Rodolfo Barra

La Corte Suprema de Justicia de la Nación y la separación de poderes

SUMARIO: I. Introducción. — II. La interpretación constitucional. — III. La legitimación para accionar. «Causa o controversia». — IV. Zona de reserva. — V. El problema de los denominados decretos de necesidad y urgencia.

I. Introducción
No es inoportuno, ni meramente retórico, comenzar esta exposición recordando la tan conocida afirmación de los revolucionarios franceses, en el art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789: «Toda sociedad en la cual no esté asegurada la garantía de los derechos ni determinada la separación de poderes, no tiene Constitución». En esta sentencia ¿hay dos o una sola condición para la existencia de una Constitución? La Constitución es la piedra angular de todo el sistema jurídico, pero ella en sí misma es un sistema. Y este sistema reconoce como idea directriz la limitación de los poderes públicos frente a los derechos de los individuos, es decir, la Constitución como un sistema de garantías. Entonces la fórmula podría expresarse de la siguiente manera: «Toda sociedad en la cual no esté asegurada la garantía de los derechos ni determinada, como instrumento indispensable para la misma, la separación de los poderes, no tiene Constitución». Es que la separación de poderes no es sólo un requisito funcional, orgánico, para la mayor eficiencia de la gestión estatal; no es el principio de la división del trabajo traducido al lenguaje del derecho público. Es mucho más. Es garantía de la protección de los derechos, a través del imperio de la ley emanada del órgano que representa la voluntad soberana del pueblo, órgano de formación y origen democrático y que actúa según un procedimiento para la toma de decisiones también democrático; es asimismo garantía de la administración adecuada de la cosa pública por un complejo de órganos que actúan según el principio de vinculación positiva a la ley y que, en su cabeza, también reconoce un origen democrático. La separación de poderes asegura igualmente el control de la aplicación de la ley a los casos concretos, en los conflictos que se presenten entre los particulares o entre éstos y el poder público, control realizado por un complejo de órganos que es ajeno al debate político, y por ello independiente de las otras ramas del gobierno, de la voluntad de las mayorías, de los grupos de interés, de los factores de poder, y de todo otro elemento que sí, en cambio, debe influir en el proceso democrático para la imposición de reglas de conducta particulares o generales. El Poder Judicial se presenta así como la perla de la separación de poderes, su núcleo esencial: controla la efectiva vigencia de la separación funcional y orgánica para garantizar los derechos afectados por su incumplimiento, pero aún controla la actividad de los restantes órganos, cumplida dentro de la esfera de sus respectivas competencias, para impedir que los derechos fundamentales de los individuos puedan verse invadidos por el error o la voluntad desmedida de quienes representan a las ocasionales mayorías políticas o a las más perdurables mayorías culturales, religiosas o raciales.
En estas condiciones, hay Constitución, pero una Constitución que no es sólo una carta política, o una solemne declaración de principios e ideales, o un magistral reglamento de organización estatal. El secreto del sistema fue y es, concebir a la Constitución como una norma jurídica, la principal de todas las que ella misma –y en un determinado orden jerárquico– autoriza y origina. Sin la conformidad con la Constitución, no hay norma válida, ni como acto general ni como acto particular. Los jueces deben juzgar aplicando el ordenamiento jurídico al caso concreto, pero siempre bajo la primacía de la Constitución: las leyes y otras disposiciones normativas deben ser interpretadas en el sentido que no contradiga a la Constitución, y cuando tal interpretación no es posible y ello configura un agravio concreto a un particular, que no ocurriría de ser posible tal interpretación, la ley, el reglamento, el acto administrativo, serán inconstitucionales, y por lo tanto inaplicables al caso traído para el conocimiento judicial. Nuestra Constitución, en su art. 100, consagró expresamente los principios del valor normativo supremo de la misma y por tanto, de su obligatoria aplicabilidad judicial: «Corresponde a la Corte Suprema de Justicia y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución y por las leyes de la Nación…». A la vez, dicha norma estableció también el principio de la revisión o control judicial de constitucionalidad, ya que, sin él –y sin la supremacía normativa constitucional– ¿cómo resolver una causa en la que se plantea un conflicto entre normas de distinto origen? Poco tiempo después de sancionada la Constitución, el legislador, en la ley 27 del 13/10/1862 (Adla, 1852-1880, 354), todavía vigente, interpretó con precisión al mencionado art. 100. Conviene repasar su articulado: «1. La justicia nacional procederá siempre aplicando la Constitución y las leyes nacionales a la decisión de las causas en que se versen intereses, actos o derechos de ministros o agentes públicos, de simples individuos, de Provincia o de la Nación… 3. Uno de sus objetos es sostener la observancia de la Constitución Nacional, prescindiendo, al decidir las causas, de toda disposición de cualquiera de los otros poderes nacionales, que esté en oposición con ella».
De esta manera nuestro ordenamiento jurídico consagraba una feliz paradoja –y una anticipación casi secular a la solución que luego se daría en las naciones europeas–: mientras que todo el sistema jurídico subconstitucional reconoce una matriz claramente europea –en particular francesa, país singularmente refractario a la revisión judicial de constitucionalidad– la Constitución y el sistema judicial implementado se inspiran en el modelo americano y con ello la inmediata vigencia, desde el origen mismo de la organización nacional, de la judicial review.
El caso constitucional típico aparece cuando el agraviado por una ley, un reglamento o un acto administrativo, plantea la inconstitucionalidad de cualquiera de ellos por su directa contradicción con la Constitución, independientemente de la validez de origen de la norma cuestionada. Es que la supremacía de la Constitución –y la obligación de los jueces de aplicarla directamente al caso– es sustancial y no sólo formal; la Constitución es una norma jurídica con contenido material que define derechos que pueden ser hechos valer en cualquier relación jurídica pública o privada, y cualquiera sea el origen del gravamen constitucional. Pero aquí también se plantea el problema de la separación de poderes, aunque por la negativa: ¿hasta dónde puede el juez actuar sobre la decisión de los órganos de origen y con responsabilidad electoral, es decir, sobre decisiones tomadas de acuerdo con el procedimiento de la participación democrática?
En todo conflicto constitucional se encuentra envuelto, entonces, un problema de separación de poderes. Por ello –no podía ni puede ser de otra manera– el tema siempre estuvo presente en la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema de Justicia, en los 130 años de su historia. Así, ya en un temprano caso –«Ramón Ríos», Fallos: 1:36, del año 1863– la Corte sostuvo que la separación de poderes es «un principio fundamental de nuestro sistema político» y que su violación «destruiría la base de nuestra forma de gobierno».
Por supuesto que la Corte no sólo ha hecho este tipo de afirmaciones que, por generales y principistas, podrían aparecer como dogmáticas. Por el contrario, el principio de la separación de poderes es la idea directriz que orientó la solución de importantes casos constitucionales que, rápidamente, conviene analizar.

II. La interpretación constitucional
Como vimos, la Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, primacía que es invocable ante los jueces, quienes deben aplicar dicho principio para resolver los casos traídos a su conocimiento. Pero aplicar una norma supone interpretarla y el problema de la interpretación constitucional es particularmente difícil, ya que en él no juegan sólo cuestiones de técnica jurídica, sino de valoración y legitimidad política.
La interpretación no puede evitar ser una suerte de reconstrucción de la norma para su aplicación al caso concreto. Cuando la norma interpretada es la Constitución, el juez se enfrenta a dos principios que pueden aparecer como contradictorios: primero, la Constitución necesariamente contiene –en gran parte– disposiciones de límites abiertos y, en su conjunto, se encuentra destinada a perdurar en el tiempo, para regir a muchas generaciones de ciudadanos, en distintas circunstancias históricas, con valores cambiantes y, ahora, en medio de una profunda transformación tecnológica de efectos culturales cuya dimensión es todavía difícil de medir. Esta cuestión es particularmente significativa en nuestro caso, ya que contamos con una Constitución que ha establecido un riguroso procedimiento para su modificación, el que exige especialísimos compromisos políticos, y que, seguramente por ello, casi no ha sufrido modificaciones a lo largo del siglo y medio de su vigencia. ¿Cómo interpretar la Constitución, entonces, con el mismo criterio que el utilizado por los constituyentes, en un mundo, como el de hoy, que ellos no podrían reconocer por ningún signo familiar –ni siquiera por el paisaje– si fuesen traídos aquí, abruptamente, por algún milagro de la fantaciencia? Pero también el juez se enfrenta, como segundo principio, al problema de su legitimidad para efectuar tal interpretación que, pocas veces, puede evitar ser una opción razonable entre otras interpretaciones también razonables pero contradictorias. Es cierto que el constituyente, en el art. 100, encomendó al juez juzgar «en todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución», pero ¿con qué alcances interpretativos? lo que sería lo mismo que preguntar –exageradamente, pero no tanto– ¿con qué Constitución? La Constitución es la máxima expresión de la soberanía popular, pero también lo es la ley. Esta afirmación no viola el principio de jerarquía normativa ya que, desde un punto de vista político, es obvio que los diputados y senadores representan también a la voluntad soberana del pueblo, y aunque se trate de poderes constituidos, su gestión representativa es contemporánea a dicho mandato político, por lo que se encuentran sometidos de manera mucho más cercana al juicio de la voluntad popular.
En definitiva, pueden ser cambiados como resultado de la próxima elección, directa o indirecta. Los jueces, por el contrario, no sólo, en nuestro sistema, carecen de origen electoral, sino que carecen de responsabilidad electoral, es decir, no rinden cuenta a los electores de sus acciones en la próxima consulta electoral. Con sus decisiones no perjudican ni benefician a la suerte electoral de ningún partido. Están, como ya vimos, fuera del debate político. De ahí que resulte válida la afirmación de que el primer intérprete de la Constitución es el legislador, aunque su intérprete final sean los jueces, en particular la Corte Suprema. Pero para llegar a la Corte, entonces, hay que pasar por el legislador quien, al legislar, decide cuál es la opción constitucional que el pueblo quiere. Nos encontramos así frente a un claro problema de separación de poderes. ¿Cuál de las dos interpretaciones es la válida? En nuestra doctrina y jurisprudencia no se ha planteado con la misma intensidad el conflicto, inacabado, que en los Estados Unidos divide las aguas de la interpretación constitucional entre originalistas y no originalistas, si bien pueden encontrarse decisiones que parecen adscribir a alguna de esas dos posturas fundamentales.
En el caso «Sejean, Juan B. c. Zaks de Sejean, Ana M.», fallado el 27 de noviembre de 1986, donde se planteó la inconstitucionalidad del entonces vigente art. 64 de la ley de matrimonio civil 2393 (Adla, 1881-1888, 497), en tanto establecía la indisolubilidad del vínculo matrimonial (salvo el supuesto de viudez) la mayoría de la Corte optó por una posición claramente no originalista, afirmando la inconstitucionalidad de la ley por afectar ésta el derecho no enumerado a la dignidad humana, a la libertad de conciencia «y de elección para elaborar su (del interesado) propio proyecto de vida con la sola restricción de no afectar la moral pública o iguales derechos de los demás». En estas condiciones, el divorcio es considerado como un derecho derivado del derecho constitucional a la privacidad.
En cambio, para los votos disidentes, la Constitución no se expidió sobre la cuestión del divorcio, dejando librada al legislador la decisión al respecto, sopesando los valores en juego en cada circunstancia histórica y decidiendo sobre la preferencia de uno sobre los otros. Desde esta perspectiva, podría sostenerse que aquí la Corte no puso en práctica los valores queridos por el constituyente, ni tampoco respetó la elección de valores que aquél dejó al legislador, sino que impuso su propia opción valorativa, legislando judicialmente. De todas formas la decisión de la Corte en el caso «Sejean» admite una razonable valoración positiva. Más allá de lo que cada uno piense sobre un tema tan conflictivo como el del divorcio, lo cierto es que se encontraba en la preocupación de la comunidad desde hacía mucho tiempo. La especulación política, la inercia, el deseo de no comprometer opinión en un tema de especial sensibilidad generaban una tendencia al silencio por parte del Congreso. Para los no originalistas esta situación –cuando se encuentran en juego derechos fundamentales y, por lo menos, la razonable apariencia de una omisión de la mayoría en tratar cuestiones que afectan a las minorías– justifica el avance de la Corte sobre cuestiones que, en puridad, corresponde sean resueltas por el legislador. Precisamente, en este caso concreto, la Corte rompió esa inercia y, aun cuando se considere que su decisión superó los límites de la revisión judicial de constitucionalidad, lo cierto es que muy poco tiempo después el congreso definió la cuestión, coincidiendo con la Corte, de manera que todo cuestionamiento al respecto ha quedado salvado ya que la decisión definitiva fue tomada por aquellos a quienes la Constitución encomendó el ejercicio de la opción.
En síntesis, la aplicación de la Constitución al caso concreto, es decir, su interpretación, representa un serio problema de separación de poderes y como tal afecta directamente al sistema de garantías que la Constitución establece. Quizá pueda lograrse una síntesis de las distintas posturas doctrinarias –incluso entre aquellas que ven en la Constitución principalmente un sistema de valores, frente a las que cargan el acento en considerarla como la garantía de un expedito proceso de participación democrática– en el juego armónico de competencias que la separación de poderes, a 200 años de los primeros entusiasmos revolucionarios, representa. El legislador es el primer intérprete de la Constitución y su interpretación debe ser respetada por los jueces siempre que, sin contradecir un texto constitucional expreso, la opción de valores que ella significa sea decidida conforme a un incuestionable proceso democrático y no tenga como resultado la imposición de los valores –en lo que a derechos fundamentales se refiere–de las mayorías con respecto a las minorías. Creo que con otras palabras, a veces; o sin decirlo, en otras oportunidades, nuestra Corte Suprema siempre se ha guiado por estos principios.
En congruencia con ellos –en particular el severo contralor constitucional cuando se encuentran en juego derechos fundamentales– la Corte resolvió la causa «Portillo», del 18/4/89 (La Ley, 1989-C, 405), donde un «objetor de conciencia», por razones de índole religiosa, se negaba a prestar el servicio militar obligatorio. La Corte admitió esta zona de reserva personal –al menos en la exclusión del uso de armas– ya que no puede pretenderse la contribución a las cargas constitucionales si para hacerlo se destruyen los valores –libertad de conciencia, en el caso– a los que tales cargas se refieren como el medio al fin, en especial cuando la Nación se encuentra en estado de paz.
De la misma manera, en la causa «Bahamondez» (La Ley, 1993-D), del 6/4/93, la Corte defendió el derecho de una persona adulta y capaz que, por razón de su credo religioso –testigo de Jehová– se negó a someterse a un tratamiento médico que exigía transfusiones de sangre. Allí la Corte –en voto concurrente– recordó que «…Además del señorío de las cosas que deriva de la propiedad o del contrato… está el señorío del hombre a su vida, su cuerpo, su identidad, su honor, su intimidad, sus creencias trascendentes, entre otros, es decir, los que configuran su realidad integral y su personalidad, que se proyecta al plano jurídico como transferencia de la persona humana…». «De ahí» –continúa– «que el eje central del sistema jurídico sea la persona en cuanto tal, desde antes de nacer hasta después de su muerte». Y define así la Corte, siempre en votos concurrentes, el núcleo esencial del control de constitucionalidad: «…La convivencia pacífica y tolerante también impone el respeto de los valores religiosos del objetor de conciencia…aunque la sociedad no los asuma mayoritariamente. De lo contrario, bajo el pretexto de la tutela de un orden público erróneamente concebido, podría violentarse la conciencia de ciertas personas que sufrirían una arbitraria discriminación por parte de la mayoría, con perjuicio para el saludable pluralismo de un estado democrático».

III. La legitimación para accionar. «Causa o controversia»
Cualquiera sea la consideración acerca del papel de los jueces en la interpretación constitucional, lo cierto es que dicho papel es sustancial y de gran relevancia en el proceso político. La gravedad de la declaración de inconstitucionalidad de una ley o de otros actos normativos de los poderes representativos impulsó, en nuestro sistema, a que la competencia judicial en tal sentido, estuviese restringida a los conflictos concretos, en los que un agraviado por la medida cuya constitucionalidad es cuestionada requiriese tal declaración de inconstitucionalidad como conducente para el reconocimiento de su derecho afectado. Por ello no existen, en nuestro caso, cuestiones abstractas de constitucionalidad, ni tampoco se le otorgó a la Corte Suprema competencia para resolver los eventuales conflictos entre las otras ramas del gobierno. El art. 100 de la Constitución, ya citado, otorga la competencia judicial sólo para la resolución de «causas» y así lo interpretó, inmediatamente después de sancionada la Constitución, el legislador de la ley 27, en su art. 2: «Nunca procede de oficio (se refiere a la justicia nacional) y sólo ejerce su jurisdicción en los casos contenciosos en que es requerida a instancia de parte».
Esta limitación legal –de origen constitucional, como ya vimos– impone, para la jurisdicción judicial, dos tipos de limitaciones: una subjetiva y otra objetiva.
Desde el punto de vista subjetivo, hay un claro impedimento de los jueces de actuar «de oficio», es decir, en lo que aquí interesa, de iniciar por propio impulso la revisión de la decisión legislativa o administrativa. Pero no sólo no pueden actuar de oficio, sino que deben hacerlo «a instancia de parte», dice la ley 27 y sólo es parte para el proceso judicial quien previamente participa –voluntaria o involuntariamente– en una relación jurídica. Quien no posee esta cualidad carece de legitimación para accionar, es decir, el ordenamiento jurídico no le reconoce –salvo excepción expresa– capacidad para provocar la actuación –accionar es poner en movimiento– de los jueces. Si la solución fuese la contraria, el juez se convertiría en un árbitro de los conflictos políticos al acceder a actuar en casos abstractos por ser ajenos –los accionantes– a una relación jurídica anterior de la cual surja un interés personal, concreto, particularizado, propio, de quien reclama la actividad judicial para la solución de su agravio.
La Corte tuvo ocasión de resolver, no hace mucho y reiterando su tradicional jurisprudencia, un interesante caso de separación de poderes a través del análisis de la legitimación para accionar, tal como se planteó en la causa Dromi, José Roberto (Ministerio de Obras y Servicios Públicos de la Nación s/ avocación en autos «Fontenla, Moisés c. Estado nacional», D. 104.XXIII –La Ley, 1990-E, 97–). La cuestión surgió como consecuencia de la privatización de la compañía aérea de propiedad estatal, privatización decidida por el Congreso al declarar, por ley, a tal empresa sujeta a privatización total o parcial. En ejecución de la ley el Poder Ejecutivo estableció que la privatización alcanzaría al 95 % del paquete accionario de la compañía reservándose el Estado la tenencia del restante 5 %. Esto fue cuestionado por un diputado de la Nación, invocando tal calidad y su carácter de ciudadano, y sosteniendo –equivocadamente– que la decisión antes comentada violaba una supuesta exigencia legal por la cual el Estado debía reservarse el 51 % de la participación accionaria de la compañía. El juez de primera instancia hizo lugar al amparo judicial, lo que fue finalmente revocado por la Corte sosteniendo la falta de legitimación del accionante, con argumentos claramente apoyados en el principio de separación de poderes, evitando así la «judicialización» del proceso político.
Por ello la Corte advirtió que la mera condición de ciudadano no habilita el amparo judicial, ya que tal carácter «es de una generalidad tal que no permite, en el caso, tener por configurado el interés concreto inmediato y sustancial que lleve a considerar a la presente como una ‘causa’, ‘caso’ o ‘controversia'». Tampoco –continuó la Corte– confiere legitimación para accionar la calidad de diputado nacional, invocada por el accionante, ya que la representación popular que aquella calidad significa sólo tiene valor en el proceso de formación y sanción legislativa que se lleve a cabo en el Congreso de la Nación. En consecuencia, señaló la Corte, la decisión del juez de grado de admitir la acción planteada «produjo una indebida y no justificada ampliación de las facultades del Poder Judicial. En el presente caso, tal exceso se ha traducido en una inmotivada interferencia en la marcha de los negocios públicos de evidente importancia y repercusión político económica, que, de conformidad con los numerosos precedentes jurisprudenciales (que el tribunal cita) configura un caso de gravedad institucional…».
Sólo en las condiciones expuestas se configura la exigencia de la «causa o controversia», requerida por el art. 100 de la Constitución para habilitar la competencia judicial, tal como lo señaló la Corte en un antiguo precedente (Fallos: 156:319) «El Poder Judicial de la Nación… no se extiende a todas las violaciones posibles de la Constitución, sino a las que le son sometidas en la forma de un caso por una de las partes. Si así no sucede, no hay caso y no hay, por lo tanto, jurisdicción acordada».
Pero, dijimos antes, la limitación que surge del art. 100 tiene también un contenido objetivo, cuando la inexistencia –por la naturaleza de la cuestión– de «causa judicial» o causa residenciable en los tribunales convierte en imposible cualquier legitimación para accionar.
Este criterio fue sustentado recientemente por la Corte –reiterando una clásica jurisprudencia que se remonta a precedentes tan lejanos como los de Fallos: 11:405 y 23:257– en cuestiones en las que sustancialmente se encontraban en juego relaciones entre partidos políticos así como potenciales conflictos entre las ramas Ejecutiva y Legislativa del gobierno que, en nuestro sistema, sólo pueden ser resueltas a través del proceso político –fundamentalmente parlamentario– y no por el proceso judicial. Así, en un caso donde se debatía si la intervención federal al Poder Judicial de una provincia decidida por decreto del Poder Ejecutivo Nacional era o no constitucional, la Corte meritó la circunstancia de haber sido enviado tal decreto, por el Ejecutivo, para conocimiento del Congreso y que dicho problema ya tenía estado y análisis parlamentario. La Corte decidió que la cuestión era «abstracta» –en definitiva, una razón que, en el caso, es de la misma naturaleza que la falta de legitimación, por la ausencia de «causa», según el lenguaje constitucional–. «Ello, porque la decisión que se pretende habría de sustraer la cuestión del conocimiento del Poder Legislativo, que en las actuales circunstancias se halla habilitado regularmente para pronunciarse, según las atribuciones previstas en la Constitución Nacional que los (actores) invocan en su presentación» (Causa R.210, «Rossi Cibils, Miguel Angel y otros s/ amparo»).
En consecuencia, resultan extrañas al conocimiento judicial las controversias de naturaleza política que poseen otro ámbito apropiado para su solución, salvo que, por carecerse de tal sede natural, la intervención judicial se torne indispensable para asegurar el normal funcionamiento de las instituciones, en garantía del proceso democrático querido por la Constitución Nacional.

IV. Zona de reserva
a) Del legislador
Si bien toda tarea de interpretación de la ley es, en cierto sentido, una creación normativa –para el caso concreto, pero con efectos generales cuando la jurisprudencia es constante– el principio de autorrestricción del juez impone respetar la competencia propia del legislador. Así nuestra Corte ha dicho que la primera regla de interpretación de las leyes es dar pleno efecto a la intención del legislador (Fallos: 301:973, en lo que nos ocupa) y la primera fuente para determinar esa voluntad es la letra de la ley (Fallos: 299:167); también que los jueces no deben sustituir al legislador sino aplicar la norma tal como ésta la concibió (Fallos: 300:700 –La Ley, 1978-D, 117–) o que las leyes deben interpretarse conforme el sentido propio de las palabras que emplean sin molestar su significado específico (Fallos: 295:376) máxime cuando aquél concuerda con la acepción corriente en el entendimiento común y la técnica legal empleada en el ordenamiento jurídico vigente (Fallos: 295:376 –La Ley, 1976-D, 101–). Sólo cuando estos criterios producen, en el caso, un resultado absurdo o notoriamente injusto, se deberá recurrir al espíritu o sentido de la norma, aunque no desde una perspectiva abstracta, sino desde la misma voluntad del autor para llegar, en procedimiento de equidad, a la aplicación de la ley en las circunstancias del caso, como si el legislador se hubiese enfrentado, sin variar su voluntad, a dichas circunstancias del caso a decisión del juez. Si aun así la solución legal es disvaliosa, igualmente debe ser aplicada, ya que el Poder Judicial carece de competencia constitucional legislativa.
Pero la tarea de interpretación, en los conflictos constitucionales, sin duda no se agota con la interpretación de la ley en sí misma, sino de cara a la Constitución, ya que ésta, como norma suprema del ordenamiento, es el primer criterio de interpretación de toda otra norma jurídica y el principal contexto de la ley que debe ser aplicada al caso concreto. Por ello sólo pueden ser aplicadas las normas que resulten conformes con la Constitución –es ésta la pieza clave del control de constitucionalidad– pero ésta es también una técnica interpretativa que, por el principio de autorrestricción que supone el reconocimiento en el legislador de la calidad de primer intérprete de la Constitución, obliga a que el juez opte por la interpretación de la norma cuestionada en el sentido que más convenga a su constitucionalidad, relegando la declaración de inconstitucionalidad al último extremo de la actuación judicial (Fallos: 234:229).
Estos principios en cuestión se encuentran en –entre otros– dos recientes pronunciamientos de la Corte en materia de penalización de la tenencia de estupefacientes en cantidades sólo suficientes para el consumo personal. En el caso «Bazterrica, Gustavo s/ tenencia de estupefacientes», sentenciado el 29 de agosto de 1986 (La Ley, 1986-D, 550) (Fallos: 308:1392) la Corte tuvo oportunidad de expedirse acerca de la impugnación por inconstitucionalidad del art. 6° de la ley 20.771 (Adla, XXXIV-D, 3312), que, según el impugnante, al reprimir la tenencia de estupefacientes para uso personal vulneraría el «principio de reserva» consagrado en el art. 19 de la Constitución Nacional: «Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados…». En una decisión alcanzada con la estricta mayoría, la Corte coincidió con el impugnante. Si bien el núcleo de la decisión se fundamenta en una determinada valoración sobre la trascendencia o no del consumo personal de drogas con respecto a la esfera privada del individuo –circunstancia fáctica que puede ser apreciada por los jueces y de allí comparar la norma impugnada con la previsión constitucional, en concreto, con su art. 19– lo cierto es que el marco del fallo no puede escaparse de la problemática que estamos analizando. Si la incidencia del consumo personal de drogas sobre la vida social es una cuestión debatible, donde tanto la postura positiva como la negativa encuentran fundamentos de razonabilidad, ¿no debe suponerse que el constituyente ha querido que este tipo de casos quedara a la decisión de quienes representan electoralmente a la población? Es decir, ¿no es una cuestión de política legislativa?
En este caso, a diferencia de lo ocurrido con el divorcio, el legislador no siguió el criterio de la Corte Suprema. Por el contrario, al reformar la ley 20.771, en el art. 14, parte 2° de la ley 23.737 (Adla, XLIX-D, 3692) repitió (con modificaciones insustanciales, en lo que aquí interesa) la incriminación de la tenencia de estupefacientes para consumo personal. De esta manera, el balance de los intereses sociales comprometidos efectuado por el legislador luego de haber escuchado la opinión de la Corte, le condujo a la misma conclusión que la Corte había rechazado. La Corte Suprema, con una composición parcialmente renovada, al examinar nuevamente la cuestión («Montalvo, Ernesto A. s/ infracción ley 20.771», sentencia del 11 de diciembre de 1990 –La Ley, 1991-C, 80–) hizo mérito de las razones que llevaron al legislador a reprimir este tipo de conductas, «…entre las que figura la necesidad de proteger a la comunidad ante uno de los más tenebrosos azotes que atenta contra la salud humana…». Estos motivos, según la Corte, involucran cuestiones de política criminal en las que no debe inmiscuirse la Corte «… so riesgo de arrogarse ilegítimamente la función legislativa». Tal abstención también es procedente en lo que hace a la consideración de «…la mayor o menor utilidad real que la pena puede proporcionar para combatir el flagelo de la droga…», salvo violación de las garantías constitucionales o «…manifiesta desproporción entre los fines tenidos en mira por el legislador y los medios arbitrados para alcanzarlos». «Los jueces –concluyó la Corte– tienen el deber de formular juicios de validez constitucional, pero les está prohibido basarse en juicios de conveniencia; si el más alto tribunal hace esto último, desplaza a los poderes políticos y se convierte en una superlegislatura».
Estos argumentos de la Corte son continuados en la causa «Pupelis, María s/ robo con armas», del 14 de mayo de 1991. Aquí se cuestionó la constitucionalidad del art. 38 del dec.-ley 6582/58, ratificado por la ley 14.467 (Adla, XXXIII-B, 1991; XVIII-A, 95), que establece que si el robo de un automotor se cometiera con armas, se aplicará reclusión o prisión de nueve a veinte años. La constitucionalidad de esta ley fue desafiada sobre la base de la desproporción de la pena, con relación a otras establecidas, incluso, para delitos de mayor gravedad. La Corte, luego de recordar la doctrina de la «autorrestricción» (consid. 4°) y la competencia del legislador para «declarar la criminalidad de los actos, desincriminar otros e imponer penas», como también la de «aumentar o disminuir la escala penal», afirmó que si bien puede ser admitida la cuestión constitucional cuando se imputa a la ley crueldad o desproporcionalidad, lo que equivale a cuestionar su razonabilidad, «el juicio sobre tal razonabilidad no puede fundarse exclusivamente en la comparación de las penas conminadas para los distintos delitos definidos en el catálogo penal, pues el intérprete sólo puede obtener, como resultado de tal comparación, la convicción de que existe un tratamiento distinto de los bienes; pero de ningún modo decidir cuál de las dos normas de igual jerarquía legal comparadas es la que no respeta la proporcionalidad, ya que tan imperfecto método de interpretación lo llevará al dilema insoluble de saber si la una es desproporcional por exceso o si la otra lo es por defecto». Se trata entonces de un balance de bienes, valores e intereses que representa un dilema insoluble para el juzgador, pero no para el legislador, quien posee la experiencia necesaria, el mandato apropiado y la responsabilidad política de hacerlo.
b) Del Ejecutivo
Tampoco los jueces pueden invadir el territorio de la Administración Pública para decidir cuestiones que fueron confiadas por el constituyente y por el legislador a órganos que cuentan con la especialización, las habilidades, la experiencia y los recursos necesarios para intervenir en materias que hacen a la «administración general del país», según lo dice el art. 86, inc. 1 de la Constitución. Así lo resolvió la Corte, por ejemplo, en la causa «Astilleros Alianza, S. A. c. Estado nacional», al revocar la decisión de los jueces inferiores de suspender la ejecución de una obra pública, frente al planteo de quien se consideró afectado por la altura o gálibo de un puente, cuyo proyecto había sido elaborado por la Administración considerando razonablemente todas las variables técnicas y económicas posibles. Pero esto no importa negar que corresponda al Poder Judicial controlar la legalidad de las decisiones administrativas –del presidente y sus ministros y órganos subordinados, o de los entes descentralizados de la Administración Pública– control que es estricto cuando se trata de una actividad reglada –donde sólo cabe determinar, y aplicar, la consecuencia jurídica que le corresponde a una determinada hipótesis fáctica prevista por el legislador– y más amplio cuando la decisión controlada corresponde a una actividad discrecional, donde el administrador puede optar por diversas soluciones igualmente válidas, frente a los hechos definidos por el legislador. Pero aun cuando en la actividad discrecional no existe una vinculación a la ley tan automática como sí ocurre en la actividad reglada, aun así la Administración es una rama del gobierno sometida a la ley, y la ley le impone que sus decisiones sean razonables y proporcionadas, dictadas conforme a un procedimiento previsto, que tengan en cuenta los hechos y demás circunstancias relevantes y conducentes para la toma de la decisión, debidamente motivadas, con audiencia de los interesados cuando la decisión pueda afectar sus derechos, y siempre de acuerdo con la finalidad querida por el legislador –la política legislativa– contenida en la ley que otorga la competencia al administrador y que autoriza la actividad en cuestión. Estos elementos deben ser controlados por los jueces, revocando aun la decisión administrativa discrecional por resultar ésta contradictoria con los elementos esenciales impuestos por el legislador para la toma de la decisión respectiva.

V. El problema de los denominados decretos de necesidad y urgencia
Si bien no se trata de una práctica constitucional desconocida en la historia de nuestro país, la situación de extrema crisis que nos envolvió en los últimos cuarenta años seguramente obligó a recurrir a una institución que aunque se encuentra reglamentada en las modernas constituciones europeas, no es expresa en la nuestra. Se trata de los denominados decretos de necesidad y urgencia, o más exactamente de emergencia, por medio de los cuales el Ejecutivo dispone sobre ciertas materias que se encuentran reservadas por la Constitución al Poder Legislativo. En una primera aproximación, formal, esta práctica es contraria al principio de separación de poderes, pero, si bien estas medidas deben ser valoradas por los jueces con especial rigor, su validez, en ciertos supuestos, puede ser admitida en función de una adecuada interpretación constitucional. En la causa «Peralta, Luis A. c. Estado nacional», fallada el 27 de diciembre de 1990, se desafió la constitucionalidad del dec. 36/90 (La Ley, 1991-C, 150 –Adla, L-A, 58–), del Poder Ejecutivo Nacional, por el cual, invocando una situación de emergencia y, por ella, entendiéndose facultado para dictar ese decreto «de necesidad y urgencia», el Presidente de la Nación incidió sobre una determinada categoría de contrataciones bancarias disponiendo la modificación de la forma de devolución de las inversiones financieras pactadas a muy corto plazo y con una muy alta tasa de interés, de manera tal que, por encima de una suma mínima, tales inversiones se reembolsarían en títulos de la deuda pública. La Cámara de Apelaciones declaró la inconstitucionalidad del citado decreto, sobre el que pesaban dos cuestiones constitucionales: la afectación a la garantía de la propiedad en lo relativo al respeto de la estabilidad de los contratos y el agravio de la separación de poderes, por haberse constituido el Ejecutivo en legislador, sin estar, para ello, expresamente autorizado por la Constitución Nacional.
La primera cuestión que emerge del caso es la relativa a la denominada «situación de emergencia» y sus efectos. El tema es en realidad más simple de lo que parece, pues más que de una construcción constitucional para llegar a una definición originalmente no prevista por los constituyentes, de lo que se trata es de una interpretación armónica de sus disposiciones, en especial de la primera frase del art. 14 –«Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio»– de la garantía de la propiedad y la cláusula de justa compensación del art. 17, y de la limitación del art. 28: «Los principios, garantías y derechos reconocidos en los anteriores artículos, no podrán ser ‘alterados’ por las leyes que reglamenten su ejercicio». ¿Cuándo una reglamentación (ley) del Congreso comienza a ‘alterar’ la garantía o derecho constitucional en juego?.
En «Peralta» la Corte no dejó de destacar que de nada valdría la protección a la garantía de la propiedad en una situación de hiperinflación –que la norma cuestionada tuvo como finalidad evitar– devoradora, en definitiva, del capital invertido y de los elevadísimos –pero en la realidad falsos frente a la pérdida del valor adquisitivo de la moneda– intereses pactados.
En esta línea argumental la Corte recordó la doctrina inaugurada en «Avico, Oscar A. c. de la Pesa, Saúl C.» (Fallos: 172:21) inspirada en el precedente norteamericano «Home Building v. Blaisdell» (290 U.S. 398-1934).
Sintetizando, la Corte recordó las reglas bajo las cuales las disposiciones de emergencia económica, aun cuando incidan sobre el derecho de propiedad, pueden ser sostenidas como constitucionales: 1) que exista una situación de emergencia que imponga al Estado el deber de amparar los intereses vitales de la comunidad; 2) que tal situación de emergencia se encuentre legalmente reconocida (en el caso, por las leyes 23.696 y 23.697 –Adla, XLIX-C, 2444; XLIX-C, 2458–); 3) que la disposición de emergencia tenga por finalidad proteger los intereses generales de la sociedad y no a determinados individuos; 4) que la medida de emergencia sea razonable y proporcionada a las circunstancias; 5) que su duración sea limitada razonablemente al plazo indispensable para que desaparezcan las causas que hicieron necesaria la disposición objetada; 6) que no se altere la sustancia del derecho en cuestión, sino sólo sus efectos o modalidades de ejercicio. Antes bien, de no mediar la razonable medida de emergencia adoptada, paradojalmente se afectaría el derecho de propiedad que se quiere defender, desafiando la constitucionalidad de aquella medida, derecho de propiedad que corría «…el riesgo de convertirse en ilusorio por un proceso de desarticulación del sistema económico y financiero» (consid 56), dice la Corte. Sin embargo cabe destacarlo la Corte declaró la inconstitucionalidad de normas de emergencia cuando, en su aplicación al caso concreto, su resultado importaba no sólo la postergación del ejercicio del derecho de propiedad sino su negación práctica, como ocurrió en el caso «Iachemet», fallado el 29/4/93, en el que se pretendía la aplicación de una norma que postergaba el pago de un crédito jubilatorio, siendo la beneficiaria una persona de 92 años de edad.
La segunda cuestión que la Corte enfrentó en «Peralta» es la relativa a la validez formal –por su origen– del decreto 36/90. Es cierto que el Congreso había declarado el estado de emergencia por medio de las leyes 23.696 y 23.697, pero no había delegado en el Poder Ejecutivo competencia alguna para regular materias como las contenidas en el decreto impugnado.
La Corte, que ya había admitido la validez constitucional de este tipo de normas, en «Porcelli, Luis c. Banco de la Nación Argentina», del 20 de abril de 1989, afirmó la validez del reglamento de necesidad y urgencia por las mismas razones que justifican la norma de emergencia, con dos requisitos adicionales a los analizados más arriba: 1) que el Congreso no rechace la medida; 2) que la situación de grave riesgo social, que justifica la norma de emergencia, requiera de medidas súbitas «cuya eficacia no parece concebible por medios distintos a los arbitrados» (consid. 24, «in fine»).
En estos ejemplos –como en otras causas resueltas por la Corte a lo largo de su historia– se advierte el núcleo de todo caso constitucional o administrativo, que en esencia, como se dijo al principio, son casos de separación de poderes. Recordando al constitucionalista alemán Bachof –en la cita de García de Enterría– también podemos aquí comparar a la justicia constitucional con la labor del juez ordinario. Este en muchas ocasiones se encuentra en el conflicto que le genera la aplicación estricta de la ley cuando trae injusticia en el caso concreto. Para el juez constitucional, en cambio, «el conflicto no está en el contraste entre la fidelidad a la norma y la justicia individual, sino en el enfrentamiento entre el mandato jurídico y la racionalidad o la necesidad políticas, entre el rigor de la norma y la exigencia del bien general». Así frente a sentencias que naturalmente van a trascender los límites del caso concreto, debe observarse que «estas sentencias pueden ocasionar catástrofes no sólo para el caso concreto, sino para un invisible número de casos; cuando esas sentencias son políticamente inexactas o falsas –en el sentido que desbaratan las tareas políticas legítimas de la dirección del Estado– la lesión puede alcanzar a la comunidad política entera». Esto no supone que el juez deba renunciar a su más delicada tarea, que
es el control de la constitucionalidad. Sólo que debe tener conciencia de que dicha tarea es precisamente delicada. De su delicadeza –de su prudencia– depende que la separación de poderes sea un principio vigente pero, a la vez, eficaz para la consecución del Bien Común, que es responsabilidad compartida –cada uno en su esfera– de las tres ramas del gobierno.

(*)Conferencia pronunciada el 31/8/93 durante el Encuentro de Cortes Supremas de los Estados Unidos y de la Argentina.

Publicado en: LA LEY 1993-E, 796

Categoría: La Ley
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