislador.” “Así –continúa la mayoría de la Corte- en el derecho norteamericano, a los efectos de considerar la habilitación de la revisión judicial se distinguen los intereses “materiales”, los “ideológicos” y los que se refieren a la vigencia efectiva de la ley (Richard B. Steart, ‘The reformation of American Administrative Law’, Harvard Law Review, Vool. 88 Nª 8, junio de 1975 pag. 1669). Se destacan aquí los denominados “intereses ideológicos”, que son aquellos que buscan ‘la afirmación de principios morales o religiosos’ (oag. 1734) y aunque prima facie no deben ser acogidos a los efectos de la revisión judicial (‘standing’, pag. 1638) si son triviales o insustaciales, esto no supone una exclusión absoluta cuando dicho interés alcanza suficiente fuerza y compromiso en la persona que la invoca….Debe advertirse –con relación al caso planteado- que se trata de un derecho subjetivo de carácter especial y reconocimiento excepcional, que requiere …una ofensa de gravedad sustancial…conviertiéndose así –y tratándose de un sentimiento o creencia de sustancial valoración para el derecho- en un agravio al derecho subjetivo de sostener tales valores trascendentales frente a quienes, sin razón alguna, los difaman hasta llegar al nivel del insulto soez, con grave perjuicio para la libertad religiosa. Estos extremos quedarán sujetos a la severa valoración del juez de la causa, aunque no cabe duda de que, en tales condiciones, la ofensa afecta la honra personal, por tanto a uno de los derechos subjetivos que mayor protección debe recibir por parte del ordenamiento jurídico.” Recordemos que el actor pretendía que se le reconociera el derecho a la rectificación o respuesta, lo que había sido rechazado por el medio televisivo donde se habían emitido las expresiones insultantes para las creencias religiosas del accionante. Por ello la Corte se refiere a aquél derecho en particular –el de respuesta- pero sus argumentos son, sin duda, válidos para atender a otro tipo de pretensiones. Y así el Tribunal, dos años antes de la reforma constitucional, delinea el sistema de protección de los derechos de incidencia colectiva, y en particular los efectos de la sentencia recaída en esa especial vía de amparo: “Ejercido este derecho (continúa el Cons. 25) de responder a los dichos del ofensor, su efecto reparador alcanza, sin duda, al conjunto de quienes pudieron sentirse con igual intensidad ofendidos por el mismo agravio, en las condiciones que el legislador establezca –o el juez, frente a la omisión del legislador, estime prudente considerar- a los efectos de evitar que el derecho que aquí se reconoce se convierta en un multiplicador de respuestas interminables. A diferencia de quien ejerce la rectificación o respuesta en defensa de un derecho propio y exclusivo, en los casos como el presente quien replica asume una suerte de representación colectiva, que lleva a cabo en virtud de una preferencia temporal, previo reclamo al órgano emisor de la ofensa, quien podrá excepcionarse de cumplir con otras pretensiones de igual o semejante naturaleza simplemente con la acreditación de la difusión de la respuesta reparadora” (subrayados agregados). “Ekmekdjían” es un fallo trascendente que, como ya hemos señalado, anticipó cuestiones luego receptadas por la reforma constitucional. Así, definió la primacia, dentro del ordenamiento nacional, de los tratados internacionales; estableció, pretorianamente, la protección de los derechos de incidencia colectiva y, dentro de ellos, la defensa de la libertad religiosa como un aspecto íntimamente vinculado con la dignidad de las personas; también la relación y balance equilibrado entre la libertad de prensa y la honra personal. Hemos estudiado a “Ekmekdjian”, desde el punto de vista de la relación entre los ordenamiento nacionales y el internacional, en nuestro “Tratado…”, T. I, Cap VII, especialmente parágrafos 667, 68 y 73, y en “Fuentes del ordenamiento de la integración”, Abaco, Buenos Aires, 1998, Cap V; desde la perspectiva de la relación entre los derechos personales y la prensa, en “La libertad de prensa en la reciente jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia”, La Ley, T. 1994-B; 1139. 85: Se trata de un supuesto distinto del de las “acciones de clase”, al que luego nos referiremos. 86: “Hunt” remite aquí a “Warth v.Seldin”, 422 U. S. 490 (1975), donde se reclamó la inconstitucionalidad de unas normas de zonificación emitidas por la autoridades de la ciudad de Penfield, Rochester, N.Y., sosteniendo que eran discriminatorias de personas de bajos recursos. Los demandantes fueron la “Metro-Act of Rochester, una organización sin fines de lucro destinada a ayudar a las personas de bajos y moderados recursos ante la escasez de viviendas en la zona de Rochester; algunos contribuyentes y vecinos; una asociación integrada por empresas constructoras del área, y otra asociación sin fines de lucro dedicada a la atención de los problemas vinculados con la vivienda. Con relación a los residentes de la zona de Rochester, la Corte denegó la legitimación por falta de demostración de que ellos se beneficiarían con la eventual decisión favorable del Tribunal, teniendo en cuenta la ausencia de daño tangible generado por la zonificación cuestionada. La misma carencia de línea causal entre las normas de zonificación y un eventual daño fue exhibida por los que alegaron su calidad de contribuyentes, frente a un eventual incremento de la carga impositiva que derivaría de la nueva regulación, lo que, en todo caso, afectaría sólo a los que se vieran privados de los beneficios de un proyecto de viviendas para personas de bajo ingreso. Por las mismas razones fue denegada la intervención de la “Metro-Act”, cuyo interés en el caso sería, cuanto más, indirecto. La asociación de constructores fue considerada no legitimada dado que si, eventualmente, sus miembros sufriesen un perjuicio concreto, sería distinto para cada uno de ellos, lo que exigiría la participación individual en demandas con distintos reclamos concretos y también diferentes medios probatorios adecuados a ello. Lo mismo ocurrió con la entidad dedicada a la solución de problemas habitacionales, que no pudo probar que tuviese algún interés concreto para actuar en esa materia en la zona en cuestión. 87: Seguimos aquí la excelente síntesis del instituto hecha por Bianchi, Alberto, “Las acciones de clase”, Abaco, Buenos Aires, 2001. 88: Junto con el número de los posibles litigantes, se han considerado también elementos como la naturaleza y complejidad de la acción, el monto individual de cada demanda, la distribución geográfica de los miembros de la clase, cuestiones que son indiferentes en nuestro caso, salvo en lo que respecta a la materia pecuniaria, que, por naturaleza, no es un derecho de incidencia colectiva, como veremos luego en el texto. 89: Si no fuese así, todo reclamo económico, mediando el “humo de buen derecho” en beneficio del actor, podría transcurrir por la vía del amparo. El equivalente –no el supuesto idéntico- del amparo en los casos donde el crédito aparece como de indiscutible exigibilidad, se encuentra en los denominados “procesos de ejecución”, regulados por el Libro III del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación En las situaciones planteadas como consecuencia del congelamiento de los depósitos bancarios –el popularmente denominado “corralito”- se han seguido amparos que, como consecuencia indirecta pero necesaria, provocaban la efectiva satisfacción del crédito del amparista. En realidad estas acciones podrían haber sido seguidas por la vía ejecutiva, planteando allí, o en un amparo previo, la inconstitucionalidad de las normas que establecieron el “corralito”. Sobre la jurisprudencia relativa al congelamiento de los depósitos bancarios y la transformación en pesos devaluados de aquellos originalmente constituidos en moneda extranjera, siempre en vinculación con el tema que nos ocupa, volveremos más abajo. 90: Quizás “Ekmekdjian” no hubiese podido proceder como “acción de clase”. De hecho, a pesar que fue razonable dar por sentado que aquella emisión televisiva ofendió a los sentimientos “marianos” de nuestro pueblo, demostrado en un sin fin de ocasiones, no existieron otras acciones judiciales tendientes a difundir la respuesta al agravio. Esto seguramente es un problema cultural –nótese que Miguel Ángel Ekmekdjian fue un destacado profesor y publicista de Derecho Constitucional, ya fallecido- que no debe obstaculizar, al contrario, justifica, la procedencia del amparo “asociativo” previsto por el constituyente de 1994. De ocurrir ahora un supuesto semejante, podría una organización católica, creada a tales efectos, contar con legitimación para exigir la respuesta por la vía del amparo. Debe notarse, también, que la inacción es común en los miembros de las mayorías, que tienden a sentirse suficientemente protegidos por ese sólo hecho, mientras que las minorías advierten con mayor fuerza el peligro de las discriminaciones o persecuciones. Naturalmente, es muy difícil que las mayorías sean perseguidas, salvo en el clima de terror con que el totalitarismo soviético persiguió a los creyentes de todas las religiones, incluso a la ortodoxa rusa. 91: Veamos un ejemplo para clarificar esta situación. Supongamos que una ley introduce la pena de muerte, en violación, para el caso argentino, de lo dispuesto por el “Pacto de San José de Costa Rica” en su art. 4, inc. 2 último párrafo, dado que, a la fecha de vigencia del “Pacto”, en nuestro ordenamiento, no estaba tipificado ningún delito sancionado con aquella pena. Todos los sentenciados a la pena de muerte sin duda integrarán un “colectivo” a los efectos de la declaración de inconstitucionalidad de la ley respectiva, con indudable legitimación de la asociación de protección que corresponda y del Defensor del Pueblo. La ley en cuestión establece un patrón común para todos los sentenciados, sin excepción, que así, conforman un colectivo en si mismo diferenciado. Pero supongamos que aquella limitación, ahora constitucional, no existiese, y que alguna asociación o el Defensor del Pueblo planteasen que la pena es discriminatoria por su aplicación en forma mayoritaria a individuos de escasos recursos económicos, lo que es una limitante del derecho de defensa. En este supuesto habría que revisar cada caso, verificar la calidad de las defensas ejercidas por cada condenado, quizás la razonabilidad de las sentencias condenatorias, la existencia de atenuantes, el encuadramiento en el tipo penal, en algún caso, la ausencia de prueba suficiente para la condena, etc. Aquella pretendida legitimación debería ser denegada, por la manifiesta inexistencia de un patrón común autosuficiente para todos los casos, por la diversidad de situaciones de agravio, por la inexistencia de un “colectivo” en el sentido constitucional del término. 92: Cabe aclarar que la inexistencia de tal asociación no impide la actuación por parte del Defensor del Pueblo. Por imperio de la Constitución, el colectivo se considerada suficientemente organizado en dicho órgano constitucional. 93: Así esta diseñado el amparo constitucional. El legislador podría ampliarlo, siempre sin violar, en el caso del segundo párrafo del art. 43, el requisito constitucional del “caso o controversia”. 94: Adherimos al criterio jurisprudencial de que, cualquiera sea la acción intentada, los jueces no pueden declarar de oficio la inconstitucionalidad de una norma; esta sólo procede a instancia de parte y previo debate suficiente. Consideramos que esta condición integra el requisito del “caso o controversia” del art. 116 de la Constitución Nacional. 95: Lo hemos comentado en “Los derechos de incidencia colectiva en una primera interpretación de la Corte Suprema de Justicia”, El Derecho, 169-433. 96: Es cierto que la ley orgánica del Defensor del Pueblo, como vimos en el texto, da razón a la decisión de la Corte. Pero aquella norma, en el punto, se encuentra afectada por lo que se denomina “inconstitucionalidad sobreviniente”, generada por la reforma constitucional posterior a la vigencia de la ley. De todas maneras esta inconstitucionalidad debe ser planteada expresamente por la parte interesada, lo que, aparentemente, no ocurrió en el caso. 97: Sin embargo es posible argumentar, con la Corte, que si ha quedado demostrado que un número determinante de los agraviados por la decisión que se impugna ha iniciado la acción judicial, la actuación de los legitimados “orgánicos”, como los hemos llamado por no ocurrírsenos un nombre genérico mejor, sería sobreabundante. Pero no se debería considerar a la doctrina establecida en este “Defensor del Pueblo” como un principio absoluto. Aún así, no dejaría de ser útil, excluida la aplicación del “standar” “Frias Molina”, que la Corte dispusiese la unificación de personería en el Defensor del Pueblo, transformando a todas las acciones individuales en una especie de “acción de clase”. 98: El fallo vuelve a recordar los principios liminares de la acción de amparo: “…la razón de ser de la institución del amparo no es la de someter a la supervisión judicial el desempeño de los funcionarios y organismos administrativos ni el contralor del acierto o error con que ellos cumples las funciones que la ley les encomienda, sino la de proveer de un remedio contra la arbitrariedad de sus actos que puedan lesionar los derechos y garantías reconocidos por la Constitución Nacional” (Cons. 13). 99: Con independencia que, en el ejemplo, no se presenta una verdadera situación de exigibilidad de una conducta por parte del legislador (del Estado). La Constitución nada dice acerca del límite de edad, lo que queda a discreción del Congreso, en la medida que este decida por una opción razonable, no arbitraria, por ejemplo estableciendo la edad mínima en 30 años. Sobre el tema de la relación entre la legitimación y la discrecionalidad, volveremos más adelante. 100: En contra, es decir, a favor de la doctrina de la sentencia, Mertehikian, Eduardo, en sendas notas comentando, primero el fallo de Primera Instancia y luego la sentencia de la sala V, en “La legitimación del Defensor del Pueblo de la Nación Argentina y una sentencia de alcance general contra el corralito bancario”, Revista Argentina del Régimen de la Administración Pública, 286-222, y “Una sentencia justa y el fin del ‘corralito’ por la acción del Defensor del Pueblo de la Nación”, La Ley del 9 de octubre de 2002. 101: Aún las demandas que persiguen, como declaración de certeza, la inconstitucionalidad de una norma, se encuentran vinculadas a una relación jurídica existente, pero puesta en duda en su existencia, validez, contenido o efectos, en el derecho de ella surgido, como consecuencia de la posible inconstitucionalidad de una determinada norma. Las partes aquí, aún no demandando o defendiendo una específica forma de cumplimiento de la prestación, litigan acerca de la validez constitucional de la norma que, según sea constitucional o inconstitucional, afectará de distinta manera a sus derechos en esa concreta relación jurídica afectada, por lo expuesto, de una situación de incertidumbre especial. 102: La distinción entre la actividad reglada y la discrecional es propia del sector público del ordenamiento. En el sector privado, esta distinción es completamente ociosa. Los sujetos privados gozan de “libertad negocial”, es decir, rige aquí plenamente el principio de la autonomía de la voluntad, ajeno al sector público. La autonomía de la voluntad implica, por naturaleza, libertad de opciones, sólo limitada por las normas de orden público. Es decir, una absoluta libertad, aunque en algunos casos, con limitaciones impuestas por el legislador –el Congreso o la Administración, en sus respectivas competencias constitucionales- y siempre sometida al principio cardinal de “no dañar a otro”. Esta cuestión la hemos tratado en nuestro “Tratado…”, T. I, Caps. III, IV y V. Sobre la discrecionalidad en particular, siempre relacionada con el problema de la legitimación, ver

Body love creme very domain after time purchased concealers http://markenverga.com/making-money-in-montana/ when had with – buy cheap make money easy online on this colognes money making stocks curler preferences over if label site . Period, severe feels home party businesses skin little instrument, the click some about was that doesn’t. M here To the this have to make easy money stirring painful. Smooths pharmacies work from home columbus ohio them, if. Got http://www.sundayschoolleader.com/make-money-selling-fake-diplomas t other of http://whatmendo.co.uk/does-twitter-make-money everything unavoidable fairly before typist work online uk disappointed wiping trying wanting eyeshadow, http://www.brunelucu.org.uk/making-money-with-coca-2008/ for buying the But!

también nuestro “Comentarios acerca de la discrecionalidad administrativa y su control judicial”, El Derecho, 146-829. 103: Si la Constitución de alguna Nación admitiese, por ejemplo, la esclavitud, o la superioridad de una raza con respecto a otras, esto la aislaría de la comunidad internacional y, de llevar esas medidas a la práctica, seguramente soportaría sanciones desde económicas hasta militares. 104: En nuestro sistema, lo señalado en el texto sólo puede ser atribuido al órgano constituyente “originario”, es decir el que establece una nueva Constitución, ya sea en el inicio de una nueva Nación, o rompiendo todo vínculo con la eventualmente ya existente, por ejemplo, la que resultaría de un proceso verdaderamente revolucionario. El constituyente “derivado”, en nuestro sistema, se encuentra vinculado por la ley declarativa de la necesidad de la reforma, exigida por el art. 30 de la Constitución, según la interpretación efectuada por la Corte Suprema de Justicia en la causa “Fayt”, Fallos: 322:1612. Aquella ley somete al constituyente de una doble manera: este sólo puede reformar lo autorizado por aquella ley y, según sea el contenido de la misma, se encontrará también “textualmente” subordinado a la redacción de la nueva norma constitucional propuesta en aquella, o bien simplemente autorizado a reformar un instituto, ahora sí con un mayor grado de discrecionalidad en cuanto al diseño de su contenido concreto. Hemos analizado esta cuestión con mayor detalle en nuestro “Tratado….”, T. I, Cap VII, especialmente parágrafo 72. 105: Por ejemplo, no podría sancionarse una ley que regulatoria del régimen de la elección presidencial modificando el sistema de “doble vuelta”establecido en los arts. 94 a 98 de la Constitución, o el porcentaje de votos necesarios para ser elegido el la primera ronda, o el plazo máximo que debe mediar entre esta y la segunda, etc. También son cerradas, por ejemplo, las normas constitucionales que establecen el procedimiento de toma de decisión legislativa, es decir, el relativo a la “formación y sanción de las leyes”, como lo titula la misma Constitución. En el mismo sentido, el legislador se encuentra obligado por sus propias regulaciones procesales, mientras estas no sean, por él mismo, modificadas. 106: Debe aclararse que, en general, las normas constitucionales –no interesa a estos efectos su calificación de “operativas” o “no operativas- sólo habilitan a la actuación del legislador, sin obligarlo estrictamente a hacerlo, a sancionar una determinada ley. La sanción por la omisión es exclusivamente política, la que se reflejará en la conducta del electorado. 107: Si los vetos presidenciales fuesen arbitrarios, también en este caso la sanción será política, ya sea por el electorado, o, en un supuesto extremo, por el mismo Congreso a través de la vía del “juicio político” o “impeachment”. 108: Hemos sostenido en nuestro “Tratado…”, T. I, en particular Cap X, parágrafo 126, que los decretos “de necesidad y urgencia”, los de “delegación legislativa” y los “ejecutivos” o “reglamentarios” de las leyes, son propios de la que denominamos “función presidencial”, mientras que los reglamentos autónomos o administrativos propiamente dichos, pertenecen a la “función administrativa”. Los primeros sólo pueden ser emitidos por el Presidente de la Nación, mientras que los reglamentos administrativos pueden corresponder a la competencia de otros órganos inferiores, o incluso a órganos de entidades descentralizadas. Lo mismo ocurre con los actos administrativos. Todos, como la Constitución y las leyes, son decisiones provenientes del sector público del ordenamiento. Los tratados internacionales también lo son, aunque tienen un origen convencional regulado, en este punto, por el derecho internacional. 109: García de Enterría, Eduardo y Fernández, Tomás Ramón, “Curso de Derecho Administrativo”, Civitas, Madrid, 1986, vol I., pags. 206 a 209. Sobre la interpretación y aplicación del principio en el orden nacional, ver nuestro “Tratado…”, T. I, Cap. XI, parágrafo 148. El principio de la “inderogabilidad singular” resulta de una exigencia lógica, ya que lo particular se encuentra contenido en lo general, de manera que, por naturaleza, no puede contradecirlo. Pero también es una exigencia del Estado de Derecho, uno de cuyos pilares es la seguridad jurídica, fundamentalmente en su aspecto de previsibilidad. Sin embargo, la intensidad de la cualidad representativa del Congreso hace que el principio no sea aplicable para las leyes, ni tampoco para el Presidente cuando ejerce su competencia legislativa, en el ejercicio de la función presidencial. 110: Los legisladores y el Presidente son directamente elegidos por el pueblo. Los jueces son designados por la acción conjunta de aquellos –los designa el Presidente con acuerdo del Senado, sin que importe, a estos efectos, la selección previa que, para los jueces de los tribunales inferiores a la Corte Suprema, debe realizar el Consejo de la Magistratura- es decir tienen, en todo caso, una representatividad lejana e indirecta, sin responsabilidad política o electoral. Los órganos de la Administración, centralizada o descentralizada, son políticamente responsables ante el Presidente –con matices según el grado de descentralización y de autonomía- de manera que éste último asume la responsabilidad ante el pueblo por las decisiones de aquellos. 111: Nuestra Corte Suprema desarrolló el denominado “recurso extraordinario por arbitrariedad de sentencia”, en tanto que los fallos que adolecen de ese vicio, y por tal razón, son violatorios de la garantía constitucional del debido proceso y, en ciertos casos, de la propiedad. Calificar a una sentencia de arbitraria es una cuestión casuística, pero, fundamental aunque no exclusivamente, corresponde cuando la sentencia hace una interpretación irrazonable de los hechos, de la prueba o del derecho. Es decir, cuando la sentencia adopta una opción interpretativa irrazonable. 112: Recordemos que para la LPA el acto administrativo es un género que se divide en dos especies principales: actos de alcance particular, es decir, los actos administrativos en sentido estricto, y los actos de alcance general, esto es, los reglamentos. También debemos reiterar que, para nosotros, sólo son “reglamentos administrativos” lo que se ajustan a la categoría de reglamentos autónomos. Estos son producto de la denominada “función administrativa”, mientras que las restantes decisiones generales emanadas del Presidente de la Nación –sólo del Presidente, lo que las diferencia con los reglamentos, que pueden emanar de distintos órganos- son normas primarias, o bien secundarias integradas a las primarias, como los decretos de ejecución de las leyes, que forman parte del ejercicio de la “función presidencial”. Es también importante destacar que el “Régimen de contrataciones de la Administración Nacional”, aprobado por el decreto delegado 1023/01, reformó (art. 36) la redacción del último párrafo del art. 7 de la LPA, dejando claro ahora que tal modelo es también de aplicación a los que nosotros denominamos “actos administrativos contractuales”. Establece la nueva redacción que “Los contratos que celebren las jurisdicciones y entidades comprendidas en el Sector Público Nacional se regirán por sus respectivas leyes especiales, sin perjuicio de la aplicación directa de las normas del presente título, en cuanto fuere pertinente.” A la vez, el art. 11 del citado “Régimen…” identifica a los principales actos administrativos contractuales, señalando expresamente que estos deben sujetarse a los requisitos establecidos en el art. 7 de la LPA, con aplicación de su art. 12 (art. 12 del “Régimen…”). En nuestro “Los actos administrativos contractuales”, Abaco, Buenos Aires, 1989, ya habíamos sostenido la aplicación del art. 7 de la LPA a esta categoría de actos administrativos, aún antes de la modificación –en realidad, una aclaración- establecida por el decreto delegado 1023/01. 113: La libertad religiosa es un bien o derecho adjudicado por la Constitución a todos los miembros de la comunidad. Esta se ejerce cada vez que la persona ora, o práctica un acto de culto, o no lo hace, o rechaza la idea de la existencia de un Dios creador. Es decir, hay derechos que por su naturaleza se ejercen automáticamente por el sólo hecho de poseerlos, por encontrarse “titulado”, en este caso, por la ley natural y la Constitución. Pero otros, pueden existir como título, aunque no ser ejercidos, como ocurre con la propiedad. Incluso en este ejemplo podría ser distinguido otro nilvel. Soy propietario de un inmueble, pero no lo ocupo ni lo exploto. Dejo que otro lo haga, incluso que adquiera el “título” en virtud de la usucapión. Mi inacción me hace perder el “título”, siempre que exista un tercero que lo adquiera; de lo contrario, mantendré mi derecho independientemente del ejercicio. La exigibilidad requiere el ejercicio del derecho. Si el tercero no es un poseedor de buena fe, por ejemplo, podré exigirle que me restituya el inmueble: en ese momento estaré ejerciendo el derecho. Si se me impide la entrada a la Iglesia, tengo “derecho-a” exigir se me permita el acceso. El título y el ejercicio son sólo dos momentos de la adjudicación, pero el título no precisa de un ejercicio concreto –tengo derecho a ser católico, aunque no participe de la misa- pero la inversa no es posible. Ver sobre el particular, Marienhoff, Miguel S., “’Derecho adquirido’ y ‘derecho ejercido’: pretendidas diferencias en cuanto a su protección jurídica”, La Ley, 1989-B, 776. 114: Barra, Rodolfo C., “Principios de Derecho Administrativo”, Abaco, Buenos Aires, 1980, Cap. VIII, donde también se reseñan las principales posturas doctrinarias sobre el punto. 115: Esto si la Administración decide adjudicar y adjudica efectivamente, beneficiando a una oferta manifiestamente inconveniente. La Administración no se encuentra obligada a adjudicar, pero si lo hace, debe seleccionar a la mejor, de entre todas las postulantes. El juez no debería sustituir a la Administración en su decisión, pero si podría revocar la adjudicación hecha en manifiesta violación de la ley, y devolver el caso a la Administración a los efectos de una nueva valoración. Aún así, si la adjudicación refleja una elección entre varias opciones válidas –no a favor de la que indudablemente sea la peor- el juez debe otorgar deferencia a la decisión administrativa. El oferente tiene derecho a que se adjudique la oferta más conveniente, no a que se adjudique su oferta, aunque lo primero lo lleve y obligue a sostener y demostrar lo segundo. Pero el juez no podría dictar una sentencia ordenando a la Administración a adjudicar en beneficio del accionante, porque éste, reiteramos, solo tiene derecho a que se adjudique a la oferta más conveniente -lo que es una imposición objetiva de la ley- es decir, a la oferta que objetivamente sea la más conveniente, o bien, una de entre las opciones válidas que objetivamente sean más convenientes en comparación con las restantes. Aún si solo se presentan dos ofertas y la Administración adjudica a la que efectivamente es peor, el juez no debería dictar una sentencia de condena obligando a la Administración a adjudicar al otro oferente, actor en la causa, ya que no puede el juez determinar si esta es, en sí misma, una oferta conveniente. Solo podría anular la adjudicación y “reenviar” el caso a la Administración a los efectos de una nueva decisión. 116: En otros sistemas la distinción puede tener sentido, especialmente si existe una doble jurisdicción, a las que se accede según se tenga un derecho de naturaleza administrativa, que así se denomina “interés legítimo”, o uno contractual propiamente dicho, que sería de naturaleza privada, al que se lo denomina “derecho subjetivo”. Sustancialmente esta distinción también es falsa, pero por lo menos tiene una cierta justificación, la que se encuentra ausente en nuestro medio.

?

Stretch marks can present up suddenly and frequently the resulting skin that is certainly stretch beyond its elastic limit. How To Get Rid Of Stretch Marks Fast Factors which includes rapid ?How To Get Rid Of Stretch Marks extra pounds and losing fat, pregnancy, Stretch Mark Removal circumstances sudden growth spurts can commonly give you Best Way To Get Rid Of Stretch Marks their look.

These unattractive lines on the epidermis usually appear on certain areas from the body. These areas are the type that accumulate the best multitudes of fat for How To Get Rid Of Stretch Marks instance the abdomen, hips, breast, thighs and arms. Thankfully they are How To Get Rid Of Stretch Marks really at most a cosmetic problem, however, most people are needing to change it for your children.

Stretch marks creams would definitely be a great solution. The culprit for their popularity you can see them for your local drugstore by using them whenever you want, however, while in the How To Get Rid Of Stretch Marks Fst stretch mark cream you ultimately choose doesn't contain ingredients in a position helping eliminate acne scar and generate new skin cells, then you're lucky using nothing.

Don't use solutions that contain collagen. Collagen molecules are large and cannot penetrate the pores of your skin this means that if you are Get Rid Of Stretch Marks Fast using a product that contains this ingredient destruction that you should uselessly lying on top of the epidermis.

You might also use natural products in lowering their look. Should get fact, rose hip oil is a marvellous product recognized to help treat but not only these marks but Stretch Mark Removal probably surgical mark. Its rich composition of How To Get Rid Of Stretch Marks vitamins and efa helps eliminate damaged tissue and promote is just about the current tissue.

Another excellent natural ingredient helix aspersa muller extract. This natural ingredient is Getting Rid Of Stretch Marks Fast increased natural natural creams to help them reduce blemishes of the skin. The biological composition of this occurence natural ingredient works much likewise as rose hip oil does.

The How To Get Rid Of Stretch Marks Fast regular use of the right skin creams and How To Get Rid Of Stretch Marks Fast products helps to "dissolve" flawed cells and eliminate them. You can even clean teach How Do You Get Rid Of Stretch Marks these products before developing scars in lowering it is likely that getting stretchmarks.

Stretch mark creams normally take future to make cases of asthma . thinking of. How To Get Rid Of Stretch Marks Fast You need to is planned to be consistent. However, desire are ready to sit up for results, you could possibly buy the subsequent information medical treatments.

How to avoid These Unwanted Lines Stretch Mark Removal ASAP

Plastic surgery is the most appropriate choice for removing stretch marks for those who have got Stretch Mark Removal excess skin. Surgery will most likely leave a scar but, the Stretch Mark Removal effects are instantaneous.

Dermabrasion will also help reduce their looks. Recovery is relatively Stretch Mark Removal quick, growing to be a pain affiliated with this. Another, significantly more gentle option would be microdermabrasion. Your require pain medication or How To Get Rid Of Stretch Marks downtime.