Rodolfo Barra

Los cambios en el derecho administrativo como consecuencia de los cambios en el rol del Estado

SUMARIO: I. Introducción. — II. Derecho, política, economía y sociedad. — III. El derecho administrativo. — IV. Etapas históricas. — V. El nuevo modelo de Estado. — VI. El derecho administrativo del nuevo modelo.

I. Introducción Para quienes enseñamos derecho administrativo, y por supuesto también para quienes debemos aplicarlo tanto en la magistratura como en el ejercicio de la profesión, este es un momento especial. Nuestra materia está sufriendo grandes cambios, con una velocidad sorprendente. Apenas terminada la explicación en clase de la ley de contabilidad, conocimos el proyecto del nuevo régimen de Administración Financiera del Estado, que introduce profundos cambios al sistema anterior. Hoy, que debemos examinar a los alumnos, aquella Ley de Contabilidad ya no es vigente, sustituida por un nuevo cuerpo más ágil, menos reglamentarista, con controles más realistas, y por tanto más efectivos. Se modificó también el Reglamento de Procedimientos Administrativos, siempre con la intención de agilizar dicho procedimiento. Apenas estábamos acostumbrados al régimen estructurado por la ley 23.696 (Adla, XLIX-C, 2444) para el procedimiento de privatización de empresas estatales, debemos admitir que el mismo es sólo la estructura básica. Las grandes privatizaciones se realizan por áreas, con regímenes específicos: el sector eléctrico, el sector del gas, el relativo al petróleo, la ley específica de privatización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales, el sector portuario, el reglamento para la privatización de los servicios de agua corriente y servicios cloacales y pluviales. Ya está elaborado el anteproyecto de nuevo régimen para las contrataciones administrativas –en muchos aspectos, otro giro de 180 grados con respecto a las regulaciones vigentes– y el anteproyecto de administración de bienes del Estado. El régimen de fomento, en lo que hace a la promoción industrial, fue profundamente incidido por la ley 23.697 (Adla, XLIX-C, 2458), y el instituto de la policía sufrió un terremoto con la política desregulatoria, llevada a cabo con energía y velocidad, si bien, en opinión de algunos, con descuido de las formas. Los programas de estudio ya están desactualizados. En realidad ya no hay bibliografía totalmente actualizada, con excepción de algunas monografías sobre temas específicos. ¿De qué sirve estudiar el régimen jurídico de las empresas públicas? ¿Es una pieza de museo o debe formulárselo en atención a una nueva perspectiva, todavía no suficientemente clarificada jurídicamente? ¿Se presta suficiente atención en nuestros programas de estudio al régimen de la concesión del servicio público y de la concesión de obra pública, hasta ahora no mucho más que puntos complementarios de otras asignaciones temáticas? ¿Cómo tratamos al poder de policía en la era de la desregulación? ¿Cómo lo tratamos en la era de las privatizaciones? Todo esto sin considerar la declaración legislativa de emergencia y sus efectos jurídicos. Su incidencia en la ejecución de sentencias contra el sector público, en el régimen contractual, etc. Además el problema de los decretos de necesidad y urgencia y de una nueva práctica en materia de delegación legislativa –tanto que en ocasiones ni el mismo Poder Ejecutivo tiene claro si está dictando un decreto de necesidad y urgencia o un decreto delegado o, a veces, un decreto reglamentario– y un sinfín de problemas entre poderes. Hasta los cambios en la misma estructura de la Administración central, con servicios que desaparecen, otros que se transfieren a la actividad privada, y un cambio sustancial en la vida –no tanto en los principios jurídicos– del funcionariado público. Claro que todo esto está ocurriendo en tres años. Quizá con mucha más intensidad, desde el punto de vista de la actividad legislativa, en el último año y medio. Menudo problema para los profesores, estudiosos y estudiantes del derecho administrativo. También trascendental problema científico y político. Se está, ni más ni menos, diseñando una nueva relación entre el Estado y la sociedad, en la cual el derecho administrativo es una pieza clave. Si no fuera porque en nuestro medio esta es una palabra gastada y desprestigiada, diríamos que se está desarrollando un proceso revolucionario.

II. Derecho, política, economía y sociedad Para Marx el Derecho no es más que una de las superestructuras de la infraestructura económica;

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de las relaciones de producción y de distribución de la riqueza. El Derecho sirve para garantizar tales relaciones, un medio más de dominación de la clase dirigente, un modo de asegurar la conformidad de la sociedad al modelo económico impuesto. En cierto sentido su análisis es correcto. El derecho feudal no sirve para una sociedad capitalista, como el derecho capitalista nada puede hacer en una sociedad del tipo soviético. Pero eso no es todo. La vida social –que es vida humana– es compleja, compuesta de elementos que interactúan, que se condicionan mutuamente. La vida social es sistemática, y en un sistema cada elemento tiene valor en sí mismo y en su modo de relacionarse con los restantes elementos, de manera que ninguno de ellos puede existir funcionalmente si no existen los otros con los que se corresponde. Así, desde cierta perspectiva, el derecho puede ser la infraestructura de la superestructura económica, aunque desde otro punto de vista la formulación sea la inversa. Lo que determina el sistema es la idea fuerza o idea rectora del sistema, distinta en una sociedad capitalista que en una sociedad comunista. Y, para que el sistema funcione, la idea fuerza es la verdaderamente conformadora, la que realizará la adaptación dinámica de los elementos. Así el Derecho asegura, a la vez que conforma a un determinado orden social. Esto lo hacen todas las normas jurídicas, también la jurisprudencia, la costumbre, la doctrina, en la medida en que se las reconozca y se las admita como fuente del derecho. El art. 1197 del Cód. Civil –«Las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la cual deben someterse como a la ley misma»– es una pieza clave del sistema capitalista. Garantiza la seguridad jurídica, la estabilidad en las

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transacciones económicas. También expresa una determinada cosmovisión –individualista– como asimismo una neta distinción entre el ámbito de los individuos y el ámbito de lo socialestatal. Pero el Derecho no sólo garantiza ese ámbito de soberanía individual, en beneficio (en dicho ejemplo) de las transacciones capitalistas. También, en su aplicación continuada, en su vigencia real, educa en tal sentido, nos predispone en el ejercicio responsable de nuestro consentimiento. Esa norma –el art. 1197– existe porque el legislador creía en un modelo capitalista, pero sin esa norma todo el modelo capitalista sucumbiría. En razón de esa norma los empresarios planifican su actividad, los empleados realizan sus pequeñas transacciones económicas, el mismo Estado encuentra una base cierta en la que fundar su política tributaria. Si la borramos, borramos el sistema capitalista; es como si este sistema fuese una emanación de dicha norma y no su inversa. Por eso, cuando tal norma no tuvo vigencia real –no podría tenerla en una economía hiperinflacionaria que llegó a índices del 300 % mensual– el sistema capitalista en la Argentina estuvo a punto de desaparecer. El contrato dejó de ser la ley de las partes, simplemente porque las convenciones no podían cumplirse. La «teoría de la imprevisión» dejó de ser un instituto de excepción para convertirse en la regla de la ejecución contractual. No más seguridad jurídica, proveniente del libre consentimiento de las partes. Perdido el ámbito de la soberanía individual, comenzó a regir el ámbito de lo público, de las regulaciones. Todos los contratos estaban, en más o en menos, regulados. La ley de las partes era la regulación y no el contrato, el contrato se estaba socializando, y con él, la economía, la política, el derecho. Por ello el Derecho no es una mera superestructura. Es un elemento funcional del sistema. Modifiquémoslo y el sistema será distinto.

III. El derecho administrativo En dicha concepción el Derecho administrativo juega un papel especial. En el sistema que se quiera conformar es fundamental el modo de relacionarse del Estado con los individuos. Por supuesto que el Estado tiene distintos instrumentos para hacerlo, para establecer esa relación, uno de ellos –y más que central– es el Derecho. El contrato es ley para las partes, esta definición es, por la negativa, un modo de relación. Pero para que el libre consentimiento tenga efectiva fuerza de ley, el Estado pone medios a disposición de las partes contratantes. Las normas supletorias, para suplir las lagunas contractuales y para interpretar el conjunto o partes de lo convenido. El juez y los medios de ejecución forzada de sus sentencias, para aquellos casos de incumplimientos a la ley del contrato. En un grado mayor de incidencia, el Estado introduce algunas normas –pocas– imperativas, de orden público; aquí para asegurar que el contrato no viole exigencias de bien común que el Estado legislador considera de indispensable respeto. Pero existen otras formas de relación, aquellas que vinculan directamente al Estado con los particulares y que, por tanto, definen y delimitan el grado de incidencia estatal en la sociedad. Aquí el Derecho administrativo cumple con un rol esencial. El derecho administrativo, desde esta perspectiva, configura un gran orden de repartos. Todo el derecho lo es, en un cierto sentido. El art. 1197 del Cód. Civil garantiza un orden de repartos autónomo, sin otra injerencia estatal que la ya enunciada. Es el orden de repartos del mercado, ya que las partes decidirán por sí mismas, pero sin poder obviar la influencia del mercado, el que en definitiva se forma, si funciona correctamente, con el conjunto cualitativo de las decisiones individuales, de la múltiple y multiforme aplicación del art. 1197 en la realidad. Por supuesto que se encuentran también sujetas al «mercado» –aunque paradojalmente, en un sentido no «mercantil»– las decisiones personales sobre bienes fundamentalmente no económicos. La decisión de contraer matrimonio es autónoma, libre, desinteresada, pero a la vez influida por circunstancias exteriores, donde los interesados también analizan, con las particularidades propias de la especie tratada, los «costos» y «beneficios» de su decisión, sus alternativas, opciones, ocasión adecuada, etc., sin incidencia estatal, más allá del régimen jurídico que el estado garantiza. Desde este punto de vista es una decisión de mercado, aunque basada en una racionalidad distinta que la ordinaria del mercado. Pero el derecho administrativo encara esta cuestión desde otro ángulo. En esencia es la negación del mercado, a veces su mera, pero trascendente, corrección. Cuando un particular se introduce en cualquier transacción jurídica, intercambia bienes –patrimoniales, personales (como la fidelidad conyugal)– que son propios, que sólo a él le pertenecen. Estas transacciones pueden tener efectos sobre terceros (grupo familiar, socios) pero serán válidas si se refieren a bienes propios, y el Derecho, ya lo vimos, le asegura la autónoma y libre disposición de esos bienes propios. Lo mismo ocurre con las distintas asociaciones que los hombres forman para satisfacer sus bienes propios, y a las que el Derecho, por una exigencia de organización y seguridad jurídica, acuerda subjetividad jurídica. Pero el Estado es distinto. En un sentido absoluto, carece de bienes propios. Por definición, administra bienes comunitarios –el bien común– destinados a su distribución en la sociedad, entre las partes del todo comunitario. El Estado es un organizador de la formación de la riqueza común y el distribuidor de la misma, cuando tal distribución no puede ser lograda según el normal funcionamiento del mercado. Este es el campo propio del derecho administrativo –junto con otras ramas del derecho público, como el fiscal o tributario, el penal, el procesal– en tanto que regula las relaciones jurídicas entabladas entre el Estado y los particulares y que tienen como finalidad la organización de la producción de la riqueza común y su distribución entre el conjunto de los particulares. Debemos remarcar que esta rama del Derecho es por definición ajena a las que coordinan y unifican a las normas supletorias aplicables a las transacciones hechas en el mercado, salvo en las excepcionales situaciones en las que el Estado (Administración pública) es sujeto de una transacción de mercado, donde, por lo demás, el Derecho administrativo sigue siendo parcialmente aplicable, porque el Estado sólo podrá ingresar en aquel tipo de negociación en orden a satisfacer instrumentalmente su finalidad esencial. La Administración pública no puede, estrictamente, ser sujeto de transacciones de mercado porque los bienes que ella puede intercambiar no son disponibles en el mercado, y no lo son porque la Administración carece de autonomía en la transacción. ¿Puede disponer a voluntad el reparto de los bienes comunes? ¿Sólo a ella, y a su cocontratante, le interesa –como al señor que vende zapatos– las modalidades del intercambio? ¿O el interés es de todos –al menos de un «todo» cualificado por determinadas circunstancias– ya que lo que se le dé más a uno a otro se le da de menos? No podemos profundizar este aspecto en la presente ocasión, pero concédanme tener esta afirmación siquiera provisionalmente por aceptada, debido a su utilidad en el razonamiento por venir. El derecho administrativo es un derecho fuera del mercado, un derecho «antimercado», violador de las reglas del mercado, si me permiten expresarlo de un modo sin duda exagerado. Jurídicamente, esta «ajeneidad» con relación al mercado se configura en el conjunto de principios y reglas que estructuran el derecho público. Hay en el derecho administrativo distintos tipos de norma: A) Las destinadas a asegurar la eficacia de la estructura administrativa para cumplir con los cometidos que le asigna el ordenamiento jurídico. Así las normas de organización, de distribución de competencia, el régimen del funcionariado público. Por ser accesorias a la finalidad principal del derecho administrativo, participan de sus principales características, lo que se destaca cuando estos aspectos se concretan o afectan a relaciones jurídicas establecidas entre la Administración y los particulares. B) Las destinadas a servir directa o indirectamente al proceso de la generación de la riqueza y su distribución. Así: a) directamente: 1) los contratos administrativos –generan infraestructura social, inciden sobre la formación del producto bruto y su distribución, sobre la ocupación de mano de obra, consumo de energía, materias primas, etc., y también sobre la capacidad de actuación de la Administración, como el contrato de suministro– 2) el servicio público, que, en lo sustancial, quita del mercado a la actividad así calificada, 3) la empresa pública, que actúa fundamentalmente fuera del mercado, expresa o implícitamente; b) indirectamente: 1) la policía o régimen de regulaciones de orden público con competencia administrativa para su aplicación de oficio e imperativa, 2) el fomento, en cuanto asigna recursos especiales, fuera del mercado, a determinadas actividades. Ambas distorsionan el mercado, alterando su libre juego, sin perjuicio de su total justificación en circunstancias determinadas. Sobre todos estos medios predomina el acto administrativo, es decir, el núcleo del denominado régimen exorbitante. El acto administrativo es, en definitiva, el que publifica a todos los institutos del derecho administrativo. Finalmente, como garantía de los administrados y garantía de eficacia y propio control en la Administración, el procedimiento y el proceso administrativo, o contencioso administrativo judicial. Si el Derecho administrativo es «el antimercado» ¿cómo juega en las distintas formas históricas de tratamiento estatal del mercado?

IV. Etapas históricas El carácter instrumental del derecho administrativo con relación al modo de entender estatal de su cometido de organizar y distribuir la riqueza, lo hace totalmente voluble, influenciable por los matices o grados de intensidad con que el Estado se «aproximó» al mercado. Notemos la diferencia con el derecho civil. Este parece, y en gran medida lo es, inmutable. Nuestro Código Civil –ley 340– fue promulgado el 29 de setiembre de 1869. En más de un siglo –a pesar de las grandes transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales– se mantuvo casi igual a su redacción original. Una reforma, importante pero parcial, en 1967. Otras, antes y después, pero de menor trascendencia. Algunas reformas importantes en el régimen del matrimonio civil. Pero esencialmente permaneció inmutable, ya que la concepción teórica básica del Estado tampoco cambió. Si la Argentina se hubiese orientado hacia un sistema comunista, sin duda el Código Civil hubiese sido totalmente modificado. Pero los cambios fueron prácticos antes que teóricos, puntuales y no globales. En el papel del Estado frente a la sociedad antes que con respecto a las relaciones entre los particulares. Claro que dichos cambios fueron importantes, pero sólo requirieron parciales adaptaciones del ordenamiento civil. En algunos casos podemos decir –ya lo vimos antes– quedó inadaptado. Esto es así porque el mercado –limitado, controlado, regulado, desnaturalizado– siguió existiendo. Lo que se debía modificar era el régimen que permitía la invasión del mercado por el Estado. Nos ocurrió lo mismo que en Europa. Simplificando las etapas, podemos distinguir el derecho administrativo vigente hasta la segunda gran guerra (aunque en el período de entreguerras ya se preanunciaba su conformidad posterior) adaptado a un Estado abstencionista, del posterior a la segunda guerra, propio de un Estado intervencionista, y el actual, que nace en la década del 80, que se amolda a un Estado cuya calificación nos es difícil porque se encuentra en formación y porque carecemos de la adecuada perspectiva histórica. Somos, más que contemporáneos a la transformación, sujetos y actores de ella. Pensemos en la segunda de las etapas mencionadas. Hablar de ella me es más sencillo ya que fui educado en sus presupuestos, en sus ideas fuerza. Soy parte de esa «cultura» de derecho administrativo. Aquí el derecho administrativo –porque lo hace el Estado– desconfía fuertemente del mercado. Lo acepta, pero como un mal necesario. Debe vigilarlo, ya que el mercado es, en realidad, un factor de perturbación para una adecuada organización de la creación y distribución de la riqueza social. La actividad social puede ser clasificada en «capas». Una primera engloba a las transacciones sin contenido económico, donde sólo hay que cuidar del orden público, la moral y las buenas costumbres. Otra contiene a las transacciones económicas sin real trascendencia sobre el cuerpo social. Aquí podrán haber más o menos regulaciones según la fuerza expansiva del poder de la burocracia y la ideología subyacente del gobierno de turno, pero básicamente se la deja librada a su suerte. Otra capa es la de las actividades que, aunque no tengan gran importancia económica, tienen sí efectos sociales. Un ejemplo lo constituyen las locaciones de inmuebles, atacadas por normas de orden público, regulaciones e injerencias administrativas. En este punto se avanzó sobre el Código Civil y se organizó un sistema administrativo de regulación y control. La última capa está formada por los grandes emprendimientos económicos, constituyan o no servicios públicos. Estos deben quedar para el Estado, en concurrencia o no con los particulares –en concurrencia material, por la actividad común, pero no jurídica ni económica, en la realidad de la cuestión– y si lo realizan los particulares, ello debe ser con un fuerte sometimiento a normas de policía o con un gran despliegue de medios de subsidio. Normalmente, con ambos. Para todo ello, grandes organizaciones burocráticas, empresas y entes descentralizados –se trata de una Administración «proletaria» por la enorme prole que genera– gasto público, déficit presupuestario. No tomen mis palabras como una crítica sin matices. Seguramente era lo necesario para la época, quizá lo inevitable. Aun así el derecho administrativo siguió siendo un gran elemento garantizador de los derechos de los particulares, en algunos casos hasta sustituyendo, en la doctrina y en la práctica, al ausente, por circunstancias políticas, derecho constitucional. No sólo eso, sino que significó el desarrollo económico, la mejor distribución de la riqueza, la reconstrucción de naciones que habían sido devastadas por las guerras civiles o internacionales, o devastadas por la desorientación de sus clases dirigentes. Pero todo en la vida envejece, se esclerotiza, y comienza a servir a finalidades distintas a las originales y justificantes, o a no servir para nada. Nosotros nos formamos en aquel derecho administrativo. El de la «procura existencial» en la feliz y gráfica expresión de Forsthoff, o en la feliz y gráfica traducción de los administrativistas españoles, que nos la trasmitieron. Es el derecho administrativo «conformador de la vida social», tan trabajado en España por López Rodó o Guaita. Es curioso ver que, aunque los temas en los programas de estudio eran los mismos, sus contenidos variaban. El estado inversor requería de un estudio profundísimo de los contratos administrativos; en un sistema de déficit presupuestario, el análisis detallado del régimen presupuestario carecía de una importancia determinante. La concesión del servicio público era casi una categoría histórica, por lo menos si pensamos en servicios públicos gestionados por particulares y no por empresas estatales, aunque vestidas con un falso contrato de concesión. La policía y el fomento debían tener un lugar central en la currícula de estudios, como también el complejo régimen de las empresas comerciales e industriales de propiedad del Estado, con su parafernalia de tipos societarios y empresariales y su heterogéneo e ilógico régimen jurídico. Se trata, en fin, de un derecho administrativo adaptado a un Estado enfermo de elefantiasis, grande, burocratizado. También muy ineficiente.

V. El nuevo modelo de Estado No siempre es fácil comprender las razones de los grandes procesos transformadores, en especial para los que son sus contemporáneos. Generalmente encuentran sus razones en un complejo de causas concurrentes, a veces exteriorizadas en los humores de la gente, del pueblo, en conductas pasivas o activas, pacíficas o violentas. Cuando tales humores encuentran a una clase dirigente que los interprete y los traduzca en hechos concretos, se producen los grandes cambios históricos. Lo cierto es que el final del siglo XX es testigo de este proceso de cambio, con características universales, que se manifiesta como una nueva relación entre el Estado y la sociedad. ¿Qué características tiene el nuevo modelo de relación que, todavía imprecisamente, se está delineando? A) Diferenciales Entendemos por características diferenciales aquellas que distinguen al nuevo modelo de los anteriores, comparándolo tanto con el régimen capitalista existente hasta la finalización de la Segunda Guerra (para fijar una fecha, sin duda caprichosa) como también con el identificado como «Estado de bienestar», que lo sucedió. Naturalmente no hacemos esta comparación con el modelo comunista, o con ciertos socialismos de «izquierda nacional» cercanos al comunismo, porque no hay punto de comparación posible. A. 1) Con el sistema capitalista «extremo»: se diferencia en las materias más sensibles, como la incorporación de claras reglas de justicia en las relaciones laborales; la existencia de entidades intermedias de protección a las personas –p. ej. sindicatos– la plena conciencia de la necesidad de una educación generalizada y profesionalizada, trascendente del simple alfabetismo; la protección de la salud pública; la necesidad de un salario mínimo pero superior –cualitativamente superior– al mero salario de subsistencia, y otras áreas críticas. Aquí el Estado ha dejado de ser abstencionista, respondiendo a la conciencia comunitaria relativa a la razón de bien común de resolver estos problemas. En el orden político, lo expuesto es causa y efecto, a la vez, de una mayor democratización de la vida política, fundamentalmente en la extensión de los derechos electorales y una afirmación muy sustancial de la responsabilidad electoral de los gobernantes; el respeto por los mecanismos de control de la actuación pública; la división de poderes y demás principios propios del Estado de derecho. Especialmente, una sustancial afirmación y respeto práctico por los derechos fundamentales, en la constante búsqueda de la realización del ideal expresado en la terminante sentencia del Papa Juan XXIII: el hombre es fundamento, principio y fin de todas las instituciones sociales. A. 2) Con el «Estado de bienestar»: sensible aceptación del valor de la iniciativa privada y del efecto positivo del funcionamiento del mercado rectamente ordenado; desconfianza en las iniciativas económicas y sociales de carácter estatal; rechazo de la burocratización de las actividades; rechazo del igualitarismo social; conciencia de la necesidad de reducir el gasto público en la medida exigible por un presupuesto equilibrado –rechazo de la idea del déficit presupuestario como factor de desarrollo– limitación de la estatización de los medios de producción –empresas públicas– y de la estatización de la prestación de los servicios públicos; revisión del sistema de regulaciones del mercado, rechazando las regulaciones globales o universales para actuar, en cambio, más fuertemente en las regulaciones selectivas. Estas ideas también tienen sus consecuencias en el mundo político, con la superación de la concepción de la «democracia de masas»; la reducción o desaparición de la influencia cualitativa de los sindicatos obreros y patronales en la toma de decisión política; la revalorización de la capacidad profesional de los dirigentes políticos y, con ello, una redefinición del papel mediador de los partidos. B) Afirmativas: Si bien aquellas diferencias son, en sí mismas afirmaciones, en este rubro incluimos características más claramente innovadoras respecto a situaciones anteriores. Así la creciente preocupación por el problema ecológico, con su conclusión en medidas reguladoras; la concentración del Estado, de su burocracia, en un núcleo fuertemente profesional; la concentración de su papel en el desarrollo de determinadas actividades esenciales, variables conforme con las circunstancias, con vocación a la excelencia en la prestación de las mismas; la afirmación del servicio público, junto con su papel de garantizador de la situación de los usuarios, como un generador de una mejor calidad de vida y una forma de medir el nivel de ingresos de las personas, lo mismo que con respecto a otras prestaciones administrativas, como la salud, la educación y la seguridad –a mejor calidad de las prestaciones, mejor calidad de vida y mayor ingreso real per capita (no sólo gano mi sueldo mensual, sino que también «gano» el buen servicio público de que disfruto o la buena prestación de salud a la que tengo acceso, gratuitamente o a niveles tarifarios razonables)–la confianza y vocación por delegar en las organizaciones comunitarias la prestación de determinados servicios, no sólo los tradicionalmente calificados como «públicos» sino también distintas prestaciones en materia de seguridad social, retiros de vejez, etc. –atribuir el «gasto» presupuestario, no a una organización estatal burocrática, sino, como forma de subsidio, a una entidad social, privada, no burocratizada– confianza en la distribución de los recursos sociales a través de los mecanismos del mercado. Todo ello según una concepción que podemos denominar «empresarial» basada en el análisis del «costo-beneficio» de cada actividad pública, incluso la normativa como las regulaciones de policía, las adjudicaciones individuales a través, p. ej. de la legislación del trabajo, la legislación indemnizatoria por infortunios tanto laborales como civiles, etc. ¿el beneficio acordado al individuo, es compensable con el costo social que luego repercutirá sobre el mismo individuo? O bien ¿el beneficio social de determinadas medidas, es compensable con su costo individual? Esta concepción supone entender, desde este punto de vista, a la sociedad como un sistema de adjudicaciones, no alejado de la idea de justicia distributiva de la filosofía clásica. Todos estos elementos tienen, también, su repercusión en la cultura social. La revalorización de la iniciativa privada es también la revalorización del trabajo, como la búsqueda de la capacitación y profesionalidad en los servicios y prestaciones, produce como efecto necesario la preeminencia del valor del trabajo bien hecho, del trabajo que perfecciona al agente y a los otros que, por el trabajo, con el agente se relacionan. El hombre, que por el trabajo es co-creador, es también un hombre solidario, porque la creación, salvo supuestos patológicos, no admite las sicologías egoístas. Si en lo personal se destaca el valor preeminente del esfuerzo individual y su proyección solidaria, en lo social tienen que florecer conductas asociativas, muy alejadas de la cosmovisión individualista que caracterizó, en gran medida, al capitalismo inicial. Tienen que florecer las pequeñas empresas, las empresas familiares que todavía son la base del desarrollo de las economías del llamado primer mundo. También las asociaciones con fines de servicio, del más variado tipo, con profesionales que hagan (por qué no) del empleo en ellas su medio de vida, aunque la asociación, como tal, sea no lucrativa. ¿Cómo llamar a este nuevo modelo? No debemos todavía preocuparnos por el nombre. La preocupación debe estar, mejor, orientada a la afirmación del modelo (si es que lo consideramos positivo) a la depuración de sus aspectos negativos, a la consolidación de su sentido personalista.

VI. El derecho administrativo del nuevo modelo Si el derecho administrativo es el derecho de «extramuros» del mercado, en el nuevo modelo debe ser concebido de una manera que no atente contra las áreas –mayoritarias– que quedan adjudicadas al mercado. Pero esto no significa idear un derecho administrativo debilitado. El Estado debe ser fuerte y vigoroso en lo que hace, en lo que debe hacer, pues tal hacer es en razón de su carácter de gerente del bien común, de distribuidor de cargas y beneficios, en aquellos sectores en que no es posible distribuirlos o adjudicarlos por el estricto y exclusivo juego del consenso entre las partes. Por eso el derecho administrativo es derecho público, dotado de prerrogativas que se armonizan con las garantías reconocidas y afirmadas en los particulares. Seguirá estando fundado en el acto administrativo, como centro de estas prerrogativas de poder y de ejercicio de las garantías pertinentes. El acto administrativo será, continuará siendo, la base de las restantes instituciones iusadministrativas: de los contratos, que tendrán tanto una razón adjudicativa, como de eficacia gerencial y beneficio social ( no más contratos administrativos sólo para «dar trabajo» al sector al que se orientan) del servicio público, ahora centrado en la técnica de la delegación por concesión; de la policía, que protegerá tanto al orden público, como garantizará la iniciativa privada, la calidad de las prestaciones, el respeto por elementales reglas de convivencia que también se expresan a través de la lealtad comercial, la calidad de los productos, el respeto por el consumidor o usuario, la publicidad veraz y alejada de técnicas de captación, impulsos o incentivos, moralmente disvaliosos; la regulación que también debe proteger a la actividad privada y a la capacitación técnica y profesional de los diversos prestadores; el fomento de la iniciativa privada, de la tecnificación y ocupación de mano de obra, sin injustas o desproporcionadas adjudicaciones de los recursos sociales mediante el subsidio de empresas innecesarias, ineficientes u obsoletas. Es un derecho administrativo que deberá insistir y perfeccionar las técnicas de la delegación hacia la comunidad, en aplicación del principio de subsidiariedad: ¿para qué una organización pública burocrática si el servicio o actividad puede ser prestado por asociaciones particulares eficientes (con eficiencia controlable por la Administración) con la misma o menor asignación de recursos presupuestarios? El principio de subsidiariedad obligará a tratar sólo como un recurso de excepción y provisional la asunción, total o parcial, por parte del Estado de la titularidad de los medios de producción en una determinada empresa o sector de la actividad. Privatizada y desregulada la economía, tiene que fortalecerse la preocupación por el control, en beneficio del mercado como un todo y en beneficio de los sujetos individuales que le otorgan al mercado su contenido real. De aquí que deberán perfeccionarse las técnicas de control (que, en muchos casos, no serán estrictamente regulatorias) donde el derecho administrativo deberá desarrollar, seguramente, instituciones más ágiles y adecuadas que las presentes. Toda esta nueva actividad supone una organización administrativa apropiada. Deberá continuarse con las técnicas de desconcentración y descentralización, pero con instrumentos que eviten la formación de feudos administrativos, tan generalizados en el Estado burocrático. Para esto, una efectiva ligazón de las organizaciones administrativas, aun las subjetivadas, con el Poder Ejecutivo y sus ministros y, especialmente, evitar la formación de estructuras permanentes. Existen gran cantidad de actividades del Estado que, en sí mismas, responden a necesidades coyunturales o circunstanciales, por lo que requieren de estructuras de servicio de «término fijo», que deben desaparecer de pleno derecho al vencimiento del plazo, salvo prórroga mediante resolución fundada. Deberá recurrirse, como regla general, a cuerpos profesionales pequeños, con remuneración adecuada, generando un escalafón profesional contratado, en paralelo al escalafón perteneciente a lo que se puede llamar como de «administración ordinaria». Aquí sí debe continuar rigiendo el principio de la estabilidad en el empleo público, para evitar retornar al «sistema de los despojos», pero quizá debidamente flexibilizado. Deberá aceptarse que la Administración eficiente, consciente de la relación costo-beneficio en cualquier actividad prestacional o reguladora, requiere de agilidad. Deben, entonces, preverse estructuras administrativas dotadas de suficiente competencia reglamentaria, seguramente por vía de delegación legislativa, cuya constitucionalidad será indudable en la medida que en la ley de delegación se definan claramente las políticas legislativas que la Administración deberá respetar y llevar a cabo. Lo mismo ocurre con la facultad que el Ejecutivo debe gozar en materia de regulación de situaciones de emergencia a través de medidas rápidas y concretas, con la posterior intervención del Poder Legislativo en un procedimiento que no afecte a la cobertura de seguridad jurídica que toda norma debe portar, p. ej., otorgándole a la falta de tratamiento legislativo del decreto de urgencia, en un determinado plazo, carácter confirmatorio del mismo. Como se trata de una Administración reducida pero fuerte en el ámbito estricto de su competencia subsidiaria, el procedimiento administrativo y el proceso judicial contencioso administrativo, deberán ser diseñados de manera de evitar «judicializar» la Administración pública, con lo que se evitará también la «judicialización» de los conflictos políticos. El concepto de juez «deferente» de la decisión discrecional administrativa y la revalorización de la presunción de legitimidad y fuerza ejecutoria del acto administrativo, servirán para evitar la esclerosis administrativa, la paralización de la gestión de los asuntos públicos, en áreas que, en el nuevo modelo de relación Estado-sociedad, es reducida y de interpretación estricta y restrictiva. Esta idea deberá congeniarse con los postulados del Estado de derecho y la garantía del debido proceso, pero en un esquema que diferencie la litigiosidad privada del procedimiento de formación y emisión del acto administrativo, como también resulte respetuoso de la división de poderes, evitando la generación de decisiones judiciales, de contenido en definitiva, semejante al acto administrativo, como si fueran emanadas por un juez que ha dejado de serlo, para convertirse en un administrador. La competencia técnica y los recursos necesarios para la «administración general del país» han sido reservados por el constituyente y por el legislador a la Administración pública y no al Poder Judicial, sin perjuicio del destacado papel que éste debe cumplir y cumple en la defensa de los derechos subjetivos, cuando éstos se encuentren concretamente agraviados por una decisión administrativa. Aun así se impone el recurso de, junto con la revocación de la decisión viciada, el reenvió a la Administración para la toma de una nueva decisión, señalando los principios de derecho que esta decisión deberá respetar en el nuevo pronunciamiento, si éste resultase necesario. De lo contrario, insisto, las sentencias se transforman en actos administrativos, seguramente en perjuicio de la corrección y eficacia de la toma de decisión administrativa. En definitiva lo expuesto no es más que un conjunto de ideas, en muchos casos de aspiraciones, que quizá resulten útiles para el buen camino de esta nueva etapa de la que nos encontramos recién en su punto de partida. Seguramente todas, o casi todas, serán polémicas y muy posiblemente erróneas, pero la polémica es lo que hoy interesa, como también la aproximación a la verdad por el descarte del error que, por analizado, recién puede ser, entonces, descalificado.

(*)Sobre la base del documento de trabajo presentado en el IX Congreso Nacional de Administración Pública, celebrado en Mendoza durante los días 25, 26 y 27 de noviembre de 1992.

Publicado en: LA LEY 1993-A, 820

Categoría: La Ley
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How to avoid These Unwanted Lines Stretch Mark Removal ASAP

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