Rodolfo Barra

Entes reguladores: en camino de su delimitación institucional

SUMARIO:

I. Introducción. II. La acepción amplia de «regulación». III. La acepción estricta o restringida de «regulación». IV. La competencia para regular. V. El «marco» y el «régimen» regulatorio. Competencias normativas de los entes reguladores. VI. Los entes de control. VII. La personalidad jurídica y la autonomía funcional. VIII. La competencia jurisdiccional

I. INTRODUCCIÓN

El mundo de los «entes reguladores» es confuso y heterogéneo. Al menos en nuestro ordenamiento (no es este el lugar para hacer una investigación en el derecho comparado) la delimitación de los mismos para poder catalogarlos como un instituto homogéneo, es harto difícil. Quizás esto deba atribuirse a la misma heterogeneidad de la materia que pretende calificarlos, la «regulación», tal como lo veremos más abajo. Lo cierto es que la decisión de la Corte Suprema en «Ángel Estrada y Cía. S.A. v. Secretaría de Energía y Puertos» nos permite reflexionar acerca de un tema fuertemente vinculado con aquella delimitación, esto es, la relación entre la competencia reguladora y la competencia jurisdiccional de tales entes públicos.

II. LA ACEPCIÓN AMPLIA DE «REGULACIÓN»

Si queremos analizar a los entes reguladores, primero debemos ponernos de acuerdo respecto de que denominamos «regulación», ya que este es también un término de contornos difíciles de delinear.

La expresión «regular» seguimos aquí al diccionario de la Real Academia puede ser tanto un adjetivo (lo «ajustado y conforme a regla», por ej., «el clero regular») como un verbo (medir, ajustar, poner en orden, reglar), por lo cual la «acción de regular» (en lo que aquí interesa) es de significado idéntico a la «acción de fijar reglas» o «reglar» o «reglamentar», en cuanto un «reglamento» es un conjunto de reglas, en definitiva, de normas que fijan la «medida» de las acciones, precisamente, su «ajuste» a la «regla» o medida.

Una regulación es una reglamentación, es decir un conjunto de normas destinadas a medir el «ajuste» por tanto, la «justicia» de una acción dada. Cuando la regla resulta de un convenio entre partes, la acción es justa si se ajusta o adecua a lo pactado (justicia conmutativa); cuando la regla resulta de comparación de la situación de las partes en el todo (comparación que, en el todo social, corresponde hacer al legislador) la acción es justa si el titular de bien en lo social es el bien común en cuestión lo distribuye según la proporción adecuada (justicia distributiva); pero también la regla puede estar dirigida a forzar la voluntad de las partes en la relación jurídica o en sus conductas con efectos jurídicos, de manera que necesariamente, y aun cuando no se trate de distribuciones en sentido estricto, deban someterse a la regla o medida impuesta, también en este caso, por el legislador (justicia general, o legal, o del bien común).

Entonces toda norma, incluso la que resulta exclusivamente de la voluntad de las partes, es una regla (art. 1197 CCiv.: «Las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la cual deben someterse como a la ley misma» [resaltados agregados]), y todo conjunto de normas o reglas es una reglamentación o regulación. Como lo que se regula es la «medida» del acto o prestación dirigida a, o con efectos sobre, otros, es decir con incidencia sobre el «derecho del otro», lo regulado es tal derecho el que, si bien sólo existe en una concreta relación jurídica y, entonces, en situación de reciprocidad, puede ser definido previa y abstractamente por reglas, y hasta en una medida imperativa.

Quien da creación a la regla es un «reglamentador» o «regulador», y así, son reguladores el constituyente, los Estados en sus acuerdos internacionales vigentes, el gobierno, es decir, el Congreso, el presidente, la Corte Suprema y los tribunales inferiores, como también las restantes autoridades administrativas, incluidos los «entes reguladores», cada uno en su ámbito de competencia. Claro está que las partes (privadas) son las primeras reguladoras de sus recíprocos derechos, en la medida en que no afecten a las regulaciones impuestas por la justicia «general o legal» (como partes privadas no las podemos considerar distribuidoras del bien común), todo ello de acuerdo con el principio de subsidiariedad.

III. LA ACEPCIÓN ESTRICTA O RESTRINGIDA DE «REGULACIÓN»

Pero no es el sentido anterior (amplio) el que utilizamos cuando nos referimos a los «entes reguladores». Para éstos, o con ocasión del análisis de la actividad de ellos, utilizamos a la expresión «regulación» en un sentido mucho más restringido.

Aquí lo limitamos al ámbito de las normas imperativas, no dispositivas, heterónomas y no autónomas, de aplicación directa y no indirecta, es decir a normas que nacen del legislador público (en sentido amplio) y que no son de aplicación subsidiaria a pesar de que se encuentran destinadas a regir relaciones entre particulares: estamos en el campo de la normas que son resultado de las exigencias de la justicia legal. Pero aún así el alcance es demasiado extenso.

Para estrecharlo todavía más podemos distinguir entre los distintos niveles de la regulación, aclarando que, siempre, el nivel sucesivo contiene al precedente.

Un primer nivel es el del que podemos denominar orden público «civil», según lo establecido en el art. 953 CCiv. Este impone ciertas limitaciones al objeto de los actos jurídicos y castiga con la nulidad a los que violen tales límites. En este caso el efecto principal del acto violatorio es que no podrá ser invocado como título para exigir una determinada acción por parte de un tercero, sea de un particular o de la autoridad pública destinada a ejecutarlo: «son nulos como si no tuviesen objeto» prescribe, con precisión, el cit. art. 953 .

En el segundo nivel el «orden público» ya no es sólo el «civil», sino también el «administrativo», de manera que las conductas (consensuales o no) violatorias de los límites impuestos por la norma de «justicia general» no sólo no pueden ser invocadas (por el causante) como generadoras de título jurídico alguno, sino que van a ser también castigadas con una sanción administrativa (en un mayor grado de gravedad estaríamos en el caso del «orden público» penal). Para ello, la autoridad pública tendrá competencias de inspección o verificación y también de resolución, para lo cual podrá siempre actuar de oficio, sin siquiera consultar a la víctima, o sin siquiera necesitar que exista una víctima (cuya existencia, precisamente, se trata de evitar). Estamos aquí en el campo de la denominada «policía administrativa», la que, como veremos, incluye a la regulación administrativa en sentido estricto.

Cuando, ya en un tercer nivel, las normas de policía tienen como finalidad incidir sobre la organización de un determinado sector económico privado y, por ello y para ello, no sólo contienen prescripciones negativas o prohibiciones, sino imposiciones positivas, obligando al alcanzado por ellas a cumplir con una conducta de tal tipo, las consideramos normas «regulatorias» en sentido estricto. En este sentido utilizaremos, a partir de ahora, a la expresión «regulación» o sus derivados, salvo aclaración en contrario.

Con la expresión «incidencia sobre un sector económico privado determinado» queremos decir: a) no se tratan de regulaciones generales, destinadas a incidir sobre el conjunto de la sociedad, sino específicas para un sector en concreto; b) por «sector económico» entendemos a una parte de la sociedad identificable por el tipo de actividad económica fundamental que realiza; c) pensamos que debe tratarse de un sector privado, es decir ajeno al «sector público nacional» que, por ejemplo, define el art. 8 Ley de Administración Financiera 24156 (LA 1992 C 3553), ya que éste, por el principio de jerarquía y coordinación que rige tanto para las organizaciones administrativas en particular como a la general organización gubernamental (aunque sólo nos estamos refiriendo a la rama administrativa del gobierno) es posible decir que, desde este punto de vista, el sector público se autoregula; aún así, como veremos, la actividad del concesionario de un servicio público será una actividad regulada a través del mismo régimen de la concesión; d) se tratan de normas de, en un sentido amplio, organización, ya que tienen como finalidad hacer que los distintos elementos del sector se dispongan en determinadas situaciones o estados, de forma tal que el conjunto resultante así, precisamente, organizado sea también beneficioso al bien común de toda la sociedad; e) en nuestro sistema constitucional la intensidad de esta incidencia organizativa tiene que respetar los límites impuestos por el principio de subsidiariedad, según lo veremos luego.

IV. LA COMPETENCIA PARA REGULAR

En los tres niveles indicados más arriba, la justicia general se encuentra incidiendo sobre el ámbito de autonomía de la voluntad, también podemos decir de la «libertad negocial», de los particulares, garantizada, fundamentalmente, por el art. 14 CN. (LA 1995 A 26) (aquí nos referimos a los derechos de contenido sustancialmente económico). La misma norma autoriza a que los «derechos» sobre los que los particulares se obligan (o adquieren) en razón de sus conductas con efectos jurídicos conductas que culminan o se expresan en relaciones jurídicas de origen voluntario o no, lícitas o ilícitas y suponen el ejercicio concreto de los derechos enunciados en la norma y, eventualmente, de los implícitamente previstos por el art. 33 sean regulados o reglamentados por las leyes siempre que la sustancia de aquéllos no resulte alterada (art. 28 ).

Las «leyes» mencionadas por los arts 14 y 28 no pueden ser otras que las contempladas por el art. 31 , es decir las sancionadas por el Congreso y promulgadas por el presidente, o aquellas otras normas con jerarquía y efectos de ley, provenientes de la «función presidencial», como los «decretos de necesidad y urgencia» o los «decretos de legislación delegada».

Por consiguiente, la competencia para regular pertenece al Congreso de la Nación, con una salvedad: el caso de la regulación de los servicios públicos (concepto cuya delimitación es particularmente compleja, pero debe ser siempre interpretada en sentido restrictivo).

Los servicios públicos son, por definición, de titularidad del Estado Administración Pública, es decir del Estado persona jurídica (Estado Nacional o estados provinciales, según los casos) en su «rama organizativa» Administración Pública, se presten o no bajo la forma de concesión a particulares u otras figuras jurídicas similares. Ello, en lo que aquí nos interesa, produce una importante consecuencia: su regulación es de carácter provincial (conf., c.s., art. 42 párr. 3º CN., el que se refiere a los servicios públicos de «competencia nacional») en la medida, claro está que el servicio público en concreto se preste sólo en el territorio de una determinada provincia y sin perjuicio del auxilio a las autoridades federales si la regulación del servicio significase, en la práctica y para determinados usuarios, la alteración sustancial de los derechos del art. 14 CN., y esta situación no fuese reparada en la misma sede provincial.

Precisamente como la prestación de los servicios públicos tiene una incidencia trascendental sobre el ejercicio de los «derechos» del art. 14 (en general sobre todos los derechos fundamentales) en el orden nacional la regulación de los mismos tiene que ser de competencia legislativa (en las provincias dependerá de lo prescripto por cada Constitución local) ya que una exorbitante situación de dependencia o desprotección del usuario, o la insuficiencia significativa de la prestación, podría significar una alteración práctica de, por ejemplo, ejercer una determinada «industria lícita» (también de trabajar; de enseñar y aprender; de profesar libremente el culto, etc.).

En las condiciones establecidas por el art. 99.3 CN., la regulación, reiteramos, puede ser hecha por decreto de necesidad y urgencia, o bien, según el régimen del art. 76 CN., y tratándose de una «materia determinada de administración», puede ser objeto de delegación legislativa. Naturalmente, por imperio de la n. cit., esta delegación tiene que recaer exclusivamente en el Poder Ejecutivo y no en los «entes reguladores» ni en cualquier otro órgano o persona perteneciente a la Administración Pública.

V. EL «MARCO» Y EL «RÉGIMEN» REGULATORIO. COMPETENCIAS NORMATIVAS DE LOS ENTES REGULADORES

La severidad de lo afirmado en el parágrafo anterior se mitiga si tratamos de delimitar adecuadamente la expresión «marco regulatorio», utilizada por el constituyente de 1994 en el cit. art 42 CN. Si bien este se refiere a «los marcos regulatorios de los servicios públicos», pensamos que la situación es la misma para cualquier otra actividad económica exclusivamente privada pero que, a criterio del legislador, requiera de regulación. Por las razones ya mencionadas, esta regulación debe provenir, precisamente, del Congreso, siempre en dicho nivel «marco».

Tal expresión «marco» tiene el mismo sentido que «básico», «fundamental», de «principios». Se trata de las «bases de la regulación», que, en lo que se refiera a la aplicación concreta de la ley, seguramente necesitará de su reglamentación ejecutiva, por decreto no sólo «adjetivo» sino y fundamentalmente, «sustantivo», según la terminología utilizada por la Corte en «Cocchia» (Fallos 316:2624 [JA 1994 II 557] ). Sin perjuicio de ello, y en lo que no sea propio de la competencia de reglamentación ejecutiva (que es una competencia exclusiva del presidente) la ley marco o el mismo decreto ejecutivo pueden establecer las competencias del sector de la Administración que actuará como organización de aplicación de la ley y su decreto reglamentario. Estas competencias pueden incluir tanto el control de la actividad regulada, es decir, del cumplimiento de la regulación, como la sanción de normas generales o particulares, (que serán actos administrativos de contenido general o particular) cuyo contenido fundamental será técnico. También la competencia regulatoria puede incluir la resolución de conflictos entre los sujetos o «actores» de la actividad regulada, tal como lo contempla el cit. párr. 3º del art. 42 CN. y fue materia del fallo «Estrada». El conjunto forma lo que podemos denominar «régimen regulatorio».

¿Cómo distinguir a los decretos de ejecución de la ley marco de aquellas regulaciones provenientes de las organizaciones destinadas a la aplicación de tal ley?

Éste es un delicado problema de derecho constitucional, que no se presenta en los Estados Unidos ya que, allí, la Constitución federal a pesar de ser en gran medida el modelo de la nuestra no incluye una norma como la del art. 99.2 CN., al menos en los alcances dados por su interpretación constante. Por lo demás en el derecho constitucional norteamericano existe un concepto diverso del nuestro respecto de la «delegación», y así pueden admitir no sin idas y vueltas jurisprudenciales una amplia transmisión de competencias «legislativas» en las «agencias» de distinto tipo, especialmente si no guardan una relación jerárquica con el Ejecutivo.

Volviendo a nuestro caso, dijimos antes que los entes reguladores sancionan normas de contenido general y otras de contenido particular. Estas últimas, sin duda, son actos administrativos, los que deben «…sustentarse… en el derecho aplicable…» que le sirve, junto con los antecedentes fácticos, de «causa». El específico derecho aplicable es, obviamente, la ley del marco regulatorio y su decreto reglamentario, además de todo el conjunto normativo con jerarquía superior al acto, incluso los propios de alcance general. En cuanto a estos últimos, ¿por qué dudar de que se tratan de actos administrativos? Los actos administrativos, en el régimen de la LAP., son de dos especies, de «alcance particular» y de «alcance general» (conf., art. 11 LPA.); estos últimos que por comodidad de lenguaje llamamos «reglamentos» de manera que, en la exposición doctrinaria pero no en la ley, la expresión «acto» generalmente se reserva para el de alcance particular son los que, en el ámbito de la competencia atribuida, puede emitir cualquier órgano de la administración, centralizada o descentralizada. Los «decretos» (de ejecución; de necesidad y urgencia; de legislación delegada; de promulgación u observación de los proyectos de ley) no son «reglamentos administrativos», sino normas cada una en su propia especie de producción por el Poder Ejecutivo en virtud de la «función presidencial», tal como lo argumentamos en nuestro «Tratado».

Los «actos de alcance general» o «reglamentos administrativos» también deben resultar de la composición estructural establecida por el art. 7 LPA., donde el legislador utilizó la expresión «acto administrativo» sin efectuar ningún tipo de distinción por especies. Por consiguiente, las normas regulatorias emanadas de los entes reguladores serán actos administrativos de alcance general o de alcance particular, según el caso. Como tales, se les aplican todas las exigencias jurídicas propias

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de esos tipos de normas, y especialmente las relativas a las bases de la regulación.

VI. LOS ENTES DE CONTROL

El art. 42 CN. no se refiere, en realidad, a los «entes reguladores», sino a los «organismos» (que pueden ser entes, de estar dotados de personalidad jurídica propia) de control. El control es diverso a la regulación; normalmente limita su competencia a la simple actividad de policía: comprobación y sanción. El ente de control no goza de otras competencias normativas (de alcance general o de alcance particular) que aquellas necesarias para ejercer aquella competencia policial, pero no para orientar al sector económico regulado en orden a la realización del bien común.

Pero cuando la norma citada menciona a los «marcos regulatorios», va de suyo que se está refiriendo, como ya lo señalamos, a la ley del Congreso, que puede crear o no un «ente regulador», como puede crear o no a un «ente de control», o bien a un «ente regulador y de control» a la vez.

Podría cuestionarse la conveniencia de que una misma organización sancione normas regulatorias y controle su aplicación, pero esto es común en nuestra práctica (ver vgr., BCRA.) y no ha generado inconvenientes insuperables.

Lo importante es tener en claro que regular no es lo mismo que controlar, las que son competencias diversas que, para ser ejercidas, deben estar atribuidas expresamente.

Claro está que estos entes de control no son los previstos por la Ley de Administración Financiera , los que, salvo excepciones, están destinados al control interno o externo del sector público.

Por último los entes de control, pero no necesariamente así los reguladores, deben admitir la participación de representaciones sociales y provinciales, conforme a lo dispuesto por el art. 42 CN. Nos estamos refiriendo a la participación obligada y no a la que puede ser decidida discrecionalmente por el legislador o por el Ejecutivo en la reglamentación, donde podrían otorgar tal participación en la misma regulación. Si el ente es de control y regulador, la participación obligada alcanza sólo a las competencias de control, mientras que la medida de la participación es de definición libre normativa, bastando que ella se concrete en un órgano consultivo. Va de suyo que la participación de «las asociaciones de consumidores y usuarios» en los órganos de conducción del ente es inconveniente, ya que reduce la libertad de tales segmentos para criticar la acción del mismo ente y del sector controlado. No ocurre lo mismo, en principio, con la representación provincial.

VII. LA PERSONALIDAD JURÍDICA Y LA AUTONOMÍA FUNCIONAL

Desde el punto de vista organizativo la regulación, como también el control, pueden ser planteados de diversas maneras. Puede ser hecha por un sector de la Administración centralizada, ya sea concentrado o desconcentrado, o bien por un ente descentralizado.

Si bien la expresión utilizada por el constituyente en el art. 42 CN. «organizamos de control» que, como vimos, también alcanza a los «de regulación» es suficientemente abierta para dejar al legislador una decisión discrecional al respecto, lo cierto es que la tendencia actual, y decididamente acertada, es otorgarle autonomía funcional a estos «organismos», para la cual la nota de la personalidad jurídica diferenciada es instrumentalmente conveniente.

Pero, en cualquier caso, no debemos olvidar que la regulación (en el sentido de que aquí la estamos estudiando) es una competencia gubernamental, compartida, según sus correspondientes niveles, por las ramas legislativa y ejecutiva del gobierno. Esto quiere decir que la regulación el régimen regulatorio es una competencia que no escapa a la responsabilidad política propia del sistema democrático representativo de gobierno. Por ella la responsabilidad regulatoria es propia, en el «nivel marco», del Congreso, y en el nivel de ejecución (y esto quiere decir muchísimo) del presidente y sus ministros.

De acuerdo con lo expuesto, la autonomía funcional predicada debe limitarse a los aspectos técnicos de la regulación. Para asegurarla, reiteramos, es conveniente la descentralización subjetiva de la organización y la estabilidad de sus órganos de conducción. De la mismas manera, la autonomía funcional requiere que estos entes estén dotados de recursos humanos y materiales que aseguren el expertise supuesto en la atribución de competencia. Pero las políticas regulatorias tienen que ser ajenas al ente, aunque éste deba participar en el proceso decisorio respectivo.

Ciertamente habrá puntos de contacto entre la «política regulatoria» y las «regulaciones técnicas, de manera que ambas se influenciarán recíprocamente». Esto obliga a que, aún en lo técnico, debe predominar la decisión política, tomada por el órgano político competente, siempre que ello sea actuado con «transparencia» es decir, haciendo pública la razón política y con la debida fundamentación. En definitiva, si la política obliga a una errónea decisión técnica, es porque, precisamente, ha sido una equivocada decisión política, sobre la cual, si ha sido tomada por la Administración central, deberá hacerse responsable el jefe de Gabinete ante el Congreso en su presentación anual y alternativa impuesta por el art. 101 CN., arriesgando la censura y la remoción. Si la errónea decisión política proviene de la ley (pero también para el caso anterior) es el pueblo (donde se encuentran los usuarios y consumidores), debidamente informado (art. 42 ), de lo que también es responsable la prensa, y guiado por los partidos políticos (art. 38 CN.) seguramente de oposición, el que debe hacer valer la responsabilidad política que es fundamento y causa, a la vez, de la democracia representativa.

VIII. LA COMPETENCIA JURISDICCIONAL

El caso «Estrada» toca dos puntos muy importantes en materia regulatoria: los alcances de la competencia jurisdiccional del ente regulador y la incidencia sobre la tarifa de la medida de responsabilidad del prestador de un servicio público.

La competencia jurisdiccional de los entes reguladores puede encontrar ahora suficiente fundamento constitucional en el contexto del mismo art. 42 , el que otorga un mandato al Congreso para que establezca «procedimientos eficaces para la prevención y solución de conflictos», se entiende que entre prestadores y usuarios o consumidores, dentro del marco de la «relación de consumo», que es la alcanzada por la regulación. Y por supuesto el régimen de la regulación supone un regulador administrativo ya que el Congreso termina su cometido con la sanción de la «ley marco» que, como dijimos, cada vez más es una organización perteneciente a la denominada Administración descentralizada.

«Estrada» acepta este criterio y ratifica la vieja doctrina de la Corte que somete la validez constitucional de tal competencia jurisdiccional administrativa a la condición de que quede abierta la posibilidad de una adecuada y suficiente revisión judicial posterior. Esto puede ser efectuado por la vía de recursos directos y de jurisdicción restringida (sólo de derecho) ante las Cámaras de apelaciones, con lo cual se da debida satisfacción a la competencia constitucional del Poder Judicial, según el art. 116 CN.

Aún así, el nuevo art. 42 CN. nos sugiere cambios importantes en aquella doctrina tradicional, que nos parece que «Estrada» no consideró suficientemente.

El primero es que la intervención jurisdiccional del ente regulador puede ser obligatoriamente establecida por el legislador, lo que resulta de los amplios términos que el constituyente utilizó en la norma que arriba hemos transcripto. También que la decisión del ente regulador sobre las cuestiones de hecho y prueba no pueda ser revisada en la instancia judicial, salvo algunos supuestos de excepción taxativamente definidos.

Pero la cuestión más importante es el del alcance de la competencia jurisdiccional. El constituyente también sobre esto utilizó un lenguaje muy amplio: tal competencia puede abarcar a todos los conflictos que puedan presentarse en razón de la «relación de consumo» y, sin duda, la reparación de los perjuicios derivados de la incorrecta prestación del servicio es un título que el usuario, en tanto que tal, sólo puede invocar en razón de tal «relación de consumo». De igual manera, las defensas que el prestador puede oponer nacen de la misma fuente, aun cuando se refiriesen a situaciones de fuerza mayor o semejantes, ya que éstas, para ser de valor excusatorio, tienen que haber incidido sobre la «relación de consumo».

Cuando la mencionada «relación de consumo» se refiere a la prestación de un servicio público, ésta es una relación de Derecho público, administrativo en la especie. Esto es así porque lo que define al «servicio público» es que la competencia para su prestación corresponde al «sector público» el que puede «delegar» tal ejercicio en personas pertenecientes al «sector privado» o «social» del «ordenamiento jurídico general». Desde los tiempos de nuestro «Principios de Derecho Administrativo» hemos denominado a aquella figura organizativa (que no otra cosa es el servicio público y la delegación que admite) como «delegación transestructural de cometidos», porque es una delegación de cometidos (por ej., delegación del ejercicio concreto de una determinada competencia) que el delegante público realiza en un delegado privado, esto es, fuera de la «estructura» de la misma Administración centralizada o descentralizada.

El contrato de concesión se servicio público es una de la especies de aquella delegación, en la que la relación usuario concesionario, en lo que es el núcleo de la delegación (por ej., en todo lo directa e inmediatamente vinculado con los caracteres esenciales del servicio público), es de Derecho público.

Es una cuestión de Derecho público también la controversia y los derechos en ella en juego relativa a la indemnización de los perjuicios sufridos por el usuario como consecuencia de la (pretendida) mala prestación del servicio. Es una hipótesis de responsabilidad de la Administración Pública, pero en cabeza de su delegado, el concesionario. Así en lo sustancial lo hemos sostenido también en la disidencia que con el Dr. Fayt suscribimos en «Saúl Davaro v. Telecom S.A.» (Fallos 315:1883 [JA 1992 IV 72] ).

Es también una cuestión de Derecho público y directamente vinculada con la prestación del servicio y su regulación, lo referente a la incidencia sobre la tarifa del régimen indemnizatorio por interrupción del servicio, o más exactamente, sobre la ecuación económica financiera de la concesión. Nos parece que la aproximación de la Corte en «Estrada» en este tan importante tema peca de una cierta carencia en la concepción estratégica político económica, que es lo que se le debe exigir a un tribunal de tal tipo (o bien ha efectuado concientemente una opción en este campo, opción que nos parece equivocada).

La interrupción de servicios, aún por errores en la gestión, es una alternativa posible. Cuando ello afecta, sobre todo, a grandes usuarios industriales, la indemnización por tal interrupción puede tener una expresión económica tremenda, lo que, añadido al régimen de relativa libre competencia en la distribución para tal segmento de usuarios, puede provocar la quiebra de las empresas prestadoras que deban soportar tales indemnizaciones, o la necesidad de contemplar pasivos potenciales muy difíciles de asegurar o financiar. O bien todo lo contrario, con la razón por parte de la Corte en «Estrada» (lo que es una cuestión que merece un fino y profundo análisis jurídico económico, posiblemente orientado de acuerdo con la metodología del «costo beneficio») pero en todo caso es una cuestión claramente regulatoria, de competencia del ente regulador, que es lo que el tribunal, nos parece, no advirtió suficientemente.

Es que, precisamente, el acto jurisdiccional que emana de estos entes reguladores y de allí que el constituyente haya admitido tal competencia, insertándola dentro del art. 42 es parte de la regulación misma. Tal acto jurisdiccional culminará en una decisión que no será otra cosa que una adjudicación regulatoria, en este caso limitada por los «términos de la litis» y revisable también en forma limitada, como hemos dicho antes ante los tribunales judiciales adecuados.

De todas maneras «Estrada» es un muy importante fallo de nuestro máximo tribunal, que supone un aporte significativo en pos de la delimitación institucional de los entes reguladores.

Fuente: SJA 31/8/2005 JA 2005 III 1079 Lexis Nexis online Nº 0003/011613

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