Rodolfo Barra

La libertad de prensa en la reciente jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia

SUMARIO: I. La doctrina de la «real malicia». — II. Derecho de respuesta y libertad religiosa. — III. Censura judicial y dignidad personal. Causa Servini de Cubría, María Romilda s/ amparo, del 8/9/92.

No es necesario aclarar que intentaré expresar mi interpretación personal, como jurista y no como miembro de la Corte, acerca de la reciente evolución de la jurisprudencia del tribunal en el tema que hoy nos convoca. La Corte Suprema ha sido, desde sus orígenes, especialmente enérgica en la defensa de esta importante garantía constitucional. Sin alejarnos demasiado en el tiempo, pueden citarse fallos relativamente recientes como el de «Edelmiro Abal c. La Prensa» del 12/8/57 (Fallos, 248:291) donde se afirma que sin libertad de prensa, «sin su debido resguardo existiría tan solo una democracia desmedrada o puramente nominal», o un poco después en la causa de «S. A. El Día» del 9/12/59 (Fallos, 248:664 –La Ley, 105-568–) donde la Corte comparó a la dignidad institucional de la justicia independiente con la prensa libre como «valores preminentes del orden democrático».
Sin duda, esto no significa impunidad con relación a los delitos civiles o penales que pueden cometerse por medio de la prensa.
Hay aquí un balance, frente a la necesidad de proteger, de resguardar, de impulsar si ustedes quieren, la libertad de expresión, con la necesidad también de proteger y resguardar la dignidad de la persona, los derechos de terceros; un balance, un juego de opciones constitucionales, de opciones entre distintos derechos y garantías que la Constitución plantea. Precisamente realizar estas opciones constitucionales es la tarea específica de la Corte. Siempre lo está haciendo: toda decisión sobre materia constitucional significa una opción, en este caso entre esta libertad de expresión o de prensa (no interesa la distinción precisa) que a la vez que un derecho del informador o del empresario, es también un derecho de la comunidad o del público, por lo que tiene un alto contenido del derecho social, por oposición al derecho estrictamente individual. Debe ser balanceado, entonces, con los derechos y garantías de los individuos, en particular con el derecho a la dignidad, que comprende, la intimidad, la honra, ésta como expresión del honor en su reconocimiento externo social.
Es que la dignidad de la persona es la idea rectora en definitiva de todo el sistema de derechos y garantías constitucionales. Este balance o juego de opciones constitucionales puede ser fácilmente advertido en fallos trascendentales como «Ponzetti de Balbín» (Fallos, 306:1892 –La Ley, 1985-B, 120–), «Campillay» (Fallos, 308:789) y «Costa» (Fallos, 310:508 –La Ley, 1987-B, 269–), entre otros.
No corresponde aquí, porque es muy conocida por todos, glosar esta muy rica doctrina que la Corte ha ido desarrollando a lo largo de toda su historia. Quisiera centrar la atención, en cambio, en las últimas expresiones de esta jurisprudencia que ha tocado temas, algunos novedosos, otros reiterando tratamientos anteriores pero quizá planteados de una manera especial.
Se trata de tres cuestiones, en donde se pone de manifiesto con mucha intensidad esta tensión y esta necesidad, entonces, de balancear la libertad de expresión y el derecho de la dignidad personal.

I. La doctrina de la «real malicia»
El primero de estos temas se engloba en un grupo de tres causas donde el balance llega a través de una mera técnica procesal, pero muy importante, que en definitiva consiste en la distribución de la carga de la prueba tanto en el caso de acciones por responsabilidad civil, como frente a querellas criminales por afectaciones a la dignidad personal, hechas por medio de la prensa.
Aquí la Corte ha adoptado expresamente la doctrina de la real malicia que ya formulada por la Corte de EE. UU. en el caso «New Times c. Sullivan», de marzo de 1964. Se trata de los casos «Vago», «Abad» y «Tavares», aunque ya antes en el caso «Costa c. Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires», en la anterior composición de la Corte, sin decirlo expresamente el tribunal había girado sobre la aplicación de esta doctrina.
En «Costa» la Corte dijo que «… para obtener la reparación pecuniaria por las publicaciones concernientes al ejercicio de su ministerio, los funcionarios públicos deben probar que la información fue efectuada a sabiendas de su falsedad, o con total despreocupación acerca de tal circunstancia…».
«En cambio basta la ‘negligencia precipitada’ o ‘simple culpa’ en la propalación de una noticia de carácter difamatorio de un particular para generar la condigna responsabilidad de los medios de comunicación pertinentes…» (consid. 11, del voto de la mayoría).
Se plantea así un distinto tratamiento probatorio de la subjetividad de la conducta ofensiva según que la víctima sea un personaje público o un particular.
Esta idea fue luego desarrollada por la Corte en su actual composición en las causas antes citadas.
1. «Vago, Jorge Antonio c. Ediciones de La Urraca», del 19/11/1991 (La Ley, 1992-E, 606).
El señor Vago había sido acusado de participar en un complot contra el orden constitucional, y esta noticia había sido propalada de una manera muy marcada por el medio de difusión en cuestión.
La mayoría en «Vago» no avanza sobre esta doctrina de la real malicia. Sin embargo en los votos concurrentes de Fayt y Barra el tema se plantea expresamente. Por de pronto se pone en claro este problema del balance de derechos entre la libertad de prensa y la dignidad personal, citando los precedentes «Ponzetti de Balbín» y «Campillay». En esta opinión concurrente se recuerda que en aquellos casos la mayoría de la Corte consideró que el derecho de la información no puede alterar la necesaria armonía con los restantes derechos constitucionales, como la intimidad, el honor y la reputación de las personas, y por ello el derecho de publicar las ideas por la prensa constitucionalmente protegido contra la intervención de los poderes del Estado, está limitado por los derechos de las personas a la libertad, a la dignidad, a la privacidad, al honor y reputación, a los restantes derechos civiles y políticos. Se encuentra limitado, no es un derecho absoluto, no es un derecho ilimitado.
De allí, deriva a esta doctrina de la «real malicia», que precisamente dice el consid. 11, «procura un equilibrio razonable entre la función de la prensa y los derechos individuales que hubieran sido afectados por comentarios lesivos a funcionarios públicos, figuras públicas, aun particulares que hubieran intervenido en cuestiones de interés público objeto de la información o la crónica».
Esta doctrina, que «se resume en la exculpación de los periodistas acusados criminalmente o procesados civilmente», había nacido frente a reclamos de indemnización civil por daños y perjuicios causados por informaciones falsas poniendo a cargo de los accionantes «la prueba de que las informaciones falsas lo fueron, con conocimiento de que eran falsas o con imprudente y notoria despreocupación sobre si eran o no falsas».
Entonces lo que se hace es una traslación de la carga de probar la verdad de lo que fue informado, cuando la noticia tiene potencialidad por sí misma para provocar un daño civil o un delito criminal en perjuicio de figuras públicas o personajes públicos, para utilizar una expresión que englobe a las tres categorías, que ya en el fallo «Sullivan», estaban establecidas. En estos casos por la especial situación en que los personajes públicos se encuentran –y como luego lo va a profundizar la Corte, en un proceso casi gradual, en los siguientes fallos que vamos a comentar– para proteger la necesaria participación de la prensa en las cuestiones que son de interés público, de debate público, la carga de la prueba se traslada, del querellado o demandado al querellante o demandante.
2. «Abad, Manuel Eduardo s/ calumnias e injurias» del 7 de abril de 1992.
Aquí, claramente, el standard de la real malicia proyecta a lo penal, como ya había sido también establecido por la Corte americana en «Garrison c. Lousiana», un fallo de 1964.
En Abad los querellados eran responsables de la sección política en un periódico que informó sobre un supuesto complot terrorista a cargo de un grupo, que incluía a los querellantes. La Cámara de Apelaciones había condenado a los querellados y la mayoría de la Corte, en este caso, rechazó parcialmente el recurso extraordinario que ellos plantearon, aunque en el consid. 6° del voto mayoritario se orilla de alguna manera la doctrina de la real malicia.
Allí se dice que «esta Corte ha tratado de conjugar el interés personal de los individuos a que no se afecte su honor mediante publicaciones o escritos que tuviesen tal aptitud, y el derecho de publicar las ideas por medio de la prensa y el de suministrar información, estableciendo que estos últimos prevalecen sobre aquél cuando la cuestión esté vinculada por un asunto de interés público, y sólo en la medida de ese interés.
Sobre esta base (acá viene un matiz que acerca a esta posición mayoritaria a la doctrina de la real malicia) no ha exigido la prueba concluyente de esos hechos atribuidos al afectado, sino sólo la demostración de que se obró en el ejercicio prudente y sopesado de una cuestión de tal naturaleza».
Estrictamente la doctrina de la real malicia pone en cabeza del querellante probar el conocimiento por parte del informador de la falsedad de la noticia, o que ha actuado con negligencia, una negligencia importante, una negligencia destacada en lo que se refiere a averiguar la verdad.
En la disidencia que admite el recurs extraordinario (doctores Fayt, Cavagna Martínez y Barra) se va profundizando sobre el tema en, como dije, una especie de camino gradual hacia la precisión de esta doctrina.
En el consid. 6° de la disidencia hay una afirmación liminar: «la ‘tensión’ entre delito y libertad se resuelve amparando la responsabilidad de difundir sin agravios a fin de que la autocensura no degrade a la prensa», porque precisamente lo que esta doctrina tiende a proteger con la traslación de la carga de la prueba, es que el informador no se sienta forzado, por la posible responsabilidad posterior, a tener actitudes conscientes o inconscientes, de autocensura y por eso en el considerando 7°, se afirma que «además de las dificultades» (para el informador) que se derivan del criterio tradicional de la exeptio veritatis «a efectos de acreditar la veracidad de la supuesta difamación en todas sus particularidades, semejante regla (que la doctrina de la real malicia deroga) limita la libertad de expresión tanto por su poder de disuación, como por el temor que puede producir en quienes tienen la responsabilidad de expresar sus críticas». «Las garantías constitucionales –sigue diciendo– requieren que quienes reclamen penal o civilmente daños a la prensa por falsedad difamatoria, se trate de un funcionario público, una personalidad pública o un particular involucrado en una cuestión de trascendencia institucional, prueban que la noticia o publicación fue efectuada con ‘real malicia’. Esto es, con el conocimiento de que era falsa o con temerario desinterés acerca de si era falsa o no. De ahí que si una publicación es realizada de buena fe y sin dolo (veremos luego como fue tratado el elemento ‘dolo’ en un fallo posterior) el artículo (la noticia) se encuentra privilegiado, aun cuando las cuestiones principales contenidas en el mismo puedan no ser ciertas en la realidad y lesivas de la personalidad del demandante y, en este caso, éste tiene la carga de probar la existencia de malicia en la publicación del artículo» (con cita de «Sullivan»).
En el consid. 8° insiste en lo expuesto cuando critica a la sentencia de Cámara calificándola de «constitucionalmente deficiente» pues «desprotege el derecho de prensa y lo desampara de las garantías que lo resguardan para que pueda ejercer en plenitud su deber de informar al pueblo sobre cualquier asunto de interés público actual. Esto es así, porque en esta acción por calumnias en el caso concreto, en la que el recurrente no ha probado que los querellados hubieran obrado con intención de dañar… se ha penado con prisión a los autores de una nota publicada con el objeto de alertar a la ciudadanía sobre una acción conspirativa contra el sistema constitucional. Se ha violado así el principio de que el derecho de información sobre cuestiones de interés público está garantizado por los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional y desconocido (acá la Corte, la minoría, avanza con un paso bastante largo, quizás, anunciando para el futuro el establecimiento de un nuevo standard) la presunción de licitud que protege a la prensa cuando cumple con el deber de comunicar a la ciudadanía toda noticia relacionada con la seguridad de la República y la preservación del sistema democrático».
Nótese que si nosotros combinamos los votos, en los distintos fallos comentados, comenzando con «Costa» –donde el voto de la mayoría aunque de manera menos precisa admitió la doctrina de la real malicia, y entre esa mayoría habían votado los doctores Petracchi y Belluscio– con la posición en «Abad» donde hay otros tres jueces que también expresamente la reconocen, la doctrina de la real milicia recibe –sumando estos votos de momentos distintos y causas distintas– una mayoría de cinco, la que permite afirmar que ésta es la doctrina sentada por la Corte.
3. «Tavares, Flavio Arístides s/ calumnias e injurias», 19/8/92.
En el caso Tavares hay también nuevas precisiones. Aquí Tavares, que es un periodista brasilero, en un periódico del Brasil publica lo dicho por Timermann cuando éste declaró como testigo en el «juicio a las juntas militares» La noticia reprodujo la declaración testimonial con algún comentario, sin cambiarla sustancialmente.
En el testimonio objeto de la noticia, Timermann comenta la actitud de un tercer periodista (que en definitiva es el querellante contra Tavares) que supuestamente, según los dichos de Timermann, habría colaborado con las autoridades militares en la tarea de la represión. La Corte rechazó el recurso planteado por Tavares –quien había sido condenado en Cámara– pero acá interesa destacar las disidencias de los doctores Fayt y Petracchi que reafirman la doctrina de la real malicia entendiéndola aplicable al caso. Yo no permito comentar una variante en mi propio voto disidente que puede ser de interés para ir conformando y poniendo quizás en sus justos límites a esta doctrina, que sin estas aclaraciones (esta es una opinión personal, por supuesto) podría tener una aplicación desorbitada y en definitiva volverse en contra de su utilización verdaderamente funcional. En el consid. 9° de esta disidencia se advierte que fue «manifiesta la preocupación del querellado para obtener directa y personalmente una noticia cuya confiabilidad –emanada de su condición de pieza procesal tenida en cuenta por los jueces como elemento de convicción– fue respetada al volcarla al público sin distorsiones, lo que le permite cumplir holgadamente con los criterios sostenidos (por la Corte en el caso «Vago», en los votos concurrentes ya comentado) cuando en la aplicación de la doctrina de la real malicia elaborada por la Corte de los Estados Unidos, se establecen los límites del ejercicio no abusivo o legítimo del derecho de informar por medio de la prensa, así como adaptarse con facilidad a las importantes precisiones que ese tribunal efectúa sobre sus contenidos, en el reciente voto por la mayoría, del juez Kennedy» (en un caso bastante reciente, «Jeffrey M. Masson c. New Yorker Magazine», del 20 de junio de 1991).
El juez Kennedy sostuvo allí que «la real malicia, bajo el standard del ‘New York Times’ no debería ser confundida con el concepto de malicia como un intento dañino o un motivo originado en el despecho o en la mala voluntad…» (no es un problema de dolo, o de intención de dañar)…» hemos usado (dice el juez americano) el término real malicia como una síntesis para describir la protección de la Primera Enmienda para declaraciones injuriosas a la reputación… Pero el término puede confundir tanto como iluminar. En este respecto la frase podría ser infortunada. En lugar del término real malicia es mejor práctica… (referirse) a la publicación de una afirmación con conocimiento de su falsedad o el temerario desinterés acerca de su verdad o falsedad».
Es decir, excluye este calificativo de real malicia porque admite que puede confundirse con el dolo, cuestión que en materia penal, sobre todo, puede traer complicaciones. «En estas condiciones –dice ahora el voto comentado en Tavares– el problema queda reducido a la carga de la prueba en cabeza del accionante y a la prudencia del juez, quien deberá sopesar que a mayor gravedad de la imputación vertida, mayor será la diligencia que habrá que exigir a quien la fórmula amparado en la libertad de informar y publicar ideas por la prensa, y que en tanto elemento subjetivos, grandes serán las dificultades de los afectados para probar, de manera fehaciente, el conocimiento por el imputado de la falsedad de la información propalada o su temeraria despreocupación por averiguar el grado de su certeza, lo que amplía el juego de la actividad probatoria de ambas partes (acá hay una modulación de este problema de la carga de la prueba) y el grado de aprovechamiento judicial de la prueba indiciaria. En tal sentido, el querellante no logra conmover con pruebas de signo contrario el celo que el querellado acredita haber tenido para suministrar una información veraz que en este caso fue precisamente tomar en cuenta las declaraciones de un testigo en un juicio público».
Queda así formulada –creo que no terminada– porque sobre esto hay que ir todavía hilando y profundizando mucho más la doctrina de «la real malicia» como, insisto, una técnica procesal –no más que una técnica procesal– tendiente a facilitarle al juez la tarea de balancear los dos derechos que están en juego.
Tiempo después de efectuada esta conferencia, la Corte Suprema de Justicia dictó dos importantes fallos en materia de libertad de prensa. Uno de ellos –causa «Triacca, Alberto Jorge c. Diario la Razón y otros s/ daños y perjuicios», 22/10/93 (La Ley, 1994-A, 246)– tiene vinculación, precisamente, con la doctrina de la «real malicia» aun cuando el caso pudo ser resuelto sin una aplicación estricta de la misma. El señor Triacca inició una demanda por daños y perjuicios contra distintos medios de comunicación, por una información que éstos emitieron, que él consideró agraviante, pero que transcribía las declaraciones efectuadas por un tercero en un proceso penal. La Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, revocando el fallo de primera instancia, hizo lugar a la demanda, lo que fue a su vez revocado por la Corte Suprema de Justicia, con especial fundamento en el requisito de la «fidelidad de la fuente». El este caso la Corte Suprema de Justicia señaló que, así acotado, no hubo falsedad por parte de la comunicadora «en tanto aquélla individualizó a la fuente y la transcribió textualmente»; por ello, dijo la Corte, no es aplicable al caso la doctrina del precedente «New York Times v. Sullivan» porque éste presupone la existencia de una información objetivamente falsa.
En la causa «S. A. La Nación s/ inf. ley 11.683» (9/12/93), la Corte se enfrentó con otro problema vinculado a la libertad de prensa. Allí la D. G. I. impuso a la sociedad actora la sanción de clausura por infracciones tributarias.
Si bien la clausura se limitó a sectores donde se desarrolla una actividad comercial del medio de comunicación, la Corte Suprema siguió el criterio de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de la Corte Europea de Derechos Humanos, por la cual, «… entre varias opciones orientadas a satisfacer un interés público imperativo a resultas del cual aquélla (la libertad de prensa) pudiera verse comprometida, debe escogerse la que la restrinja en menor escala, sin limitarla más de lo estrictamente necesario». Con estos argumentos la Corte revocó la sanción de clausura, sin perjuicio de la responsabilidad tributaria de la empresa en cuestión.

II. Derecho de respuesta y libertad religiosa
El siguiente tema que quería exponer hoy muestra otro avance de la jurisprudencia de la Corte en materia de prensa: se trata del derecho de rectificación o respuesta. Como es sabido la Corte lo aceptó –cambiando una jurisprudencia anterior– en la causa «Ekmekdjian, Miguel Angel c. Sofovich, Gerardo», del 7/7/92 (Adla, 1992-C, 543). Aquí también la Corte realizó otra importante opción constitucional quizás influida por una motivación semejante que la contenida en la anécdota relatada por Julio César Rivera en un excelente artículo publicado en ED del 10 de marzo de 1993, («¿Hacia la impunidad de la prensa?»). Rivera pone en boca del profesor Mosset Iturraspe la siguiente historia: «Un patricio romano todas las mañanas caminaba por las calles de Roma y cada tanto abofeteaba a un plebeyo; detrás de él un siervo llevaba un saco con monedas que iba entregando a los abofeteados». Representaba, dice así Mosset Iturraspe, el «derecho de dañar» compensado con el pago de una indemnización. Claro que no puede satisfacer a nadie una respuesta semejante del Derecho: puedo provocar agravios simplemente porque después indemnizo.
Hay aquí otro balance de derechos: frente al derecho del informador, primero, de informar el hecho, de informar con las responsabilidades ya analizadas y con las matizaciones que esta doctrina de la real malicia puede traer y, segundo, de informar lo que quiere según su propia decisión política y editorial, frente a este derecho se contrapone el derecho del afectado (veremos en qué medida) no sólo a ser indemnizado o a querellar penalmente si se considera en este caso víctima de la calumnia o injuria, sino a que rápidamente se aclare su situación, se difunda su versión de la realidad de las cosas que lo comprometen, como manera de amortiguar la mayor incidencia dañosa que el natural paso del tiempo provoca. La Corte optó por esto último. Ya se sabe que toda opción significa un desgarro, el abandono de otra alternativa posible que en muchos casos es también una alternativa positiva o valiosa. Toda opción significa, si las dos alternativas son buenas, dejar de lado una de esas alternativas positivas; esto lo hacemos siempre en nuestra vida y también lo tienen que hacer los jueces cuando dictan sentencia, en especial la corte cuando hace sus opciones constitucionales.
Veamos el caso limitando el análisis al problema de la legitimación para accionar, que es un tema muy clave en la materia porque si esta legitimación para accionar fuese muy amplia se le daría al derecho de rectificación un alcance que, por desmesurado, se convertiría en realmente lesivo para la libertad de prensa. Por supuesto que el caso «Ekmekdjian» también tiene un importante valor en materia de la aplicación de los tratados internacionales, que por las características propias del Pacto de San José de Costa Rica (que rige esta materia –Adla, XLIV-B, 1250–) es ya un cuerpo de integración, un convenio de integración, porque la integración de los pueblos pasa antes que por una razón económica, por una definición acerca de cómo van a tratar a los derechos fundamentales.
La Corte hizo aquí aplicación de la doctrina que reconoce el ámbito preferente de aplicación de los convenios internacionales sobre el ordenamiento interno. En especial, que el ordenamiento interno no puede contradecir el convenio internacional y que incluso la omisión del ordenamiento interno no es oponible a la aplicación directa e inmediata de lo que establece el tratado internacional, salvo que éste sea meramente programático. Pero además de esto –que se puede advertir– tiene una importancia notable para el futuro del Mercosur, por lo pronto porque estos principios son los que han sido aplicado en Europa para hacer realidad la Comunidad Europea y fue una discusión de 40 años para lograr imponerla, y así podemos ir aprovechando la experiencia de terceros y tener esta solución directamente, el problema clave en este caso concreto es el de la legitimación para accionar.
La cuestión de si el derecho de rectificación o respuesta es bueno o malo, es un problema que queda a criterio del legislador, que ratificó el Pacto de San José de Costa Rica y ya es derecho vigente en la Argentina.
Si es malo, habrá que modificarlo y habrá que denunciar el Tratado, pero no es una cosa que podamos valorar nosotros ahora. Sin embargo, sí podemos valorar sus alcances, en especial frente a la omisión de legislador local, concretamente, de reglamentarlo. El art. 14 del Pacto de San José establece: «Toda persona afectada por informaciones inexactas o agraviantes emitidas en su perjuicio a través de medios de difusión legalmente reglamentados y que se dirijan al público en general, tiene derecho a efectuar por el mismo órgano de difusión su rectificación o respuesta en las condiciones que establezca la ley». La Corte dijo que esta expresión «en las condiciones que establezca la ley», no significa que dicha norma fuese meramente programática, sino que simplemente estaba dejando en manos del legislador local la reglamentación del régimen procesal para su ejercicio, pero que en definitiva éste es un mandato que no va dirigido sólo al legislador sino a todos los poderes del Estado, entre ellos el Poder Judicial, y en la medida en que el Poder Judicial tiene medios como para aplicar al caso concreto el ejercicio del derecho de rectificación –y nosotros los tenemos porque tenemos la ley de amparo, precisamente la acción que se intentó– entonces los jueces, como poder del Estado, como órganos de gobierno que están también obligados por el Pacto de San José, tienen que aplicarlo. Pero la norma habla de persona afectada, agraviada «en su perjuicio», lo que plantea el tema de la legitimación, porque en el caso la rectificación fue sobre expresiones agraviantes no directamente contra la persona del actor sino contra un profundo sentimiento religioso que el actor manifestó sostener. En un programa de televisión, años atrás, uno de los participantes de ese programa manifestó expresiones burlescas, ofensivas, vejatorias, dirigidas a la Virgen María, en particular a su virginidad, y esto motivó la reacción del actor a través de una acción de amparo, sosteniendo estar titulado por un interés difuso.
La Corte no aceptó esta postura, y aplicando el principio iura novit curia sostuvo que en el caso se encontraba comprometido un verdadero derecho subjetivo. Esto es importante, primero, porque no se reconoce la existencia de intereses difusos o por los menos que los denominados intereses difusos habiliten la acción de amparo (ya que la ley de amparo expresamente habla del derecho agraviado, no de un interés difuso). Segundo, es la calificación de derecho subjetivo en el actor, es decir, admitir la existencia de agravio u ofensa personal en un supuesto de esta naturaleza.
Lo destacable de la postura mayoritaria es ubicar este problema en el ámbito de la libertad religiosa, que es otro de los derechos preferentemente sostenidos por la Constitución, porque integra directa e inmediatamente el contenido de la dignidad personal.
El fallo sostiene, en síntesis, que este tipo de agravios, al afectar un aspecto esencial de una doctrina religiosa, puede alcanzar a dañar la libertad religiosa en la medida que al ridiculizar estas profundas convicciones, el creyente pueda sentirse ridiculizado personalmente y temeroso, por ello, de profesar públicamente su fe.
Este fallo, además del problema de la rectificación, es una afirmación muy fuerte del derecho a la libertad religiosa como integrante esencial de la dignidad personal, tanto que cuando ésta se encuentra afectada, agravia a la dignidad personal y por eso daña un derecho subjetivo. Por supuesto que (otra vez aquí, en este juego de opciones y balances constitucionales) el tema queda sometido a la prudencia de los jueces. Primero del legislador, porque si bien no puede contrariar lo que el Pacto de San José establece, sí puede, al reglamentarlo, fijar ciertos límites para su ejercicio.
El legislador podría oponerle límites y no aceptar en el futuro este tipo de situaciones como habilitantes para el derecho de rectificación.
La Corte misma está admitiendo que el caso puede encontrarse en alguna zona gris, porque insiste mucho en que el derecho de rectificación no es apropiado para debatir ideas, opiniones filosóficas, políticas, incluso opiniones religiosas, sino sólo cuando se produce el agravio a esta profunda convicción o profundo sentimiento religioso como ocurrió en el caso concreto.
El agravio al derecho subjetivo al respeto de la fe, aparece evidente para quienes vivimos en la Argentina y conocemos cuál es la fe de la mayoría del pueblo, la manera especial que tiene para profesar esa fe, el profundo sentimiento Mariano que tiene el pueblo argentino. Para el católico María es la madre, no en un sentido ideal, o metafórico, o teórico, sino en un sentido concreto y real. Los católicos creemos que María es nuestra madre, tanto como la madre carnal, y la ofensa a la madre es una ofensa personal.
Por ello es comprensible que, en el caso concreto, se haya admitido la existencia de un derecho subjetivo agraviado. La Corte admitió la existencia de una ofensa personal y concreta. Claro que es una ofensa a millones y no podría haber millones de réplicas. Si hubiese miles, centenares o sólo decenas de réplicas, estaría afectado el derecho de prensa porque entonces el propietario del medio de difusión no tendría la libertad de su política editorial, estaría publicando decenas de réplicas que le cubrirían todo su diario, su revista o su programa de televisión. La Corte propone, plantea en el caso, un mecanismo procesal práctico y, vuelve a insistir, esto es así hasta que el legislador lo regule. Se estableció, pretorianamente, un procedimiento práctico: ejercida una vez la rectificación, vale para todos los posibles agraviados.

III. Censura judicial y dignidad personal. Causa «Servini de Cubría, María Romilda s/ amparo», del 8/9/92
Se trata de otro caso donde también fue necesario compensar de una manera muy delicada la libertad de prensa –más genéricamente, de «expresión»– con la dignidad personal. La doctora Servini de Cubría es una jueza federal que fue o estaba siendo reiteradamente ofendida en un programa de televisión. Cada tanto –denunció– había una ridiculización de su figura, de su persona, hasta que recibe un llamado telefónico invitándola a desistir de las acciones iniciadas contra los responsables de ese programa; de lo contrario en la próxima emisión las ofensas serían más graves. Frente a esto la afectada planteó una acción de amparo solicitando la suspensión de tal futura emisión como medida precautoria previa.
La Cámara de Apelaciones Federal Civil y Comercial admitió, como medida cautelar, la suspensión en el futuro programa de toda mención a la doctora Servini de Cubría.
En definitiva, entonces, lo que estaba en juego acá, lo que había que resolver, era si esto es censura previa, porque si es censura previa sabemos que está excluida por el art. 14 de la Constitución y no sólo por dicha norma, sino también por el art. 13 del Pacto de San José que se refiere a «informaciones e ideas de toda índole», difundidas por cualquier procedimiento a elección del emisor, lo que evidentemente incluye a las «conductas expresivas» tan analizadas en fallos de la Corte americana.
El art. 13 citado prohíbe cualquier forma de censura previa, salvo para la protección moral de la infancia y la adolescencia y, en el apartado 5, se agrega la prohibición por la ley de «toda propaganda» en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas (esto es muy importante tenerlo en cuenta) por ningún motivo (subraya, por ningún motivo) inclusive (la palabra «inclusive» acá está indicando que puede ser por cualquier otro motivo) los de raza, color, religión, idioma u origen nacional». En el voto de lo que podemos llamar mayoría relativa (porque fue el voto que reunió a más jueces, los doctores Cavagna Martínez, Nazareno y Moliné O’Connor) si bien afirma en el consid. 10 que toda censura previa que se ejerza sobre la prensa «padece una fuerte presunción de inconstitucionalidad», luego (consid. 11) señala que «los alcances de la tutela constitucional involucrada generan la ineludible carga de examinar si –en el caso de que se trate (es decir, es un problema del caso concreto)– concurren los antecedentes de hecho que justifiquen ubicar la pretensión fuera de aquellas hipótesis frente a las cuales el ejercicio del derecho de publicar las ideas no admite restricción. Cuando se invoquen situaciones que puedan trasponer esas fronteras, el juez debe comprobar con todos los medios que la legislación le proporciona, si se trata de un caso en que se encuentra involucrado esa libertad, valoración que no puede ser obviada sin abdicar de la jurisdicción, lo que le está prohibido conforme lo dispone el art. 15 del Cód. Civil, en armonía con las garantías constitucionales de peticionar a las autoridades y el debido proceso, consagradas por los arts. 14 y 18 de la Constitución». Agrega (consid. 12°).
«Que en el camino seguido por este litigio el a quo se ubicó formalmente dentro de ese marco en cuanto decidió qué pretensiones que puedan interferir con la actividad de los medios de difusión son susceptibles de una decisión judicial favorable o adversa, según se compruebe o no que media inaceptable afectación de la libertad de prensa; de otra manera, su accionar hubiera implicado adoptar la equivocada premisa de que, en todos los casos, esa actividad constituye, en sí misma, un supuesto absolutamente inmune a tal valoración».
Si no es en todos los casos, quiere decir que en algunos casos los jueces pueden intervenir previamente. Sin embargo este voto de «mayoría relativa» rechaza finalmente la medida precautoria por un problema procesal, ya que la Cámara al dictar la medida precautoria no había visto la grabación donde supuestamente se vertían los agravios.
Pero lo importante es que como concepto teórico, si ustedes quieren, o de principio, aquí se está, en mi interpretación personal, admitiendo la posibilidad de esta cautela judicial. De todas formas la decisión mayoritaria de la Corte rechazó, en el caso concreto la medida precautoria. Sólo en mi propio voto fue admitida expresamente. El resto de los jueces la rechazaron, por ejemplo el doctor Levene señaló que se trata de un supuesto de censura previa y por ello la rechaza. En el consid. 11 hace una importante afirmación vinculada a lo que decíamos al principio, la idea de sopesar derechos constitucionales de distinta entidad. Dice que «la tutela otorgada por el a quo al honor de las personas en supremacía a la libertad de prensa implica desnaturalizar la verdadera esencia de la mencionada libertad, jerarquizada por la Carta Magna (arts. 14 y 32) al otorgarle el carácter de derecho preferido, que además de su condición de derecho individual ampliamente protegido por las garantías constitucionales que genéricamente amparan a todos los derechos de ese carácter, le confiere el empinado rango inherente a una ‘libertad institucional’…».
Entonces, al sopesar los dos derechos, afirma que la libertad de prensa adquiere carácter preferente, incluso sobre el honor de las personas. En dos votos distintos, el doctor Boggiano y el mío, se sostiene que la censura judicial no es, estrictamente hablando, la censura previa que la Constitución Nacional prohíbe, porque el juez está fuera del debate político que es lo que el constituyente tuvo en cuenta cuando estableció esta norma constitucional: quiso evitar que por razones políticas se amordazara a quien quería expresar sus ideas, o también por razones filosóficas o religiosas. Pero el juez está fuera de este debate, es un órgano imparcial, profesional, que toma estas decisiones en el caso concreto frente al agravio concreto a una persona concreta. El juez no se enfrenta con la prohibición de la difusión de una idea que va, entre comillas, a dañar a la comunidad. Por el contrario, es la que afecta a Juan Pérez, al derecho de Juan Pérez.
Pero el doctor Boggiano sostuvo, sin embargo, que el Pacto de San José es claro en cuanto que no admite ningún tipo de intervención previa y así desde este punto de vista, desde el Pacto de San José –que es de aplicación preferente en nuestro ordenamiento y que ninguna norma en este ordenamiento puede contradecir– no hay más salida que rechazar la medida precautoria pedida. En mi voto intenté hacer una interpretación integrativa de la Convención y de nuestro Código Civil, porque nuestro Código Civil tienen una norma muy expresa que es el art. 1071 bis.
Según Boggiano éste no puede ser opuesto al Pacto de San José, y tiene razón. Entre el Pacto de San José y el 1071 bis, debemos optar por el Pacto de San José, ya que tiene prevalencia sobre una norma interna. Sin embargo habría que ver si esta norma interna realmente contradice lo que el Pacto de San José está estableciendo. Por de pronto el mismo art. 13 del Pacto está sentando un principio: «Estará prohibida por la ley –esto es más que censura previa– toda propaganda en favor de la guerra, apología del odio, etc….» «o cualquier otra acción ilegal similar», similar a la incitación a la violencia, la burla, la denigración, la ofensa, lo que yo llamaría el martirio de la persona, el martirio de la personalidad, es un acto de violencia, es un acto muy grave de violencia, es más grave que la violencia física.
Es un acto de violencia muy serio que se ejerce, sigue la norma supranacional, «contra cualquier persona… por ningún motivo». Conforme a ello no se puede ejercer esta forma de violencia por ninguna razón, no solamente por razones de raza, color, religión, idioma u origen nacional, sino por cualquier otra razón. Además el art. 32 del Pacto afirma que «los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias de bien común en una sociedad democrática» y así admite el art. 30 que haya restricciones a los derechos reconocidos por el Pacto por razones de interés general y con el propósito para el cual han sido establecidas. El art. 1071 bis del Código Civil tiene una razón de interés general, que es la protección del honor de cada uno de nosotros, de nuestra intimidad y el art. 11 del Pacto protege la honra y la dignidad, es decir es la norma que específicamente trata el caso o por lo menos en el caso no se puede leer el art. 13 sin el art. 11, porque el legislador supranacional ha querido tratar la protección de la honra y la dignidad en una norma especial. No la ubicó dentro del mismo art. 13; la estableció como una disposición aparte: «toda persona tiene derecho al respeto de su honra y al reconocimiento de su dignidad; nadie puede ser objeto de injerencias arbitrarias o abusivas –ustedes recuerdan que el art. 1071 bis dice «el que arbitrariamente se entrometiere en la vida ajena», lo que es muy semejante– en su vida privada, en la de su familia, en su domicilio, en su correspondencia, ni ataques ilegales a su honra o reputación». La burla afecta a la honra, que es la manifestación exterior, social, del honor. Es la reputación o fama, es decir la valoración que los otros tienen de una persona. el art. 11 confirma: «toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias o esos ataques» y la protección es una medida previa. Deberíamos aquí repetir lo de Mosset Iturraspe: a mí no me protegen cuando me indemnizan o cuando se sanciona penalmente al ofensor, ya que si bien la sanción penal y la responsabilidad civil actúan como elementos de disuasión –ya lo vimos cuando hablamos de la «real malicia», doctrina que quiere atenuar un poco esa disuasión, que no sea tanta la disuasión que haga que la prensa se autocensure –yo no estoy protegido por eso que viene después. La protección es una actitud previa a que me pase algo; me protejo contra un resfrío si me abrigo, no me protejo contra un resfrío cuando tomo un antibiótico después de estar resfriado. Entonces toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias y esos ataques y la protección de la ley argentina ante esas injerencias y esos ataques está en el 1071 bis del Código Civil. La vía de protección que el legislador local desarrolló consiste en que, cuando «el que arbitrariamente se entrometiera en la vida ajena… mortificando a otros en sus costumbres o sentimientos, o perturbando de cualquier modo su intimidad… será obligado a cesar en tales actividades, si antes no hubieren cesado». Está obligado a cesar si antes no hubiera cesado, por ello, si la ofensa es continuada y no cesa, es lo propio de la medida cautelar hacerlo preventivamente hasta que se produzca la decisión sobre el fondo. Por eso no era necesario –hubiese sido conveniente pero no era indispensable– ver la grabación del futuro programa, lo que había que ver era lo anterior, porque el entrometerse arbitrariamente, el mortificar las costumbres, la intimidad, venía de antes (en la apreciación provisional que exige una medida precautoria), si no existe con anterioridad no se puede tomar la medida, salvo que estemos frente a una amenaza cierta de que va a ocurrir. Entonces basta la comprobación de lo ocurrido antes para obligar a cesar la actividad ofensiva. Sin embargo, la disidencia revoca parcialmente el fallo de la Cámara porque ésta impedía cualquier mención a la doctora Servini, lo que es inadmisible. Puede haber críticas, opiniones incluso sátiras, porque el humor es una manera de expresarse, sólo debe cesar en la burla mortificante y si hace alguna otra mención que sea una burla mortificante, bueno, habrá también desobediencia judicial, todo ello sujeto a la apreciación del juez de la causa. Se trata, entonces, de otro problema de balance entre dos derechos tan importantes como lo son la libertad de expresión y la dignidad personal. La Corte en el caso «Servini» realizó una opción en favor de la libertad de expresión. En «Servini», igualmente, quedó planteado en cuatro votos (Cavagna Martínez, Nazareno, Moliné O’Connor y, por separado, Barra) y su gerido también en el voto del presidente Boggiano, la posibilidad de enérgicas medidas judiciales, de protección a la dignidad personal, por tanto preventivas, cuando ésta pueda ser afectada por la difusión de ideas o mensajes que la deprecien de manera sustancial.

(*)Sobre la base de la conferencia pronunciada en la inauguración del ciclo sobre «Legislación Comparada: Régimen Jurídico y Operación de los Medios de Comunicación», organizado por el Instituto del Derecho y Medios de Comunicación de la Universidad Notarial Argentina.

Publicado en: LA LEY 1994-B, 1139

SUMARIO: I. La doctrina de la «real malicia». — II. Derecho de respuesta y libertad religiosa. — III. Censura judicial y dignidad personal. Causa Servini de Cubría, María Romilda s/ amparo, del 8/9/92.

No es necesario aclarar que intentaré expresar mi interpretación personal, como jurista y no como miembro de la Corte, acerca de la reciente evolución de la jurisprudencia del tribunal en el tema que hoy nos convoca. La Corte Suprema ha sido, desde sus orígenes, especialmente enérgica en la defensa de esta importante garantía constitucional. Sin alejarnos demasiado en el tiempo, pueden citarse fallos relativamente recientes como el de «Edelmiro Abal c. La Prensa» del 12/8/57 (Fallos, 248:291) donde se afirma que sin libertad de prensa, «sin su debido resguardo existiría tan solo una democracia desmedrada o puramente nominal», o un poco después en la causa de «S. A. El Día» del 9/12/59 (Fallos, 248:664 –La Ley, 105-568–) donde la Corte comparó a la dignidad institucional de la justicia independiente con la prensa libre como «valores preminentes del orden democrático».
Sin duda, esto no significa impunidad con relación a los delitos civiles o penales que pueden cometerse por medio de la prensa.
Hay aquí un balance, frente a la necesidad de proteger, de resguardar, de impulsar si ustedes quieren, la libertad de expresión, con la necesidad también de proteger y resguardar la dignidad de la persona, los derechos de terceros; un balance, un juego de opciones constitucionales, de opciones entre distintos derechos y garantías que la Constitución plantea. Precisamente realizar estas opciones constitucionales es la tarea específica de la Corte. Siempre lo está haciendo: toda decisión sobre materia constitucional significa una opción, en este caso entre esta libertad de expresión o de prensa (no interesa la distinción precisa) que a la vez que un derecho del informador o del empresario, es también un derecho de la comunidad o del público, por lo que tiene un alto contenido del derecho social, por oposición al derecho estrictamente individual. Debe ser balanceado, entonces, con los derechos y garantías de los individuos, en particular con el derecho a la dignidad, que comprende, la intimidad, la honra, ésta como expresión del honor en su reconocimiento externo social.
Es que la dignidad de la persona es la idea rectora en definitiva de todo el sistema de derechos y garantías constitucionales. Este balance o juego de opciones constitucionales puede ser fácilmente advertido en fallos trascendentales como «Ponzetti de Balbín» (Fallos, 306:1892 –La Ley, 1985-B, 120–), «Campillay» (Fallos, 308:789) y «Costa» (Fallos, 310:508 –La Ley, 1987-B, 269–), entre otros.
No corresponde aquí, porque es muy conocida por todos, glosar esta muy rica doctrina que la Corte ha ido desarrollando a lo largo de toda su historia. Quisiera centrar la atención, en cambio, en las últimas expresiones de esta jurisprudencia que ha tocado temas, algunos novedosos, otros reiterando tratamientos anteriores pero quizá planteados de una manera especial.
Se trata de tres cuestiones, en donde se pone de manifiesto con mucha intensidad esta tensión y esta necesidad, entonces, de balancear la libertad de expresión y el derecho de la dignidad personal.
I. La doctrina de la «real malicia»
El primero de estos temas se engloba en un grupo de tres causas donde el balance llega a través de una mera técnica procesal, pero muy importante, que en definitiva consiste en la distribución de la carga de la prueba tanto en el caso de acciones por responsabilidad civil, como frente a querellas criminales por afectaciones a la dignidad personal, hechas por medio de la prensa.
Aquí la Corte ha adoptado expresamente la doctrina de la real malicia que ya formulada por la Corte de EE. UU. en el caso «New Times c. Sullivan», de marzo de 1964. Se trata de los casos «Vago», «Abad» y «Tavares», aunque ya antes en el caso «Costa c. Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires», en la anterior composición de la Corte, sin decirlo expresamente el tribunal había girado sobre la aplicación de esta doctrina.
En «Costa» la Corte dijo que «… para obtener la reparación pecuniaria por las publicaciones concernientes al ejercicio de su ministerio, los funcionarios públicos deben probar que la información fue efectuada a sabiendas de su falsedad, o con total despreocupación acerca de tal circunstancia…».
«En cambio basta la ‘negligencia precipitada’ o ‘simple culpa’ en la propalación de una noticia de carácter difamatorio de un particular para generar la condigna responsabilidad de los medios de comunicación pertinentes…» (consid. 11, del voto de la mayoría).
Se plantea así un distinto tratamiento probatorio de la subjetividad de la conducta ofensiva según que la víctima sea un personaje público o un particular.
Esta idea fue luego desarrollada por la Corte en su actual composición en las causas antes citadas.
1. «Vago, Jorge Antonio c. Ediciones de La Urraca», del 19/11/1991 (La Ley, 1992-E, 606).
El señor Vago había sido acusado de participar en un complot contra el orden constitucional, y esta noticia había sido propalada de una manera muy marcada por el medio de difusión en cuestión.
La mayoría en «Vago» no avanza sobre esta doctrina de la real malicia. Sin embargo en los votos concurrentes de Fayt y Barra el tema se plantea expresamente. Por de pronto se pone en claro este problema del balance de derechos entre la libertad de prensa y la dignidad personal, citando los precedentes «Ponzetti de Balbín» y «Campillay». En esta opinión concurrente se recuerda que en aquellos casos la mayoría de la Corte consideró que el derecho de la información no puede alterar la necesaria armonía con los restantes derechos constitucionales, como la intimidad, el honor y la reputación de las personas, y por ello el derecho de publicar las ideas por la prensa constitucionalmente protegido contra la intervención de los poderes del Estado, está limitado por los derechos de las personas a la libertad, a la dignidad, a la privacidad, al honor y reputación, a los restantes derechos civiles y políticos. Se encuentra limitado, no es un derecho absoluto, no es un derecho ilimitado.
De allí, deriva a esta doctrina de la «real malicia», que precisamente dice el consid. 11, «procura un equilibrio razonable entre la función de la prensa y los derechos individuales que hubieran sido afectados por comentarios lesivos a funcionarios públicos, figuras públicas, aun particulares que hubieran intervenido en cuestiones de interés público objeto de la información o la crónica».
Esta doctrina, que «se resume en la exculpación de los periodistas acusados criminalmente o procesados civilmente», había nacido frente a reclamos de indemnización civil por daños y perjuicios causados por informaciones falsas poniendo a cargo de los accionantes «la prueba de que las informaciones falsas lo fueron, con conocimiento de que eran falsas o con imprudente y notoria despreocupación sobre si eran o no falsas».
Entonces lo que se hace es una traslación de la carga de probar la verdad de lo que fue informado, cuando la noticia tiene potencialidad por sí misma para provocar un daño civil o un delito criminal en perjuicio de figuras públicas o personajes públicos, para utilizar una expresión que englobe a las tres categorías, que ya en el fallo «Sullivan», estaban establecidas. En estos casos por la especial situación en que los personajes públicos se encuentran –y como luego lo va a profundizar la Corte, en un proceso casi gradual, en los siguientes fallos que vamos a comentar– para proteger la necesaria participación de la prensa en las cuestiones que son de interés público, de debate público, la carga de la prueba se traslada, del querellado o demandado al querellante o demandante.
2. «Abad, Manuel Eduardo s/ calumnias e injurias» del 7 de abril de 1992.
Aquí, claramente, el standard de la real malicia proyecta a lo penal, como ya había sido también establecido por la Corte americana en «Garrison c. Lousiana», un fallo de 1964.
En Abad los querellados eran responsables de la sección política en un periódico que informó sobre un supuesto complot terrorista a cargo de un grupo, que incluía a los querellantes. La Cámara de Apelaciones había condenado a los querellados y la mayoría de la Corte, en este caso, rechazó parcialmente el recurso extraordinario que ellos plantearon, aunque en el consid. 6° del voto mayoritario se orilla de alguna manera la doctrina de la real malicia.
Allí se dice que «esta Corte ha tratado de conjugar el interés personal de los individuos a que no se afecte su honor mediante publicaciones o escritos que tuviesen tal aptitud, y el derecho de publicar las ideas por medio de la prensa y el de suministrar información, estableciendo que estos últimos prevalecen sobre aquél cuando la cuestión esté vinculada por un asunto de interés público, y sólo en la medida de ese interés.
Sobre esta base (acá viene un matiz que acerca a esta posición mayoritaria a la doctrina de la real malicia) no ha exigido la prueba concluyente de esos hechos atribuidos al afectado, sino sólo la demostración de que se obró en el ejercicio prudente y sopesado de una cuestión de tal naturaleza».
Estrictamente la doctrina de la real malicia pone en cabeza del querellante probar el conocimiento por parte del informador de la falsedad de la noticia, o que ha actuado con negligencia, una negligencia importante, una negligencia destacada en lo que se refiere a averiguar la verdad.
En la disidencia que admite el recurs extraordinario (doctores Fayt, Cavagna Martínez y Barra) se va profundizando sobre el tema en, como dije, una especie de camino gradual hacia la precisión de esta doctrina.
En el consid. 6° de la disidencia hay una afirmación liminar: «la ‘tensión’ entre delito y libertad se resuelve amparando la responsabilidad de difundir sin agravios a fin de que la autocensura no degrade a la prensa», porque precisamente lo que esta doctrina tiende a proteger con la traslación de la carga de la prueba, es que el informador no se sienta forzado, por la posible responsabilidad posterior, a tener actitudes conscientes o inconscientes, de autocensura y por eso en el considerando 7°, se afirma que «además de las dificultades» (para el informador) que se derivan del criterio tradicional de la exeptio veritatis «a efectos de acreditar la veracidad de la supuesta difamación en todas sus particularidades, semejante regla (que la doctrina de la real malicia deroga) limita la libertad de expresión tanto por su poder de disuación, como por el temor que puede producir en quienes tienen la responsabilidad de expresar sus críticas». «Las garantías constitucionales –sigue diciendo– requieren que quienes reclamen penal o civilmente daños a la prensa por falsedad difamatoria, se trate de un funcionario público, una personalidad pública o un particular involucrado en una cuestión de trascendencia institucional, prueban que la noticia o publicación fue efectuada con ‘real malicia’. Esto es, con el conocimiento de que era falsa o con temerario desinterés acerca de si era falsa o no. De ahí que si una publicación es realizada de buena fe y sin dolo (veremos luego como fue tratado el elemento ‘dolo’ en un fallo posterior) el artículo (la noticia) se encuentra privilegiado, aun cuando las cuestiones principales contenidas en el mismo puedan no ser ciertas en la realidad y lesivas de la personalidad del demandante y, en este caso, éste tiene la carga de probar la existencia de malicia en la publicación del artículo» (con cita de «Sullivan»).
En el consid. 8° insiste en lo expuesto cuando critica a la sentencia de Cámara calificándola de «constitucionalmente deficiente» pues «desprotege el derecho de prensa y lo desampara de las garantías que lo resguardan para que pueda ejercer en plenitud su deber de informar al pueblo sobre cualquier asunto de interés público actual. Esto es así, porque en esta acción por calumnias en el caso concreto, en la que el recurrente no ha probado que los querellados hubieran obrado con intención de dañar… se ha penado con prisión a los autores de una nota publicada con el objeto de alertar a la ciudadanía sobre una acción conspirativa contra el sistema constitucional. Se ha violado así el principio de que el derecho de información sobre cuestiones de interés público está garantizado por los arts. 14 y 32 de la Constitución Nacional y desconocido (acá la Corte, la minoría, avanza con un paso bastante largo, quizás, anunciando para el futuro el establecimiento de un nuevo standard) la presunción de licitud que protege a la prensa cuando cumple con el deber de comunicar a la ciudadanía toda noticia relacionada con la seguridad de la República y la preservación del sistema democrático».
Nótese que si nosotros combinamos los votos, en los distintos fallos comentados, comenzando con «Costa» –donde el voto de la mayoría aunque de manera menos precisa admitió la doctrina de la real malicia, y entre esa mayoría habían votado los doctores Petracchi y Belluscio– con la posición en «Abad» donde hay otros tres jueces que también expresamente la reconocen, la doctrina de la real milicia recibe –sumando estos votos de momentos distintos y causas distintas– una mayoría de cinco, la que permite afirmar que ésta es la doctrina sentada por la Corte.
3. «Tavares, Flavio Arístides s/ calumnias e injurias», 19/8/92.
En el caso Tavares hay también nuevas precisiones. Aquí Tavares, que es un periodista brasilero, en un periódico del Brasil publica lo dicho por Timermann cuando éste declaró como testigo en el «juicio a las juntas militares» La noticia reprodujo la declaración testimonial con algún comentario, sin cambiarla sustancialmente.
En el testimonio objeto de la noticia, Timermann comenta la actitud de un tercer periodista (que en definitiva es el querellante contra Tavares) que supuestamente, según los dichos de Timermann, habría colaborado con las autoridades militares en la tarea de la represión. La Corte rechazó el recurso planteado por Tavares –quien había sido condenado en Cámara– pero acá interesa destacar las disidencias de los doctores Fayt y Petracchi que reafirman la doctrina de la real malicia entendiéndola aplicable al caso. Yo no permito comentar una variante en mi propio voto disidente que puede ser de interés para ir conformando y poniendo quizás en sus justos límites a esta doctrina, que sin estas aclaraciones (esta es una opinión personal, por supuesto) podría tener una aplicación desorbitada y en definitiva volverse en contra de su utilización verdaderamente funcional. En el consid. 9° de esta disidencia se advierte que fue «manifiesta la preocupación del querellado para obtener directa y personalmente una noticia cuya confiabilidad –emanada de su condición de pieza procesal tenida en cuenta por los jueces como elemento de convicción– fue respetada al volcarla al público sin distorsiones, lo que le permite cumplir holgadamente con los criterios sostenidos (por la Corte en el caso «Vago», en los votos concurrentes ya comentado) cuando en la aplicación de la doctrina de la real malicia elaborada por la Corte de los Estados Unidos, se establecen los límites del ejercicio no abusivo o legítimo del derecho de informar por medio de la prensa, así como adaptarse con facilidad a las importantes precisiones que ese tribunal efectúa sobre sus contenidos, en el reciente voto por la mayoría, del juez Kennedy» (en un caso bastante reciente, «Jeffrey M. Masson c. New Yorker Magazine», del 20 de junio de 1991).
El juez Kennedy sostuvo allí que «la real malicia, bajo el standard del ‘New York Times’ no debería ser confundida con el concepto de malicia como un intento dañino o un motivo originado en el despecho o en la mala voluntad…» (no es un problema de dolo, o de intención de dañar)…» hemos usado (dice el juez americano) el término real malicia como una síntesis para describir la protección de la Primera Enmienda para declaraciones injuriosas a la reputación… Pero el término puede confundir tanto como iluminar. En este respecto la frase podría ser infortunada. En lugar del término real malicia es mejor práctica… (referirse) a la publicación de una afirmación con conocimiento de su falsedad o el temerario desinterés acerca de su verdad o falsedad».
Es decir, excluye este calificativo de real malicia porque admite que puede confundirse con el dolo, cuestión que en materia penal, sobre todo, puede traer complicaciones. «En estas condiciones –dice ahora el voto comentado en Tavares– el problema queda reducido a la carga de la prueba en cabeza del accionante y a la prudencia del juez, quien deberá sopesar que a mayor gravedad de la imputación vertida, mayor será la diligencia que habrá que exigir a quien la fórmula amparado en la libertad de informar y publicar ideas por la prensa, y que en tanto elemento subjetivos, grandes serán las dificultades de los afectados para probar, de manera fehaciente, el conocimiento por el imputado de la falsedad de la información propalada o su temeraria despreocupación por averiguar el grado de su certeza, lo que amplía el juego de la actividad probatoria de ambas partes (acá hay una modulación de este problema de la carga de la prueba) y el grado de aprovechamiento judicial de la prueba indiciaria. En tal sentido, el querellante no logra conmover con pruebas de signo contrario el celo que el querellado acredita haber tenido para suministrar una información veraz que en este caso fue precisamente tomar en cuenta las declaraciones de un testigo en un juicio público».
Queda así formulada –creo que no terminada– porque sobre esto hay que ir todavía hilando y profundizando mucho más la doctrina de «la real malicia» como, insisto, una técnica procesal –no más que una técnica procesal– tendiente a facilitarle al juez la tarea de balancear los dos derechos que están en juego.
Tiempo después de efectuada esta conferencia, la Corte Suprema de Justicia dictó dos importantes fallos en materia de libertad de prensa. Uno de ellos –causa «Triacca, Alberto Jorge c. Diario la Razón y otros s/ daños y perjuicios», 22/10/93 (La Ley, 1994-A, 246)– tiene vinculación, precisamente, con la doctrina de la «real malicia» aun cuando el caso pudo ser resuelto sin una aplicación estricta de la misma. El señor Triacca inició una demanda por daños y perjuicios contra distintos medios de comunicación, por una información que éstos emitieron, que él consideró agraviante, pero que transcribía las declaraciones efectuadas por un tercero en un proceso penal. La Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, revocando el fallo de primera instancia, hizo lugar a la demanda, lo que fue a su vez revocado por la Corte Suprema de Justicia, con especial fundamento en el requisito de la «fidelidad de la fuente». El este caso la Corte Suprema de Justicia señaló que, así acotado, no hubo falsedad por parte de la comunicadora «en tanto aquélla individualizó a la fuente y la transcribió textualmente»; por ello, dijo la Corte, no es aplicable al caso la doctrina del precedente «New York Times v. Sullivan» porque éste presupone la existencia de una información objetivamente falsa.
En la causa «S. A. La Nación s/ inf. ley 11.683» (9/12/93), la Corte se enfrentó con otro problema vinculado a la libertad de prensa. Allí la D. G. I. impuso a la sociedad actora la sanción de clausura por infracciones tributarias.
Si bien la clausura se limitó a sectores donde se desarrolla una actividad comercial del medio de comunicación, la Corte Suprema siguió el criterio de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de la Corte Europea de Derechos Humanos, por la cual, «… entre varias opciones orientadas a satisfacer un interés público imperativo a resultas del cual aquélla (la libertad de prensa) pudiera verse comprometida, debe escogerse la que la restrinja en menor escala, sin limitarla más de lo estrictamente necesario». Con estos argumentos la Corte revocó la sanción de clausura, sin perjuicio de la responsabilidad tributaria de la empresa en cuestión.
II. Derecho de respuesta y libertad religiosa
El siguiente tema que quería exponer hoy muestra otro avance de la jurisprudencia de la Corte en materia de prensa: se trata del derecho de rectificación o respuesta. Como es sabido la Corte lo aceptó –cambiando una jurisprudencia anterior– en la causa «Ekmekdjian, Miguel Angel c. Sofovich, Gerardo», del 7/7/92 (Adla, 1992-C, 543). Aquí también la Corte realizó otra importante opción constitucional quizás influida por una motivación semejante que la contenida en la anécdota relatada por Julio César Rivera en un excelente artículo publicado en ED del 10 de marzo de 1993, («¿Hacia la impunidad de la prensa?»). Rivera pone en boca del profesor Mosset Iturraspe la siguiente historia: «Un patricio romano todas las mañanas caminaba por las calles de Roma y cada tanto abofeteaba a un plebeyo; detrás de él un siervo llevaba un saco con monedas que iba entregando a los abofeteados». Representaba, dice así Mosset Iturraspe, el «derecho de dañar» compensado con el pago de una indemnización. Claro que no puede satisfacer a nadie una respuesta semejante del Derecho: puedo provocar agravios simplemente porque después indemnizo.
Hay aquí otro balance de derechos: frente al derecho del informador, primero, de informar el hecho, de informar con las responsabilidades ya analizadas y con las matizaciones que esta doctrina de la real malicia puede traer y, segundo, de informar lo que quiere según su propia decisión política y editorial, frente a este derecho se contrapone el derecho del afectado (veremos en qué medida) no sólo a ser indemnizado o a querellar penalmente si se considera en este caso víctima de la calumnia o injuria, sino a que rápidamente se aclare su situación, se difunda su versión de la realidad de las cosas que lo comprometen, como manera de amortiguar la mayor incidencia dañosa que el natural paso del tiempo provoca. La Corte optó por esto último. Ya se sabe que toda opción significa un desgarro, el abandono de otra alternativa posible que en muchos casos es también una alternativa positiva o valiosa. Toda opción significa, si las dos alternativas son buenas, dejar de lado una de esas alternativas positivas; esto lo hacemos siempre en nuestra vida y también lo tienen que hacer los jueces cuando dictan sentencia, en especial la corte cuando hace sus opciones constitucionales.
Veamos el caso limitando el análisis al problema de la legitimación para accionar, que es un tema muy clave en la materia porque si esta legitimación para accionar fuese muy amplia se le daría al derecho de rectificación un alcance que, por desmesurado, se convertiría en realmente lesivo para la libertad de prensa. Por supuesto que el caso «Ekmekdjian» también tiene un importante valor en materia de la aplicación de los tratados internacionales, que por las características propias del Pacto de San José de Costa Rica (que rige esta materia –Adla, XLIV-B, 1250–) es ya un cuerpo de integración, un convenio de integración, porque la integración de los pueblos pasa antes que por una razón económica, por una definición acerca de cómo van a tratar a los derechos fundamentales.
La Corte hizo aquí aplicación de la doctrina que reconoce el ámbito preferente de aplicación de los convenios internacionales sobre el ordenamiento interno. En especial, que el ordenamiento interno no puede contradecir el convenio internacional y que incluso la omisión del ordenamiento interno no es oponible a la aplicación directa e inmediata de lo que establece el tratado internacional, salvo que éste sea meramente programático. Pero además de esto –que se puede advertir– tiene una importancia notable para el futuro del Mercosur, por lo pronto porque estos principios son los que han sido aplicado en Europa para hacer realidad la Comunidad Europea y fue una discusión de 40 años para lograr imponerla, y así podemos ir aprovechando la experiencia de terceros y tener esta solución directamente, el problema clave en este caso concreto es el de la legitimación para accionar.
La cuestión de si el derecho de rectificación o respuesta es bueno o malo, es un problema que queda a criterio del legislador, que ratificó el Pacto de San José de Costa Rica y ya es derecho vigente en la Argentina.
Si es malo, habrá que modificarlo y habrá que denunciar el Tratado, pero no es una cosa que podamos valorar nosotros ahora. Sin embargo, sí podemos valorar sus alcances, en especial frente a la omisión de legislador local, concretamente, de reglamentarlo. El art. 14 del Pacto de San José establece: «Toda persona afectada por informaciones inexactas o agraviantes emitidas en su perjuicio a través de medios de difusión legalmente reglamentados y que se dirijan al público en general, tiene derecho a efectuar por el mismo órgano de difusión su rectificación o respuesta en las condiciones que establezca la ley». La Corte dijo que esta expresión «en las condiciones que establezca la ley», no significa que dicha norma fuese meramente programática, sino que simplemente estaba dejando en manos del legislador local la reglamentación del régimen procesal para su ejercicio, pero que en definitiva éste es un mandato que no va dirigido sólo al legislador sino a todos los poderes del Estado, entre ellos el Poder Judicial, y en la medida en que el Poder Judicial tiene medios como para aplicar al caso concreto el ejercicio del derecho de rectificación –y nosotros los tenemos porque tenemos la ley de amparo, precisamente la acción que se intentó– entonces los jueces, como poder del Estado, como órganos de gobierno que están también obligados por el Pacto de San José, tienen que aplicarlo. Pero la norma habla de persona afectada, agraviada «en su perjuicio», lo que plantea el tema de la legitimación, porque en el caso la rectificación fue sobre expresiones agraviantes no directamente contra la persona del actor sino contra un profundo sentimiento religioso que el actor manifestó sostener. En un programa de televisión, años atrás, uno de los participantes de ese programa manifestó expresiones burlescas, ofensivas, vejatorias, dirigidas a la Virgen María, en particular a su virginidad, y esto motivó la reacción del actor a través de una acción de amparo, sosteniendo estar titulado por un interés difuso.
La Corte no aceptó esta postura, y aplicando el principio iura novit curia sostuvo que en el caso se encontraba comprometido un verdadero derecho subjetivo. Esto es importante, primero, porque no se reconoce la existencia de intereses difusos o por los menos que los denominados intereses difusos habiliten la acción de amparo (ya que la ley de amparo expresamente habla del derecho agraviado, no de un interés difuso). Segundo, es la calificación de derecho subjetivo en el actor, es decir, admitir la existencia de agravio u ofensa personal en un supuesto de esta naturaleza.
Lo destacable de la postura mayoritaria es ubicar este problema en el ámbito de la libertad religiosa, que es otro de los derechos preferentemente sostenidos por la Constitución, porque integra directa e inmediatamente el contenido de la dignidad personal.
El fallo sostiene, en síntesis, que este tipo de agravios, al afectar un aspecto esencial de una doctrina religiosa, puede alcanzar a dañar la libertad religiosa en la medida que al ridiculizar estas profundas convicciones, el creyente pueda sentirse ridiculizado personalmente y temeroso, por ello, de profesar públicamente su fe.
Este fallo, además del problema de la rectificación, es una afirmación muy fuerte del derecho a la libertad religiosa como integrante esencial de la dignidad personal, tanto que cuando ésta se encuentra afectada, agravia a la dignidad personal y por eso daña un derecho subjetivo. Por supuesto que (otra vez aquí, en este juego de opciones y balances constitucionales) el tema queda sometido a la prudencia de los jueces. Primero del legislador, porque si bien no puede contrariar lo que el Pacto de San José establece, sí puede, al reglamentarlo, fijar ciertos límites para su ejercicio.
El legislador podría oponerle límites y no aceptar en el futuro este tipo de situaciones como habilitantes para el derecho de rectificación.
La Corte misma está admitiendo que el caso puede encontrarse en alguna zona gris, porque insiste mucho en que el derecho de rectificación no es apropiado para debatir ideas, opiniones filosóficas, políticas, incluso opiniones religiosas, sino sólo cuando se produce el agravio a esta profunda convicción o profundo sentimiento religioso como ocurrió en el caso concreto.
El agravio al derecho subjetivo al respeto de la fe, aparece evidente para quienes vivimos en la Argentina y conocemos cuál es la fe de la mayoría del pueblo, la manera especial que tiene para profesar esa fe, el profundo sentimiento Mariano que tiene el pueblo argentino. Para el católico María es la madre, no en un sentido ideal, o metafórico, o teórico, sino en un sentido concreto y real. Los católicos creemos que María es nuestra madre, tanto como la madre carnal, y la ofensa a la madre es una ofensa personal.
Por ello es comprensible que, en el caso concreto, se haya admitido la existencia de un derecho subjetivo agraviado. La Corte admitió la existencia de una ofensa personal y concreta. Claro que es una ofensa a millones y no podría haber millones de réplicas. Si hubiese miles, centenares o sólo decenas de réplicas, estaría afectado el derecho de prensa porque entonces el propietario del medio de difusión no tendría la libertad de su política editorial, estaría publicando decenas de réplicas que le cubrirían todo su diario, su revista o su programa de televisión. La Corte propone, plantea en el caso, un mecanismo procesal práctico y, vuelve a insistir, esto es así hasta que el legislador lo regule. Se estableció, pretorianamente, un procedimiento práctico: ejercida una vez la rectificación, vale para todos los posibles agraviados.
III. Censura judicial y dignidad personal. Causa «Servini de Cubría, María Romilda s/ amparo», del 8/9/92
Se trata de otro caso donde también fue necesario compensar de una manera muy delicada la libertad de prensa –más genéricamente, de «expresión»– con la dignidad personal. La doctora Servini de Cubría es una jueza federal que fue o estaba siendo reiteradamente ofendida en un programa de televisión. Cada tanto –denunció– había una ridiculización de su figura, de su persona, hasta que recibe un llamado telefónico invitándola a desistir de las acciones iniciadas contra los responsables de ese programa; de lo contrario en la próxima emisión las ofensas serían más graves. Frente a esto la afectada planteó una acción de amparo solicitando la suspensión de tal futura emisión como medida precautoria previa.
La Cámara de Apelaciones Federal Civil y Comercial admitió, como medida cautelar, la suspensión en el futuro programa de toda mención a la doctora Servini de Cubría.
En definitiva, entonces, lo que estaba en juego acá, lo que había que resolver, era si esto es censura previa, porque si es censura previa sabemos que está excluida por el art. 14 de la Constitución y no sólo por dicha norma, sino también por el art. 13 del Pacto de San José que se refiere a «informaciones e ideas de toda índole», difundidas por cualquier procedimiento a elección del emisor, lo que evidentemente incluye a las «conductas expresivas» tan analizadas en fallos de la Corte americana.
El art. 13 citado prohíbe cualquier forma de censura previa, salvo para la protección moral de la infancia y la adolescencia y, en el apartado 5, se agrega la prohibición por la ley de «toda propaganda» en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas (esto es muy importante tenerlo en cuenta) por ningún motivo (subraya, por ningún motivo) inclusive (la palabra «inclusive» acá está indicando que puede ser por cualquier otro motivo) los de raza, color, religión, idioma u origen nacional». En el voto de lo que podemos llamar mayoría relativa (porque fue el voto que reunió a más jueces, los doctores Cavagna Martínez, Nazareno y Moliné O’Connor) si bien afirma en el consid. 10 que toda censura previa que se ejerza sobre la prensa «padece una fuerte presunción de inconstitucionalidad», luego (consid. 11) señala que «los alcances de la tutela constitucional involucrada generan la ineludible carga de examinar si –en el caso de que se trate (es decir, es un problema del caso concreto)– concurren los antecedentes de hecho que justifiquen ubicar la pretensión fuera de aquellas hipótesis frente a las cuales el ejercicio del derecho de publicar las ideas no admite restricción. Cuando se invoquen situaciones que puedan trasponer esas fronteras, el juez debe comprobar con todos los medios que la legislación le proporciona, si se trata de un caso en que se encuentra involucrado esa libertad, valoración que no puede ser obviada sin abdicar de la jurisdicción, lo que le está prohibido conforme lo dispone el art. 15 del Cód. Civil, en armonía con las garantías constitucionales de peticionar a las autoridades y el debido proceso, consagradas por los arts. 14 y 18 de la Constitución». Agrega (consid. 12°).
«Que en el camino seguido por este litigio el a quo se ubicó formalmente dentro de ese marco en cuanto decidió qué pretensiones que puedan interferir con la actividad de los medios de difusión son susceptibles de una decisión judicial favorable o adversa, según se compruebe o no que media inaceptable afectación de la libertad de prensa; de otra manera, su accionar hubiera implicado adoptar la equivocada premisa de que, en todos los casos, esa actividad constituye, en sí misma, un supuesto absolutamente inmune a tal valoración».
Si no es en todos los casos, quiere decir que en algunos casos los jueces pueden intervenir previamente. Sin embargo este voto de «mayoría relativa» rechaza finalmente la medida precautoria por un problema procesal, ya que la Cámara al dictar la medida precautoria no había visto la grabación donde supuestamente se vertían los agravios.
Pero lo importante es que como concepto teórico, si ustedes quieren, o de principio, aquí se está, en mi interpretación personal, admitiendo la posibilidad de esta cautela judicial. De todas formas la decisión mayoritaria de la Corte rechazó, en el caso concreto la medida precautoria. Sólo en mi propio voto fue admitida expresamente. El resto de los jueces la rechazaron, por ejemplo el doctor Levene señaló que se trata de un supuesto de censura previa y por ello la rechaza. En el consid. 11 hace una importante afirmación vinculada a lo que decíamos al principio, la idea de sopesar derechos constitucionales de distinta entidad. Dice que «la tutela otorgada por el a quo al honor de las personas en supremacía a la libertad de prensa implica desnaturalizar la verdadera esencia de la mencionada libertad, jerarquizada por la Carta Magna (arts. 14 y 32) al otorgarle el carácter de derecho preferido, que además de su condición de derecho individual ampliamente protegido por las garantías constitucionales que genéricamente amparan a todos los derechos de ese carácter, le confiere el empinado rango inherente a una ‘libertad institucional’…».
Entonces, al sopesar los dos derechos, afirma que la libertad de prensa adquiere carácter preferente, incluso sobre el honor de las personas. En dos votos distintos, el doctor Boggiano y el mío, se sostiene que la censura judicial no es, estrictamente hablando, la censura previa que la Constitución Nacional prohíbe, porque el juez está fuera del debate político que es lo que el constituyente tuvo en cuenta cuando estableció esta norma constitucional: quiso evitar que por razones políticas se amordazara a quien quería expresar sus ideas, o también por razones filosóficas o religiosas. Pero el juez está fuera de este debate, es un órgano imparcial, profesional, que toma estas decisiones en el caso concreto frente al agravio concreto a una persona concreta. El juez no se enfrenta con la prohibición de la difusión de una idea que va, entre comillas, a dañar a la comunidad. Por el contrario, es la que afecta a Juan Pérez, al derecho de Juan Pérez.
Pero el doctor Boggiano sostuvo, sin embargo, que el Pacto de San José es claro en cuanto que no admite ningún tipo de intervención previa y así desde este punto de vista, desde el Pacto de San José –que es de aplicación preferente en nuestro ordenamiento y que ninguna norma en este ordenamiento puede contradecir– no hay más salida que rechazar la medida precautoria pedida. En mi voto intenté hacer una interpretación integrativa de la Convención y de nuestro Código Civil, porque nuestro Código Civil tienen una norma muy expresa que es el art. 1071 bis.
Según Boggiano éste no puede ser opuesto al Pacto de San José, y tiene razón. Entre el Pacto de San José y el 1071 bis, debemos optar por el Pacto de San José, ya que tiene prevalencia sobre una norma interna. Sin embargo habría que ver si esta norma interna realmente contradice lo que el Pacto de San José está estableciendo. Por de pronto el mismo art. 13 del Pacto está sentando un principio: «Estará prohibida por la ley –esto es más que censura previa– toda propaganda en favor de la guerra, apología del odio, etc….» «o cualquier otra acción ilegal similar», similar a la incitación a la violencia, la burla, la denigración, la ofensa, lo que yo llamaría el martirio de la persona, el martirio de la personalidad, es un acto de violencia, es un acto muy grave de violencia, es más grave que la violencia física.
Es un acto de violencia muy serio que se ejerce, sigue la norma supranacional, «contra cualquier persona… por ningún motivo». Conforme a ello no se puede ejercer esta forma de violencia por ninguna razón, no solamente por razones de raza, color, religión, idioma u origen nacional, sino por cualquier otra razón. Además el art. 32 del Pacto afirma que «los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias de bien común en una sociedad democrática» y así admite el art. 30 que haya restricciones a los derechos reconocidos por el Pacto por razones de interés general y con el propósito para el cual han sido establecidas. El art. 1071 bis del Código Civil tiene una razón de interés general, que es la protección del honor de cada uno de nosotros, de nuestra intimidad y el art. 11 del Pacto protege la honra y la dignidad, es decir es la norma que específicamente trata el caso o por lo menos en el caso no se puede leer el art. 13 sin el art. 11, porque el legislador supranacional ha querido tratar la protección de la honra y la dignidad en una norma especial. No la ubicó dentro del mismo art. 13; la estableció como una disposición aparte: «toda persona tiene derecho al respeto de su honra y al reconocimiento de su dignidad; nadie puede ser objeto de injerencias arbitrarias o abusivas –ustedes recuerdan que el art. 1071 bis dice «el que arbitrariamente se entrometiere en la vida ajena», lo que es muy semejante– en su vida privada, en la de su familia, en su domicilio, en su correspondencia, ni ataques ilegales a su honra o reputación». La burla afecta a la honra, que es la manifestación exterior, social, del honor. Es la reputación o fama, es decir la valoración que los otros tienen de una persona. el art. 11 confirma: «toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias o esos ataques» y la protección es una medida previa. Deberíamos aquí repetir lo de Mosset Iturraspe: a mí no me protegen cuando me indemnizan o cuando se sanciona penalmente al ofensor, ya que si bien la sanción penal y la responsabilidad civil actúan como elementos de disuasión –ya lo vimos cuando hablamos de la «real malicia», doctrina que quiere atenuar un poco esa disuasión, que no sea tanta la disuasión que haga que la prensa se autocensure –yo no estoy protegido por eso que viene después. La protección es una actitud previa a que me pase algo; me protejo contra un resfrío si me abrigo, no me protejo contra un resfrío cuando tomo un antibiótico después de estar resfriado. Entonces toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias y esos ataques y la protección de la ley argentina ante esas injerencias y esos ataques está en el 1071 bis del Código Civil. La vía de protección que el legislador local desarrolló consiste en que, cuando «el que arbitrariamente se entrometiera en la vida ajena… mortificando a otros en sus costumbres o sentimientos, o perturbando de cualquier modo su intimidad… será obligado a cesar en tales actividades, si antes no hubieren cesado». Está obligado a cesar si antes no hubiera cesado, por ello, si la ofensa es continuada y no cesa, es lo propio de la medida cautelar hacerlo preventivamente hasta que se produzca la decisión sobre el fondo. Por eso no era necesario –hubiese sido conveniente pero no era indispensable– ver la grabación del futuro programa, lo que había que ver era lo anterior, porque el entrometerse arbitrariamente, el mortificar las costumbres, la intimidad, venía de antes (en la apreciación provisional que exige una medida precautoria), si no existe con anterioridad no se puede tomar la medida, salvo que estemos frente a una amenaza cierta de que va a ocurrir. Entonces basta la comprobación de lo ocurrido antes para obligar a cesar la actividad ofensiva. Sin embargo, la disidencia revoca parcialmente el fallo de la Cámara porque ésta impedía cualquier mención a la doctora Servini, lo que es inadmisible. Puede haber críticas, opiniones incluso sátiras, porque el humor es una manera de expresarse, sólo debe cesar en la burla mortificante y si hace alguna otra mención que sea una burla mortificante, bueno, habrá también desobediencia judicial, todo ello sujeto a la apreciación del juez de la causa. Se trata, entonces, de otro problema de balance entre dos derechos tan importantes como lo son la libertad de expresión y la dignidad personal. La Corte en el caso «Servini» realizó una opción en favor de la libertad de expresión. En «Servini», igualmente, quedó planteado en cuatro votos (Cavagna Martínez, Nazareno, Moliné O’Connor y, por separado, Barra) y su gerido también en el voto del presidente Boggiano, la posibilidad de enérgicas medidas judiciales, de protección a la dignidad personal, por tanto preventivas, cuando ésta pueda ser afectada por la difusión de ideas o mensajes que la deprecien de manera sustancial.

(*)Sobre la base de la conferencia pronunciada en la inauguración del ciclo sobre «Legislación Comparada: Régimen Jurídico y Operación de los Medios de Comunicación», organizado por el Instituto del Derecho y Medios de Comunicación de la Universidad Notarial Argentina.

Publicado en: LA LEY 1994-B, 1139

Categoría: La Ley
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