Rodolfo Barra

Decretos de necesidad y urgencia. El caso «Rodríguez»

SUMARIO: I. Introducción. – II. «Porcelli», «Peralta» y la Constitución reformada. – III. La revisión judicial. – IV. El caso «Rodríguez» y la legitimación para accionar. – V. Conclusión.

I. Introducción
Desde los comienzos de nuestra organización constitucional el Poder Ejecutivo recurrió a la práctica del dictado de normas de contenido materialmente legislativo y cuya sanción correspondía al Congreso, de acuerdo con la distribución de competencias establecida en la Constitución Nacional, fundamentalmente en su anterior art. 67 y actual 75(1).
Estas normas fueron dictadas bajo la forma de decreto, que con el tiempo adoptaron la denominación, común en la doctrina y en el derecho comparado(2), de «decretos de necesidad y urgencia», haciendo referencia a las circunstancias, generalmente extraordinarias o excepcionales, que justificaban su dictado.
Precisamente fueron tales circunstancias de naturaleza especial las que provocaron, al compás de la crisis vivida en la Argentina en los últimos cincuenta años y que llegó a su expresión más explosiva en el final de la década pasada(3), una gran frecuencia en el recurso a este medio de excepción y por consiguiente una mayor necesidad de definir el instituto desde el punto de vista doctrinario y, especialmente, jurisprudencial.
Así en los últimos diez años se produjeron los primeros pronunciamientos de la Corte Suprema conteniendo un desarrollo doctrinal del tema. En 1994 la reforma constitucional introdujo el instituto en el art. 99 inc. 3º de la Constitución y, muy rápidamente dicha regulación constitucional obtuvo su primera interpretación (siquiera parcial, ajustada al caso planteado) por parte de la Corte Suprema.
Se trató, aquel último, del caso en el cual se impugnó la validez de un decreto de necesidad y urgencia (DNU) que reguló la privatización por concesión de un número importante de aeropuertos nacionales. La decisión de la Corte generó una fuerte polémica, fundamentalmente de contenido político y no jurídico, por la clara decisión de ciertos sectores partidistas de involucrar a la Corte -quizá para condicionar sus decisiones- en debates que deberían transcurrir por otros carriles.
Pero antes de analizar aquel interesantísimo fallo, veamos rápidamente si la reforma constitucional de 1994 incorporó modificaciones de importancia al planteo exclusivamente jurisprudencial relativo a los DNU.

II. «Porcelli», «Peralta» y la Constitución reformada
II.a. La jurisprudencia anterior a la reforma constitucional
En el año 1985 el Presidente Alfonsín dictó uno de los DNU más importantes, por su contenido y efectos, de los últimos tiempos: el dec. 1096/85 (Adla, XLV-B, 1151) por el cual se modificó nuestro signo monetario y su valor, a la vez que se alteraron genéricamente ciertas relaciones contractuales a través del mecanismo del denominado «desagio».
En la causa «Porcelli, Luis A. c. Banco de la Nación Argentina», del 20 de abril de 1989 (Fallos 312:555), la Corte, realizó dos afirmaciones de importancia: 1) el análisis de la constitucionalidad del DNU en cuestión, por la incompetencia del órgano emisor, carece de interés actual, ya que por el art. 35 de la ley 23.410 (Adla, XLVI-D, 4095) el Congreso le otorgó expresa ratificación; 2) la ratificación por el Congreso es incompatible con la afirmación de una deficiencia insalvable en razón del origen del DNU. Si bien la Corte fue muy parca en su aproximación al tema, de la lectura del fallo parece resultar que la ratificación legislativa sanea la posible incompetencia material en el dictado de la norma, cuestión que queda, entonces, fuera del alcance de la intervención de los tribunales. Es decir, la validez del DNU queda sometida a la autoridad del Congreso, sin que ello importe limitar el poder de revisión judicial en lo que hace al contenido del decreto, control al que puede quedar sujeto como ocurre con cualquier norma jurídica.
Poco tiempo después la Corte tuvo ocasión de explayarse un poco más sobre la cuestión. En «Peralta, Luis A. c. Estado nacional» (Fallos 313:1513) (La Ley, 1990-D, 131) el actor cuestionó la validez constitucional del DNU 36/90 (Adla, L-A, 58) -sancionado por el Presidente Menem- que provocó una profunda alteración en el régimen de retribución y pago de inversiones financieras, como medida de emergencia para atacar a la segunda ola de alta inflación que estaba padeciendo el país, como efecto todavía no neutralizado de la gran explosión hiperinflacionaria de mayo y junio de 1989.
En el Considerando 24) de la causa citada en último término, la mayoría de la Corte(4)afirmó: «Que, en tales condiciones (las de la causa «Porcelli», a la que la Corte hizo referencia en el Considerando anterior) puede reconocerse la validez constitucional de una norma como la contenida en el dec. 36/90 (el DNU cuestionado) dictada por el Poder Ejecutivo. Esto, bien entendido, condicionado por dos razones fundamentales: 1) que en definitiva el Congreso Nacional, en ejercicio de poderes constitucionales propios, no adopte decisiones diferentes en los puntos de política económica involucrados; y 2) porque -y esto es público y notorio- ha mediado una situación de grave riesgo social, frente a la cual existió la necesidad de medidas súbitas del tipo de las instrumentadas en aquel decreto, cuya eficacia no parece concebible por medios distintos a los arbitrados».
La Corte, como se ha visto, plantea tres requisitos para la validez constitucional del DNU (siempre en la exclusiva consideración de su origen, y no de su contenido): el primero es «la situación de grave riesgo social», que, a lo largo de extensamente fundado fallo, para el tribunal es una circunstancia capaz de poner en riesgo la unidad nacional, los mismos fines del Estado así definidos por el constituyente, o aún la supervivencia del Estado; el segundo es la adecuación del medio o procedimiento empleado (en lo formal y no sólo en su contenido) con relación a la eficaz respuesta a dicha situación: una medida súbita, sorpresiva, de gran rapidez en su decisión e instrumentación, a semejanza de lo ocurrido con la génesis del DNU 1096/85; el tercero se refiere a la participación del Congreso: estrictamente hablando la Corte no exigió la ratificación por parte del Poder Legislativo, sino sólo su tolerancia o aquiescencia. Que el Congreso «no adopte decisiones diferentes», exigió la Corte. Nótese que aun cuando en el Considerando 25) la opinión mayoritaria relata la existencia de decisiones legislativas posteriores al DNU 36/90 que importaban el reconocimiento de la existencia del decreto y la adopción de medidas coincidentes con el mismo (no su ratificación expresa), tal conducta del Legislativo fue considerada por la Corte sólo en cuanto significaron conocimiento y tolerancia respecto del decreto: «Esto implica -continúa la Corte en el Considerando 25), luego de reseñar aquellas medidas legislativas- que el Congreso Nacional ha tenido un conocimiento de modo y por un lapso suficientes de la situación planteada en autos, sin que haya mediado por su parte rechazo de lo dispuesto por el Poder Ejecutivo, ni repudio de conductas análogas por parte de aquél, que por el contrario ratifica».
Hasta aquí la doctrina de «Peralta» en la materia. Por supuesto que el fallo tiene una importancia enorme en lo que respecta a otras cuestiones diferentes, también discutidas en la causa: la admisión de la vía del amparo para cuestionar la constitucionalidad de leyes y decretos, luego receptada por el art. 43 de la Constitución Nacional, en la reforma de 1994(5), y la doctrina de la «emergencia» -en realidad, la parte central del fallo- aplicable tanto a las normas emanadas del Ejecutivo como del Congreso. Es decir, en el desarrollo de «Peralta» la doctrina de la «emergencia» no es un requisito para la validez de los DNU, sino para la validez de cualquier norma jurídica que, mediando un interés sustancial del Estado y siendo la norma de emergencia razonable y proporcionada a la situación que pretende enfrentar, avance sobre derechos patrimoniales, en las condiciones que el fallo establece, cuyo análisis y comentario son ajenos a este trabajo.
II.b. La cuestión en la Constitución de 1994
La reforma constitucional de 1994 siguió esta doctrina jurisprudencial, aunque con matices diferenciadores de gran importancia práctica.
El instituto de los DNU fue incorporado por el reformador constituyente dentro del art. 99 -atribuciones del Poder Ejecutivo- en su inc. 3º que, estrictamente, se refieren a las competencias colegislativas del Presidente: «Participa de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución -dice el primer párrafo de la norma- las promulga y hace publicar». De esta manera queda claro que la sanción de un DNU es, potencialmente, parte del proceso de formación de las leyes, con iniciativa en el Presidente, por cuanto, como veremos más adelante, es un medio con el que cuenta el Poder Ejecutivo para instar la sanción de una ley por parte del Congreso. Un medio de especial significación y fuerza ya que, frente al silencio del Congreso luego de sancionado de DNU, este es -continúa siendo- una norma jurídica, una disposición de «carácter legislativo», como lo califica la Constitución. Es decir, una ley en sentido material, de acuerdo con la habitual calificación doctrinaria(6).
El art. 99 inc. 3º realiza una afirmación tajante: «El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo». Pero inmediatamente después de esta terminante y severa prohibición, introduce la excepción y con ella regula el régimen de los DNU: «Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes … podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia…». Por tratarse de una excepción a la regla prohibitiva enunciada al principio, y por insertarse en el inc. 3º según lo comentado antes, queda claro que estos DNU son «disposiciones de carácter legislativo». Asimismo se excluyen de la excepción, por lo que quedan siempre alcanzadas por la prohibición general, las «… normas que regulen materia penal, tributaria(7), o el régimen de los partidos políticos…».
La norma constitucional establece dos requisitos sustanciales habilitantes para el dictado de un DNU: A) la razón de necesidad y urgencia, de naturaleza excepcional, en resolver una determinada situación política, social, económica o cualquier otra que precise de una respuesta legislativa y B) que aquella circunstancia de excepción imposibilite seguir «los trámites ordinarios» previstos para la sanción de las leyes, esto es el régimen, de naturaleza procesal, establecido en el Capítulo V de la Parte Segunda, Título Primero, Sección Primera, de la Constitución Nacional, «De la formación y sanción de las leyes».
A. Necesidad y urgencia excepcionales: En «Peralta», como ya vimos, la Corte exigía como requisito fundamental para la procedencia del DNU, la existencia de «una situación de grave riesgo social», que incluso es capaz de poner en peligro la propia unidad nacional. Para el constituyente de 1994, en cambio, basta con una situación de excepción, es decir no ordinaria o conforme al curso regular de los acontecimientos de la vida social. Hay, en el lenguaje de la Constitución, un menor dramatismo, que comporta naturalmente una menor dosis de exigencia a la hora de valorar la validez del DNU. Tal circunstancia excepcional puede ser de cualquier naturaleza y tener cualquier tipo de efectos sobre la situación colectiva, o aún particularizada de un grupo de personas o también, de una sola persona, ya que cuando «Peralta» exige la generalidad de los efectos de la medida de emergencia, esto lo hace para admitir la validez de la «emergencia» en cuanto tal -del instituto de la emergencia como limitante de ciertos contenidos de derechos patrimoniales- y no del DNU que puede tener un contenido «ordinario», es decir, puede afrontar una situación excepcional, urgente, con normas que no avancen sobre los alcances de los derechos constitucionales de los particulares. Recuérdese que la situación excepcional justifica el origen -por el órgano- de la sanción de la norma, y no su contenido. Puede haber leyes de «emergencia» -en la terminología de «Peralta», como también DNU de la misma naturaleza. Pero pueden sancionarse DNU, justificado en los términos de art. 99.3 de la Constitución Nacional, sin contenido de emergencia.
La situación de excepción debe precisar de una necesidad de ser resuelta con urgencia. Ya no se trata de una solución brindada a través una medida «súbita», como en «Peralta», que ronda el secreto, como el «Porcelli», sino simplemente de la rapidez en la adopción de la solución del caso.
B) Imposibilidad de seguir el trámite legislativo ordinario: El criterio del constituyente es sencillo y amplio: si nos encontramos ante un caso excepcional que requiere ser enfrentado con urgencia y, por cualquier razón -ya que el constituyente no distinguió- es imposible aguardar a la finalización del procedimiento constitucional para la formación y sanción de las leyes, el DNU queda habilitado. La imposibilidad es producto de la misma razón de urgencia, ya que puede ocurrir, siempre según las circunstancia del caso concreto, que la medida precisada, de aguardarse su sanción por el Poder Legislativo, sea tardía o inconveniente, o insuficiente para responder rápidamente a la necesidad. Por este motivo, en la economía del art. 99.3, el Poder Ejecutivo ha visto ampliadas sus atribuciones de colegislador, ya que puede instar la acción del Congreso (suponiendo que ésta se encuentre retrasada) a través del DNU, en tanto y cuanto éste requerirá de la aprobación legislativa expresa, aunque, como veremos, sin carácter suspensivo de los efectos del DNU en cuestión. Esta interpretación quedará confirmada cuando analicemos los requisitos procesales relativos a la validez del DNU.
Debemos detenernos en este punto a los efectos de comprender la verdadera naturaleza jurídica del DNU, conforme lo regula nuestra Constitución Nacional. Es decir, no en abstracto, sino en nuestro sistema concreto y en razón de sus efectos prácticos.
Hasta la reforma de 1994, el DNU quedaba reservado (sin perjuicio de abusos que pudieron haber ocurrido a lo largo de nuestra historia constitucional) a los casos en que era necesario enfrentar una «situación de grave riesgo social» con «medidas súbitas» -siempre según «Peralta»- ante las cuales el trámite parlamentario se presentaba como absolutamente inconveniente, ya sea por su demora natural, por su posible publicidad, por la complicación generada en los intereses inmediatos de partidos -naturales de la democracia, pero no admisibles frente al riegos de disolución social al que también hizo referencia «Peralta»- reflejados en la demora del debate en Comisión, o la presentación de proyectos alternativos llamados «tapón», ya que tienden sólo a obstaculizar la marcha del proyecto principal, o la negativa de dar quórum, etcétera.
Con la reforma la regulación se modificó con matices de gran importancia. Ante el mismo clima parlamentario (ya ocurrido o de previsible ocurrencia) el Poder Ejecutivo se ve obligado (necesidad) a enfrentar una urgencia social que tiene características excepcionales -no ordinarias- y para ello -y sólo en tales casos- bajo pena de «nulidad absoluta e insanable», la Constitución le permite dictar la norma y, al hacerlo, obligar al Congreso a tomar una decisión al respecto, positiva o negativa. De lo contrario, la consecuencia de una posible continuación de la inactividad del Congreso será la vigencia de la norma sancionada por el DNU. Hasta 1994, en cambio y según lo sugerido por la Corte, el DNU venía a paliar la crisis social y el Congreso quedaba con una situación de mayor pasividad. Aun cuando tanto «Porcelli» como «Peralta» hacen referencia al papel del Congreso y lo meritúan a los efectos del análisis de la validez del DNU -conocimiento de la medida, reflejado a la toma de posteriores decisiones legislativas que la suponen, falta de rechazo expreso o por la adopción de alguna ley contradictoria- no se encontraba regulada, como sí lo hace la Constitución de 1994, la obligación de un pronunciamiento expreso, hasta con plazos brevísimos para ello.
Por eso sostenemos que en el nuevo art. 99.3, el DNU no es sólo un recurso desesperado, para enfrentar una crisis social hasta amenazante de la misma unidad nacional. No sólo la Constitución no impone estos requisitos, sino que en realidad, coloca al instituto del DNU como parte del proceso de formación de las leyes, dentro de las competencias del Presidente como colegislador. Así, en realidad, y siempre que se trate de una situación de urgencia no ordinaria, el DNU es tratado por la Constitución más desde la perspectiva del Congreso que desde la óptica del Presidente. Este tiene, sin duda, la atribución, pero esa atribución es para forzar al Congreso a decidir -que no la tiene por otro camino en nuestro régimen constitucional- con la consecuencia, frente al silencio del legislador, de la plena vigencia del DNU con los efectos propios de una ley.
En el nuevo régimen constitucional, en consecuencia el Poder Ejecutivo tiene mayor libertad que antes para recurrir al remedio del DNU(8). Con ello fuerza la acción del Congreso, pero también queda sometido a ésta con una rigurosidad que ni «Porcelli» ni «Peralta» habían considerado.
Lo expuesto será mejor advertido al considerar los requisitos procesales del instituto, impuestos por el art. 99 inc. 3º de la Constitución.
A. Acuerdo general de ministros: El DNU debe ser decidido en «acuerdo general de ministros», los que deberán refrendarlos juntamente con el jefe de gabinete. Este «acuerdo general de ministros»(9)no se encuentra regulado por la Constitución, en lo que respecta a sus formalidades, aunque lo podría hacer una futura ley de ministerios. Mientras tanto, la existencia del «acuerdo» se expresa y formaliza con el refrendo conjunto, del DNU, por todos los ministros, incluyendo al jefe de gabinete, tal como lo exige la norma comentada, con los efectos generadores de responsabilidad solidaria que establece el art. 102 de la Constitución. Sin el requisito del refrendo colectivo, el DNU carece de eficacia, estando viciado de nulidad absoluta(10).
B. Sometimiento al Congreso: Si bien el DNU es vigente desde su sanción y publicación en el Boletín Oficial de la Nación, su validez queda condicionada al requisito de su presentación dentro de los diez días -debe interpretarse que son contados desde la sanción y no desde la publicación- al Congreso, para su examen por la Comisión Bicameral Permanente que la Constitución, en el mismo 99.3, crea al efecto. La presentación la debe efectuar el jefe de gabinete personalmente, siendo estos requisitos -la presentación en sí misma, su modalidad y el órgano encargado de hacerlo- esenciales para la validez del DNU. Naturalmente que cuando la Constitución exige que personalmente el jefe de gabinete presente el DNU al Congreso, no está exigiendo el acto físico, sin perjuicio que la presencia personal del jefe de gabinete pueda ser requerida por la Comisión Bicameral o por cualquiera de las Cámaras legislativas, para brindar explicaciones acerca de la medida tomada (art. 100 inc. 11). Se trata simplemente de que el «mensaje» de elevación debe ser firmado por el jefe de gabinete y enviado (es una interpretación lógica, aunque la ley que regule la materia podría establecer lo contrario) al Presidente de la Cámara con iniciativa para tratar el tema, o a la que el Ejecutivo quiera brindarle tal iniciativa en los casos en que la Constitución no identifique a la Cámara de origen. También la ley podría establecer la obligación de la remisión directa a la Comisión Bicameral, lo que es conforme con el tratamiento de urgencia que la Constitución le impone a la cuestión. La omisión del envío en término produce la nulidad absoluta y retroactiva del DNU, de pleno derecho, ya que la intervención legislativa en la tramitación del DNU, en las condiciones fijadas por la Constitución, es un requisito procesal esencial, que no puede ser salvado por una presentación tardía. La Constitución exige la rápida intervención del Congreso y esta es sólo posible si el Ejecutivo, a través del jefe de gabinete, cumple estrictamente con esta actuación en el plazo debido. En este caso se alterarán también las relaciones jurídicas que hubieran nacido al amparo del DNU durante estos primeros diez días, lo que es lógico ya que esta nulidad absoluta es distinta que la disconformidad del Congreso (que luego examinaremos) pues afecta a la condición de validez del DNU.
C. Comisión Bicameral Permanente: debe tener una composición que respete la » proporción de las representaciones políticas de cada Cámara», como lo establece el art. 99.3. Este órgano del Congreso es el mismo que debe analizar los decretos de promulgación parcial de las leyes, según el 99.13, que reitera, a la vez la obligación del jefe de gabinete de someter los DNU a la Consideración de la Comisión Bicameral. La Comisión es un órgano consultivo del Congreso, que debe dictaminar (despacho, entendiéndose que puede haber despacho por mayoría y otros por minoría) asesorando a los plenarios de cada Cámara acerca de la cuestión, dictamen que no es vinculante para éstas. La Comisión se debe expedir expresamente -para «su expreso tratamiento» dice la Constitución, aunque relativo a la decisión de las Cámaras- dentro del plazo de diez días.
En caso de incumplimiento, la Constitución no prevé sanción alguna. Se trata de un plazo indicativo, como todos los formulados al Legislativo, que el Constituyente estableció para indicar la extrema urgencia del tratamiento del DNU. Pero no hay sanción, ya que no resultaría posible, en la economía de la Constitución, establecerla para los legisladores. Mientras tanto el DNU continúa vigente ya que, al exigir la Constitución el «expreso tratamiento», ha eliminado toda posibilidad de decisión tácita acerca de la conformidad o disconformidad con el DNU. Incluso hacer aguardar la vigencia del DNU a la conformidad expresa de la Comisión Bicameral, o del Congreso, sería una interpretación contradictoria con el carácter de urgente de la medida, la que justifica, precisamente, su dictado. De todas maneras, nada impide que superado el plazo de diez días, cualquiera de las Cámaras (según las reglas de la Cámara de origen, que en la práctica sólo importan para la materia del «reclutamiento de tropas», ya que la tributaria está prohibida en lo que hace a su regulación por DNU) se avoque al tratamiento del tema, aún mediando silencio de la Comisión Bicameral, ya que se habría agotado el plazo imperativo que para su intervención obligada establece la Constitución. No es que la Comisión Bicameral pierda su competencia, en el supuesto que no exista avocación de cualquiera de las Cámaras, pierde su competencia exclusiva, lo que habilita la intervención directa -decisión discrecional- de aquéllas. En cambio, no podría esto ocurrir durante este plazo de diez días, ya que la Constitución impone aquí la actuación de la Comisión Bicameral, encontrándose esta constituida(11). Nótese que, existiendo urgencia en la consideración legislativa del DNU, si el Congreso así lo desea, el despacho de la Comisión y la decisión de los plenos de las Cámaras pueden ocurrir en el mismo día. La Comisión debe elevar su despacho, dentro del plazo antes señalado, «al plenario de cada Cámara …el que de inmediato considerarán las Cámaras». En la interpretación textual constitucional parecería que existe una intervención simultánea de ambas Cámaras, pero esto no puede ocurrir, ya que necesariamente debe existir una Cámara de origen y otra revisora, a los efectos del procedimiento del art. 81 en caso de mediar disconformidad entre la decisión de ambas Cámaras. La solución sería la misma, incluso, si se admitiera la tesis que afirma que la aprobación o rechazo del DNU puede hacerse por resolución, ya que la disconformidad pueda también aquí existir, lo que obligaría a aplicar, por analogía, el procedimiento del citado art. 81. En consecuencia, la Comisión Bicameral debe enviar el despacho a una Cámara, que actuará como Cámara de origen, lo que decidirá por mayoría o bien, de admitirse que el jefe de gabinete debe enviar el DNU al Presidente de una de las Cámaras, se encontrará obligada por esta decisión tomada en el seno del Poder Ejecutivo que no es repugnante con su atribución constitucional ordinaria relativa a los mensajes sobre proyectos de ley.
D. El tratamiento en plenario: La decisión sobre la aprobación o rechazo del DNU la debe tomar el Congreso por el pleno de ambas Cámaras. Esta es una decisión expresa, tal como lo señala el mismo art. 99.3 y resulta de la exigencia del art. 82 de la Constitución: «la voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta». De manera que no podría sostenerse que, por ejemplo en un determinado plazo fijado por la ley reglamentaria y frente al silencio del Congreso, el decreto quedase rechazado u aprobado. Una norma de este tipo sería claramente inconstitucional. El Congreso no tiene ningún plazo para expedirse, ni siquiera el indicativo que el constituyente utilizó para otros institutos, ni sanción alguna para el caso de silencio. Mientras tanto, el DNU continúa vigente.
E. La aprobación o rechazo: Debe distinguirse la aprobación o rechazo del DNU a los efectos del régimen del art. 99.3, de la norma derogatoria -incluso por contradicción- o modificatoria posterior. La aprobación no modifica en nada a la vigencia del DNU, que siempre es a partir de su sanción y publicación, aunque tiene -frente al mero silencio del Congreso- dos efectos prácticos de importancia: fortifica la seguridad jurídica, completando el proceso querido por el constituyente, es decir la manifestación expresa del legislador y, concordantemente, impide un rechazo posterior. Así el DNU podría ser sólo derogado o modificado por otra norma de jerarquía legal, u otro DNU si se dieran las condiciones que habilitan a su dictado. Nunca podría ser derogado o modificado por un decreto ordinario. Pero, debo recordar nuevamente, aunque nunca sea aprobado expresamente por el Congreso, el DNU rige con la plenitud de sus efectos. El rechazo plantea cuestiones más delicadas. No puede el Congreso sancionar un rechazo si ya aprobó el DNU, en este caso el rechazo sería inconstitucional ¿Puede rechazar sí, aunque no aprobó expresamente el DNU, sancionó leyes que lo suponen, es decir, que parten del presupuesto de su vigencia? Ya mencionamos que la aprobación, como el rechazo, debe ser expresa, por un acto -ya veremos de qué naturaleza- dirigido específicamente a tal finalidad. El rechazo posterior a una ley o a leyes que suponen la vigencia del DNU es válido y, según los casos, podría significar la derogación institucional de tales leyes, siempre que el rechazo tenga forma de ley. El rechazo puede tener diferentes contenidos, con efectos también distintos: a) por defectos formales sustanciales (falta de refrendo, falta de envío, envío tardío): en este caso el decreto padece nulidad absoluta cayendo retroactivamente sus efectos, sin perjuicio de las relaciones jurídicas de buena fe nacidas a su amparo; b) disconformidad con la valoración de la razón de necesidad y urgencia: también acarrea la nulidad absoluta del DNU con los mismos alcances; c) disconformidad con el contenido del DNU con conformidad o sin manifestación acerca de la razón de necesidad y urgencia: este caso es similar a los efectos de una ley derogatoria posterior -mediando o no aprobación- con efectos a partir de la vigencia de la nueva ley. También puede ocurrir que el DNU contenga, total o parcialmente, regulaciones relativas a las materias excluidas del instituto por el art. 99.3. Estas normas estarán siempre afectadas por una nulidad absoluta e insanable de pleno derecho, por lo que, en este caso, ni siquiera podrían estar protegidas las relaciones jurídicas de buena fe. Debe ser distinguida la ley derogatoria del rechazo. Este debe ser expreso y específico, con los efectos ya vistos. Si la ley del Congreso no rechaza, sino simplemente deroga, estamos simplemente frente al caso ordinario de una ley posterior derogatoria de otra anterior, pero no es el rechazo a los efectos del art. 99.3. ¿Cuál debe ser la forma de la aprobación o rechazo? Según el dictamen de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado ya citado, éste debe ser hecho por resolución de cada una de las Cámaras. Cabe disentir con tal criterio, ya que es inconveniente a los efectos prácticos y de seguridad jurídica. La aprobación o rechazo del DNU debe ser por ley. Es una ley ordinaria, con su tramitación y régimen de relación entre la Cámara de origen y la Cámara revisora, sanción y promulgación. Puede ser vetada total o parcialmente por el Poder Ejecutivo -como toda ley- con el régimen de insistencia del art. 83 de la Constitución Nacional. Este criterio puede ser contradicho de interpretarse de una manera textual rigurosa la redacción del art. 99.3 que, como ya vimos, parece habilitar el tratamiento simultáneo del DNU por cada Cámara. Sin embargo esta interpretación es antifuncional, ya que no resuelve el problema de la disconformidad entre las decisiones de las Cámaras -una aprueba y otra rechaza- al no existir el régimen de Cámara de origen y Cámara revisora. De esta manera la acción del Congreso quedaría paralizada -y el decreto siempre vigente, salvo una posterior ley derogatoria- lo que contradice la clara intención del Constituyente, que fue la de forzar al Congreso a expedirse. Una salida que el legislador podría dar a la cuestión es admitir el régimen de las resoluciones, incluso simultáneas, si éstas son conformes. En caso contrario, el tratamiento de la aprobación o rechazo debería tener el trámite ordinario legislativo, con Cámara de origen en el Senado (tradicionalmente considerada de mayor representatividad institucional) salvo la única excepción ya mencionada más arriba.

III. La revisión judicial
En el ya citado caso «Rodríguez» (La Ley, 1997-F, 884) la Corte realizó dos afirmaciones terminantes que aclaran este difícil aspecto del instituto. En el Considerando 23, el tribunal señaló: «… esa norma (se refiere al DNU) como integrante del ordenamiento jurídico, es susceptible de eventuales cuestionamientos constitucionales -antes, durante o después de su tratamiento legislativo y cualquiera fuese la suerte que corriese en ese trámite- siempre que ante un «caso» concreto …conforme las exigencias del art. 116 de la Constitución Nacional, se considere en pugna con los derechos y garantías consagrados en la Ley Fundamental». Es decir, el DNU puede ser cuestionado constitucionalmente por su contenido, y por el agraviado, siempre, aún antes de ser enviado al Congreso, o durante el trámite legislativo para su aprobación o rechazo, e incluso después de su eventual aprobación por el Poder Legislativo. Es que se trata de una norma jurídica, y como tal, puede ser confrontada con la Constitución -o con normas de mayor jerarquía, en el caso los tratados no incorporados a la Constitución mencionados al inicio del art. 75 inc. 22 o las normas del derecho de la integración, dictadas en consecuencia del derecho originario o tratados respectivos- a los efectos de desafiar su validez, respetando los restantes extremos que habilitan la revisión judicial de constitucionalidad. En este sentido, continuó la Corte: «Al respecto, resulta incuestionable la facultad de los tribunales de revisar los actos de los otros poderes -nacionales o locales- limitada a los casos en que se requiere ineludiblemente su ejercicio para la decisión de los juicios regularmente seguidos ante ellos. Porque entonces esa facultad se reduce «simplemente a un elemento integrante del poder de sustanciar y decidir un juicio en que el tribunal debe conocer», en uso de las atribuciones que la Constitución le otorga (261 U.S. 525, 544; sentencia del juez Sutherland, in re Adkins v. Children’s Hospital). Es decir, una reafirmación lisa y llana del principio tradicional del control difuso de la constitucionalidad de las normas jurídicas.
A la vez, en el Considerando 14) la Corte analizó el cumplimiento, por parte del DNU 842/97 (Adla, LVII-D, 4339) de los requisitos formales exigidos por la Constitución, encontrándolos satisfechos (Considerando 15). Esto parece indicar que el cumplimiento de tales requisitos formales es también susceptible de revisión judicial, lo mismo que con respecto a la no incursión del Poder Ejecutivo, a través del DNU, «en las materias taxativamente vedadas».
Pero en el mismo Considerando 15) la Corte realizó una importante aclaración: «De este modo (ya revisados los requisitos formales) atendiendo al texto constitucional plasmado por la reforma del año 1994, la norma referida sólo puede considerarse sometida al pertinente contralor del Poder Legislativo de la Nación, a quien corresponde pronunciarse acerca de la concurrencia de los extremos -de valoración política- que habilitan el ejercicio de la facultad excepcional del Poder Ejecutivo, así como de la oportunidad, mérito y conveniencia de su contenido».
De esta manera no sólo la oportunidad, mérito y conveniencia de lo decidido por el DNU escapan del control judicial (como ocurre con cualquier ley o decreto, salvo los casos extremos de irrazonabilidad manifiesta, para la doctrina que acepta este criterio) sino también la condición de la habilitación del ejercicio de la atribución presidencial -la excepcional razón de necesidad y urgencia- que es, según la Constitución, una cuestión de valoración política(12).
La solución dada por la Corte se ajusta al texto constitucional y al sentido común. Regulado el instituto por la Constitución de la manera en que ya lo hemos analizado, éste genera (además de su introducción en el ordenamiento jurídico) una relación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, que es de naturaleza institucional(13)y por definición, no justiciable. Que exista necesidad y urgencia en enfrentar normativamente una situación de la vida comunitaria, y que ésta, por razones excepcionales no pueda cumplirse a través de los procedimientos ordinarios, es una cuestión estrictamente política, sometida al debate democrático que el Congreso, de acuerdo con el 99.3, necesariamente debe realizar. No puede el Congreso ser sustituido, en este cometido, por el Poder Judicial. No puede la definición de la condición habilitante para el dictado del DNU quedar sometida (en nuestro régimen de control difuso de constitucionalidad) a sentencias quizás contradictorias, vinculadas con los casos concretos traídos a conocimiento de distintos jueces que deberán merituar diferentes datos circunstanciales. La aceptación o rechazo de la existencia de la necesidad y urgencia es una atribución privativa del Congreso. Así lo es claramente luego de la reforma de 1994, e incluso antes, si consideramos analógicamente lo afirmado en «Peralta» con respecto a la «emergencia». Esta también podía ser revisada judicialmente en su contenido y alcances, pero no en lo que hace a la declaración misma, que es siempre una atribución legislativa. El art. 99.3 de la Constitución Nacional instituyó un mecanismo equilibrado en el régimen del DNU. Le otorgó importantes atribuciones al Poder Ejecutivo, pero lo sometió totalmente a la decisión del Congreso. Este «totalmente» es también «exclusivamente» (en el punto analizado, no en cuanto al contenido, forma y materias del DNU) ya que de lo contrario podría la aprobación ser tachada judicialmente de inconstitucional por la inexistencia de la necesidad y urgencia. Si esto es así, también seria válida la alternativa contraria, cuando a un interesado concreto lo beneficiase la vigencia del DNU. Su rechazo por el Congreso, fundado en la inexistencia de la razón habilitante, podría ser cuestionado judicialmente, y concluir el juez de la causa en que la razón de necesidad y urgencia y la situación excepcional que impide aguardar la ordinaria tramitación legislativa, realmente existieron, invalidando el rechazo. El sistema sería a todas luces irracional. Por lo menos, se encuentra alejado del texto y sentido de la norma constitucional que, insisto, en el punto sólo quiso establecer un sistema de vinculación entre el Ejecutivo y el Legislativo, aumentando las atribuciones colegisladoras del primero y las atribuciones de control y de última decisión del segundo, y, sobre todo, forzando la decisión de este último.

IV. El caso «Rodríguez» y la legitimación para accionar
Esta última cuestión no se vincula para nada con el régimen de los DNU. En el punto -la legitimación para accionar- la Corte trató un tema ya reiterado en su jurisprudencia centenaria, y lo resolvió, con los matices del caso, de la misma manera como lo había hecho en sus constantes y coherentes precedentes. Tampoco se vincula, obviamente, con el tema de los DNU, la vía elegida por la Corte para entrar en el conocimiento del caso. También aquí el tribunal fue coherente con una reiterada, aunque excepcional, jurisprudencia de la última década. Sin embargo dedicaremos unas reflexiones a estas cuestiones estrictamente procesales porque los comentarios del caso -muchos superficiales o apresurados, algunos politizados- se han detenido sorprendentemente en estas materias tan trilladas, que no podían recibir -en el caso «Rodríguez»- otra solución y que hubieran debido conducir, por el contrario, a la más severa descalificación de las sentencias de las instancias inferiores por contradecir abiertamente la jurisprudencia inalterada de la Corte, con argumentos que, como veremos, superan a lo tolerable dentro de las opciones razonables de la interpretación jurídica.
El desarrollo del caso puede sintetizarse como sigue. El Gobierno nacional decidió otorgar en concesión la operación, mantenimiento y ampliación de un número determinante de aeropuertos nacionales e internacionales. Interpretando que tal decisión encontraba la declaración legislativa preexistente, entendió que no era indispensable suficiente apoyo en legislación calificando a la actividad como «sujeta a privatización» exigida por los arts. 8º y 9º de la ley 23.696 (Adla, XLIX-C, 2444); de Reforma del Estado. En realidad, se trató de un cambio de política ya que desde hacia más de un año atrás el Senado había dado sanción a un proyecto de ley en el mismo sentido, que se encontraba bloqueado en la Cámara de Diputados. Frente a un estado verdaderamente crítico del sistema aeroportuario, por la falta casi total de inversiones desde el año 1978, incapaz de satisfacer las exigencias de una explosiva creciente demanda, con graves problemas de seguridad y sin posibilidades de financiación estatal -por la política presupuestaria en definitiva decidida por el mismo Congreso- el inmediato y previsible colapso del sistema -en un área tan delicada- obligada a decidir remedios expeditivos.
Como ya se dijo, considerando que la posibilidad de otorgar la concesión contaba con suficiente apoyo legal, al margen de lo regulado en la ley 23.696, los decs. (simples) 375 del 24/4/97 y 500 del 2/6/97 (Adla, LVII-B, 1433; LVII-C, 2998), regularon la totalidad del procedimiento de concesión. Contra estos decretos, un grupo de legisladores -a los que luego adhirió el Defensor del Pueblo- plantearon una acción de amparo que tuvo acogida en las instancias judiciales ordinarias, con lo cual el proceso de privatización por concesión quedaba nuevamente paralizado. Sin consentir la sentencia de Cámara y alegando una situación excepcional de parálisis de la acción gubernamental e imposibilidad de enfrentar la cuestión de necesidad y urgencia por las vías legislativas ordinarias -que continuaban paralizadas- el Poder Ejecutivo sancionó el DNU 842/97, ratificando los anteriores y dando así cumplimiento a la exigencia de la ley declarativa de la necesidad de la privatización, que había decidido la Justicia. Para la sanción del DNU 842 se cumplieron todas las formalidades establecidas en el art. 99.3 de la Constitución, fue enviado al Congreso en tiempo y forma y hasta recibió la aprobación de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado (citada en nota 11). Contra este decreto, y mientras se desarrollaba el trámite parlamentario para su consideración, accionaron nuevamente los mismos legisladores, obteniendo de un Juzgado de primera instancia una medida cautelar suspendiendo los efectos del DNU en cuestión. Nuevamente con el procedimiento licitatorio interrumpido, el Poder Ejecutivo, a través del Jefe de Gabinete planteó una apelación directa ante la Corte Suprema de Justicia que, como ya vimos, fue admitida. La Corte resolvió dejar sin efecto la medida apelada por haber «sido dictada con ausencia de jurisdicción» (Considerando 23) con los fundamentos que luego analizaremos en detalle.
IV. a. La vía de acceso
La Corte admitió su intervención directa en el caso «Rodríguez» siguiendo una lógica jurisprudencial que ya había sido anunciada por los Ministros Nazareno y Moliné O’Connor (actuales Presidente y Vicepresidente del tribunal, respectivamente) en la causa «Dromi»(14), el famoso caso vinculado con la privatización de la empresa Aerolíneas Argentinas. En «Dromi» en realidad se había planteado lo que se conoce en nuestro medio como recurso «per saltum», ya que busca instar la intervención de la Corte Suprema frente a una decisión recurrible de un juez de primera instancia, saltando la intervención de la Cámara de Apelación.
Esta vía encuentra su antecedente en la práctica de la Corte Suprema norteamericana -el llamado «certiorari before judgement»- en una jurisprudencia inaugurada en 1897, años más tarde reconocida legislativamente y que lleva a la fecha más de 100 casos de aplicación concreta(15).
En nuestro medio fue planteada por primera vez, en una posición minoritaria por el Ministro Petracchi, en la causa «Margarita Belén»(16), donde en un conflicto de competencia entre dos Cámaras de Apelaciones se introdujo la posibilidad de que la Corte, frente a las circunstancias del caso, directamente resolviese la cuestión de fondo. En aquella oportunidad, 1 de setiembre de 1988, Petracchi sostuvo: «La existencia de aspectos de gravedad institucional puede justificar la intervención de la Corte superando los ápices procesales frustratorios del control constitucional confiado a ella. Se trata de condiciones pertinentes para la eficiencia del control de constitucionalidad y de la casación federal que la Corte debe cumplir, cuya consideración ha guiado tradicionalmente la interpretación de las normas que gobiernan la jurisdicción del tribunal». «Si las cuestiones sometidas al juicio de la Corte superan los intereses de los partícipes de la causa, de modo que conmueven a la comunidad entera en sus valores más sustanciales y profundos, es inadmisible la demora en la tutela del derecho comprometido cuya naturaleza requiere consideración inmediata: en el caso se investigan hechos relacionados con un presunto enfrentamiento entre elementos subversivos y fuerzas armadas y de seguridad de resultas del cual fueron muertos varios detenidos». «Corresponde, sin más, expedir pronunciamiento respecto de los puntos substanciales contenidos en el proceso llegado a la Corte en virtud de la contienda negativa de competencia trabada entre dos cámaras federales, si ello no importa la extensión de la competencia de la Corte a supuestos no previstos por las leyes reglamentarias de aquélla, sino solamente de la oportunidad en que ha de ejercitarse la jurisdicción inequívocamente acordada… (para evitar que el) aparente respeto a las formas procedimentales, termine produciendo la impotencia del propio órgano jurisdiccional al que aquéllas deben servir».
Pero fue en «Dromi» (6/9/1990) (La Ley, 1990-E, 97) donde la Corte, por el voto de cuatro de sus miembros(17), desarrolló la doctrina y su justificación histórica: la creación de las cámaras de apelación como instancia intermedia entre la justicia de primera instancia y la Corte, tuvo como finalidad facilitar la tarea de este tribunal, que sólo puede conocer en los casos en que la decisión recurrida no pueda ser revisada por tal instancia intermedia. Pero dicho mecanismo de resguardo para el buen funcionamiento de la Corte no puede significar un impedimento para la actuación del tribunal, en casos excepcionales y de suficiente gravedad, siempre en la órbita federal, donde la intervención expedita y definitiva de la Corte sea requerida para poner rápido término a la disputa. «Lo contrario -afirmó la Corte- importaría sostener que en las mismas normas tendientes a realzar la función jurisdiccional de la Corte, se halla la fuente que paraliza su intervención, precisamente en las causas en que podría ser requerida sin postergaciones y para asuntos que les son más propios» (Considerando 5). Por ello «… sólo en causas de la competencia federal, en las que con manifiesta evidencia sea demostrado por el recurrente que entrañan cuestiones de gravedad institucional -entendida ésta en el sentido más fuerte que le han reconocido los antecedentes del tribunal- y en las que, con igual grado de intensidad, sea acreditado que el recurso extraordinario constituye el único medio eficaz para la protección del derecho federal comprometido, autorizarán a prescindir del recaudo del tribunal superior, a los efectos de que esta Corte habilite la instancia promovida mediante aquel recurso para revisar lo decidido en la sentencia apelada» (Considerando 10). Así la Corte, en «Dromi», entendió directamente en una apelación de una sentencia de un juez de primera instancia que había paralizado el proceso de licitación para la privatización de la empresa Aerolíneas Argentinas(18).
Como ya fue dicho, en «Dromi» los Ministros Nazareno y Moliné O’Connor introdujeron un camino distinto para habilitar la intervención directa de la Corte que luego se convertiría en la jurisprudencia del tribunal. Dicho camino -que no excluye el denominado «per saltum» cuando corresponda y que se circunscribe sólo a cierto tipo de causas (como veremos)- se funda en lo dispuesto por el art. 24 inc. 7º del dec.-ley 1285/58 (Adla, LIII-C, 2543 -t.a.-), según el cual la Corte tiene a su cargo resolver los conflictos de competencia que se produzcan entre diferentes magistrados del país que no tengan un superior común, considerando que esa función encomendada al tribunal la obliga a decidir no sólo en un sentido positivo, es decir atribuyendo competencia a quien la tiene, sino también en un sentido negativo, o sea negando la competencia si la misma no existe. La Corte tiene a su cargo la obligación de preservar el correcto ejercicio de la función judicial y ello se extiende naturalmente a determinar cuando un tribunal es competente y cuando no lo es, aun cuando el conflicto se haya trabado con un órgano no judicial. De ello depende la independencia del Poder Judicial, pues tan amenazada se encuentra esta última cuando otro poder avanza sobre aquél, como cuando un órgano judicial ingresa en una zona que le es ajena.
En su voto en «Dromi» los jueces citados sostuvieron: «Que dado el carácter de esta última cuestión, no podía el juez abordar el objeto de la pretensión que le había sido sometida como un pedido de amparo, sin que ello implicara prescindir de un recaudo esencial para habilitar su intervención. Remitidas las actuaciones a este tribunal … el examen de estas circunstancias autoriza a pronunciarse al respecto, toda vez que se ha cuestionado los alcances y la existencia misma de las atribuciones exteriorizadas por el juez federal interviniente. Si bien la cuestión no aparece configurada como una contienda de las que, en condiciones normales incumbe a esta Corte decidir en ejercicio de las atribuciones que le confiere el art. 24 inc. 7º del dec.-ley 1285/58, lo cierto es que tal como ha sido planteada encierra en la realidad de los hechos un virtual conflicto fundado en el desconocimiento de la competencia de un magistrado. Con esta perspectiva, sin perjuicio de los efectos implicados en la solución a que se ha de arribar en definitiva, no resulta examinar si concurren los requisitos propios del recurso extraordinario, toda vez que esta no es la vía por la cual esta Corte asume su intervención en la causa. Por otra parte, de acontecer una cuestión institucionalmente grave (cuya existencia autorizaría al tribunal a superar excepcionalmente recaudos procesales -v. gr. Fallos: 246:237 (La Ley, 98-506)- incluso para el mencionado recurso, como lo señala el voto de la mayoría y que no existe en el presente caso) ella no residiría aquí en la naturaleza del asunto planteado, sino en la intervención de un magistrado del Poder Judicial de la Nación que, en abierto apartamiento de su competencia, ha alterado el equilibrio de funciones inherentes a la forma republicana de gobierno».
En este párrafo se encuentra el núcleo de la argumentación del voto concurrente, que luego como ya dije, se convertiría en la jurisprudencia reiterada del tribunal, en los casos excepcionales en los que le tocó aplicarla.
Como veremos, el tema en cuestión (tanto en «Rodríguez» como en «Dromi») era la falta de legitimación para accionar de los diputados actores, o más estrictamente, la inexistencia de una «contienda», «controversia», «causa» o «caso», en el sentido del art. 116 de la Constitución (que en el fondo es una cuestión de falta de legitimación, ya que sólo los legitimados pueden promover una causa, y sólo son legitimados si pueden plantear a un adversario derechos propios controvertidos por aquél) que conduce más que a la falta de competencia, a la falta de jurisdicción del juez ante el cual el falso caso se plantea. Pero en la especie, la inexistencia de causa deriva de la existencia de otra sede donde resolver la cuestión -en «Dromi» y en «Rodríguez» la sede era el mismo Congreso, del que los actores formaban parte, en los otros casos que luego mencionaremos, se presentaban distintas sedes- y por ello la cuestión es asimilable a un conflicto de competencia en los términos del art. 24.7 del dec.-ley 1285/58, donde la Corte debe resolver si existe la competencia judicial en sí misma, es decir, la jurisdicción judicial.
Así, en la causa «Antonio Erman González y otros» (Fallos: 313:1242) la minoría en disidencia en aquella ocasión (compuesta por los Ministros Fayt, Nazareno, Moliné O’Connor y Quintana Terán) intervino directamente invocando la misma norma y determinando el tribunal competente, aun cuando no se había planteado una cuestión o conflicto «judicial» de competencia.
Pero fue en el caso «Unión Obrera Metalúrgica c. Estado nacional(19)donde más claramente la Corte insistió con esta doctrina: «Que, en mérito a lo expuesto, aunque la cuestión de competencia no aparezca en términos formales y con todos los requisitos preciso es tenerla por configurada en el caso atento al explícito planteo del presentante -el cual más allá de su «nomen juris», importa denunciar la inexistencia de jurisdicción por parte del magistrado interviniente- y a razones de economía procesal que permiten prescindir de eventuales defectos de planteamiento de este tipo de cuestiones. …Ello es así por cuanto es deber de esta Corte, en su carácter de Tribunal Supremo, ejercer las atribuciones que le confiere el art. 24 inc. 7º del dec.-ley 1285/58, toda vez que advierta en las actuaciones que se ha sometido al Estado nacional a la decisión de un magistrado que resulta por ley carente de jurisdicción» (Considerando 8). «Que en tales condiciones cabe concluir que el magistrado interviniente carece de atribuciones para entender en la cuestión que le ha sido sometida. Su decisión al respecto, emitida con ausencia de jurisdicción, se encuentra afectada de invalidez, conforme lo tiene resuelto la Corte en casos análogos (cita precedentes)» (Considerando 10; en el caso había intervenido un juez laboral correspondiendo la actuación de un órgano administrativo).
En «Rodríguez» la Corte, conforme con esta jurisprudencia anterior, luego de fundamentar sustancialmente su fallo en la inexistencia de «causa» o «controversia» en el sentido constitucional de estos términos y la existencia de una suerte de conflicto de poderes, señaló: «Que en las circunstancias descriptas, no existe justificación para la requerida intervención del Poder Judicial en una cuestión seguida por los poderes políticos y pendiente de tratamiento por parte de uno de ellos, el Congreso de la Nación. De otro modo se estaría desconociendo los potestades de este último, órgano a quien, como depositario de la voluntad popular, la Constitución atribuye una excluyente intervención en el contralor de los decretos de necesidad y urgencia, delicada función política propia del legislador que no puede ser interferida en el modo de su ejercicio por el Poder Judicial sin grave afectación del principio de división de poderes» (Considerando 17). Es decir, el caso trata acerca de una típica relación institucional entre el Ejecutivo y el Legislativo, en donde los conflictos que pudieran surgir (en realidad en el caso todavía no ha surgido ninguno, incluso por la falta de exteriorización de la voluntad del Congreso) tienen su cauce de solución dentro de la misma relación institucional -p. ej., rechazo por el Congreso del DNU, veto de la ley de rechazo, insistencia del Congreso- sin que se advierta ninguna posible vía de intervención del Poder Judicial en la misma, a menos que aparezca un «caso», lo que ocurrirá cuando el contenido del DNU agravie un derecho constitucionalmente protegido, como lo señala la Corte en el segundo párrafo del mismo Considerando 17: «Con el mismo énfasis esta Corte afirma que ello no significa la más mínima disminución del control de constitucionalidad de los decretos de necesidad y urgencia, cuya amplitud y extensión, desde su génesis, se explícita en todos sus alcances, en el considerando 23» (que ya hemos transcripto antes). La pretensión de los legisladores, actores en el juicio, tiene otra sede para su solución, otro órgano competente, que no es el Poder Judicial sino el Congreso: «Que, precisamente, en el caso se pretende que esta Corte intervenga en una contienda suscitada entre el Poder Ejecutivo y algunos miembros de la Cámara de Diputados antes de que «el procedimiento político normal tenga la oportunidad de resolver el conflicto» (Goldwater et al vs. Carter, Presidente de los Estados Unidos, 444 US 996 y cita del considerando precedente), lo que resulta inadmisible ya que el Poder Judicial no debe involucrarse en controversias de esta índole, donde se lo pretende utilizar, al margen de las limitaciones previstas en el art. 116 de la Constitución Nacional como árbitro -prematuro- de una contienda que se desarrolla en el seno de otro poder» (Considerando 18). Recordemos que los actores eran diputados nacionales, y no particulares agraviados por la regulación efectuada en el DNU. Ellos sostuvieron en su demanda que la sanción del DNU les impedía ejercer su «derecho» (ya veremos que tal «derecho» no existe como tal) a legislar, cuando en realidad la Constitución no sólo le otorga las atribuciones, sino que «obliga» al Congreso a expedirse acerca de la validez del DNU. Distinta sería la situación de una demanda planteada por un agraviado personal, directo y concreto, como la Corte se encarga de remarcar al remitir al Considerando 23, que ya hemos transcripto más arriba. «Por el contrario -continúa la Corte en el Considerando 18- la cuestión propuesta, propia de la dinámica de la vida política, debe resolverse dentro del marco institucional que la Constitución fija: el Honorable Congreso Nacional. Decidir de otro modo implicaría interferir en el ejercicio de funciones del órgano que expresa, en su máximo grado, la representación popular en una de las materias más delicadas que le ha asignado la reforma constitucional de 1994. Se trata, en efecto, de una nueva atribución -correlacionada con la que se le atribuye al Presidente de la Nación- cuyo ejercicio exige un tratamiento parlamentario con relieves diferentes del que requieren la formación y sanción de las leyes, actuación que demanda el funcionamiento armónico de ambos órganos en esta nueva actividad colegislativa y si bien la novedad de la atribución que se incorpora al texto constitucional puede provocar dificultades en su tratamiento interno, y tal vez interrogantes sobre su incidencia respecto del procedimiento normal de la actividad legislativa, resulta evidente que la solución para superarlas en ningún caso puede consistir en anular -en sus efectos- el trámite propio del instituto incorporado en 1994». Más adelante afirmó: «Que la presente decisión no implica el ejercicio de una suerte de jurisdicción originaria por parte de la Corte -en expresa contravención al art. 116 de la Constitución Nacional- ni la admisión de un salto de instancia, sino que el tribunal cumple una actividad institucional en su carácter de guardián e intérprete final de la Ley Fundamental, en orden al adecuado respeto del principio de separación de los poderes del Estado consagrado en aquélla; y en orden a asegurar, como titular de uno de ellos, su coordinado accionar» (Considerando 21), para concluir que «… en tales condiciones, cabe concluir que la decisión controvertida ha sido dictada con ausencia de jurisdicción, por lo que se encuentra afectada de invalidez conforme lo tiene resuelto la Corte en casos análogos …» (siguen citas de fallos, Considerando 23).
Se trata de una absoluta falta de jurisdicción por ausencia de causa judicial, que la Corte resolvió ejerciendo sus atribuciones constitucionales como cabeza del Poder Judicial y conforme con sus propios precedentes, según lo reseñado por el Procurador General en su extensamente fundado dictamen al que la Corte remitió en el Considerando 5 del fallo comentado.
IV.B. Causa o controversia y separación de poderes
Este es en realidad en núcleo de la cuestión en el caso «Rodríguez». Recordemos que la «causa» fue iniciada por un grupo de diputados nacionales alegando, entre otras razones, que la sanción del DNU 842/97 menoscababa el derecho que los asistía de participar en la sanción de las leyes. Simplemente, les impedía legislar.
Ya vimos que -fuera de toda consideración formal- tal afirmación es exactamente contradictoria con el régimen del art. 99 inc. 3º de la Constitución Nacional, que precisamente ha ideado un sistema destinado a forzar la actividad legislativa del Congreso. El DNU es así, en dicho sistema constitucional, no sólo una medida de excepción para enfrentar una situación que necesita ser remediada o regulada de manera urgente, sino, siempre en tales circunstancias, una actividad colegislativa del Presidente que se integra con el cometido del legislador, quien, obligatoriamente, debe aprobar o rechazar el DNU, so pena de mantener éste la producción de sus efectos propios durante el tiempo de su vigencia. De manera que lejos de impedir la actividad legislativa, la sanción del DNU la provoca de una manera muchísimo más intensa que la mera promoción de un proyecto de ley por parte del Poder Ejecutivo.
La decisión de la Corte en «Rodríguez» es, sustancialmente, muy simple: la acción intentada fue improcedente por la ausencia de «caso judicial», lo que determina la ausencia, también de jurisdicción judicial para entender en ella, jurisdicción que queda limitada -es decir, que sólo se encuentra habilitada- mediando la existencia de una «causa» o «controversia» en los términos del art. 116 de la Constitución Nacional.
Como es sabido, para nuestra Constitución el Poder Judicial es parte del «Gobierno Federal» -la regulación del Poder Judicial se encuentra dentro de la Parte Segunda, «Autoridades de la Nación», Título Primero, «Gobierno federal», en su Sección Tercera, de la Constitución- y así es una de las ramas de tal Gobierno. Pero «Dentro del campo de sus competencias, cada uno de ellos (se refiere a los tres «poderes») cumple con la aludida función de gobernar a la Nación. Toca a esta Corte Suprema, en tal orden de separación de funciones, conducir la administración de justicia con arreglo a las leyes que la reglamentan, guiada, en todo trance, por el norte trazado en la Constitución, esto es: «afianzar la justicia» («Dromi», Considerando 15). El límite estricto de la competencia del Poder Judicial -jurisdicción- se encuentra en el concepto de causa, esto es la existencia de un litigio concreto, entre partes adversarias, donde la afirmación del derecho de uno contradiga la procedencia del derecho del otro y donde, tales derechos en juego, sean de una naturaleza personal, concreta, inmediata con relación a la pretensión ejercida en la demanda o en su contestación, sustancial y no meramente accesoria, actual y no simplemente eventual (conf., «Dromi», Considerando 12). Esta siempre ha sido la jurisprudencia reiterada del tribunal, que también en «Dromi» se encargó de reiterar. Así citó (Considerando 12) los precedentes «Baeza» -La Ley, 1984-D, 108-, «Constantino, Lorenzo», «Zaratiegui», entre los más recientes a la fecha de aquella sentencia. Luego de «Dromi», la Corte tuvo ocasión de insistir en el punto en «Polino, Héctor y otro c. Poder Ejecutivo Nacional» (sentencia del 7 de abril de 1994, Fallos 317:335 -La Ley, 1994-C, 294-)(20)en una acción de amparo deducida por un grupo de diputados nacionales con la finalidad que se declarara la nulidad del proceso legislativo que concluyó con el dictado de la ley 24.309 (Adla, LIV-A, 98) declarativa de la necesidad de la reforma constitucional. Allí la Corte señaló que el carácter invocado por los actores era «…de una generalidad tal que no permite, en el caso, tener por configurado el interés concreto, inmediato y sustancial que lleve a considerar la presente como una «causa», «caso» o «controversia», único supuesto en que la mentada función (se refiere a la judicial) puede ser ejercida» (Considerando 2). «Tales causas -continúa en el Considerando 4- son aquellas en las que se persigue en concreto la determinación de derechos debatidos entre partes adversas, cuya titularidad alegan quienes los demandan».
Es que la existencia de una «controversia» basada en el choque de derechos alegadamente amparados por el ordenamiento jurídico y llevada al conocimiento de los jueces, impide, en nuestro sistema constitucional, la actuación del Poder Judicial se confunda con las atribuciones propias de los otros dos «poderes». Es, en definitiva, uno de los pilares en los que se asienta la protección de la «división de poderes», vista desde la óptica de la delimitación de la «provincia» del Poder Judicial, para utilizar la habitual terminología norteamericana. Así lo señaló la Corte en «Polino» (Considerando 5) «Que debe subrayarse que la existencia de un interés particular del demandante en el derecho que alega, exigido por la doctrina constitucional federal para la existencia de caso en justicia, no aparece como un requisito tendiente a eludir cuestiones de repercusión pública. Al respecto, cabe observar que la atribución de declarar la invalidez constitucional de los actos de los otros poderes reconocida a los tribunales federales ha sido equilibrada poniendo como límite infranqueable la necesidad de un caso concreto -en el sentido antes definido- para que aquella sea puesta en juego. Por sus modalidades y consecuencias, el sistema de control constitucional en la esfera federal excluye, pues, el control genérico o abstracto, o la acción popular». Precisamente -dice la Corte en el mismo lugar- «La exclusión de tales modalidades impide que la actividad del tribunal se dilate hasta adquirir las características del poder legislativo, y dentro de la marcha del proceso constitucional, subordine la eficacia final de un pronunciamiento al consenso que encuentra en el pueblo». Por ello, «este requisito de la existencia de un caso» o «controversia judicial» … (debe ser) observado rigurosamente para la preservación del principio de la división de los poderes (con cita de la Corte estadounidense, en voto del «justice» Frankfurter»).
Por supuesto que nada agrega -por el contrario, quita a los efectos de considerar la existencia de «causa»- que el actor, tanto en «Polino» como en «Dromi», sea un legislador nacional. Precisamente en este último caso, recordado por Nazareno en «Polino», la Corte dijo: «Que de igual modo, no confiere legitimación al señor Fontela (actor en el caso) su invocada representación del pueblo con base en la calidad de diputado nacional que inviste. Esto es así, pues el ejercicio de la mencionada representación encuentra su quicio constitucional en el ámbito del Poder Legislativo, para cuya integración en una de sus cámaras fue electo, y en el terreno de las atribuciones dadas a ese Poder y a sus componentes por la Constitución Nacional y los reglamentos del Congreso». «Tampoco la mencionada calidad parlamentaria lo legitima para actuar «en resguardo de la división de poderes» ante un eventual conflicto entre normas dictadas por el Poder Ejecutivo y leyes sancionadas por el Congreso toda vez que, con prescindencia de que este último cuerpo posea o no aquel atributo procesal, es indudable que el demandante no lo representa en juicio» (Considerando 13).
Debe entenderse, definitivamente que en nuestro sistema constitucional no existe una vía judicial para resolver eventuales conflictos entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. En el juego de equilibrios establecido por la Constitución, las decisiones de ambos poderes, cuando chocan, tienen su remedio dentro de las competencias que la propia Constitución le ha otorgado a cada uno de ellos. El Congreso puede sancionar leyes que expresa o implícitamente extingan la vigencia de decretos del Poder Ejecutivo, incluso tratándose de reglamentos autónomos, por lo menos si admitimos una interpretación amplia del inc. 32 del art. 75 de la Constitución. El Presidente puede vetar las leyes del Congreso, total o parcialmente (en este último caso con limitaciones) y los legisladores pueden insistir en la ley vetada. Esto es en cuanto al proceso legislativo. Pero hay otras relaciones, como las vinculadas con el voto de censura y eventual remoción por el Congreso, del Ministro Jefe de Gabinete, el pedido de informes y la interpelación a cualquiera de los ministros, el denominado «juicio político», etc., todos de gran trascendencia político-institucional.
En ninguno de estos casos le corresponde intervenir al Poder Judicial -salvo en los supuestos extremos de violación manifiesta del derecho de defensa, en el «juicio político, donde claramente exista, entonces, un derecho personal y directo del agraviado(21)- quien sólo puede conocer en «causas» donde agraviados directos defiendan un derecho propio, aunque tal agravio nazca de una norma sancionada por cualquiera de las otras ramas del Gobierno y cuando, para hacer lugar a la pretensión, resulte preciso la declaración judicial de la invalidez de dicha norma. Fuera de estos supuestos, los «conflictos» de poderes son ajenos al Poder Judicial y se resuelve dentro de aquel sistema de relaciones establecido por la Constitución. Para ello, cada uno de los «poderes» -Ejecutivo y Legislativo- cuentan con su propio sistema de funcionamiento interno, dado por la Constitución, las leyes o sus propios reglamentos, con sus propias características, donde sobresalen las del Congreso, como cuerpo colegiado, deliberativo y sometido, dentro de las normas, a la voluntad de la mayoría, mayoría que muchas veces se logra a través de acuerdos y negociaciones propias del proceso democrático.
Precisamente esto es lo que ocurre con el régimen de los DNU. Como se ha visto, la Constitución diseñó al respecto un sistema de colaboración y control entre el Presidente y el Congreso, donde el Poder Judicial no tiene intervención. En realidad los jueces pueden intervenir fuera de esa relación -es decir, sin directa vinculación con ella- cuando el agraviado concreto por el contenido de la norma, inicie un «caso» donde la declaración de su invalidez sea directamente conducente para la protección o reconocimiento de su derecho. En definitiva, como ya fue dicho, se trata de un problema de separación de poderes, que busca evitar convertir al Poder judicial en una «superlegislatura», carente de legitimación democrática directa, interviniendo en cuestiones que tienen su propio cauce de desarrollo en el proceso democrático de debate de las ideas, de toma de decisiones ajenas a la aplicación de la norma jurídica para la resolución de contiendas entre adversarios que contraponen, en el caso, sus derechos contradictorios. Ni el Presidente ni el legislador pueden intervenir -por lo menos tomando decisiones con fuerza de cosa juzgada- en la resolución de estos últimos conflictos. Tampoco puede el juez intervenir en la resolución de los anteriores, según nuestro sistema constitucional. Es una cuestión de separación de poderes.
Se presenta así una íntima relación entre la inexistencia de «causa» -y por ende la inexistencia de jurisdicción judicial- y la falta de legitimación para accionar(22). En términos generales sólo puede demandar en juicio quien puede alegar estar sufriendo un daño, o en inminencia de sufrirlo, en un derecho propio, reconocido así por el ordenamiento, por una situación concreta y no meramente eventual o hipotética, agravio que proviene de la conducta activa u omisiva de otra u otras personas que, a la vez pueden alegar ante los tribunales la estricta postura contradictoria con relación a la sustentada por aquel eventual agraviado y siempre que del reconocimiento del derecho de uno derive una obligación para el otro. Como se ha visto es esta la interpretación tradicional y permanente que nuestra Corte Suprema de Justicia ha hecho del viejo art. 110 de la Constitución de 1853 -art. 116 de la Constitución de 1994- siguiendo los precedentes -confirmados hasta el presente, como veremos- de la Corte Suprema de los Estados Unidos con relación a la interpretación del Artículo III, Sección 2 de la Constitución «de Filadelfia» de 1787.
Sin legitimación no hay «causa», ya que no hay partes adversarias. Por ello no hay jurisdicción judicial, so pena de invadir el Poder Judicial ámbitos no autorizados por el citado art. 116. También es posible la formulación inversa: si la cuestión suscitada debe resolverse, por imperio normativo o por su propia naturaleza, en un ámbito distinto del judicial -por ejemplo, la disputa entre dos órganos de la Administración centralizada- y por lo tanto no existe la habilitación para «demandar en juicio», no hay legitimación para accionar, ya que la legitimación es un concepto estrictamente procesal (aunque la falta de legitimación puede encontrar su razón en lo establecido por la ley sustantiva) valorable exclusivamente a los efectos de la generación de un «caso judicial» y por tanto determinante a los efectos de la jurisdicción judicial que regula el art. 116. Causa y legitimación son, entonces, dos conceptos jurídicos complementarios.
En el caso «Rodríguez», la Corte fue muy clara al respecto. Ya en el Considerando 8 advirtió que le corresponde al tribunal «… como parte de su deber de señalar los límites precisos en que han de ejercerse aquellas potestades (las propias de «órgano supremo de la organización judicial e intérprete final de la Constitución) -con abstracción del modo y la forma en que el punto le fuera propuesto- establecer si la materia de que se trata está dentro de su poder jurisdiccional, que no puede ser ampliado por voluntad de las partes, por más que éstas lleven ante los jueces una controversia cuya decisión no les incumbe y éstos la acojan y se pronuncien sobre ella a través de una sentencia…» (cursiva agregada). «… Por tal motivo, en las causas que -como en el sub lite- se impugnan actos cumplidos por otros poderes en el ámbito de las facultades que les son privativas, la función jurisdiccional no alcanza al modo de ejercicio de tales atribuciones, en cuanto de otra manera se haría manifiesta la invasión del ámbito de las facultades propias de las otras autoridades de la Nación» (Considerando 10, con cita de Fallos: 254:45 -La Ley, 110-2-), cuestión que supone el cumplimiento de una actividad de interpretación constitucional para determinar si la acción de otro «poder» del Estado «puede ser sometido a revisión judicial» (Considerando 11 y también 16). Por ello en el caso «… no existe justificación para la requerida intervención del Poder Judicial en una cuestión seguida por los poderes políticos y pendiente de tratamiento por parte de uno de ellos, el Congreso de la Nación. De otro modo se estarían desconociendo las potestades de éste último, órgano a quien, como depositario de la voluntad popular, la Constitución atribuye una excluyente intervención en el contralor de los decretos de necesidad y urgencia, delicada función política propia del legislador que no puede ser interferida en el modo de su ejercicio por el Poder judicial sin grave afectación del principio de división de poderes» (Considerando 17, ya transcripto más arriba). Esta idea se reitera en el Considerando 18, para afirmar luego, insistiendo en que le corresponde a la Corte garantizar el «adecuado respeto del principio de separación de los poderes del Estado… y … asegurar, como titular de uno de ellos, su coordinado accionar» (Considerando 21). Es el principio de separación de poderes el que impone «el necesario autorrespeto por parte de los tribunales de los límites constitucionales y legales de su jurisdicción» (Considerando 22), salvo que el cuestionamiento de la acción de otro «poder» aparezca en «un ‘caso’ concreto» (Considerando 23, ya citado) y aquí «la revisión judicial no es ni será abdicada por el Poder Judicial» cuando la tacha de inconstitucionalidad («de decretos de la naturaleza del impugnado en el sub lite») «sea introducida por parte de quien demuestre la presencia de un perjuicio directo, real y concreto -actual o en ciernes- (donde) la cuestión será indudablemente justiciable y este poder (el judicial) será -por mandato constitucional- competente para resolver el caso planteado en los términos de la ley 27» (Considerando 24). Es decir, causa y legitimación, dos conceptos que van indisolublemente unidos(23).
Aquí se destaca el gravísimo error cometido, en el caso, por las instancias de grado. Precisamente, en las primeras de las impugnaciones que un grupo de diputados planteó contra los decretos (simples u ordinarios) vinculados con la privatización de los aeropuertos, la sala 2da. de la Cámara Federal en lo Contenciosoadministrativo, al resolver sobre una medida precautoria concedida en la instancia inferior, encontró la posibilidad de «la afectación del derecho subjetivo de los legisladores de cooperar en la formación de la voluntad pública de sancionar la norma», mencionando «el derecho de los autores (diputados) a ejercer su función participando en la formación de la voluntad del órgano -Poder legislastivo…» («Nieva, Alejandro y otros c. Poder Ejecutivo Nacional -decreto 357/97 s/amparo», sentencia del 10 de julio de 1997) lo que reiteró al resolver la cuestión de fondo. Esto es repetido por la jueza Córdoba, ahora en la impugnación del DNU 842/97 en su decisión del 24 de setiembre de 1997.
Este es un error «terminal», ya que -sin perjuicio de que el DNU excita la actuación del Congreso, lejos de impedirla- no existe «derecho subjetivo» en el ejercicio de la función del Poder, o en su caso, de la competencia del órgano. El derecho, al respecto, sólo se manifiesta en supuestos de agravios personales: por ejemplo, no reconocer el «título» del legislador, ya sea en general o para una sesión concreta, impedirle su voto, o su acceso al recinto de la Cámara, pero no con relación al orden normal del proceso legislativo, al juego de mayorías y minorías, a las reglas del quórum y su ausencia, al veto presidencial de una ley -por ejemplo- y la falta de insistencia por parte del Congreso o de una de sus ramas, a la decisión de la Cámara de no tratar un determinado proyecto de ley, o de tratarlo, o, precisamente, a la acción del Congreso frente a la sanción de un DNU.
La función(24)del órgano constitucional -y, en el caso del Poder Legislativo, el órgano es colegiado, mientras cada legislador forma parte del proceso de toma de decisiones del órgano, o del ejercicio de su función- no es un derecho, es una potestad, que se ejerce a través de un procedimiento y sobre ciertas materias determinadas por las reglas constitucionales de competencia. «¿Cuál es la naturaleza jurídica de la competencia? -se pregunta el maestro Marienhoff(25). «La competencia -sostiene- no constituye un derecho subjetivo (con cita en Forsthoff, García Trevijano Fos y Stassinopoulos). Constituye una obligación del órgano. ‘La competencia -cita a Forsthoff- es un concepto de la esfera institucional, en la cual los derechos subjetivos son desconocidos, porque estos sólo se dan entre personas(26). Las instituciones en cuanto tales no pueden ser titulares de derechos subjetivos… La competencia concede a la autoridad dotada de ella el derecho (y, naturalmente, también el deber) de hacer uso de las facultades implicadas en la competencia. Pero la autoridad no tiene un derecho a la competencia».
No existe tal derecho subjetivo, sino el ejercicio de una función que, en el caso de los legisladores, se inserta en y se confunde con la función misma del órgano constitucional colegiado. De lo contrario, cada tratamiento de un proyecto de ley generaría agravios en los supuestos derechos de los legisladores descontentos. Este no es nuestro sistema constitucional.
IV.C. La jurisprudencia norteamericana
La decisión recaída en la causa «Rodríguez» tampoco es novedosa -en cuanto a la doctrina relativa a la existencia de la «causa» judicial- si la comparamos con los precedentes del máximo tribunal de los Estados Unidos.
Precisamente el 26 de junio de 1997 la Corte Suprema de aquel país resolvió un caso -«Raines, Franklin v. Byrd, Robert» 117 S. Ct.2312- de extraordinaria similitud con «Rodríguez». Es interesante destacar cómo los dos tribunales, ante supuestos jurídicos y fácticos semejantes, utilizaron una misma línea argumental, llegando a idéntica conclusión(27).
En «Raines» un grupo de legisladores impugnaron judicialmente -con éxito en las instancias inferiores- la constitucionalidad de la denominada «Line Item Veto Act» que le otorga al presidente la autoridad de cancelar -estrictamente, vetar- parcialmente las leyes que concedan ciertas autorizaciones de gastos y beneficios fiscales. Naturalmente, luego de ese veto parcial, el Congreso puede insistir en las medidas objetadas por el Ejecutivo. Es de destacar que la propia ley otorga la legitimación a cualquier miembro del Congreso, o a cualquier agraviado particular, para impugnarla judicialmente ante la Corte de Distrito de Columbia.
Los actores sostuvieron la inconstitucionalidad de la ley alegando que ella expandía los poderes presidenciales. En especial argumentaron que la ley los agraviaba a ellos directa y concretamente en «sus competencias oficiales» por tres razones: a) por alterar los efectos legales y prácticos de todos los votos que ellos pudieran emitir en proyectos de ley que contuvieran tales items susceptibles de veto, b) los disminuye en su rol constitucional en el proceso legislativo y c) altera el balance constitucional de poderes entre las ramas Legislativas y Ejecutivas.
La Corte rechazó la demanda, con voto de su Presidente Rehnquist, acompañado por O’Connor, Scalia, Kennedy, Thomas y los votos concurrentes de Souter y Ginsburg, con las disidencias de Stevens y Breyer.
El razonamiento de Chief Justice Rehnquist parte de la noción de «caso» o «controversia» contenido en el Artículo III, Sección 2 de la Constitución, al que lo llama un requerimiento fundamental (de lecho de piedra, «a bedrock requirement») citando la doctrina de fallos anteriores: «Ningún principio es más fundamental para el propio rol de la Justicia en nuestro sistema de gobierno que la limitación de la jurisdicción de los tribunales federales a verdaderos casos o controversias». Y agregó: «Un elemento del requisito del caso-o-controversia es que los actores, basados en su queja (pretensión) deben establecer que ellos se encuentran legitimados para demandar (standing to sue) … (para lo cual) a) el actor debe alegar un daño personal razonablemente vinculable con la alegada conducta ilegal del demandado y que sea probable de ser solucionado a través de la medida solicitada». El actor debe tener un «interés personal» en la disputa y el daño serle «particularizado». También que el agravio alegado «pueda ser legal y judicialmente conocible», lo que exige que la disputa sea «tradicionalmente considerada como capaz de ser resuelta a través del proceso judicial». El fallo destaca que la exigencia de estos requisitos -en la vinculación «caso-o-controversia» con legitimación- ha sido tradicional en la jurisprudencia de la Corte Suprema que «desde los principios de su historia… ha constantemente declinado de ejercer cualquier otro poder que aquellos que eran estrictamente judiciales en su naturaleza» y esos requisitos «han sido especialmente vigorosos cuando entrar a conocer sobre los méritos de la disputa nos hubiese forzado a decidir si una acción tomada por otra de las ramas del Gobierno Federal era inconstitucional». Tal exigencia, basada en el art. III, sec. 2, «es construida sobre la única básica idea -la idea de la separación de poderes.-«.
En la nota 3 ya la Corte avanza la afirmación de que el Congreso no puede derogar el requisito de la legitimación del art. III, sec. 2, otorgándole tal legitimación a quien, de otra forma no la tendría. «Nosotros reconocemos, por lo tanto, que la decisión del Congreso de otorgar legitimación -como ocurre en el caso- elimina cualquier limitación prudencial de la legitimación y significantemente abre el riesgo de conflictos no queridos con el Poder Legislativo…».
Naturalmente hay casos en que el legislador goza de legitimación, siempre bajo aquella previsión constitucional. Así la Corte cita los precedentes «Powell», donde sostuvo que un miembro del Congreso tiene legitimación para desafiar judicialmente su exclusión de la Cámara de Diputados («House of Representatives») y su consiguiente pérdida de salario, y «Coleman», en donde se dijo que los legisladores tenían «un estricto, directo y adecuado interés en mantener la efectividad de sus votos», en un caso donde, tratándose una enmienda a la Constitución y estando la votación empatada, el Gobernador del Estado, ejerciendo la presidencia del Senado local, emitió el voto de desempate en favor de la enmienda. Allí la Corte sostuvo que si tal procedimiento fuese inválido, de acuerdo con el ordenamiento local -para lo cual reenvió la causa a la instancia inferior- los legisladores demandantes tenían legitimación ya que, en tal supuesto, «sus votos negativos a la ratificación de la enmienda habían sido privados (inconstitucionalmente) de validez»(28). La Corte americana destacó la diferencia de «Raines» con «Powell»: «Primero, los actores no han sido puestos en un especial desfavorable tratamiento en oposición a los otros Miembros de sus respectivos cuerpos. Ellos sostienen que la ley les causa un tipo de agravio institucional (la disminución de su poder de legislar), el cual necesariamente daña a todos los Miembros del Congreso y a ambas Cámaras del Congreso igualmente… Segundo, los actores no alegan que ellos han sido despojados de algo sobre lo cual ellos personalmente tienen derecho…. Por el contrario, el fundamento de su legitimación que alegan, está basado en la pérdida de poder político, no en la pérdida de un derecho particular, el cual convertiría al agravio en más concreto. A diferencia de …Powell, el agravio pretendido (aquí) no (se refiere) a alguna capacidad privada, sino exclusivamente porque ellos son Miembros del Congreso». Lo mismo ocurre con «Coleman». En «Raines» los legisladores no pretenden que sus votos fueron desconsiderados en su valor. En la votación de la ley «sus votos tuvieron pleno efecto. Ellos simplemente perdieron la votación… En el futuro (cualquiera de las Cámaras) pueden aprobar o rechazar leyes presupuestarias…. Además (el Congreso) puede rechazar la ley o exceptuar de ella a alguna determinada partida». Es decir, la cuestión se soluciona en el proceso normal y ordinario del debate y toma de decisión legislativa, en el democrático juego de mayorías y minorías.
«En suma -dice la Corte- los actores no han alegado un agravio contra ellos como individuos (contra Powell) el agravio institucional que ellos alegan es absolutamente abstracto y disperso (contra Coleman) … Nosotros también notamos que nuestra conclusión no impide a los Miembros del Congreso de un adecuado remedio (en el seno del Congreso) ni tampoco lo hace con respecto a una impugnación constitucional (por cualquiera que sufra un agravio judicialmente cognoscible por aplicación de la ley)…»(29). Por ello la Corte concluyó en que los actores, como miembros del Congreso «no tienen un suficiente interés personal en esta disputa y no han alegado un suficiente agravio concreto, como es necesario para adquirir la legitimación establecida en el art. III (de la Constitución). La sentencia de la Corte de Distrito es revocada, y el caso es devuelto con instrucción de rechazar la demanda por falta de jurisdicción».
Como se ve, la línea argumental en «Raines» y en «Rodríguez», dos casos prácticamente contemporáneos, es la misma, lo que es lógico, porque son similares las circunstancias fácticas e idénticas la norma y el sistema constitucional aplicables.

V. Conclusión
La regulación de los DNU por la Constitución de 1994 es, todavía, muy novedosa. Falta el paso del tiempo, con sus ingredientes de aplicación práctica, análisis doctrinarios e interpretación judicial. Pero ya es posible adelantar algunas consideraciones al respecto -que es lo que hemos hecho- y sobre todo, aprovechar este primer pronunciamiento judicial que adelanta consideraciones de gran importancia.
El caso «Rodríguez» levantó gran polvareda política. Pero los juristas no debemos confundir los campos. En una democracia es legítimo que los políticos enfrenten un fallo judicial desde la perspectiva de la crítica partidaria. Los juristas, cualquiera sea nuestra opción política, debemos ceñirnos a las circunstancias del caso y a la ley aplicable, incluso iluminada por la jurisprudencia tradicionalmente establecida en la materia.
Aun así corresponde reconocer que no todos los políticos que se han opuesto al dictado del DNU 842 -y por ello, al fallo de la Corte- han tenido, sobre este último, una actitud parcial. Cabe destacar, en este sentido, la postura de los diputados Federico Storani y Carlos Alvarez que, al dirigirse al Presidente de la Nación exigiendo la inclusión del tratamiento del DNU 842/97 en el período de sesiones extraordinarias del Congreso, han tomado como base del reclamo, precisamente, el fallo de la Corte, con términos de alabanza y de conformidad con el mismo, manifestación que nos permitimos transcribir a modo de conclusión: «… Reafirmamos nuestra discrepancia con los argumentos esgrimidos por el Jefe de Gabinete de Ministros en cuanto a que una pretendida lentitud en el trámite parlamentario obligó al Poder Ejecutivo a dictar los decretos Nº 375, 500 y luego el 842/97 para poder llevar adelante la privatización de los aeropuertos. A pesar que la cuestión llevada a la instancia judicial ya fue resuelta por la Corte Suprema en su calidad de intérprete final de la ley, resulta indudable que el conflicto subsiste, y para solucionarlo optamos por una salida institucional.
Lo expuesto encuentra su fundamento en lo resuelto el día 17 de diciembre de 1997 por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en los autos «Rodríguez, Jorge -Jefe de Gabinete de Ministros de la Nación- s/plantea cuestión de competencia», donde afirmó que la Constitución Nacional «prevé un específico ámbito de contralor en sede parlamentaria para los decretos de necesidad y urgencia» y que «lo cierto es que el órgano de contralor -a quien corresponde ratificar o desaprobar decretos- es el Congreso de la Nación, a quien le compete arbitrar los medios para emitir su decisión, conforme la Constitución Nacional y del modo que entienda adecuado a las circunstancias en que se expida al respecto» (considerando 13); y que «atendiendo al texto constitucional plasmado por la reforma del año 1994, la norma referida (el decreto 842/97) sólo puede considerarse sometida al pertinente contralor del Poder Legislativo de la Nación, a quien corresponde pronunciarse acerca de la concurrencia de los extremos -de valoración política-, que habilitan el ejercicio de la facultad excepcional del Poder Ejecutivo, así como de la oportunidad, mérito y conveniencia de su contenido» (considerando 15).
Así como el Máximo Tribunal de Justicia de la Nación dejó en claro que corresponde al Parlamento la facultad de expedirse respecto del decreto que dispone el concesionamiento de estaciones aeroportuarias, entendemos que el estricto respeto del juego armónico de las instituciones en el sistema republicano vigente en nuestro país, exige que el Congreso Nacional se expida sobre la validez del decreto 842/97. Para ello resulta indispensable que el Honorable Congreso lo incluya en el temario a considerar en las sesiones extraordinarias ya convocadas, por cuanto el mismo no puede dejar de ejercer el mandato constitucional de controlar los decretos de necesidad y urgencia, a pesar de no encontrarse constituida aún la Comisión Bicameral prevista en el artículo 99, inciso 3º de la Constitución Nacional».

Notas:
(1)Ver al respecto el excelente análisis histórico y doctrinal, como también de derecho comparado, efectuado por LUGONES, Narciso J. GARAY, Alberto F. DUGO, Sergio O. CORCUERA, Santiago H. en «Leyes de Emergencia. Decretos de Necesidad y Urgencia», Ed. LA LEY S.A. Buenos Aires, 1992.
(2)Ver entre otros: COMADIRA, Julio R., «Los decretos de necesidad y urgencia en la reforma constitucional», LA LEY, 1995-B, 825; SAGüES, Néstor Pedro, «Decretos de necesidad y urgencia: estado actual del problema», LA LEY, 1992-B, 917; GARCIA PELAYO, Manuel, «Derecho Constitucional Comparado», p. 163, Madrid, 1964. Estrictamente hablando, la Constitución Española (art. 86) los denomina «disposiciones legislativas provisionales» «que tomarán la forma de Decretos-leyes». Para la Constitución Italiana (art. 77) son «disposiciones («provvedimenti») provisionales con fuerza de ley», denominándolos la doctrina «decretos-leyes», CRISAFULLI, Vezio y PALADIN, Livio, «Commentario breve alla Costituzione», p. 476, Cedan, Padova, 1990. En el caso italiano, la provisionalidad es clara, ya que el decreto-ley pierde eficacia si no es aprobado por el Parlamento dentro de los sesenta días de su publicación. En cambio, la Constitución Española nada dice al respecto, aunque exige, como en nuestro caso, el pronunciamiento expreso del Congreso.
(3)En lo económico, ya que desde el punto de vista político, institucional y de derechos humanos, el punto más crítico debe situarse entre los años 1976 y 1983, es decir, el período correspondiente a la última dictadura militar sufrida por nuestro país. En lo económico, hacia mayo de 1989 la inflación había alcanzado la astronómica tasa del 3000 % anual. Había desaparecido la moneda y con ella la seguridad jurídica y la estabilidad contractual, comenzando a percibirse signos inequívocos de grave quiebra del «contrato social» con sus consecuencias institucionales previsibles.
(4)Mayoría integrada por los doctores Levene (h.), Cavagna Martínez, Fayt, Barra, Nazareno y Moliné O’Connor.
(5)Los constituyentes de 1994 siguieron, total o parcialmente, la doctrina de la Corte Suprema a partir de su composición ampliada en 1990, en varias cuestiones trascendentes: la del amparo, la esencial relativa a la jerarquía de los tratados internacionales (art. 75 inc. 22 y 24) la de los decretos delegados, y la de los decretos de necesidad y urgencia.
(6)CASSAGNE, Juan C., «Derecho Administrativo», t. II, p. 66, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1987 y MARIENHOFF, Miguel S., «Tratado de derecho administrativo», t. I, p. 76 y sigte. Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990, entre otros).
(7)Aquí también el constituyente siguió a la Corte Suprema de Justicia, que ya había adelantado el principio de «reserva de ley» como inexcusable regla constitucional para generación de obligaciones tributarias en «EVES Argentina S.A.» -Fallos: 316:2329, sentencia del 14 de octubre de 1993, La Ley, 1993-E, 427- declarando la inconstitucionalidad del art. 7º del dec. 499/74, reglamentario de la ley 20.631 (Adla, XXXIV-C, 2189; XXXIV-A, 99); que avanzó en la determinación de sujetos al impuesto al valor agregado. En «Video Club Dreams c. Instituto Nacional de Cinematografía» -Fallos: 318:1161, sentencia del 6 de junio de 1995, La Ley, 1993-E, 167- la Corte afrontó la situación de dos DNU (ns. 2736/91 y 949/92 -Adla, LII-A, 354; LII-C, 2977-) que, como nota destacable, habían sido tomados en consideración por el Congreso al sancionar, luego, la ley de presupuesto 24.191 (Adla, LIII-A, 16), correspondiente al ejercicio del año 1993. Sin embargo la Corte recordó lo sugerido ya en «Peralta» acerca de la «obligada participación del Poder Legislativo en la imposición de contribuciones», y también en la causa «EVES» antes mencionada. Es de notar que en «Video Club» -sobre un caso anterior a la reforma constitucional, aunque fallado con posterioridad- la Corte, si bien reconociendo que el «mérito» acerca de la decisión de dictar un DNU le corresponde en último término al Congreso, no dejó de destacar que, en ese caso, no se presentaban la circunstancias excepcionales que habían justificado la solución dada en «Peralta». Por ello la Corte confirmó la declaración de inconstitucionalidad de los citados DNU. Esta doctrina fue reiterada por la Corte en «La Bellaca c. Estado nacional»DGI», causa L.62. XXXI, del 27 de diciembre de 1996, La Ley, 1997-C, 125; «Nobleza Piccardo S.A. c. D.G.I., causa N.82 XXVIII; «Kupchik, Luisa c. Banco Central de la República Argentina», causa K.3. XXXII y «Cic Trading c. Fisco Nacional», causa C. 221. XXX, todas del 17 de marzo de 1998. En estas dos últimas la Corte declaró la inconstitucionalidad del decreto 560/89, generador de una obligación tributaria, a pesar de su posterior ratificación expresa por la ley 23.757 (Adla, XLIX-C, 2573; XLIX-D, 3733), en la medida que el tributo fue percibido con anterioridad a la ley -en «Cic Trading c. Estado nacional», causa C. 1177. XXVIII, de igual fecha, en cambio, se rechazó la inconstitucionalidad del tributo percibido con posterioridad a la ley- señalando que «… la ratificación legislativa … carece de incidencia respecto de dicha conclusión (ya que) resulta improcedente cualquier interpretación que conduzca a asignar efectos convalidantes, con carácter retroactivo, a la ratificación legislativa o a la reiteración del texto del decreto en una ley posterior…».
(8)La reforma de 1994 limitó las atribuciones presidenciales en varios aspectos. Así al crear la figura del Ministro Jefe de Gabinete y su relativo sometimiento al Congreso (ver BARRA, Rodolfo C., «El Jefe de Gabinete en la Constitución Argentina, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1995); en el proceso de designación de los jueces inferiores del Poder Judicial; al independizar de la órbita del Poder Ejecutivo (en realidad, de la órbita de los tres poderes) al Ministerio Público, o, por vía indirecta, al reforzar ciertos institutos de control, que quedan en jurisdicción del Congreso, como la Auditoría General de la Nación y el Defensor del Pueblo. Pero en lo que respecta al DNU, la atribución presidencial quedó fortificada, por mayor amplitud en la habilitación de su sanción y esta virtualidad de forzar la acción del Congreso al que se ha hecho referencia en el texto.
(9)Sin perjuicio de que la ley de ministros que se dicte conforme con la nueva Constitución, regule la cuestión de diferente manera, debemos considerar, mientras tanto, que el «acuerdo general de ministros» es el mismo instituto que el «acuerdo de gabinete» al que se refieren los incs. 4º y 6º del art. 100 (atribuciones del jefe de gabinete) que se celebra en las «reuniones de gabinete» mencionadas por el inc. 5º de la misma norma constitucional, si bien, para la sanción de un DNU no puede admitirse la ausencia del Presidente que allí se prevé, ya que por definición el DNU sólo puede emanar del Poder Ejecutivo.
(10)No puede ser saneado, por ejemplo, con la firma posterior (en otro acto) del ministro ausente y no reemplazado regularmente. La ausencia de un refrendo obliga, en su caso, al dictado de un nuevo DNU, con el refrendo colectivo, que regirá a partir de esta nueva fecha.
(11)Un problema diferente es el que ocurre actualmente, dado que la Comisión Bicameral Permanente no se encuentra constituida, ya que el Congreso no sancionó la ley -que requiere la mayoría absoluta de los miembros de cada Cámara- exigida por el 99.3. Esta cuestión fue planteada en la causa «Nieva, Alejandro y otros c. Poder Ejecutivo Nacional -decreto 842/97» y resuelta por la Corte Suprema de Justicia el 17 de diciembre de 1997 en el recurso directo planteado en tales actuaciones que la Corte caratuló «Rodríguez, Jorge -jefe de gabinete de ministros de la Nación s/plantea cuestión de competencia». El argumento, entre otros, sostenido por los actores en «Nieva» -un grupo de legisladores que impugnaron la validez del DNU 842/97- fue precisamente la inconstitucionalidad del decreto por la imposibilidad de cumplir a su respecto con el trámite exigido por la Constitución, atento a la falta de sanción de la ley reglamentaria del instituto y la inexistencia de la Comisión Bicameral Permanente, lo que les imposibilitaba ejercer sus atribuciones de control sobre el decreto. Los legisladores accionantes sostuvieron que la sanción del DNU en cuestión les impedía legislar y por ello demandaban su nulidad por la vía de la declaración de inconstitucionalidad. El planteo fue rechazado en el dictamen del Procurador General Nicolás Becerra, en los siguientes términos: «Desde mi punto de vista, dicha afirmación se encuentra totalmente alejada de la realidad, puesto que, así como lo sostiene el presentante de autos (El jefe de gabinete Rodríguez en su apelación directa) a los actores nunca les estuvo impedido ejercer su función como legisladores. Por el contrario, disponen de un doble curso de acción para llevarla a cabo: uno, consistente en agotar los trámites parlamentarios necesarios para convertir en ley el proyecto sobre privatización de aeropuertos aprobado por el Senado de la Nación que actualmente se encuentra a consideración de la Cámara de Diputados que, precisamente, integran los accionantes (se refiere a un proyecto legislativo sobre la misma materia que se encontraba bloqueado desde hacía un año y medio en Diputados); y otro, sancionar una ley contraria a la ratificación del dec. 842/97, aun cuando no se haya creado la Comisión Bicameral prevista por el art. 99 de la Constitución Nacional». El argumento es de estricta lógica, pues la creación de la Comisión Bicameral es de resorte exclusivo del Congreso y su falta de sanción no puede significar el impedimento del ejercicio de una potestad constitucional de otro Poder -el Ejecutivo- cuando la norma constitucional es en sí misma operativa, conteniendo, en el texto del art. 99, todos los elementos esenciales para su ejercicio. Sin duda que, ante la inexistencia de la Comisión Bicameral, el Congreso puede suplir tal ausencia por la actuación de cualquier otra Comisión con competencia pertinente y resolver en el pleno de cada Cámara. Así lo hizo, en definitiva, la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado que tomó intervención en el tema, dictaminando en favor de la aprobación del DNU 842. Esta Comisión también opinó sobre la cuestión de la ausencia de la Comisión Bicameral, desestimando el argumento. La Corte, en el Considerando 13 de «Rodríguez» sostuvo: «Que, como se observa, la cláusula constitucional citada (se refiere al art. 99.3) prevé un específico ámbito de contralor en sede parlamentaria para los decretos de necesidad y urgencia. Dicho contralor, por otra parte, no se encuentra subordinado en su operatividad a la sanción de la «ley especial» contemplada en la última parte del precepto, ni a la creación de la «Comisión Bicameral Permanente», ya que, de lo contrario, la mera omisión legislativa importaría privar «sine die» al titular del Poder Ejecutivo Nacional de una facultad conferida por el constituyente. Por lo demás, lo cierto es que el órgano de contralor -a quien corresponde ratificar o desaprobar los decretos- es el Congreso de la Nación, a quien le compete arbitrar los medios para emitir su decisión, conforme la Constitución Nacional y del modo que entienda adecuado a las circunstancias en que se expida al respecto». En disidencia el doctor Fayt hizo mérito de la falta de sanción de la ley especial reglamentaria para sostener la invalidez del DNU 842, sin considerar la lógica pura del voto de la mayoría, ni tampoco la misma práctica constitucional llevada a cabo por el Congreso del que formaban parte los actores. En efecto, como ya mencionó en el texto, la constitución otorga a la misma Comisión Bicameral el contralor (siempre consultivo) sobre los decretos de promulgación parcial de las leyes. Desde la sanción de la reforma constitucional de 1994 fueron varios los casos en que el Poder Ejecutivo ejerció esta atribución, en algunos de los cuales el Congreso insistió con la porción «vetada» de la norma, o bien consintió el «veto», sin perjuicio de la ausencia de la Comisión Bicameral Permanente.
(12)Conf., CRISAFULLI y PALADIN, ob. cit., p. 483. El «vicio de habilitación» (carencia del presupuesto que el art. 77 configura como «casos extraordinarios de necesidad y urgencia») es saneado por la «conversión» del decreto en ley formal. «En otros términos -dicen los autores siguiendo a la Corte Constitucional- la ratio del artículo en examen atribuye «a las Cámaras y sólo a ellas» la valoración de la oportunidad del recurso al decreto-ley y por tanto al juicio sobre la necesidad y urgencia de la decisión. Se trata, ciertamente, de una valoración esencialmente de mérito y por tanto vedada al control de la Corte constitucional». Esta podría revisar el «exceso de poder» como vicio de la ley de conversión, pero ello sólo ante casos evidentes y tangibles.
(13)Ver al respecto: BARRA, Rodolfo C., «Aspectos Jurídicos del Presupuesto», Régimen de la Administración Pública, Nº 98, noviembre de 1986 y MARIENHOFF, Miguel S., ob. cit. t. II, p. 775 y siguientes.
(14)»Dromi, José Roberto (Ministro de Obras y Servicios Públicos de la Nación) s/avocación en autos: Fontenla, Moisés Eduardo c. Estado nacional» Fallos: 313:863.
(15)Sobre el particular ver BIANCHI, Alberto, «El certiorari before judgement o recurso per saltum en la Corte de los Estados Unidos», ED, 149-787, y CREO BAY, Horacio D., «Recurso extraordinario por salto de instancia», Ed. Astrea, Buenos Aires, 1990.
(16)Fallos: 311:1762 (La Ley, 1989-B, 320).
(17)Levene (h.), Petracchi, Cavagna Martínez, Barra.
(18)En aquel momento -se trataba de la primera privatización en el proceso de reforma del Estado impuesto por el Congreso a través de la ley 23.696- se entendió que el caso encuadraba en los requisitos se excepción transcriptos más arriba, como también, en «Margarita Belén», Petracchi lo había creído así frente a la repercusión social y la intranquilidad política generada como consecuencia de los procesos judiciales vinculados con el desempeño de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la subversión. Sin embargo, menos de 10 años después, en «Rodríguez», Petracchi consideró que tales circunstancias no estaban dadas en un caso donde se discutía por primera vez el régimen constitucional de los DNU, con un conflicto Poder Ejecutivo-Poder Legislativo, paralizante del proceso de privatización de los aeropuertos, ya cercanos a su colapso, en un caso donde la vía del recurso extraordinario era la única posible para terminar con la cuestión, frente a la ya emitida opinión de la Cámara de Apelaciones en lo que se refería a la admisión de la legitimación de los diputados en la impugnación de los decs. 375 y 500, opinión contraria a la constante jurisprudencia de la Corte, incluso con su actual composición, y que había provocado también gran repercusión social y agitación política. Sin duda el paso del tiempo puede modificar la forma en que las personas aprecian los hechos semejantes, pero yo me quedo con la sensación de que, objetivamente, el «caso aeropuertos» era institucional y materialmente más grave, y más urgente, que el «caso Aerolíneas». Por ello me es difícil entender el cambio de valoración del juez Petracchi, aunque, por supuesto, lo respeto.
(19)Sentencia de fecha 3/4/96, LA LEY, 1996-B, 350.
(20)Se trató de una Corte casi unánime, con la sola disidencia de Fayt y, parcial, de Boggiano. Tuve ocasión de comentar el fallo en «Caso Polino: La Corte ratifica su papel constitucional», Rodolfo C. Barra, ED, 157-448.
(21)Así resulta, entre otros, del caso «Nicosia», aunque referido a un juez sometido a juicio político, sin duda con una doctrina aplicable a otros casos (Fallos 316:2940).
(22)Sobre el particular ver BARRA, Rodolfo Carlos, «Legitimación para accionar en la reciente jurisprudencia de la Corte», ED, 151-801; «La Corte Suprema de Justicia de la Nación y la separación de poderes», LA LEY, 1993-E, 796 y «La acción de amparo en la Constitución reformada: la legitimación para accionar», LA LEY, 1994-E, 1087.
(23)En «Rodríguez», como en la causa «Nieva» que le dio origen, intervino el Defensor del Pueblo de la Nación invocando la legitimación que le acuerda el art. 43 de la Constitución Nacional para actuar en defensa de los agraviados en «derechos de incidencia colectiva». Más allá que resulte imposible identificar en el caso cuáles derechos de incidencia colectiva se encontraban en juego, lo que no puede ser, obviamente, el respeto genérico de la Constitución por parte de los poderes del Estado -de lo contrario el Defensor debería ser parte en todo caso donde se discutiera la constitucionalidad de una norma o, incluso, en todo recurso extraordinario no sólo por el art. 14 de la ley 48 (Adla, 1852-1880, 364), sino hasta por «arbitrariedad de sentencia» -lo importante es la inexistencia de «causa» en los términos ya analizados. Por ello, estimo, la Corte consideró oportuno ni siquiera referirse a la situación del Defensor del Pueblo, ya que no puede participar como tercero en un «juicio» llevado con ausencia de jurisdicción. De todas formas la Corte ya había adelantado una interpretación del texto del art. 43 de la Constitución Nacional -que acuerda legitimación al Defensor del Pueblo en los casos en que se encuentren agraviados los que la Constitución denomina «derechos de incidencia colectiva»- en el sentido que aquél no autoriza la intervención del citado funcionario cuando en el caso la acción u omisión cuestionada sólo puede referirse a agravios concretos, y no a los miembros de un «colectivo» de manera indeterminada, «in re» «Frías Molina, Nélida c. INPS», sentencia del 12 de setiembre de 1996, La Ley, 1997-A, 67, con nota de BARRA, Rodolfo Carlos, «Los Derechos de incidencia colectiva en una primera interpretación de la Corte Suprema de Justicia», ED, 169-433.
(24)Sobre el concepto de función ver BARRA, Rodolfo C., «Principios de derecho administrativo», p. 141, Ed. Abaco, Buenos Aires, 1980.
(25)MARIENHOFF, Miguel S., «Tratado de derecho administrativo», t. I, p. 571, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990.
(26)Entre «personas» en sí mismas consideradas, y no como integrantes, y en cuanto que integran, un órgano colegiado, agregaríamos nosotros.
(27)Muy probablemente nuestra Corte, al momento de fallar en «Rodríguez» no conocía el caso «Raines», todavía no publicado oficialmente a esa fecha. De lo contrario, lo habría citado.
(28)Aún así «Coleman» recibió una votación dividida, con cuatro votos en favor de la falta de legitimación, entre ellos, nada menos que el del Justice Frankfurter. La cita de «Coleman» tiene importancia para el caso «Rodríguez» ya que fue utilizada por la Diputada -y jurista- Elisa Carrió en la audiencia que nuestra Corte convocó a las partes, quizás el primer «oral argument» de su historia. Pero es evidente que «Coleman», como para «Raines», es ajeno a lo discutido en «Rodríguez».
(29)De hecho la «Line Item Veto Act» está siendo impugnada ante la Corte, como consecuencia del veto presidencial a disposiciones legales otorgando beneficios impositivos a hospitales de la Ciudad de Nueva York y a productores agropecuarios. También aquí un juez inferior declaró la inconstitucionalidad de la ley, llegando los casos directamente a la Corte Suprema. En el caso también se discutirá la cuestión de la legitimación, aunque los actores (la Ciudad de Nueva York, en uno, y los productores agropecuarios en el otro) se encuentra en mejor posición que en «Raines» al respecto. «The New York Times», febrero 28 de 1998.

Publicado en:LA LEY 1998­B, 1362.

SUMARIO: I. Introducción. – II. «Porcelli», «Peralta» y la Constitución reformada. – III. La revisión judicial. – IV. El caso «Rodríguez» y la legitimación para accionar. – V. Conclusión.

I. Introducción
Desde los comienzos de nuestra organización constitucional el Poder Ejecutivo recurrió a la práctica del dictado de normas de contenido materialmente legislativo y cuya sanción correspondía al Congreso, de acuerdo con la distribución de competencias establecida en la Constitución Nacional, fundamentalmente en su anterior art. 67 y actual 75(1).
Estas normas fueron dictadas bajo la forma de decreto, que con el tiempo adoptaron la denominación, común en la doctrina y en el derecho comparado(2), de «decretos de necesidad y urgencia», haciendo referencia a las circunstancias, generalmente extraordinarias o excepcionales, que justificaban su dictado.
Precisamente fueron tales circunstancias de naturaleza especial las que provocaron, al compás de la crisis vivida en la Argentina en los últimos cincuenta años y que llegó a su expresión más explosiva en el final de la década pasada(3), una gran frecuencia en el recurso a este medio de excepción y por consiguiente una mayor necesidad de definir el instituto desde el punto de vista doctrinario y, especialmente, jurisprudencial.
Así en los últimos diez años se produjeron los primeros pronunciamientos de la Corte Suprema conteniendo un desarrollo doctrinal del tema. En 1994 la reforma constitucional introdujo el instituto en el art. 99 inc. 3º de la Constitución y, muy rápidamente dicha regulación constitucional obtuvo su primera interpretación (siquiera parcial, ajustada al caso planteado) por parte de la Corte Suprema.
Se trató, aquel último, del caso en el cual se impugnó la validez de un decreto de necesidad y urgencia (DNU) que reguló la privatización por concesión de un número importante de aeropuertos nacionales. La decisión de la Corte generó una fuerte polémica, fundamentalmente de contenido político y no jurídico, por la clara decisión de ciertos sectores partidistas de involucrar a la Corte -quizá para condicionar sus decisiones- en debates que deberían transcurrir por otros carriles.
Pero antes de analizar aquel interesantísimo fallo, veamos rápidamente si la reforma constitucional de 1994 incorporó modificaciones de importancia al planteo exclusivamente jurisprudencial relativo a los DNU.
II. «Porcelli», «Peralta» y la Constitución reformada
II.a. La jurisprudencia anterior a la reforma constitucional
En el año 1985 el Presidente Alfonsín dictó uno de los DNU más importantes, por su contenido y efectos, de los últimos tiempos: el dec. 1096/85 (Adla, XLV-B, 1151) por el cual se modificó nuestro signo monetario y su valor, a la vez que se alteraron genéricamente ciertas relaciones contractuales a través del mecanismo del denominado «desagio».
En la causa «Porcelli, Luis A. c. Banco de la Nación Argentina», del 20 de abril de 1989 (Fallos 312:555), la Corte, realizó dos afirmaciones de importancia: 1) el análisis de la constitucionalidad del DNU en cuestión, por la incompetencia del órgano emisor, carece de interés actual, ya que por el art. 35 de la ley 23.410 (Adla, XLVI-D, 4095) el Congreso le otorgó expresa ratificación; 2) la ratificación por el Congreso es incompatible con la afirmación de una deficiencia insalvable en razón del origen del DNU. Si bien la Corte fue muy parca en su aproximación al tema, de la lectura del fallo parece resultar que la ratificación legislativa sanea la posible incompetencia material en el dictado de la norma, cuestión que queda, entonces, fuera del alcance de la intervención de los tribunales. Es decir, la validez del DNU queda sometida a la autoridad del Congreso, sin que ello importe limitar el poder de revisión judicial en lo que hace al contenido del decreto, control al que puede quedar sujeto como ocurre con cualquier norma jurídica.
Poco tiempo después la Corte tuvo ocasión de explayarse un poco más sobre la cuestión. En «Peralta, Luis A. c. Estado nacional» (Fallos 313:1513) (La Ley, 1990-D, 131) el actor cuestionó la validez constitucional del DNU 36/90 (Adla, L-A, 58) -sancionado por el Presidente Menem- que provocó una profunda alteración en el régimen de retribución y pago de inversiones financieras, como medida de emergencia para atacar a la segunda ola de alta inflación que estaba padeciendo el país, como efecto todavía no neutralizado de la gran explosión hiperinflacionaria de mayo y junio de 1989.
En el Considerando 24) de la causa citada en último término, la mayoría de la Corte(4)afirmó: «Que, en tales condiciones (las de la causa «Porcelli», a la que la Corte hizo referencia en el Considerando anterior) puede reconocerse la validez constitucional de una norma como la contenida en el dec. 36/90 (el DNU cuestionado) dictada por el Poder Ejecutivo. Esto, bien entendido, condicionado por dos razones fundamentales: 1) que en definitiva el Congreso Nacional, en ejercicio de poderes constitucionales propios, no adopte decisiones diferentes en los puntos de política económica involucrados; y 2) porque -y esto es público y notorio- ha mediado una situación de grave riesgo social, frente a la cual existió la necesidad de medidas súbitas del tipo de las instrumentadas en aquel decreto, cuya eficacia no parece concebible por medios distintos a los arbitrados».
La Corte, como se ha visto, plantea tres requisitos para la validez constitucional del DNU (siempre en la exclusiva consideración de su origen, y no de su contenido): el primero es «la situación de grave riesgo social», que, a lo largo de extensamente fundado fallo, para el tribunal es una circunstancia capaz de poner en riesgo la unidad nacional, los mismos fines del Estado así definidos por el constituyente, o aún la supervivencia del Estado; el segundo es la adecuación del medio o procedimiento empleado (en lo formal y no sólo en su contenido) con relación a la eficaz respuesta a dicha situación: una medida súbita, sorpresiva, de gran rapidez en su decisión e instrumentación, a semejanza de lo ocurrido con la génesis del DNU 1096/85; el tercero se refiere a la participación del Congreso: estrictamente hablando la Corte no exigió la ratificación por parte del Poder Legislativo, sino sólo su tolerancia o aquiescencia. Que el Congreso «no adopte decisiones diferentes», exigió la Corte. Nótese que aun cuando en el Considerando 25) la opinión mayoritaria relata la existencia de decisiones legislativas posteriores al DNU 36/90 que importaban el reconocimiento de la existencia del decreto y la adopción de medidas coincidentes con el mismo (no su ratificación expresa), tal conducta del Legislativo fue considerada por la Corte sólo en cuanto significaron conocimiento y tolerancia respecto del decreto: «Esto implica -continúa la Corte en el Considerando 25), luego de reseñar aquellas medidas legislativas- que el Congreso Nacional ha tenido un conocimiento de modo y por un lapso suficientes de la situación planteada en autos, sin que haya mediado por su parte rechazo de lo dispuesto por el Poder Ejecutivo, ni repudio de conductas análogas por parte de aquél, que por el contrario ratifica».
Hasta aquí la doctrina de «Peralta» en la materia. Por supuesto que el fallo tiene una importancia enorme en lo que respecta a otras cuestiones diferentes, también discutidas en la causa: la admisión de la vía del amparo para cuestionar la constitucionalidad de leyes y decretos, luego receptada por el art. 43 de la Constitución Nacional, en la reforma de 1994(5), y la doctrina de la «emergencia» -en realidad, la parte central del fallo- aplicable tanto a las normas emanadas del Ejecutivo como del Congreso. Es decir, en el desarrollo de «Peralta» la doctrina de la «emergencia» no es un requisito para la validez de los DNU, sino para la validez de cualquier norma jurídica que, mediando un interés sustancial del Estado y siendo la norma de emergencia razonable y proporcionada a la situación que pretende enfrentar, avance sobre derechos patrimoniales, en las condiciones que el fallo establece, cuyo análisis y comentario son ajenos a este trabajo.
II.b. La cuestión en la Constitución de 1994
La reforma constitucional de 1994 siguió esta doctrina jurisprudencial, aunque con matices diferenciadores de gran importancia práctica.
El instituto de los DNU fue incorporado por el reformador constituyente dentro del art. 99 -atribuciones del Poder Ejecutivo- en su inc. 3º que, estrictamente, se refieren a las competencias colegislativas del Presidente: «Participa de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución -dice el primer párrafo de la norma- las promulga y hace publicar». De esta manera queda claro que la sanción de un DNU es, potencialmente, parte del proceso de formación de las leyes, con iniciativa en el Presidente, por cuanto, como veremos más adelante, es un medio con el que cuenta el Poder Ejecutivo para instar la sanción de una ley por parte del Congreso. Un medio de especial significación y fuerza ya que, frente al silencio del Congreso luego de sancionado de DNU, este es -continúa siendo- una norma jurídica, una disposición de «carácter legislativo», como lo califica la Constitución. Es decir, una ley en sentido material, de acuerdo con la habitual calificación doctrinaria(6).
El art. 99 inc. 3º realiza una afirmación tajante: «El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo». Pero inmediatamente después de esta terminante y severa prohibición, introduce la excepción y con ella regula el régimen de los DNU: «Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes … podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia…». Por tratarse de una excepción a la regla prohibitiva enunciada al principio, y por insertarse en el inc. 3º según lo comentado antes, queda claro que estos DNU son «disposiciones de carácter legislativo». Asimismo se excluyen de la excepción, por lo que quedan siempre alcanzadas por la prohibición general, las «… normas que regulen materia penal, tributaria(7), o el régimen de los partidos políticos…».
La norma constitucional establece dos requisitos sustanciales habilitantes para el dictado de un DNU: A) la razón de necesidad y urgencia, de naturaleza excepcional, en resolver una determinada situación política, social, económica o cualquier otra que precise de una respuesta legislativa y B) que aquella circunstancia de excepción imposibilite seguir «los trámites ordinarios» previstos para la sanción de las leyes, esto es el régimen, de naturaleza procesal, establecido en el Capítulo V de la Parte Segunda, Título Primero, Sección Primera, de la Constitución Nacional, «De la formación y sanción de las leyes».
A. Necesidad y urgencia excepcionales: En «Peralta», como ya vimos, la Corte exigía como requisito fundamental para la procedencia del DNU, la existencia de «una situación de grave riesgo social», que incluso es capaz de poner en peligro la propia unidad nacional. Para el constituyente de 1994, en cambio, basta con una situación de excepción, es decir no ordinaria o conforme al curso regular de los acontecimientos de la vida social. Hay, en el lenguaje de la Constitución, un menor dramatismo, que comporta naturalmente una menor dosis de exigencia a la hora de valorar la validez del DNU. Tal circunstancia excepcional puede ser de cualquier naturaleza y tener cualquier tipo de efectos sobre la situación colectiva, o aún particularizada de un grupo de personas o también, de una sola persona, ya que cuando «Peralta» exige la generalidad de los efectos de la medida de emergencia, esto lo hace para admitir la validez de la «emergencia» en cuanto tal -del instituto de la emergencia como limitante de ciertos contenidos de derechos patrimoniales- y no del DNU que puede tener un contenido «ordinario», es decir, puede afrontar una situación excepcional, urgente, con normas que no avancen sobre los alcances de los derechos constitucionales de los particulares. Recuérdese que la situación excepcional justifica el origen -por el órgano- de la sanción de la norma, y no su contenido. Puede haber leyes de «emergencia» -en la terminología de «Peralta», como también DNU de la misma naturaleza. Pero pueden sancionarse DNU, justificado en los términos de art. 99.3 de la Constitución Nacional, sin contenido de emergencia.
La situación de excepción debe precisar de una necesidad de ser resuelta con urgencia. Ya no se trata de una solución brindada a través una medida «súbita», como en «Peralta», que ronda el secreto, como el «Porcelli», sino simplemente de la rapidez en la adopción de la solución del caso.
B) Imposibilidad de seguir el trámite legislativo ordinario: El criterio del constituyente es sencillo y amplio: si nos encontramos ante un caso excepcional que requiere ser enfrentado con urgencia y, por cualquier razón -ya que el constituyente no distinguió- es imposible aguardar a la finalización del procedimiento constitucional para la formación y sanción de las leyes, el DNU queda habilitado. La imposibilidad es producto de la misma razón de urgencia, ya que puede ocurrir, siempre según las circunstancia del caso concreto, que la medida precisada, de aguardarse su sanción por el Poder Legislativo, sea tardía o inconveniente, o insuficiente para responder rápidamente a la necesidad. Por este motivo, en la economía del art. 99.3, el Poder Ejecutivo ha visto ampliadas sus atribuciones de colegislador, ya que puede instar la acción del Congreso (suponiendo que ésta se encuentre retrasada) a través del DNU, en tanto y cuanto éste requerirá de la aprobación legislativa expresa, aunque, como veremos, sin carácter suspensivo de los efectos del DNU en cuestión. Esta interpretación quedará confirmada cuando analicemos los requisitos procesales relativos a la validez del DNU.
Debemos detenernos en este punto a los efectos de comprender la verdadera naturaleza jurídica del DNU, conforme lo regula nuestra Constitución Nacional. Es decir, no en abstracto, sino en nuestro sistema concreto y en razón de sus efectos prácticos.
Hasta la reforma de 1994, el DNU quedaba reservado (sin perjuicio de abusos que pudieron haber ocurrido a lo largo de nuestra historia constitucional) a los casos en que era necesario enfrentar una «situación de grave riesgo social» con «medidas súbitas» -siempre según «Peralta»- ante las cuales el trámite parlamentario se presentaba como absolutamente inconveniente, ya sea por su demora natural, por su posible publicidad, por la complicación generada en los intereses inmediatos de partidos -naturales de la democracia, pero no admisibles frente al riegos de disolución social al que también hizo referencia «Peralta»- reflejados en la demora del debate en Comisión, o la presentación de proyectos alternativos llamados «tapón», ya que tienden sólo a obstaculizar la marcha del proyecto principal, o la negativa de dar quórum, etcétera.
Con la reforma la regulación se modificó con matices de gran importancia. Ante el mismo clima parlamentario (ya ocurrido o de previsible ocurrencia) el Poder Ejecutivo se ve obligado (necesidad) a enfrentar una urgencia social que tiene características excepcionales -no ordinarias- y para ello -y sólo en tales casos- bajo pena de «nulidad absoluta e insanable», la Constitución le permite dictar la norma y, al hacerlo, obligar al Congreso a tomar una decisión al respecto, positiva o negativa. De lo contrario, la consecuencia de una posible continuación de la inactividad del Congreso será la vigencia de la norma sancionada por el DNU. Hasta 1994, en cambio y según lo sugerido por la Corte, el DNU venía a paliar la crisis social y el Congreso quedaba con una situación de mayor pasividad. Aun cuando tanto «Porcelli» como «Peralta» hacen referencia al papel del Congreso y lo meritúan a los efectos del análisis de la validez del DNU -conocimiento de la medida, reflejado a la toma de posteriores decisiones legislativas que la suponen, falta de rechazo expreso o por la adopción de alguna ley contradictoria- no se encontraba regulada, como sí lo hace la Constitución de 1994, la obligación de un pronunciamiento expreso, hasta con plazos brevísimos para ello.
Por eso sostenemos que en el nuevo art. 99.3, el DNU no es sólo un recurso desesperado, para enfrentar una crisis social hasta amenazante de la misma unidad nacional. No sólo la Constitución no impone estos requisitos, sino que en realidad, coloca al instituto del DNU como parte del proceso de formación de las leyes, dentro de las competencias del Presidente como colegislador. Así, en realidad, y siempre que se trate de una situación de urgencia no ordinaria, el DNU es tratado por la Constitución más desde la perspectiva del Congreso que desde la óptica del Presidente. Este tiene, sin duda, la atribución, pero esa atribución es para forzar al Congreso a decidir -que no la tiene por otro camino en nuestro régimen constitucional- con la consecuencia, frente al silencio del legislador, de la plena vigencia del DNU con los efectos propios de una ley.
En el nuevo régimen constitucional, en consecuencia el Poder Ejecutivo tiene mayor libertad que antes para recurrir al remedio del DNU(8). Con ello fuerza la acción del Congreso, pero también queda sometido a ésta con una rigurosidad que ni «Porcelli» ni «Peralta» habían considerado.
Lo expuesto será mejor advertido al considerar los requisitos procesales del instituto, impuestos por el art. 99 inc. 3º de la Constitución.
A. Acuerdo general de ministros: El DNU debe ser decidido en «acuerdo general de ministros», los que deberán refrendarlos juntamente con el jefe de gabinete. Este «acuerdo general de ministros»(9)no se encuentra regulado por la Constitución, en lo que respecta a sus formalidades, aunque lo podría hacer una futura ley de ministerios. Mientras tanto, la existencia del «acuerdo» se expresa y formaliza con el refrendo conjunto, del DNU, por todos los ministros, incluyendo al jefe de gabinete, tal como lo exige la norma comentada, con los efectos generadores de responsabilidad solidaria que establece el art. 102 de la Constitución. Sin el requisito del refrendo colectivo, el DNU carece de eficacia, estando viciado de nulidad absoluta(10).
B. Sometimiento al Congreso: Si bien el DNU es vigente desde su sanción y publicación en el Boletín Oficial de la Nación, su validez queda condicionada al requisito de su presentación dentro de los diez días -debe interpretarse que son contados desde la sanción y no desde la publicación- al Congreso, para su examen por la Comisión Bicameral Permanente que la Constitución, en el mismo 99.3, crea al efecto. La presentación la debe efectuar el jefe de gabinete personalmente, siendo estos requisitos -la presentación en sí misma, su modalidad y el órgano encargado de hacerlo- esenciales para la validez del DNU. Naturalmente que cuando la Constitución exige que personalmente el jefe de gabinete presente el DNU al Congreso, no está exigiendo el acto físico, sin perjuicio que la presencia personal del jefe de gabinete pueda ser requerida por la Comisión Bicameral o por cualquiera de las Cámaras legislativas, para brindar explicaciones acerca de la medida tomada (art. 100 inc. 11). Se trata simplemente de que el «mensaje» de elevación debe ser firmado por el jefe de gabinete y enviado (es una interpretación lógica, aunque la ley que regule la materia podría establecer lo contrario) al Presidente de la Cámara con iniciativa para tratar el tema, o a la que el Ejecutivo quiera brindarle tal iniciativa en los casos en que la Constitución no identifique a la Cámara de origen. También la ley podría establecer la obligación de la remisión directa a la Comisión Bicameral, lo que es conforme con el tratamiento de urgencia que la Constitución le impone a la cuestión. La omisión del envío en término produce la nulidad absoluta y retroactiva del DNU, de pleno derecho, ya que la intervención legislativa en la tramitación del DNU, en las condiciones fijadas por la Constitución, es un requisito procesal esencial, que no puede ser salvado por una presentación tardía. La Constitución exige la rápida intervención del Congreso y esta es sólo posible si el Ejecutivo, a través del jefe de gabinete, cumple estrictamente con esta actuación en el plazo debido. En este caso se alterarán también las relaciones jurídicas que hubieran nacido al amparo del DNU durante estos primeros diez días, lo que es lógico ya que esta nulidad absoluta es distinta que la disconformidad del Congreso (que luego examinaremos) pues afecta a la condición de validez del DNU.
C. Comisión Bicameral Permanente: debe tener una composición que respete la » proporción de las representaciones políticas de cada Cámara», como lo establece el art. 99.3. Este órgano del Congreso es el mismo que debe analizar los decretos de promulgación parcial de las leyes, según el 99.13, que reitera, a la vez la obligación del jefe de gabinete de someter los DNU a la Consideración de la Comisión Bicameral. La Comisión es un órgano consultivo del Congreso, que debe dictaminar (despacho, entendiéndose que puede haber despacho por mayoría y otros por minoría) asesorando a los plenarios de cada Cámara acerca de la cuestión, dictamen que no es vinculante para éstas. La Comisión se debe expedir expresamente -para «su expreso tratamiento» dice la Constitución, aunque relativo a la decisión de las Cámaras- dentro del plazo de diez días.
En caso de incumplimiento, la Constitución no prevé sanción alguna. Se trata de un plazo indicativo, como todos los formulados al Legislativo, que el Constituyente estableció para indicar la extrema urgencia del tratamiento del DNU. Pero no hay sanción, ya que no resultaría posible, en la economía de la Constitución, establecerla para los legisladores. Mientras tanto el DNU continúa vigente ya que, al exigir la Constitución el «expreso tratamiento», ha eliminado toda posibilidad de decisión tácita acerca de la conformidad o disconformidad con el DNU. Incluso hacer aguardar la vigencia del DNU a la conformidad expresa de la Comisión Bicameral, o del Congreso, sería una interpretación contradictoria con el carácter de urgente de la medida, la que justifica, precisamente, su dictado. De todas maneras, nada impide que superado el plazo de diez días, cualquiera de las Cámaras (según las reglas de la Cámara de origen, que en la práctica sólo importan para la materia del «reclutamiento de tropas», ya que la tributaria está prohibida en lo que hace a su regulación por DNU) se avoque al tratamiento del tema, aún mediando silencio de la Comisión Bicameral, ya que se habría agotado el plazo imperativo que para su intervención obligada establece la Constitución. No es que la Comisión Bicameral pierda su competencia, en el supuesto que no exista avocación de cualquiera de las Cámaras, pierde su competencia exclusiva, lo que habilita la intervención directa -decisión discrecional- de aquéllas. En cambio, no podría esto ocurrir durante este plazo de diez días, ya que la Constitución impone aquí la actuación de la Comisión Bicameral, encontrándose esta constituida(11). Nótese que, existiendo urgencia en la consideración legislativa del DNU, si el Congreso así lo desea, el despacho de la Comisión y la decisión de los plenos de las Cámaras pueden ocurrir en el mismo día. La Comisión debe elevar su despacho, dentro del plazo antes señalado, «al plenario de cada Cámara …el que de inmediato considerarán las Cámaras». En la interpretación textual constitucional parecería que existe una intervención simultánea de ambas Cámaras, pero esto no puede ocurrir, ya que necesariamente debe existir una Cámara de origen y otra revisora, a los efectos del procedimiento del art. 81 en caso de mediar disconformidad entre la decisión de ambas Cámaras. La solución sería la misma, incluso, si se admitiera la tesis que afirma que la aprobación o rechazo del DNU puede hacerse por resolución, ya que la disconformidad pueda también aquí existir, lo que obligaría a aplicar, por analogía, el procedimiento del citado art. 81. En consecuencia, la Comisión Bicameral debe enviar el despacho a una Cámara, que actuará como Cámara de origen, lo que decidirá por mayoría o bien, de admitirse que el jefe de gabinete debe enviar el DNU al Presidente de una de las Cámaras, se encontrará obligada por esta decisión tomada en el seno del Poder Ejecutivo que no es repugnante con su atribución constitucional ordinaria relativa a los mensajes sobre proyectos de ley.
D. El tratamiento en plenario: La decisión sobre la aprobación o rechazo del DNU la debe tomar el Congreso por el pleno de ambas Cámaras. Esta es una decisión expresa, tal como lo señala el mismo art. 99.3 y resulta de la exigencia del art. 82 de la Constitución: «la voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta». De manera que no podría sostenerse que, por ejemplo en un determinado plazo fijado por la ley reglamentaria y frente al silencio del Congreso, el decreto quedase rechazado u aprobado. Una norma de este tipo sería claramente inconstitucional. El Congreso no tiene ningún plazo para expedirse, ni siquiera el indicativo que el constituyente utilizó para otros institutos, ni sanción alguna para el caso de silencio. Mientras tanto, el DNU continúa vigente.
E. La aprobación o rechazo: Debe distinguirse la aprobación o rechazo del DNU a los efectos del régimen del art. 99.3, de la norma derogatoria -incluso por contradicción- o modificatoria posterior. La aprobación no modifica en nada a la vigencia del DNU, que siempre es a partir de su sanción y publicación, aunque tiene -frente al mero silencio del Congreso- dos efectos prácticos de importancia: fortifica la seguridad jurídica, completando el proceso querido por el constituyente, es decir la manifestación expresa del legislador y, concordantemente, impide un rechazo posterior. Así el DNU podría ser sólo derogado o modificado por otra norma de jerarquía legal, u otro DNU si se dieran las condiciones que habilitan a su dictado. Nunca podría ser derogado o modificado por un decreto ordinario. Pero, debo recordar nuevamente, aunque nunca sea aprobado expresamente por el Congreso, el DNU rige con la plenitud de sus efectos. El rechazo plantea cuestiones más delicadas. No puede el Congreso sancionar un rechazo si ya aprobó el DNU, en este caso el rechazo sería inconstitucional ¿Puede rechazar sí, aunque no aprobó expresamente el DNU, sancionó leyes que lo suponen, es decir, que parten del presupuesto de su vigencia? Ya mencionamos que la aprobación, como el rechazo, debe ser expresa, por un acto -ya veremos de qué naturaleza- dirigido específicamente a tal finalidad. El rechazo posterior a una ley o a leyes que suponen la vigencia del DNU es válido y, según los casos, podría significar la derogación institucional de tales leyes, siempre que el rechazo tenga forma de ley. El rechazo puede tener diferentes contenidos, con efectos también distintos: a) por defectos formales sustanciales (falta de refrendo, falta de envío, envío tardío): en este caso el decreto padece nulidad absoluta cayendo retroactivamente sus efectos, sin perjuicio de las relaciones jurídicas de buena fe nacidas a su amparo; b) disconformidad con la valoración de la razón de necesidad y urgencia: también acarrea la nulidad absoluta del DNU con los mismos alcances; c) disconformidad con el contenido del DNU con conformidad o sin manifestación acerca de la razón de necesidad y urgencia: este caso es similar a los efectos de una ley derogatoria posterior -mediando o no aprobación- con efectos a partir de la vigencia de la nueva ley. También puede ocurrir que el DNU contenga, total o parcialmente, regulaciones relativas a las materias excluidas del instituto por el art. 99.3. Estas normas estarán siempre afectadas por una nulidad absoluta e insanable de pleno derecho, por lo que, en este caso, ni siquiera podrían estar protegidas las relaciones jurídicas de buena fe. Debe ser distinguida la ley derogatoria del rechazo. Este debe ser expreso y específico, con los efectos ya vistos. Si la ley del Congreso no rechaza, sino simplemente deroga, estamos simplemente frente al caso ordinario de una ley posterior derogatoria de otra anterior, pero no es el rechazo a los efectos del art. 99.3. ¿Cuál debe ser la forma de la aprobación o rechazo? Según el dictamen de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado ya citado, éste debe ser hecho por resolución de cada una de las Cámaras. Cabe disentir con tal criterio, ya que es inconveniente a los efectos prácticos y de seguridad jurídica. La aprobación o rechazo del DNU debe ser por ley. Es una ley ordinaria, con su tramitación y régimen de relación entre la Cámara de origen y la Cámara revisora, sanción y promulgación. Puede ser vetada total o parcialmente por el Poder Ejecutivo -como toda ley- con el régimen de insistencia del art. 83 de la Constitución Nacional. Este criterio puede ser contradicho de interpretarse de una manera textual rigurosa la redacción del art. 99.3 que, como ya vimos, parece habilitar el tratamiento simultáneo del DNU por cada Cámara. Sin embargo esta interpretación es antifuncional, ya que no resuelve el problema de la disconformidad entre las decisiones de las Cámaras -una aprueba y otra rechaza- al no existir el régimen de Cámara de origen y Cámara revisora. De esta manera la acción del Congreso quedaría paralizada -y el decreto siempre vigente, salvo una posterior ley derogatoria- lo que contradice la clara intención del Constituyente, que fue la de forzar al Congreso a expedirse. Una salida que el legislador podría dar a la cuestión es admitir el régimen de las resoluciones, incluso simultáneas, si éstas son conformes. En caso contrario, el tratamiento de la aprobación o rechazo debería tener el trámite ordinario legislativo, con Cámara de origen en el Senado (tradicionalmente considerada de mayor representatividad institucional) salvo la única excepción ya mencionada más arriba.
III. La revisión judicial
En el ya citado caso «Rodríguez» (La Ley, 1997-F, 884) la Corte realizó dos afirmaciones terminantes que aclaran este difícil aspecto del instituto. En el Considerando 23, el tribunal señaló: «… esa norma (se refiere al DNU) como integrante del ordenamiento jurídico, es susceptible de eventuales cuestionamientos constitucionales -antes, durante o después de su tratamiento legislativo y cualquiera fuese la suerte que corriese en ese trámite- siempre que ante un «caso» concreto …conforme las exigencias del art. 116 de la Constitución Nacional, se considere en pugna con los derechos y garantías consagrados en la Ley Fundamental». Es decir, el DNU puede ser cuestionado constitucionalmente por su contenido, y por el agraviado, siempre, aún antes de ser enviado al Congreso, o durante el trámite legislativo para su aprobación o rechazo, e incluso después de su eventual aprobación por el Poder Legislativo. Es que se trata de una norma jurídica, y como tal, puede ser confrontada con la Constitución -o con normas de mayor jerarquía, en el caso los tratados no incorporados a la Constitución mencionados al inicio del art. 75 inc. 22 o las normas del derecho de la integración, dictadas en consecuencia del derecho originario o tratados respectivos- a los efectos de desafiar su validez, respetando los restantes extremos que habilitan la revisión judicial de constitucionalidad. En este sentido, continuó la Corte: «Al respecto, resulta incuestionable la facultad de los tribunales de revisar los actos de los otros poderes -nacionales o locales- limitada a los casos en que se requiere ineludiblemente su ejercicio para la decisión de los juicios regularmente seguidos ante ellos. Porque entonces esa facultad se reduce «simplemente a un elemento integrante del poder de sustanciar y decidir un juicio en que el tribunal debe conocer», en uso de las atribuciones que la Constitución le otorga (261 U.S. 525, 544; sentencia del juez Sutherland, in re Adkins v. Children’s Hospital). Es decir, una reafirmación lisa y llana del principio tradicional del control difuso de la constitucionalidad de las normas jurídicas.
A la vez, en el Considerando 14) la Corte analizó el cumplimiento, por parte del DNU 842/97 (Adla, LVII-D, 4339) de los requisitos formales exigidos por la Constitución, encontrándolos satisfechos (Considerando 15). Esto parece indicar que el cumplimiento de tales requisitos formales es también susceptible de revisión judicial, lo mismo que con respecto a la no incursión del Poder Ejecutivo, a través del DNU, «en las materias taxativamente vedadas».
Pero en el mismo Considerando 15) la Corte realizó una importante aclaración: «De este modo (ya revisados los requisitos formales) atendiendo al texto constitucional plasmado por la reforma del año 1994, la norma referida sólo puede considerarse sometida al pertinente contralor del Poder Legislativo de la Nación, a quien corresponde pronunciarse acerca de la concurrencia de los extremos -de valoración política- que habilitan el ejercicio de la facultad excepcional del Poder Ejecutivo, así como de la oportunidad, mérito y conveniencia de su contenido».
De esta manera no sólo la oportunidad, mérito y conveniencia de lo decidido por el DNU escapan del control judicial (como ocurre con cualquier ley o decreto, salvo los casos extremos de irrazonabilidad manifiesta, para la doctrina que acepta este criterio) sino también la condición de la habilitación del ejercicio de la atribución presidencial -la excepcional razón de necesidad y urgencia- que es, según la Constitución, una cuestión de valoración política(12).
La solución dada por la Corte se ajusta al texto constitucional y al sentido común. Regulado el instituto por la Constitución de la manera en que ya lo hemos analizado, éste genera (además de su introducción en el ordenamiento jurídico) una relación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, que es de naturaleza institucional(13)y por definición, no justiciable. Que exista necesidad y urgencia en enfrentar normativamente una situación de la vida comunitaria, y que ésta, por razones excepcionales no pueda cumplirse a través de los procedimientos ordinarios, es una cuestión estrictamente política, sometida al debate democrático que el Congreso, de acuerdo con el 99.3, necesariamente debe realizar. No puede el Congreso ser sustituido, en este cometido, por el Poder Judicial. No puede la definición de la condición habilitante para el dictado del DNU quedar sometida (en nuestro régimen de control difuso de constitucionalidad) a sentencias quizás contradictorias, vinculadas con los casos concretos traídos a conocimiento de distintos jueces que deberán merituar diferentes datos circunstanciales. La aceptación o rechazo de la existencia de la necesidad y urgencia es una atribución privativa del Congreso. Así lo es claramente luego de la reforma de 1994, e incluso antes, si consideramos analógicamente lo afirmado en «Peralta» con respecto a la «emergencia». Esta también podía ser revisada judicialmente en su contenido y alcances, pero no en lo que hace a la declaración misma, que es siempre una atribución legislativa. El art. 99.3 de la Constitución Nacional instituyó un mecanismo equilibrado en el régimen del DNU. Le otorgó importantes atribuciones al Poder Ejecutivo, pero lo sometió totalmente a la decisión del Congreso. Este «totalmente» es también «exclusivamente» (en el punto analizado, no en cuanto al contenido, forma y materias del DNU) ya que de lo contrario podría la aprobación ser tachada judicialmente de inconstitucional por la inexistencia de la necesidad y urgencia. Si esto es así, también seria válida la alternativa contraria, cuando a un interesado concreto lo beneficiase la vigencia del DNU. Su rechazo por el Congreso, fundado en la inexistencia de la razón habilitante, podría ser cuestionado judicialmente, y concluir el juez de la causa en que la razón de necesidad y urgencia y la situación excepcional que impide aguardar la ordinaria tramitación legislativa, realmente existieron, invalidando el rechazo. El sistema sería a todas luces irracional. Por lo menos, se encuentra alejado del texto y sentido de la norma constitucional que, insisto, en el punto sólo quiso establecer un sistema de vinculación entre el Ejecutivo y el Legislativo, aumentando las atribuciones colegisladoras del primero y las atribuciones de control y de última decisión del segundo, y, sobre todo, forzando la decisión de este último.
IV. El caso «Rodríguez» y la legitimación para accionar
Esta última cuestión no se vincula para nada con el régimen de los DNU. En el punto -la legitimación para accionar- la Corte trató un tema ya reiterado en su jurisprudencia centenaria, y lo resolvió, con los matices del caso, de la misma manera como lo había hecho en sus constantes y coherentes precedentes. Tampoco se vincula, obviamente, con el tema de los DNU, la vía elegida por la Corte para entrar en el conocimiento del caso. También aquí el tribunal fue coherente con una reiterada, aunque excepcional, jurisprudencia de la última década. Sin embargo dedicaremos unas reflexiones a estas cuestiones estrictamente procesales porque los comentarios del caso -muchos superficiales o apresurados, algunos politizados- se han detenido sorprendentemente en estas materias tan trilladas, que no podían recibir -en el caso «Rodríguez»- otra solución y que hubieran debido conducir, por el contrario, a la más severa descalificación de las sentencias de las instancias inferiores por contradecir abiertamente la jurisprudencia inalterada de la Corte, con argumentos que, como veremos, superan a lo tolerable dentro de las opciones razonables de la interpretación jurídica.
El desarrollo del caso puede sintetizarse como sigue. El Gobierno nacional decidió otorgar en concesión la operación, mantenimiento y ampliación de un número determinante de aeropuertos nacionales e internacionales. Interpretando que tal decisión encontraba la declaración legislativa preexistente, entendió que no era indispensable suficiente apoyo en legislación calificando a la actividad como «sujeta a privatización» exigida por los arts. 8º y 9º de la ley 23.696 (Adla, XLIX-C, 2444); de Reforma del Estado. En realidad, se trató de un cambio de política ya que desde hacia más de un año atrás el Senado había dado sanción a un proyecto de ley en el mismo sentido, que se encontraba bloqueado en la Cámara de Diputados. Frente a un estado verdaderamente crítico del sistema aeroportuario, por la falta casi total de inversiones desde el año 1978, incapaz de satisfacer las exigencias de una explosiva creciente demanda, con graves problemas de seguridad y sin posibilidades de financiación estatal -por la política presupuestaria en definitiva decidida por el mismo Congreso- el inmediato y previsible colapso del sistema -en un área tan delicada- obligada a decidir remedios expeditivos.
Como ya se dijo, considerando que la posibilidad de otorgar la concesión contaba con suficiente apoyo legal, al margen de lo regulado en la ley 23.696, los decs. (simples) 375 del 24/4/97 y 500 del 2/6/97 (Adla, LVII-B, 1433; LVII-C, 2998), regularon la totalidad del procedimiento de concesión. Contra estos decretos, un grupo de legisladores -a los que luego adhirió el Defensor del Pueblo- plantearon una acción de amparo que tuvo acogida en las instancias judiciales ordinarias, con lo cual el proceso de privatización por concesión quedaba nuevamente paralizado. Sin consentir la sentencia de Cámara y alegando una situación excepcional de parálisis de la acción gubernamental e imposibilidad de enfrentar la cuestión de necesidad y urgencia por las vías legislativas ordinarias -que continuaban paralizadas- el Poder Ejecutivo sancionó el DNU 842/97, ratificando los anteriores y dando así cumplimiento a la exigencia de la ley declarativa de la necesidad de la privatización, que había decidido la Justicia. Para la sanción del DNU 842 se cumplieron todas las formalidades establecidas en el art. 99.3 de la Constitución, fue enviado al Congreso en tiempo y forma y hasta recibió la aprobación de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado (citada en nota 11). Contra este decreto, y mientras se desarrollaba el trámite parlamentario para su consideración, accionaron nuevamente los mismos legisladores, obteniendo de un Juzgado de primera instancia una medida cautelar suspendiendo los efectos del DNU en cuestión. Nuevamente con el procedimiento licitatorio interrumpido, el Poder Ejecutivo, a través del Jefe de Gabinete planteó una apelación directa ante la Corte Suprema de Justicia que, como ya vimos, fue admitida. La Corte resolvió dejar sin efecto la medida apelada por haber «sido dictada con ausencia de jurisdicción» (Considerando 23) con los fundamentos que luego analizaremos en detalle.
IV. a. La vía de acceso
La Corte admitió su intervención directa en el caso «Rodríguez» siguiendo una lógica jurisprudencial que ya había sido anunciada por los Ministros Nazareno y Moliné O’Connor (actuales Presidente y Vicepresidente del tribunal, respectivamente) en la causa «Dromi»(14), el famoso caso vinculado con la privatización de la empresa Aerolíneas Argentinas. En «Dromi» en realidad se había planteado lo que se conoce en nuestro medio como recurso «per saltum», ya que busca instar la intervención de la Corte Suprema frente a una decisión recurrible de un juez de primera instancia, saltando la intervención de la Cámara de Apelación.
Esta vía encuentra su antecedente en la práctica de la Corte Suprema norteamericana -el llamado «certiorari before judgement»- en una jurisprudencia inaugurada en 1897, años más tarde reconocida legislativamente y que lleva a la fecha más de 100 casos de aplicación concreta(15).
En nuestro medio fue planteada por primera vez, en una posición minoritaria por el Ministro Petracchi, en la causa «Margarita Belén»(16), donde en un conflicto de competencia entre dos Cámaras de Apelaciones se introdujo la posibilidad de que la Corte, frente a las circunstancias del caso, directamente resolviese la cuestión de fondo. En aquella oportunidad, 1 de setiembre de 1988, Petracchi sostuvo: «La existencia de aspectos de gravedad institucional puede justificar la intervención de la Corte superando los ápices procesales frustratorios del control constitucional confiado a ella. Se trata de condiciones pertinentes para la eficiencia del control de constitucionalidad y de la casación federal que la Corte debe cumplir, cuya consideración ha guiado tradicionalmente la interpretación de las normas que gobiernan la jurisdicción del tribunal». «Si las cuestiones sometidas al juicio de la Corte superan los intereses de los partícipes de la causa, de modo que conmueven a la comunidad entera en sus valores más sustanciales y profundos, es inadmisible la demora en la tutela del derecho comprometido cuya naturaleza requiere consideración inmediata: en el caso se investigan hechos relacionados con un presunto enfrentamiento entre elementos subversivos y fuerzas armadas y de seguridad de resultas del cual fueron muertos varios detenidos». «Corresponde, sin más, expedir pronunciamiento respecto de los puntos substanciales contenidos en el proceso llegado a la Corte en virtud de la contienda negativa de competencia trabada entre dos cámaras federales, si ello no importa la extensión de la competencia de la Corte a supuestos no previstos por las leyes reglamentarias de aquélla, sino solamente de la oportunidad en que ha de ejercitarse la jurisdicción inequívocamente acordada… (para evitar que el) aparente respeto a las formas procedimentales, termine produciendo la impotencia del propio órgano jurisdiccional al que aquéllas deben servir».
Pero fue en «Dromi» (6/9/1990) (La Ley, 1990-E, 97) donde la Corte, por el voto de cuatro de sus miembros(17), desarrolló la doctrina y su justificación histórica: la creación de las cámaras de apelación como instancia intermedia entre la justicia de primera instancia y la Corte, tuvo como finalidad facilitar la tarea de este tribunal, que sólo puede conocer en los casos en que la decisión recurrida no pueda ser revisada por tal instancia intermedia. Pero dicho mecanismo de resguardo para el buen funcionamiento de la Corte no puede significar un impedimento para la actuación del tribunal, en casos excepcionales y de suficiente gravedad, siempre en la órbita federal, donde la intervención expedita y definitiva de la Corte sea requerida para poner rápido término a la disputa. «Lo contrario -afirmó la Corte- importaría sostener que en las mismas normas tendientes a realzar la función jurisdiccional de la Corte, se halla la fuente que paraliza su intervención, precisamente en las causas en que podría ser requerida sin postergaciones y para asuntos que les son más propios» (Considerando 5). Por ello «… sólo en causas de la competencia federal, en las que con manifiesta evidencia sea demostrado por el recurrente que entrañan cuestiones de gravedad institucional -entendida ésta en el sentido más fuerte que le han reconocido los antecedentes del tribunal- y en las que, con igual grado de intensidad, sea acreditado que el recurso extraordinario constituye el único medio eficaz para la protección del derecho federal comprometido, autorizarán a prescindir del recaudo del tribunal superior, a los efectos de que esta Corte habilite la instancia promovida mediante aquel recurso para revisar lo decidido en la sentencia apelada» (Considerando 10). Así la Corte, en «Dromi», entendió directamente en una apelación de una sentencia de un juez de primera instancia que había paralizado el proceso de licitación para la privatización de la empresa Aerolíneas Argentinas(18).
Como ya fue dicho, en «Dromi» los Ministros Nazareno y Moliné O’Connor introdujeron un camino distinto para habilitar la intervención directa de la Corte que luego se convertiría en la jurisprudencia del tribunal. Dicho camino -que no excluye el denominado «per saltum» cuando corresponda y que se circunscribe sólo a cierto tipo de causas (como veremos)- se funda en lo dispuesto por el art. 24 inc. 7º del dec.-ley 1285/58 (Adla, LIII-C, 2543 -t.a.-), según el cual la Corte tiene a su cargo resolver los conflictos de competencia que se produzcan entre diferentes magistrados del país que no tengan un superior común, considerando que esa función encomendada al tribunal la obliga a decidir no sólo en un sentido positivo, es decir atribuyendo competencia a quien la tiene, sino también en un sentido negativo, o sea negando la competencia si la misma no existe. La Corte tiene a su cargo la obligación de preservar el correcto ejercicio de la función judicial y ello se extiende naturalmente a determinar cuando un tribunal es competente y cuando no lo es, aun cuando el conflicto se haya trabado con un órgano no judicial. De ello depende la independencia del Poder Judicial, pues tan amenazada se encuentra esta última cuando otro poder avanza sobre aquél, como cuando un órgano judicial ingresa en una zona que le es ajena.
En su voto en «Dromi» los jueces citados sostuvieron: «Que dado el carácter de esta última cuestión, no podía el juez abordar el objeto de la pretensión que le había sido sometida como un pedido de amparo, sin que ello implicara prescindir de un recaudo esencial para habilitar su intervención. Remitidas las actuaciones a este tribunal … el examen de estas circunstancias autoriza a pronunciarse al respecto, toda vez que se ha cuestionado los alcances y la existencia misma de las atribuciones exteriorizadas por el juez federal interviniente. Si bien la cuestión no aparece configurada como una contienda de las que, en condiciones normales incumbe a esta Corte decidir en ejercicio de las atribuciones que le confiere el art. 24 inc. 7º del dec.-ley 1285/58, lo cierto es que tal como ha sido planteada encierra en la realidad de los hechos un virtual conflicto fundado en el desconocimiento de la competencia de un magistrado. Con esta perspectiva, sin perjuicio de los efectos implicados en la solución a que se ha de arribar en definitiva, no resulta examinar si concurren los requisitos propios del recurso extraordinario, toda vez que esta no es la vía por la cual esta Corte asume su intervención en la causa. Por otra parte, de acontecer una cuestión institucionalmente grave (cuya existencia autorizaría al tribunal a superar excepcionalmente recaudos procesales -v. gr. Fallos: 246:237 (La Ley, 98-506)- incluso para el mencionado recurso, como lo señala el voto de la mayoría y que no existe en el presente caso) ella no residiría aquí en la naturaleza del asunto planteado, sino en la intervención de un magistrado del Poder Judicial de la Nación que, en abierto apartamiento de su competencia, ha alterado el equilibrio de funciones inherentes a la forma republicana de gobierno».
En este párrafo se encuentra el núcleo de la argumentación del voto concurrente, que luego como ya dije, se convertiría en la jurisprudencia reiterada del tribunal, en los casos excepcionales en los que le tocó aplicarla.
Como veremos, el tema en cuestión (tanto en «Rodríguez» como en «Dromi») era la falta de legitimación para accionar de los diputados actores, o más estrictamente, la inexistencia de una «contienda», «controversia», «causa» o «caso», en el sentido del art. 116 de la Constitución (que en el fondo es una cuestión de falta de legitimación, ya que sólo los legitimados pueden promover una causa, y sólo son legitimados si pueden plantear a un adversario derechos propios controvertidos por aquél) que conduce más que a la falta de competencia, a la falta de jurisdicción del juez ante el cual el falso caso se plantea. Pero en la especie, la inexistencia de causa deriva de la existencia de otra sede donde resolver la cuestión -en «Dromi» y en «Rodríguez» la sede era el mismo Congreso, del que los actores formaban parte, en los otros casos que luego mencionaremos, se presentaban distintas sedes- y por ello la cuestión es asimilable a un conflicto de competencia en los términos del art. 24.7 del dec.-ley 1285/58, donde la Corte debe resolver si existe la competencia judicial en sí misma, es decir, la jurisdicción judicial.
Así, en la causa «Antonio Erman González y otros» (Fallos: 313:1242) la minoría en disidencia en aquella ocasión (compuesta por los Ministros Fayt, Nazareno, Moliné O’Connor y Quintana Terán) intervino directamente invocando la misma norma y determinando el tribunal competente, aun cuando no se había planteado una cuestión o conflicto «judicial» de competencia.
Pero fue en el caso «Unión Obrera Metalúrgica c. Estado nacional(19)donde más claramente la Corte insistió con esta doctrina: «Que, en mérito a lo expuesto, aunque la cuestión de competencia no aparezca en términos formales y con todos los requisitos preciso es tenerla por configurada en el caso atento al explícito planteo del presentante -el cual más allá de su «nomen juris», importa denunciar la inexistencia de jurisdicción por parte del magistrado interviniente- y a razones de economía procesal que permiten prescindir de eventuales defectos de planteamiento de este tipo de cuestiones. …Ello es así por cuanto es deber de esta Corte, en su carácter de Tribunal Supremo, ejercer las atribuciones que le confiere el art. 24 inc. 7º del dec.-ley 1285/58, toda vez que advierta en las actuaciones que se ha sometido al Estado nacional a la decisión de un magistrado que resulta por ley carente de jurisdicción» (Considerando 8). «Que en tales condiciones cabe concluir que el magistrado interviniente carece de atribuciones para entender en la cuestión que le ha sido sometida. Su decisión al respecto, emitida con ausencia de jurisdicción, se encuentra afectada de invalidez, conforme lo tiene resuelto la Corte en casos análogos (cita precedentes)» (Considerando 10; en el caso había intervenido un juez laboral correspondiendo la actuación de un órgano administrativo).
En «Rodríguez» la Corte, conforme con esta jurisprudencia anterior, luego de fundamentar sustancialmente su fallo en la inexistencia de «causa» o «controversia» en el sentido constitucional de estos términos y la existencia de una suerte de conflicto de poderes, señaló: «Que en las circunstancias descriptas, no existe justificación para la requerida intervención del Poder Judicial en una cuestión seguida por los poderes políticos y pendiente de tratamiento por parte de uno de ellos, el Congreso de la Nación. De otro modo se estaría desconociendo los potestades de este último, órgano a quien, como depositario de la voluntad popular, la Constitución atribuye una excluyente intervención en el contralor de los decretos de necesidad y urgencia, delicada función política propia del legislador que no puede ser interferida en el modo de su ejercicio por el Poder Judicial sin grave afectación del principio de división de poderes» (Considerando 17). Es decir, el caso trata acerca de una típica relación institucional entre el Ejecutivo y el Legislativo, en donde los conflictos que pudieran surgir (en realidad en el caso todavía no ha surgido ninguno, incluso por la falta de exteriorización de la voluntad del Congreso) tienen su cauce de solución dentro de la misma relación institucional -p. ej., rechazo por el Congreso del DNU, veto de la ley de rechazo, insistencia del Congreso- sin que se advierta ninguna posible vía de intervención del Poder Judicial en la misma, a menos que aparezca un «caso», lo que ocurrirá cuando el contenido del DNU agravie un derecho constitucionalmente protegido, como lo señala la Corte en el segundo párrafo del mismo Considerando 17: «Con el mismo énfasis esta Corte afirma que ello no significa la más mínima disminución del control de constitucionalidad de los decretos de necesidad y urgencia, cuya amplitud y extensión, desde su génesis, se explícita en todos sus alcances, en el considerando 23» (que ya hemos transcripto antes). La pretensión de los legisladores, actores en el juicio, tiene otra sede para su solución, otro órgano competente, que no es el Poder Judicial sino el Congreso: «Que, precisamente, en el caso se pretende que esta Corte intervenga en una contienda suscitada entre el Poder Ejecutivo y algunos miembros de la Cámara de Diputados antes de que «el procedimiento político normal tenga la oportunidad de resolver el conflicto» (Goldwater et al vs. Carter, Presidente de los Estados Unidos, 444 US 996 y cita del considerando precedente), lo que resulta inadmisible ya que el Poder Judicial no debe involucrarse en controversias de esta índole, donde se lo pretende utilizar, al margen de las limitaciones previstas en el art. 116 de la Constitución Nacional como árbitro -prematuro- de una contienda que se desarrolla en el seno de otro poder» (Considerando 18). Recordemos que los actores eran diputados nacionales, y no particulares agraviados por la regulación efectuada en el DNU. Ellos sostuvieron en su demanda que la sanción del DNU les impedía ejercer su «derecho» (ya veremos que tal «derecho» no existe como tal) a legislar, cuando en realidad la Constitución no sólo le otorga las atribuciones, sino que «obliga» al Congreso a expedirse acerca de la validez del DNU. Distinta sería la situación de una demanda planteada por un agraviado personal, directo y concreto, como la Corte se encarga de remarcar al remitir al Considerando 23, que ya hemos transcripto más arriba. «Por el contrario -continúa la Corte en el Considerando 18- la cuestión propuesta, propia de la dinámica de la vida política, debe resolverse dentro del marco institucional que la Constitución fija: el Honorable Congreso Nacional. Decidir de otro modo implicaría interferir en el ejercicio de funciones del órgano que expresa, en su máximo grado, la representación popular en una de las materias más delicadas que le ha asignado la reforma constitucional de 1994. Se trata, en efecto, de una nueva atribución -correlacionada con la que se le atribuye al Presidente de la Nación- cuyo ejercicio exige un tratamiento parlamentario con relieves diferentes del que requieren la formación y sanción de las leyes, actuación que demanda el funcionamiento armónico de ambos órganos en esta nueva actividad colegislativa y si bien la novedad de la atribución que se incorpora al texto constitucional puede provocar dificultades en su tratamiento interno, y tal vez interrogantes sobre su incidencia respecto del procedimiento normal de la actividad legislativa, resulta evidente que la solución para superarlas en ningún caso puede consistir en anular -en sus efectos- el trámite propio del instituto incorporado en 1994». Más adelante afirmó: «Que la presente decisión no implica el ejercicio de una suerte de jurisdicción originaria por parte de la Corte -en expresa contravención al art. 116 de la Constitución Nacional- ni la admisión de un salto de instancia, sino que el tribunal cumple una actividad institucional en su carácter de guardián e intérprete final de la Ley Fundamental, en orden al adecuado respeto del principio de separación de los poderes del Estado consagrado en aquélla; y en orden a asegurar, como titular de uno de ellos, su coordinado accionar» (Considerando 21), para concluir que «… en tales condiciones, cabe concluir que la decisión controvertida ha sido dictada con ausencia de jurisdicción, por lo que se encuentra afectada de invalidez conforme lo tiene resuelto la Corte en casos análogos …» (siguen citas de fallos, Considerando 23).
Se trata de una absoluta falta de jurisdicción por ausencia de causa judicial, que la Corte resolvió ejerciendo sus atribuciones constitucionales como cabeza del Poder Judicial y conforme con sus propios precedentes, según lo reseñado por el Procurador General en su extensamente fundado dictamen al que la Corte remitió en el Considerando 5 del fallo comentado.
IV.B. Causa o controversia y separación de poderes
Este es en realidad en núcleo de la cuestión en el caso «Rodríguez». Recordemos que la «causa» fue iniciada por un grupo de diputados nacionales alegando, entre otras razones, que la sanción del DNU 842/97 menoscababa el derecho que los asistía de participar en la sanción de las leyes. Simplemente, les impedía legislar.
Ya vimos que -fuera de toda consideración formal- tal afirmación es exactamente contradictoria con el régimen del art. 99 inc. 3º de la Constitución Nacional, que precisamente ha ideado un sistema destinado a forzar la actividad legislativa del Congreso. El DNU es así, en dicho sistema constitucional, no sólo una medida de excepción para enfrentar una situación que necesita ser remediada o regulada de manera urgente, sino, siempre en tales circunstancias, una actividad colegislativa del Presidente que se integra con el cometido del legislador, quien, obligatoriamente, debe aprobar o rechazar el DNU, so pena de mantener éste la producción de sus efectos propios durante el tiempo de su vigencia. De manera que lejos de impedir la actividad legislativa, la sanción del DNU la provoca de una manera muchísimo más intensa que la mera promoción de un proyecto de ley por parte del Poder Ejecutivo.
La decisión de la Corte en «Rodríguez» es, sustancialmente, muy simple: la acción intentada fue improcedente por la ausencia de «caso judicial», lo que determina la ausencia, también de jurisdicción judicial para entender en ella, jurisdicción que queda limitada -es decir, que sólo se encuentra habilitada- mediando la existencia de una «causa» o «controversia» en los términos del art. 116 de la Constitución Nacional.
Como es sabido, para nuestra Constitución el Poder Judicial es parte del «Gobierno Federal» -la regulación del Poder Judicial se encuentra dentro de la Parte Segunda, «Autoridades de la Nación», Título Primero, «Gobierno federal», en su Sección Tercera, de la Constitución- y así es una de las ramas de tal Gobierno. Pero «Dentro del campo de sus competencias, cada uno de ellos (se refiere a los tres «poderes») cumple con la aludida función de gobernar a la Nación. Toca a esta Corte Suprema, en tal orden de separación de funciones, conducir la administración de justicia con arreglo a las leyes que la reglamentan, guiada, en todo trance, por el norte trazado en la Constitución, esto es: «afianzar la justicia» («Dromi», Considerando 15). El límite estricto de la competencia del Poder Judicial -jurisdicción- se encuentra en el concepto de causa, esto es la existencia de un litigio concreto, entre partes adversarias, donde la afirmación del derecho de uno contradiga la procedencia del derecho del otro y donde, tales derechos en juego, sean de una naturaleza personal, concreta, inmediata con relación a la pretensión ejercida en la demanda o en su contestación, sustancial y no meramente accesoria, actual y no simplemente eventual (conf., «Dromi», Considerando 12). Esta siempre ha sido la jurisprudencia reiterada del tribunal, que también en «Dromi» se encargó de reiterar. Así citó (Considerando 12) los precedentes «Baeza» -La Ley, 1984-D, 108-, «Constantino, Lorenzo», «Zaratiegui», entre los más recientes a la fecha de aquella sentencia. Luego de «Dromi», la Corte tuvo ocasión de insistir en el punto en «Polino, Héctor y otro c. Poder Ejecutivo Nacional» (sentencia del 7 de abril de 1994, Fallos 317:335 -La Ley, 1994-C, 294-)(20)en una acción de amparo deducida por un grupo de diputados nacionales con la finalidad que se declarara la nulidad del proceso legislativo que concluyó con el dictado de la ley 24.309 (Adla, LIV-A, 98) declarativa de la necesidad de la reforma constitucional. Allí la Corte señaló que el carácter invocado por los actores era «…de una generalidad tal que no permite, en el caso, tener por configurado el interés concreto, inmediato y sustancial que lleve a considerar la presente como una «causa», «caso» o «controversia», único supuesto en que la mentada función (se refiere a la judicial) puede ser ejercida» (Considerando 2). «Tales causas -continúa en el Considerando 4- son aquellas en las que se persigue en concreto la determinación de derechos debatidos entre partes adversas, cuya titularidad alegan quienes los demandan».
Es que la existencia de una «controversia» basada en el choque de derechos alegadamente amparados por el ordenamiento jurídico y llevada al conocimiento de los jueces, impide, en nuestro sistema constitucional, la actuación del Poder Judicial se confunda con las atribuciones propias de los otros dos «poderes». Es, en definitiva, uno de los pilares en los que se asienta la protección de la «división de poderes», vista desde la óptica de la delimitación de la «provincia» del Poder Judicial, para utilizar la habitual terminología norteamericana. Así lo señaló la Corte en «Polino» (Considerando 5) «Que debe subrayarse que la existencia de un interés particular del demandante en el derecho que alega, exigido por la doctrina constitucional federal para la existencia de caso en justicia, no aparece como un requisito tendiente a eludir cuestiones de repercusión pública. Al respecto, cabe observar que la atribución de declarar la invalidez constitucional de los actos de los otros poderes reconocida a los tribunales federales ha sido equilibrada poniendo como límite infranqueable la necesidad de un caso concreto -en el sentido antes definido- para que aquella sea puesta en juego. Por sus modalidades y consecuencias, el sistema de control constitucional en la esfera federal excluye, pues, el control genérico o abstracto, o la acción popular». Precisamente -dice la Corte en el mismo lugar- «La exclusión de tales modalidades impide que la actividad del tribunal se dilate hasta adquirir las características del poder legislativo, y dentro de la marcha del proceso constitucional, subordine la eficacia final de un pronunciamiento al consenso que encuentra en el pueblo». Por ello, «este requisito de la existencia de un caso» o «controversia judicial» … (debe ser) observado rigurosamente para la preservación del principio de la división de los poderes (con cita de la Corte estadounidense, en voto del «justice» Frankfurter»).
Por supuesto que nada agrega -por el contrario, quita a los efectos de considerar la existencia de «causa»- que el actor, tanto en «Polino» como en «Dromi», sea un legislador nacional. Precisamente en este último caso, recordado por Nazareno en «Polino», la Corte dijo: «Que de igual modo, no confiere legitimación al señor Fontela (actor en el caso) su invocada representación del pueblo con base en la calidad de diputado nacional que inviste. Esto es así, pues el ejercicio de la mencionada representación encuentra su quicio constitucional en el ámbito del Poder Legislativo, para cuya integración en una de sus cámaras fue electo, y en el terreno de las atribuciones dadas a ese Poder y a sus componentes por la Constitución Nacional y los reglamentos del Congreso». «Tampoco la mencionada calidad parlamentaria lo legitima para actuar «en resguardo de la división de poderes» ante un eventual conflicto entre normas dictadas por el Poder Ejecutivo y leyes sancionadas por el Congreso toda vez que, con prescindencia de que este último cuerpo posea o no aquel atributo procesal, es indudable que el demandante no lo representa en juicio» (Considerando 13).
Debe entenderse, definitivamente que en nuestro sistema constitucional no existe una vía judicial para resolver eventuales conflictos entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. En el juego de equilibrios establecido por la Constitución, las decisiones de ambos poderes, cuando chocan, tienen su remedio dentro de las competencias que la propia Constitución le ha otorgado a cada uno de ellos. El Congreso puede sancionar leyes que expresa o implícitamente extingan la vigencia de decretos del Poder Ejecutivo, incluso tratándose de reglamentos autónomos, por lo menos si admitimos una interpretación amplia del inc. 32 del art. 75 de la Constitución. El Presidente puede vetar las leyes del Congreso, total o parcialmente (en este último caso con limitaciones) y los legisladores pueden insistir en la ley vetada. Esto es en cuanto al proceso legislativo. Pero hay otras relaciones, como las vinculadas con el voto de censura y eventual remoción por el Congreso, del Ministro Jefe de Gabinete, el pedido de informes y la interpelación a cualquiera de los ministros, el denominado «juicio político», etc., todos de gran trascendencia político-institucional.
En ninguno de estos casos le corresponde intervenir al Poder Judicial -salvo en los supuestos extremos de violación manifiesta del derecho de defensa, en el «juicio político, donde claramente exista, entonces, un derecho personal y directo del agraviado(21)- quien sólo puede conocer en «causas» donde agraviados directos defiendan un derecho propio, aunque tal agravio nazca de una norma sancionada por cualquiera de las otras ramas del Gobierno y cuando, para hacer lugar a la pretensión, resulte preciso la declaración judicial de la invalidez de dicha norma. Fuera de estos supuestos, los «conflictos» de poderes son ajenos al Poder Judicial y se resuelve dentro de aquel sistema de relaciones establecido por la Constitución. Para ello, cada uno de los «poderes» -Ejecutivo y Legislativo- cuentan con su propio sistema de funcionamiento interno, dado por la Constitución, las leyes o sus propios reglamentos, con sus propias características, donde sobresalen las del Congreso, como cuerpo colegiado, deliberativo y sometido, dentro de las normas, a la voluntad de la mayoría, mayoría que muchas veces se logra a través de acuerdos y negociaciones propias del proceso democrático.
Precisamente esto es lo que ocurre con el régimen de los DNU. Como se ha visto, la Constitución diseñó al respecto un sistema de colaboración y control entre el Presidente y el Congreso, donde el Poder Judicial no tiene intervención. En realidad los jueces pueden intervenir fuera de esa relación -es decir, sin directa vinculación con ella- cuando el agraviado concreto por el contenido de la norma, inicie un «caso» donde la declaración de su invalidez sea directamente conducente para la protección o reconocimiento de su derecho. En definitiva, como ya fue dicho, se trata de un problema de separación de poderes, que busca evitar convertir al Poder judicial en una «superlegislatura», carente de legitimación democrática directa, interviniendo en cuestiones que tienen su propio cauce de desarrollo en el proceso democrático de debate de las ideas, de toma de decisiones ajenas a la aplicación de la norma jurídica para la resolución de contiendas entre adversarios que contraponen, en el caso, sus derechos contradictorios. Ni el Presidente ni el legislador pueden intervenir -por lo menos tomando decisiones con fuerza de cosa juzgada- en la resolución de estos últimos conflictos. Tampoco puede el juez intervenir en la resolución de los anteriores, según nuestro sistema constitucional. Es una cuestión de separación de poderes.
Se presenta así una íntima relación entre la inexistencia de «causa» -y por ende la inexistencia de jurisdicción judicial- y la falta de legitimación para accionar(22). En términos generales sólo puede demandar en juicio quien puede alegar estar sufriendo un daño, o en inminencia de sufrirlo, en un derecho propio, reconocido así por el ordenamiento, por una situación concreta y no meramente eventual o hipotética, agravio que proviene de la conducta activa u omisiva de otra u otras personas que, a la vez pueden alegar ante los tribunales la estricta postura contradictoria con relación a la sustentada por aquel eventual agraviado y siempre que del reconocimiento del derecho de uno derive una obligación para el otro. Como se ha visto es esta la interpretación tradicional y permanente que nuestra Corte Suprema de Justicia ha hecho del viejo art. 110 de la Constitución de 1853 -art. 116 de la Constitución de 1994- siguiendo los precedentes -confirmados hasta el presente, como veremos- de la Corte Suprema de los Estados Unidos con relación a la interpretación del Artículo III, Sección 2 de la Constitución «de Filadelfia» de 1787.
Sin legitimación no hay «causa», ya que no hay partes adversarias. Por ello no hay jurisdicción judicial, so pena de invadir el Poder Judicial ámbitos no autorizados por el citado art. 116. También es posible la formulación inversa: si la cuestión suscitada debe resolverse, por imperio normativo o por su propia naturaleza, en un ámbito distinto del judicial -por ejemplo, la disputa entre dos órganos de la Administración centralizada- y por lo tanto no existe la habilitación para «demandar en juicio», no hay legitimación para accionar, ya que la legitimación es un concepto estrictamente procesal (aunque la falta de legitimación puede encontrar su razón en lo establecido por la ley sustantiva) valorable exclusivamente a los efectos de la generación de un «caso judicial» y por tanto determinante a los efectos de la jurisdicción judicial que regula el art. 116. Causa y legitimación son, entonces, dos conceptos jurídicos complementarios.
En el caso «Rodríguez», la Corte fue muy clara al respecto. Ya en el Considerando 8 advirtió que le corresponde al tribunal «… como parte de su deber de señalar los límites precisos en que han de ejercerse aquellas potestades (las propias de «órgano supremo de la organización judicial e intérprete final de la Constitución) -con abstracción del modo y la forma en que el punto le fuera propuesto- establecer si la materia de que se trata está dentro de su poder jurisdiccional, que no puede ser ampliado por voluntad de las partes, por más que éstas lleven ante los jueces una controversia cuya decisión no les incumbe y éstos la acojan y se pronuncien sobre ella a través de una sentencia…» (cursiva agregada). «… Por tal motivo, en las causas que -como en el sub lite- se impugnan actos cumplidos por otros poderes en el ámbito de las facultades que les son privativas, la función jurisdiccional no alcanza al modo de ejercicio de tales atribuciones, en cuanto de otra manera se haría manifiesta la invasión del ámbito de las facultades propias de las otras autoridades de la Nación» (Considerando 10, con cita de Fallos: 254:45 -La Ley, 110-2-), cuestión que supone el cumplimiento de una actividad de interpretación constitucional para determinar si la acción de otro «poder» del Estado «puede ser sometido a revisión judicial» (Considerando 11 y también 16). Por ello en el caso «… no existe justificación para la requerida intervención del Poder Judicial en una cuestión seguida por los poderes políticos y pendiente de tratamiento por parte de uno de ellos, el Congreso de la Nación. De otro modo se estarían desconociendo las potestades de éste último, órgano a quien, como depositario de la voluntad popular, la Constitución atribuye una excluyente intervención en el contralor de los decretos de necesidad y urgencia, delicada función política propia del legislador que no puede ser interferida en el modo de su ejercicio por el Poder judicial sin grave afectación del principio de división de poderes» (Considerando 17, ya transcripto más arriba). Esta idea se reitera en el Considerando 18, para afirmar luego, insistiendo en que le corresponde a la Corte garantizar el «adecuado respeto del principio de separación de los poderes del Estado… y … asegurar, como titular de uno de ellos, su coordinado accionar» (Considerando 21). Es el principio de separación de poderes el que impone «el necesario autorrespeto por parte de los tribunales de los límites constitucionales y legales de su jurisdicción» (Considerando 22), salvo que el cuestionamiento de la acción de otro «poder» aparezca en «un ‘caso’ concreto» (Considerando 23, ya citado) y aquí «la revisión judicial no es ni será abdicada por el Poder Judicial» cuando la tacha de inconstitucionalidad («de decretos de la naturaleza del impugnado en el sub lite») «sea introducida por parte de quien demuestre la presencia de un perjuicio directo, real y concreto -actual o en ciernes- (donde) la cuestión será indudablemente justiciable y este poder (el judicial) será -por mandato constitucional- competente para resolver el caso planteado en los términos de la ley 27» (Considerando 24). Es decir, causa y legitimación, dos conceptos que van indisolublemente unidos(23).
Aquí se destaca el gravísimo error cometido, en el caso, por las instancias de grado. Precisamente, en las primeras de las impugnaciones que un grupo de diputados planteó contra los decretos (simples u ordinarios) vinculados con la privatización de los aeropuertos, la sala 2da. de la Cámara Federal en lo Contenciosoadministrativo, al resolver sobre una medida precautoria concedida en la instancia inferior, encontró la posibilidad de «la afectación del derecho subjetivo de los legisladores de cooperar en la formación de la voluntad pública de sancionar la norma», mencionando «el derecho de los autores (diputados) a ejercer su función participando en la formación de la voluntad del órgano -Poder legislastivo…» («Nieva, Alejandro y otros c. Poder Ejecutivo Nacional -decreto 357/97 s/amparo», sentencia del 10 de julio de 1997) lo que reiteró al resolver la cuestión de fondo. Esto es repetido por la jueza Córdoba, ahora en la impugnación del DNU 842/97 en su decisión del 24 de setiembre de 1997.
Este es un error «terminal», ya que -sin perjuicio de que el DNU excita la actuación del Congreso, lejos de impedirla- no existe «derecho subjetivo» en el ejercicio de la función del Poder, o en su caso, de la competencia del órgano. El derecho, al respecto, sólo se manifiesta en supuestos de agravios personales: por ejemplo, no reconocer el «título» del legislador, ya sea en general o para una sesión concreta, impedirle su voto, o su acceso al recinto de la Cámara, pero no con relación al orden normal del proceso legislativo, al juego de mayorías y minorías, a las reglas del quórum y su ausencia, al veto presidencial de una ley -por ejemplo- y la falta de insistencia por parte del Congreso o de una de sus ramas, a la decisión de la Cámara de no tratar un determinado proyecto de ley, o de tratarlo, o, precisamente, a la acción del Congreso frente a la sanción de un DNU.
La función(24)del órgano constitucional -y, en el caso del Poder Legislativo, el órgano es colegiado, mientras cada legislador forma parte del proceso de toma de decisiones del órgano, o del ejercicio de su función- no es un derecho, es una potestad, que se ejerce a través de un procedimiento y sobre ciertas materias determinadas por las reglas constitucionales de competencia. «¿Cuál es la naturaleza jurídica de la competencia? -se pregunta el maestro Marienhoff(25). «La competencia -sostiene- no constituye un derecho subjetivo (con cita en Forsthoff, García Trevijano Fos y Stassinopoulos). Constituye una obligación del órgano. ‘La competencia -cita a Forsthoff- es un concepto de la esfera institucional, en la cual los derechos subjetivos son desconocidos, porque estos sólo se dan entre personas(26). Las instituciones en cuanto tales no pueden ser titulares de derechos subjetivos… La competencia concede a la autoridad dotada de ella el derecho (y, naturalmente, también el deber) de hacer uso de las facultades implicadas en la competencia. Pero la autoridad no tiene un derecho a la competencia».
No existe tal derecho subjetivo, sino el ejercicio de una función que, en el caso de los legisladores, se inserta en y se confunde con la función misma del órgano constitucional colegiado. De lo contrario, cada tratamiento de un proyecto de ley generaría agravios en los supuestos derechos de los legisladores descontentos. Este no es nuestro sistema constitucional.
IV.C. La jurisprudencia norteamericana
La decisión recaída en la causa «Rodríguez» tampoco es novedosa -en cuanto a la doctrina relativa a la existencia de la «causa» judicial- si la comparamos con los precedentes del máximo tribunal de los Estados Unidos.
Precisamente el 26 de junio de 1997 la Corte Suprema de aquel país resolvió un caso -«Raines, Franklin v. Byrd, Robert» 117 S. Ct.2312- de extraordinaria similitud con «Rodríguez». Es interesante destacar cómo los dos tribunales, ante supuestos jurídicos y fácticos semejantes, utilizaron una misma línea argumental, llegando a idéntica conclusión(27).
En «Raines» un grupo de legisladores impugnaron judicialmente -con éxito en las instancias inferiores- la constitucionalidad de la denominada «Line Item Veto Act» que le otorga al presidente la autoridad de cancelar -estrictamente, vetar- parcialmente las leyes que concedan ciertas autorizaciones de gastos y beneficios fiscales. Naturalmente, luego de ese veto parcial, el Congreso puede insistir en las medidas objetadas por el Ejecutivo. Es de destacar que la propia ley otorga la legitimación a cualquier miembro del Congreso, o a cualquier agraviado particular, para impugnarla judicialmente ante la Corte de Distrito de Columbia.
Los actores sostuvieron la inconstitucionalidad de la ley alegando que ella expandía los poderes presidenciales. En especial argumentaron que la ley los agraviaba a ellos directa y concretamente en «sus competencias oficiales» por tres razones: a) por alterar los efectos legales y prácticos de todos los votos que ellos pudieran emitir en proyectos de ley que contuvieran tales items susceptibles de veto, b) los disminuye en su rol constitucional en el proceso legislativo y c) altera el balance constitucional de poderes entre las ramas Legislativas y Ejecutivas.
La Corte rechazó la demanda, con voto de su Presidente Rehnquist, acompañado por O’Connor, Scalia, Kennedy, Thomas y los votos concurrentes de Souter y Ginsburg, con las disidencias de Stevens y Breyer.
El razonamiento de Chief Justice Rehnquist parte de la noción de «caso» o «controversia» contenido en el Artículo III, Sección 2 de la Constitución, al que lo llama un requerimiento fundamental (de lecho de piedra, «a bedrock requirement») citando la doctrina de fallos anteriores: «Ningún principio es más fundamental para el propio rol de la Justicia en nuestro sistema de gobierno que la limitación de la jurisdicción de los tribunales federales a verdaderos casos o controversias». Y agregó: «Un elemento del requisito del caso-o-controversia es que los actores, basados en su queja (pretensión) deben establecer que ellos se encuentran legitimados para demandar (standing to sue) … (para lo cual) a) el actor debe alegar un daño personal razonablemente vinculable con la alegada conducta ilegal del demandado y que sea probable de ser solucionado a través de la medida solicitada». El actor debe tener un «interés personal» en la disputa y el daño serle «particularizado». También que el agravio alegado «pueda ser legal y judicialmente conocible», lo que exige que la disputa sea «tradicionalmente considerada como capaz de ser resuelta a través del proceso judicial». El fallo destaca que la exigencia de estos requisitos -en la vinculación «caso-o-controversia» con legitimación- ha sido tradicional en la jurisprudencia de la Corte Suprema que «desde los principios de su historia… ha constantemente declinado de ejercer cualquier otro poder que aquellos que eran estrictamente judiciales en su naturaleza» y esos requisitos «han sido especialmente vigorosos cuando entrar a conocer sobre los méritos de la disputa nos hubiese forzado a decidir si una acción tomada por otra de las ramas del Gobierno Federal era inconstitucional». Tal exigencia, basada en el art. III, sec. 2, «es construida sobre la única básica idea -la idea de la separación de poderes.-«.
En la nota 3 ya la Corte avanza la afirmación de que el Congreso no puede derogar el requisito de la legitimación del art. III, sec. 2, otorgándole tal legitimación a quien, de otra forma no la tendría. «Nosotros reconocemos, por lo tanto, que la decisión del Congreso de otorgar legitimación -como ocurre en el caso- elimina cualquier limitación prudencial de la legitimación y significantemente abre el riesgo de conflictos no queridos con el Poder Legislativo…».
Naturalmente hay casos en que el legislador goza de legitimación, siempre bajo aquella previsión constitucional. Así la Corte cita los precedentes «Powell», donde sostuvo que un miembro del Congreso tiene legitimación para desafiar judicialmente su exclusión de la Cámara de Diputados («House of Representatives») y su consiguiente pérdida de salario, y «Coleman», en donde se dijo que los legisladores tenían «un estricto, directo y adecuado interés en mantener la efectividad de sus votos», en un caso donde, tratándose una enmienda a la Constitución y estando la votación empatada, el Gobernador del Estado, ejerciendo la presidencia del Senado local, emitió el voto de desempate en favor de la enmienda. Allí la Corte sostuvo que si tal procedimiento fuese inválido, de acuerdo con el ordenamiento local -para lo cual reenvió la causa a la instancia inferior- los legisladores demandantes tenían legitimación ya que, en tal supuesto, «sus votos negativos a la ratificación de la enmienda habían sido privados (inconstitucionalmente) de validez»(28). La Corte americana destacó la diferencia de «Raines» con «Powell»: «Primero, los actores no han sido puestos en un especial desfavorable tratamiento en oposición a los otros Miembros de sus respectivos cuerpos. Ellos sostienen que la ley les causa un tipo de agravio institucional (la disminución de su poder de legislar), el cual necesariamente daña a todos los Miembros del Congreso y a ambas Cámaras del Congreso igualmente… Segundo, los actores no alegan que ellos han sido despojados de algo sobre lo cual ellos personalmente tienen derecho…. Por el contrario, el fundamento de su legitimación que alegan, está basado en la pérdida de poder político, no en la pérdida de un derecho particular, el cual convertiría al agravio en más concreto. A diferencia de …Powell, el agravio pretendido (aquí) no (se refiere) a alguna capacidad privada, sino exclusivamente porque ellos son Miembros del Congreso». Lo mismo ocurre con «Coleman». En «Raines» los legisladores no pretenden que sus votos fueron desconsiderados en su valor. En la votación de la ley «sus votos tuvieron pleno efecto. Ellos simplemente perdieron la votación… En el futuro (cualquiera de las Cámaras) pueden aprobar o rechazar leyes presupuestarias…. Además (el Congreso) puede rechazar la ley o exceptuar de ella a alguna determinada partida». Es decir, la cuestión se soluciona en el proceso normal y ordinario del debate y toma de decisión legislativa, en el democrático juego de mayorías y minorías.
«En suma -dice la Corte- los actores no han alegado un agravio contra ellos como individuos (contra Powell) el agravio institucional que ellos alegan es absolutamente abstracto y disperso (contra Coleman) … Nosotros también notamos que nuestra conclusión no impide a los Miembros del Congreso de un adecuado remedio (en el seno del Congreso) ni tampoco lo hace con respecto a una impugnación constitucional (por cualquiera que sufra un agravio judicialmente cognoscible por aplicación de la ley)…»(29). Por ello la Corte concluyó en que los actores, como miembros del Congreso «no tienen un suficiente interés personal en esta disputa y no han alegado un suficiente agravio concreto, como es necesario para adquirir la legitimación establecida en el art. III (de la Constitución). La sentencia de la Corte de Distrito es revocada, y el caso es devuelto con instrucción de rechazar la demanda por falta de jurisdicción».
Como se ve, la línea argumental en «Raines» y en «Rodríguez», dos casos prácticamente contemporáneos, es la misma, lo que es lógico, porque son similares las circunstancias fácticas e idénticas la norma y el sistema constitucional aplicables.
V. Conclusión
La regulación de los DNU por la Constitución de 1994 es, todavía, muy novedosa. Falta el paso del tiempo, con sus ingredientes de aplicación práctica, análisis doctrinarios e interpretación judicial. Pero ya es posible adelantar algunas consideraciones al respecto -que es lo que hemos hecho- y sobre todo, aprovechar este primer pronunciamiento judicial que adelanta consideraciones de gran importancia.
El caso «Rodríguez» levantó gran polvareda política. Pero los juristas no debemos confundir los campos. En una democracia es legítimo que los políticos enfrenten un fallo judicial desde la perspectiva de la crítica partidaria. Los juristas, cualquiera sea nuestra opción política, debemos ceñirnos a las circunstancias del caso y a la ley aplicable, incluso iluminada por la jurisprudencia tradicionalmente establecida en la materia.
Aun así corresponde reconocer que no todos los políticos que se han opuesto al dictado del DNU 842 -y por ello, al fallo de la Corte- han tenido, sobre este último, una actitud parcial. Cabe destacar, en este sentido, la postura de los diputados Federico Storani y Carlos Alvarez que, al dirigirse al Presidente de la Nación exigiendo la inclusión del tratamiento del DNU 842/97 en el período de sesiones extraordinarias del Congreso, han tomado como base del reclamo, precisamente, el fallo de la Corte, con términos de alabanza y de conformidad con el mismo, manifestación que nos permitimos transcribir a modo de conclusión: «… Reafirmamos nuestra discrepancia con los argumentos esgrimidos por el Jefe de Gabinete de Ministros en cuanto a que una pretendida lentitud en el trámite parlamentario obligó al Poder Ejecutivo a dictar los decretos Nº 375, 500 y luego el 842/97 para poder llevar adelante la privatización de los aeropuertos. A pesar que la cuestión llevada a la instancia judicial ya fue resuelta por la Corte Suprema en su calidad de intérprete final de la ley, resulta indudable que el conflicto subsiste, y para solucionarlo optamos por una salida institucional.
Lo expuesto encuentra su fundamento en lo resuelto el día 17 de diciembre de 1997 por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en los autos «Rodríguez, Jorge -Jefe de Gabinete de Ministros de la Nación- s/plantea cuestión de competencia», donde afirmó que la Constitución Nacional «prevé un específico ámbito de contralor en sede parlamentaria para los decretos de necesidad y urgencia» y que «lo cierto es que el órgano de contralor -a quien corresponde ratificar o desaprobar decretos- es el Congreso de la Nación, a quien le compete arbitrar los medios para emitir su decisión, conforme la Constitución Nacional y del modo que entienda adecuado a las circunstancias en que se expida al respecto» (considerando 13); y que «atendiendo al texto constitucional plasmado por la reforma del año 1994, la norma referida (el decreto 842/97) sólo puede considerarse sometida al pertinente contralor del Poder Legislativo de la Nación, a quien corresponde pronunciarse acerca de la concurrencia de los extremos -de valoración política-, que habilitan el ejercicio de la facultad excepcional del Poder Ejecutivo, así como de la oportunidad, mérito y conveniencia de su contenido» (considerando 15).
Así como el Máximo Tribunal de Justicia de la Nación dejó en claro que corresponde al Parlamento la facultad de expedirse respecto del decreto que dispone el concesionamiento de estaciones aeroportuarias, entendemos que el estricto respeto del juego armónico de las instituciones en el sistema republicano vigente en nuestro país, exige que el Congreso Nacional se expida sobre la validez del decreto 842/97. Para ello resulta indispensable que el Honorable Congreso lo incluya en el temario a considerar en las sesiones extraordinarias ya convocadas, por cuanto el mismo no puede dejar de ejercer el mandato constitucional de controlar los decretos de necesidad y urgencia, a pesar de no encontrarse constituida aún la Comisión Bicameral prevista en el artículo 99, inciso 3º de la Constitución Nacional».

Notas:
(1)Ver al respecto el excelente análisis histórico y doctrinal, como también de derecho comparado, efectuado por LUGONES, Narciso J. GARAY, Alberto F. DUGO, Sergio O. CORCUERA, Santiago H. en «Leyes de Emergencia. Decretos de Necesidad y Urgencia», Ed. LA LEY S.A. Buenos Aires, 1992.
(2)Ver entre otros: COMADIRA, Julio R., «Los decretos de necesidad y urgencia en la reforma constitucional», LA LEY, 1995-B, 825; SAGüES, Néstor Pedro, «Decretos de necesidad y urgencia: estado actual del problema», LA LEY, 1992-B, 917; GARCIA PELAYO, Manuel, «Derecho Constitucional Comparado», p. 163, Madrid, 1964. Estrictamente hablando, la Constitución Española (art. 86) los denomina «disposiciones legislativas provisionales» «que tomarán la forma de Decretos-leyes». Para la Constitución Italiana (art. 77) son «disposiciones («provvedimenti») provisionales con fuerza de ley», denominándolos la doctrina «decretos-leyes», CRISAFULLI, Vezio y PALADIN, Livio, «Commentario breve alla Costituzione», p. 476, Cedan, Padova, 1990. En el caso italiano, la provisionalidad es clara, ya que el decreto-ley pierde eficacia si no es aprobado por el Parlamento dentro de los sesenta días de su publicación. En cambio, la Constitución Española nada dice al respecto, aunque exige, como en nuestro caso, el pronunciamiento expreso del Congreso.
(3)En lo económico, ya que desde el punto de vista político, institucional y de derechos humanos, el punto más crítico debe situarse entre los años 1976 y 1983, es decir, el período correspondiente a la última dictadura militar sufrida por nuestro país. En lo económico, hacia mayo de 1989 la inflación había alcanzado la astronómica tasa del 3000 % anual. Había desaparecido la moneda y con ella la seguridad jurídica y la estabilidad contractual, comenzando a percibirse signos inequívocos de grave quiebra del «contrato social» con sus consecuencias institucionales previsibles.
(4)Mayoría integrada por los doctores Levene (h.), Cavagna Martínez, Fayt, Barra, Nazareno y Moliné O’Connor.
(5)Los constituyentes de 1994 siguieron, total o parcialmente, la doctrina de la Corte Suprema a partir de su composición ampliada en 1990, en varias cuestiones trascendentes: la del amparo, la esencial relativa a la jerarquía de los tratados internacionales (art. 75 inc. 22 y 24) la de los decretos delegados, y la de los decretos de necesidad y urgencia.
(6)CASSAGNE, Juan C., «Derecho Administrativo», t. II, p. 66, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1987 y MARIENHOFF, Miguel S., «Tratado de derecho administrativo», t. I, p. 76 y sigte. Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990, entre otros).
(7)Aquí también el constituyente siguió a la Corte Suprema de Justicia, que ya había adelantado el principio de «reserva de ley» como inexcusable regla constitucional para generación de obligaciones tributarias en «EVES Argentina S.A.» -Fallos: 316:2329, sentencia del 14 de octubre de 1993, La Ley, 1993-E, 427- declarando la inconstitucionalidad del art. 7º del dec. 499/74, reglamentario de la ley 20.631 (Adla, XXXIV-C, 2189; XXXIV-A, 99); que avanzó en la determinación de sujetos al impuesto al valor agregado. En «Video Club Dreams c. Instituto Nacional de Cinematografía» -Fallos: 318:1161, sentencia del 6 de junio de 1995, La Ley, 1993-E, 167- la Corte afrontó la situación de dos DNU (ns. 2736/91 y 949/92 -Adla, LII-A, 354; LII-C, 2977-) que, como nota destacable, habían sido tomados en consideración por el Congreso al sancionar, luego, la ley de presupuesto 24.191 (Adla, LIII-A, 16), correspondiente al ejercicio del año 1993. Sin embargo la Corte recordó lo sugerido ya en «Peralta» acerca de la «obligada participación del Poder Legislativo en la imposición de contribuciones», y también en la causa «EVES» antes mencionada. Es de notar que en «Video Club» -sobre un caso anterior a la reforma constitucional, aunque fallado con posterioridad- la Corte, si bien reconociendo que el «mérito» acerca de la decisión de dictar un DNU le corresponde en último término al Congreso, no dejó de destacar que, en ese caso, no se presentaban la circunstancias excepcionales que habían justificado la solución dada en «Peralta». Por ello la Corte confirmó la declaración de inconstitucionalidad de los citados DNU. Esta doctrina fue reiterada por la Corte en «La Bellaca c. Estado nacional»DGI», causa L.62. XXXI, del 27 de diciembre de 1996, La Ley, 1997-C, 125; «Nobleza Piccardo S.A. c. D.G.I., causa N.82 XXVIII; «Kupchik, Luisa c. Banco Central de la República Argentina», causa K.3. XXXII y «Cic Trading c. Fisco Nacional», causa C. 221. XXX, todas del 17 de marzo de 1998. En estas dos últimas la Corte declaró la inconstitucionalidad del decreto 560/89, generador de una obligación tributaria, a pesar de su posterior ratificación expresa por la ley 23.757 (Adla, XLIX-C, 2573; XLIX-D, 3733), en la medida que el tributo fue percibido con anterioridad a la ley -en «Cic Trading c. Estado nacional», causa C. 1177. XXVIII, de igual fecha, en cambio, se rechazó la inconstitucionalidad del tributo percibido con posterioridad a la ley- señalando que «… la ratificación legislativa … carece de incidencia respecto de dicha conclusión (ya que) resulta improcedente cualquier interpretación que conduzca a asignar efectos convalidantes, con carácter retroactivo, a la ratificación legislativa o a la reiteración del texto del decreto en una ley posterior…».
(8)La reforma de 1994 limitó las atribuciones presidenciales en varios aspectos. Así al crear la figura del Ministro Jefe de Gabinete y su relativo sometimiento al Congreso (ver BARRA, Rodolfo C., «El Jefe de Gabinete en la Constitución Argentina, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1995); en el proceso de designación de los jueces inferiores del Poder Judicial; al independizar de la órbita del Poder Ejecutivo (en realidad, de la órbita de los tres poderes) al Ministerio Público, o, por vía indirecta, al reforzar ciertos institutos de control, que quedan en jurisdicción del Congreso, como la Auditoría General de la Nación y el Defensor del Pueblo. Pero en lo que respecta al DNU, la atribución presidencial quedó fortificada, por mayor amplitud en la habilitación de su sanción y esta virtualidad de forzar la acción del Congreso al que se ha hecho referencia en el texto.
(9)Sin perjuicio de que la ley de ministros que se dicte conforme con la nueva Constitución, regule la cuestión de diferente manera, debemos considerar, mientras tanto, que el «acuerdo general de ministros» es el mismo instituto que el «acuerdo de gabinete» al que se refieren los incs. 4º y 6º del art. 100 (atribuciones del jefe de gabinete) que se celebra en las «reuniones de gabinete» mencionadas por el inc. 5º de la misma norma constitucional, si bien, para la sanción de un DNU no puede admitirse la ausencia del Presidente que allí se prevé, ya que por definición el DNU sólo puede emanar del Poder Ejecutivo.
(10)No puede ser saneado, por ejemplo, con la firma posterior (en otro acto) del ministro ausente y no reemplazado regularmente. La ausencia de un refrendo obliga, en su caso, al dictado de un nuevo DNU, con el refrendo colectivo, que regirá a partir de esta nueva fecha.
(11)Un problema diferente es el que ocurre actualmente, dado que la Comisión Bicameral Permanente no se encuentra constituida, ya que el Congreso no sancionó la ley -que requiere la mayoría absoluta de los miembros de cada Cámara- exigida por el 99.3. Esta cuestión fue planteada en la causa «Nieva, Alejandro y otros c. Poder Ejecutivo Nacional -decreto 842/97» y resuelta por la Corte Suprema de Justicia el 17 de diciembre de 1997 en el recurso directo planteado en tales actuaciones que la Corte caratuló «Rodríguez, Jorge -jefe de gabinete de ministros de la Nación s/plantea cuestión de competencia». El argumento, entre otros, sostenido por los actores en «Nieva» -un grupo de legisladores que impugnaron la validez del DNU 842/97- fue precisamente la inconstitucionalidad del decreto por la imposibilidad de cumplir a su respecto con el trámite exigido por la Constitución, atento a la falta de sanción de la ley reglamentaria del instituto y la inexistencia de la Comisión Bicameral Permanente, lo que les imposibilitaba ejercer sus atribuciones de control sobre el decreto. Los legisladores accionantes sostuvieron que la sanción del DNU en cuestión les impedía legislar y por ello demandaban su nulidad por la vía de la declaración de inconstitucionalidad. El planteo fue rechazado en el dictamen del Procurador General Nicolás Becerra, en los siguientes términos: «Desde mi punto de vista, dicha afirmación se encuentra totalmente alejada de la realidad, puesto que, así como lo sostiene el presentante de autos (El jefe de gabinete Rodríguez en su apelación directa) a los actores nunca les estuvo impedido ejercer su función como legisladores. Por el contrario, disponen de un doble curso de acción para llevarla a cabo: uno, consistente en agotar los trámites parlamentarios necesarios para convertir en ley el proyecto sobre privatización de aeropuertos aprobado por el Senado de la Nación que actualmente se encuentra a consideración de la Cámara de Diputados que, precisamente, integran los accionantes (se refiere a un proyecto legislativo sobre la misma materia que se encontraba bloqueado desde hacía un año y medio en Diputados); y otro, sancionar una ley contraria a la ratificación del dec. 842/97, aun cuando no se haya creado la Comisión Bicameral prevista por el art. 99 de la Constitución Nacional». El argumento es de estricta lógica, pues la creación de la Comisión Bicameral es de resorte exclusivo del Congreso y su falta de sanción no puede significar el impedimento del ejercicio de una potestad constitucional de otro Poder -el Ejecutivo- cuando la norma constitucional es en sí misma operativa, conteniendo, en el texto del art. 99, todos los elementos esenciales para su ejercicio. Sin duda que, ante la inexistencia de la Comisión Bicameral, el Congreso puede suplir tal ausencia por la actuación de cualquier otra Comisión con competencia pertinente y resolver en el pleno de cada Cámara. Así lo hizo, en definitiva, la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado que tomó intervención en el tema, dictaminando en favor de la aprobación del DNU 842. Esta Comisión también opinó sobre la cuestión de la ausencia de la Comisión Bicameral, desestimando el argumento. La Corte, en el Considerando 13 de «Rodríguez» sostuvo: «Que, como se observa, la cláusula constitucional citada (se refiere al art. 99.3) prevé un específico ámbito de contralor en sede parlamentaria para los decretos de necesidad y urgencia. Dicho contralor, por otra parte, no se encuentra subordinado en su operatividad a la sanción de la «ley especial» contemplada en la última parte del precepto, ni a la creación de la «Comisión Bicameral Permanente», ya que, de lo contrario, la mera omisión legislativa importaría privar «sine die» al titular del Poder Ejecutivo Nacional de una facultad conferida por el constituyente. Por lo demás, lo cierto es que el órgano de contralor -a quien corresponde ratificar o desaprobar los decretos- es el Congreso de la Nación, a quien le compete arbitrar los medios para emitir su decisión, conforme la Constitución Nacional y del modo que entienda adecuado a las circunstancias en que se expida al respecto». En disidencia el doctor Fayt hizo mérito de la falta de sanción de la ley especial reglamentaria para sostener la invalidez del DNU 842, sin considerar la lógica pura del voto de la mayoría, ni tampoco la misma práctica constitucional llevada a cabo por el Congreso del que formaban parte los actores. En efecto, como ya mencionó en el texto, la constitución otorga a la misma Comisión Bicameral el contralor (siempre consultivo) sobre los decretos de promulgación parcial de las leyes. Desde la sanción de la reforma constitucional de 1994 fueron varios los casos en que el Poder Ejecutivo ejerció esta atribución, en algunos de los cuales el Congreso insistió con la porción «vetada» de la norma, o bien consintió el «veto», sin perjuicio de la ausencia de la Comisión Bicameral Permanente.
(12)Conf., CRISAFULLI y PALADIN, ob. cit., p. 483. El «vicio de habilitación» (carencia del presupuesto que el art. 77 configura como «casos extraordinarios de necesidad y urgencia») es saneado por la «conversión» del decreto en ley formal. «En otros términos -dicen los autores siguiendo a la Corte Constitucional- la ratio del artículo en examen atribuye «a las Cámaras y sólo a ellas» la valoración de la oportunidad del recurso al decreto-ley y por tanto al juicio sobre la necesidad y urgencia de la decisión. Se trata, ciertamente, de una valoración esencialmente de mérito y por tanto vedada al control de la Corte constitucional». Esta podría revisar el «exceso de poder» como vicio de la ley de conversión, pero ello sólo ante casos evidentes y tangibles.
(13)Ver al respecto: BARRA, Rodolfo C., «Aspectos Jurídicos del Presupuesto», Régimen de la Administración Pública, Nº 98, noviembre de 1986 y MARIENHOFF, Miguel S., ob. cit. t. II, p. 775 y siguientes.
(14)»Dromi, José Roberto (Ministro de Obras y Servicios Públicos de la Nación) s/avocación en autos: Fontenla, Moisés Eduardo c. Estado nacional» Fallos: 313:863.
(15)Sobre el particular ver BIANCHI, Alberto, «El certiorari before judgement o recurso per saltum en la Corte de los Estados Unidos», ED, 149-787, y CREO BAY, Horacio D., «Recurso extraordinario por salto de instancia», Ed. Astrea, Buenos Aires, 1990.
(16)Fallos: 311:1762 (La Ley, 1989-B, 320).
(17)Levene (h.), Petracchi, Cavagna Martínez, Barra.
(18)En aquel momento -se trataba de la primera privatización en el proceso de reforma del Estado impuesto por el Congreso a través de la ley 23.696- se entendió que el caso encuadraba en los requisitos se excepción transcriptos más arriba, como también, en «Margarita Belén», Petracchi lo había creído así frente a la repercusión social y la intranquilidad política generada como consecuencia de los procesos judiciales vinculados con el desempeño de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la subversión. Sin embargo, menos de 10 años después, en «Rodríguez», Petracchi consideró que tales circunstancias no estaban dadas en un caso donde se discutía por primera vez el régimen constitucional de los DNU, con un conflicto Poder Ejecutivo-Poder Legislativo, paralizante del proceso de privatización de los aeropuertos, ya cercanos a su colapso, en un caso donde la vía del recurso extraordinario era la única posible para terminar con la cuestión, frente a la ya emitida opinión de la Cámara de Apelaciones en lo que se refería a la admisión de la legitimación de los diputados en la impugnación de los decs. 375 y 500, opinión contraria a la constante jurisprudencia de la Corte, incluso con su actual composición, y que había provocado también gran repercusión social y agitación política. Sin duda el paso del tiempo puede modificar la forma en que las personas aprecian los hechos semejantes, pero yo me quedo con la sensación de que, objetivamente, el «caso aeropuertos» era institucional y materialmente más grave, y más urgente, que el «caso Aerolíneas». Por ello me es difícil entender el cambio de valoración del juez Petracchi, aunque, por supuesto, lo respeto.
(19)Sentencia de fecha 3/4/96, LA LEY, 1996-B, 350.
(20)Se trató de una Corte casi unánime, con la sola disidencia de Fayt y, parcial, de Boggiano. Tuve ocasión de comentar el fallo en «Caso Polino: La Corte ratifica su papel constitucional», Rodolfo C. Barra, ED, 157-448.
(21)Así resulta, entre otros, del caso «Nicosia», aunque referido a un juez sometido a juicio político, sin duda con una doctrina aplicable a otros casos (Fallos 316:2940).
(22)Sobre el particular ver BARRA, Rodolfo Carlos, «Legitimación para accionar en la reciente jurisprudencia de la Corte», ED, 151-801; «La Corte Suprema de Justicia de la Nación y la separación de poderes», LA LEY, 1993-E, 796 y «La acción de amparo en la Constitución reformada: la legitimación para accionar», LA LEY, 1994-E, 1087.
(23)En «Rodríguez», como en la causa «Nieva» que le dio origen, intervino el Defensor del Pueblo de la Nación invocando la legitimación que le acuerda el art. 43 de la Constitución Nacional para actuar en defensa de los agraviados en «derechos de incidencia colectiva». Más allá que resulte imposible identificar en el caso cuáles derechos de incidencia colectiva se encontraban en juego, lo que no puede ser, obviamente, el respeto genérico de la Constitución por parte de los poderes del Estado -de lo contrario el Defensor debería ser parte en todo caso donde se discutiera la constitucionalidad de una norma o, incluso, en todo recurso extraordinario no sólo por el art. 14 de la ley 48 (Adla, 1852-1880, 364), sino hasta por «arbitrariedad de sentencia» -lo importante es la inexistencia de «causa» en los términos ya analizados. Por ello, estimo, la Corte consideró oportuno ni siquiera referirse a la situación del Defensor del Pueblo, ya que no puede participar como tercero en un «juicio» llevado con ausencia de jurisdicción. De todas formas la Corte ya había adelantado una interpretación del texto del art. 43 de la Constitución Nacional -que acuerda legitimación al Defensor del Pueblo en los casos en que se encuentren agraviados los que la Constitución denomina «derechos de incidencia colectiva»- en el sentido que aquél no autoriza la intervención del citado funcionario cuando en el caso la acción u omisión cuestionada sólo puede referirse a agravios concretos, y no a los miembros de un «colectivo» de manera indeterminada, «in re» «Frías Molina, Nélida c. INPS», sentencia del 12 de setiembre de 1996, La Ley, 1997-A, 67, con nota de BARRA, Rodolfo Carlos, «Los Derechos de incidencia colectiva en una primera interpretación de la Corte Suprema de Justicia», ED, 169-433.
(24)Sobre el concepto de función ver BARRA, Rodolfo C., «Principios de derecho administrativo», p. 141, Ed. Abaco, Buenos Aires, 1980.
(25)MARIENHOFF, Miguel S., «Tratado de derecho administrativo», t. I, p. 571, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990.
(26)Entre «personas» en sí mismas consideradas, y no como integrantes, y en cuanto que integran, un órgano colegiado, agregaríamos nosotros.
(27)Muy probablemente nuestra Corte, al momento de fallar en «Rodríguez» no conocía el caso «Raines», todavía no publicado oficialmente a esa fecha. De lo contrario, lo habría citado.
(28)Aún así «Coleman» recibió una votación dividida, con cuatro votos en favor de la falta de legitimación, entre ellos, nada menos que el del Justice Frankfurter. La cita de «Coleman» tiene importancia para el caso «Rodríguez» ya que fue utilizada por la Diputada -y jurista- Elisa Carrió en la audiencia que nuestra Corte convocó a las partes, quizás el primer «oral argument» de su historia. Pero es evidente que «Coleman», como para «Raines», es ajeno a lo discutido en «Rodríguez».
(29)De hecho la «Line Item Veto Act» está siendo impugnada ante la Corte, como consecuencia del veto presidencial a disposiciones legales otorgando beneficios impositivos a hospitales de la Ciudad de Nueva York y a productores agropecuarios. También aquí un juez inferior declaró la inconstitucionalidad de la ley, llegando los casos directamente a la Corte Suprema. En el caso también se discutirá la cuestión de la legitimación, aunque los actores (la Ciudad de Nueva York, en uno, y los productores agropecuarios en el otro) se encuentra en mejor posición que en «Raines» al respecto. «The New York Times», febrero 28 de 1998.

Publicado en:LA LEY 1998­B, 1362.

Categoría: La Ley
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