Rodolfo Barra

El rol de la justicia en el proceso de integración

SUMARIO: I. Introducción. — II. Bien común, integración y órganos comunitarios. — III. Instituciones comparadas. — IV. Los tribunales de la integración. — V. Conclusión. I. Introducción Los pasados días 7, 8 y 9 de agosto, por iniciativa de nuestra Corte Suprema de Justicia, se celebró en Buenos Aires el Primer Encuentro de Cortes Supremas de Justicia del Cono Sur de América Latina, con la presencia del Presidente del Supremo Tribunal Federal del Brasil, el Presidente de la Corte Suprema de Justicia de Bolivia, integrantes de la Corte Suprema de Justicia de Chile, de la Corte Suprema de Justicia de Paraguay, del Presidente de la Suprema Corte de Justicia de Uruguay y, naturalmente, las autoridades y demás integrantes de nuestro alto tribunal. El encuentro –que se desarrolló en el magnífico marco de la Sala de Audiencias de la Corte, significando así la importancia concedida al mismo– pasó casi desapercibido para el conocimiento público. Es que quizá no exista suficiente conciencia de lo que el Poder Judicial significa (en esto, sin duda, hay culpas compartidas) por lo tanto poca conciencia puede haber sobre el rol del Poder Judicial en el proceso de integración que, con tanta fuerza y con tantas esperanzas, comenzamos a transitar en nuestro Cono Sur. Es importante remarcar el aspecto cultural del problema, una suerte de cosmovisión del Poder Judicial. No sólo resuelve conflictos intersubjetivos de derecho, sino que, al hacerlo, gobierna. Cogobierna, es una rama del gobierno, dentro de su ámbito de competencia. Una competencia que, desde cierto punto de vista, es más difusa que la que le corresponde a los otros poderes. Porque ¿hasta dónde llega la tarea de interpretar y aplicar la Constitución, las leyes y el resto del ordenamiento? Por eso la prudencia –que es la virtud esencial del político– tiene especial significación en el ejercicio de la judicatura. La prudencia puede exigir la auto-restricción, pero también, a veces, el activismo judicial. El juez también gobierna y «hace política» al concebir y realizar la armonía del sistema. También el juez debe concebir y realizar la armonía del sistema de la integración. La integración es la nueva meta del bien común y por tanto, un cometido prioritario del gobierno. También del gobierno con los jueces.

II. Bien común, integración y órganos comunitarios El bien común es de naturaleza subsidiaria. Con esto se quiere decir que, desde un punto de vista meramente analítico, es una aspiración mediata del hombre, quien primero satisface sus fines individuales para luego, en lo que no quedó colmado o satisfecho, anhelar ese otro bien que tiene, precisamente, la naturaleza de comunitario, es decir, no individual. Dije que ésta es una perspectiva meramente analítica, ya que en la realidad cotidiana las dos aspiraciones ocurren en el mismo momento, tanto es así que se influyen recíprocamente: sin la una, la otra sería imposible o falsa. La naturaleza subsidiaria del bien común hace que la responsabilidad de su logro quede confiada a entes también subsidiarios: aquellos que sólo actúan –o deben actuar– cuando el hombre individual o sus agrupaciones formadas en razón de bienes comunes pero particularizados (familia sindicatos, uniones vecinales, sociedades comerciales, etc.) no logran satisfacer sus necesidades o mociones de bien. Allí aparece lo que llamamos Estado, una asociación general que por su misma naturaleza es capaz de satisfacer las necesidades que quedaron insatisfechas a lo largo de la pirámide social. El Estado realiza el bien común y, en una única operación, lo distribuye, ejerciendo para ello el poder, es decir la potencia que le permite imponer un determinado orden de repartos o adjudicaciones. La eficaz y justa distribución, es decir la eficacia y justicia del reparto en el plano estrictamente subsidiario de satisfacción de necesidades, es el bien común. Lo expuesto es la esencia del funcionamiento de cualquier tipo de organización política, porque la agrupación en aras de la realización y distribución del bien común es una tarea política, de conducción, organización o gobierno de las distintas, fuerzas del grupo en razón de la obtención del fin comunitario. Es la esencia del funcionamiento de los grupos tribales, de los clanes, de las gens. En el desarrollo económico-social, en la realidad cultural que es la conciencia colectiva, estos agrupamientos se convierten en insuficientes. Ya no son aptos para realizar y distribuir el bien común, es decir, lo que queda insatisfecho. Se precisan nuevos agrupamientos mayores que, según las épocas históricas y las influencias sociales de todo tipo, crecen o se reducen: ciudades estados, reinos, imperios, feudos, naciones. Pero todos tienen el mismo común denominador: satisfacen un bien de carácter general, impreciso, heterogéneo, en definitiva, y como lo definió Juan XXIII, un conjunto de condiciones para que nuestra propia realización de nuestros propios bienes sea posible. En realidad la unidad escalonada nunca se perdió del todo. No existe una sola agrupación política (es decir, para el bien común) sino que, tanto en la forma federal como en la unitaria, antes de llegar al Estado u órgano comunitario supremo de la Nación, se encuentran los municipios, las regiones, los departamentos, los entes locales autónomos, las comunidades autónomas, las provincias, los estados federados, etc. Todos ellos son, en realidad, pequeños estados que, en su esfera de competencia más o menos limitada, administran, legislan y juzgan, es decir, realizan los actos de gobierno calificados desde su perspectiva normativa-política. En la propia organización política existe un orden subsidiario, como dije, escalonado, con diferencias sustanciales según el tipo adoptado, pero con la base común emergente de una aspiración natural al hombre: la cercanía con la agrupación política o de gobierno que debe regir o gobernar sus necesidades cotidianas. Existen entonces como dos fuerzas aparentemente contradictorias: una tendiente a la formación de unidades más generales y por tanto, más lejanas, cuya existencia se impone a medida que la problemática de la vida es más compleja. La otra tiende a la formación de unidades más pequeñas y cercanas, más manejables o cognoscibles, al menos, por el hombre común. No siempre estas tendencias han coexistido y, en general, las unidades más grandes desaparecieron en los momentos de crisis, de dispersión, de ruptura y pérdida de valores comunes, como al imperio romano sucedió en Europa el feudalismo, para luego, en una lenta recuperación de los calores comunes, llegar a las naciones y ahora, quizá, luego de terribles guerras por los más diversos motivos, la unidad continental o casi la unidad continental. Ocurrió lo mismo en nuestro subcontinente. Pertenecíamos a un imperio que, lamentablemente, se rompió en pedazos en un momento de crisis. Constituíamos una unidad. Cabildos, capitanías, virreinatos, todos unidos en el vértice de la corona (en la América hispana) española. Pensemos que eso era así en una época de terribles dificultades de comunicación, donde viajar de una ciudad a otra –o de Buenos Aires a Madrid– llevaba el tiempo que hoy le podemos dedicar a pasear por todo un continente. Sin embargo esa unidad era posible, porque no depende necesariamente de los adelantos técnicos (que por supuesto ayudan) sino de la conciencia colectiva de la existencia de una necesidad que sólo puede ser satisfecha o mejor satisfecha, por una unidad mayor. Tampoco es necesario que esa unidad mayor tenga, en todos los casos, una forma unívoca. Ya vimos que en el seno de las propias naciones existen formas de integración (en esencia son formas de integración de localismos) diferentes, como lo son el unitario y el federal. En la integración supranacional pueden darse también diversas formas, que permitan la subsistencia (quizá no para siempre) de las nacionalidades, sin perjuicio de órganos comunes para todas las naciones integradas que, según la regla de la subsidiariedad, gobierne al conjunto, administrando, legislando y juzgando en ciertas materias y con ciertas relaciones con respecto a los órganos locales o nacionales que cumplen con las mismas actividades en el seno de cada unidad nacional integrada. Por consiguiente es posible concebir o imaginar un órgano judicial de la integración que cumpla, para ese sistema, la misma función armonizadora que le corresponde a los órganos judiciales locales dentro de sus propios sistemas.

III. Instituciones comparadas El sistema parece sencillo, pero no lo es. El ejemplo más apropiado que podemos utilizar es el de la Comunidad Económica Europea, ya muy cercana a ser una comunidad política y no sólo económica. Las dificultades se sitúan tanto en la normativa constitucional de cada país como en el sentimiento que de sí mismo tiene cada Tribunal Superior de Justicia. Nuestro modelo jurídico-institucional supone una organización judicial que, en términos generales, podemos describir como piramidal. En definitiva existe un tribunal supremo que resuelve en última instancia los conflictos jurídicos. Puede estar en el vértice de la pirámide (un tribunal único) o ésta ser trunca con dos o eventualmente tres tribunales supremos, naturalmente con diferentes competencias. Si pensamos sólo en la interpretación y aplicación de la constitución, la generalidad en la Europa occidental es la existencia de un tribunal constitucional que, en algunos casos y en ciertas condiciones, puede hasta revisar las decisiones de los tribunales supremos con competencia en principio última para interpretar

y aplicar las normas de jerarquía inferior a la constitución. Además pueden existir, integrando o no lo que nosotros llamamos Poder Judicial, un tribunal con competencia en materia de derecho administrativo, en orden a revisar los actos de distinta naturaleza emanados de las Administraciones públicas. Lo cierto es que, plural o única, existe una jerarquía judicial (o, si se prefiere, jurisdiccional) que cierra las causas con decisiones que ya no pueden volver a ser discutidas. Debemos notar que lo expuesto no sólo es una cuestión de técnica procesal, un instituto jurídico. Es también parte de la noción de soberanía, de ese propio poder de decisión último que se confiere a los órganos supremos de la comunidad. Sin embargo no tenemos por qué pensar que la noción de soberanía es unívoca, o que reside en toda su potencia en una sola unidad orgánica. En nuestro sistema federal podría sostenerse que las provincias no han transferido la totalidad de su soberanía a la Nación. ¿Acaso en sus propios ámbitos de competencia no legislan con leyes que no pueden ser, en principio, revisadas por la justicia federal, o dictan sentencias sobre materias de derecho local que tampoco son, en principio, revisables? Por consiguiente, debemos pensar que en materia jurisdiccional, también la soberanía es desgajable, transferible en determinadas porciones a unidades superiores, lo que significa que una determinada porción de las normas y una determinada porción de las sentencias (sobre la aplicación de esas normas o sobre casos alcanzados por esas normas) son revisables por tribunales que están fuera de la pirámide local. O también, podemos decir, que la pirámide se integra con un nuevo escalón. Como dije, esta solución parece simple, pero es bastante compleja. ¿Cómo fue solucionada, o como está siendo solucionada, en Europa? Roy Jenkis, quien fue presidente de la Comisión de la Comunidad de 1977 a 1981, escribía en 1987 (las fechas son importantes, ya que los cambios, y los nuevos problemas y soluciones que esos cambios traen, son muy veloces) que la Comunidad Europea es un extremadamente complicado mecanismo, a pesar de que las ideas de Jean Monnety de los restantes creadores de la Comunidad eran muy simples y directas. Lo que ocurre es que (a 1987) hay una contradicción no resuelta entre las fuerzas de integración comunitaria, por un lado, y, por el otro, las fuerzas que pugnan por retener cuánto más posible sus propias soberanías nacionales. Hay que notar que las dos fuerzas se encuentran, en muchos casos, en los mismos partidos, las mismas instituciones e, incluso, las mismas personas. Las instituciones comunitarias, es útil recordarlo, son las siguientes: la Comisión, el Consejo de Ministros, la Asamblea –ahora denominada Parlamento Europeo– y la Corte de Justicia. Para definir sus competencias de una manera sintética y simple, podemos decir que el rol de la Comisión es concebir e implementar políticas. El Consejo debe legislar sobre las bases de propuestas planteadas por la Comisión; el Parlamento no es estrictamente un cuerpo legislativo (aunque es el único de designación democrática o electoral) sino asesor; la Corte, por último debe interpretar las normas comunitarias y resolver los conflictos donde la aplicación de tales normas (incluyendo el Tratado de Roma, el tratado fundacional) es determinante. Existe también un quinto órgano, totalmente consultivo, que es el Comité Económico y Social. El resultado es un equilibrio inestable compuesto de un Parlamento que carece de poderes o competencias legislativas, un Consejo de Ministros (que proviene de las ramas ejecutivas de los gobiernos de los estados miembros) que es un verdadero cuerpo legislativo, la Comisión que tiene algunas –pero no demasiadas– atribuciones de gobierno y la Corte, que aplica normas o más estrictamente un ordenamiento jurídico integrado por el Tratado, las regulaciones y las directivas, aunque las directivas norman o dirigen menos específicamente que las regulaciones. En particular la Corte interviene en los siguientes casos: a) conflictos entre estados miembros, como tribunal de derecho; b) conflictos entre estados miembros, como tribunal arbitral; c) conflictos entre la Comunidad y los estados; d) conflictos interorgánicos (entre órganos de la Comunidad); e) conflictos entre particulares y la Comunidad; f) competencia «prejudicial». El problema que nos interesa a nosotros –relaciones entre el órgano judicial comunitario y los órganos judiciales nacionales– no puede escindirse de las relaciones entre las dos derechos (el comunitario y el nacional o los nacionales). Sin embargo, debemos ceñirnos al primero (el segundo se trata en otra conferencia) sin perjuicio de las menciones indispensables que debemos hacer a las relaciones de los dos ordenamientos jurídicos (o bien es sólo un ordenamiento, ya que ésta es, precisamente, una de las discusiones fundamentales) y la existencia de las denominadas «reglas de conflicto». Se trata de armonizar las relaciones de dos ordenamientos diferentes en su origen pero convergentes en su aplicación (tal como lo enuncia Leontín Constantinesco, a quien sigo parcialmente en la exposición, en «Las relaciones del derecho comunitario con el derecho de los Estados miembros de la CEE», Derecho de la Integración, núm. 2, Buenos Aires, 1968) que origina tres tipos de dificultades: a) la existencia de ordenamientos yuxtapuestos, y aquí se busca la solución en el plano de las relaciones entre los estados, mediante los tratados internacionales, y en el plano de las relaciones privadas, mediante las reglas del derecho internacional privado; b) las relaciones entre el derecho interno y el derecho internacional, jugando en su armonización las reglas de los tratados y de las constituciones nacionales, como así también los principios derivados de la doctrina y con aceptación jurisprudencial, como las teorías dualistas y monistas; finalmente c) la cuestión de las entidades que integran y someten varios ordenamientos jurídicos inferiores a un ordenamiento superior, al estilo de las organizaciones de tipo federal. En un sistema federal se asegura la superioridad del derecho federal sobre el derecho local mediante dos principios fundamentales: a) La norma superior no debe ser conforme a la norma inferior y, por el contrario, b) la norma inferior no debe contradecir a la norma superior, siempre entendiendo como superior a la norma federal y como inferior a la norma local. De estas ideas tan simples y obvias se sigue que: a) la regla de la superioridad se encuentra afirmada por una distribución de competencias o ámbitos de aplicación (lo más estricta posible) entre ambos ordenamientos; b) dicha superioridad se encuentra asegurada por un procedimiento judicial que permite invalidar (con o sin carácter general) o inaplicar la norma local o inferior contraria a la norma federal o superior; c) pero el derecho federal sólo es superior en la medida de su conformidad con una regla también suprema, la Constitución federal, lo que también es asegurado por un procedimiento de contralor constitucional (de ordinario judicial) que invalida o inaplica la norma federal contraria a la Constitución. No siempre ocurre lo mismo en las relaciones entre el derecho internacional y el interno, en especial en un sistema fundado en la teoría dualista (el monismo considera que el derecho internacional forma parte integrante de los ordenamientos internos, de manera automática y con un valor superior a las leyes; el dualismo, en cambio, no admite la integración automática: las normas de derecho internacional, para tener vigencia local, deben ser incorporadas en el derecho interno y tendrán una jerarquía igual al acto por el que se las incorpora) donde surge la posibilidad que la norma internacional sea contraria a la constitución local –y por tanto inaplicable o inválida– o sea contraria a una norma local del mismo rango pero posterior, lo que también puede conducir a su inaplicación al caso concreto o a su invalidez. Necesariamente para que la integración sea una realidad efectiva es preciso reconocer la superioridad del derecho de la integración, incluso sobre normas locales posteriores e incluso (con las matizaciones y excepciones que se establezcan) sobre las propias constituciones locales. Claro que esto trae complejos cargos de conciencia políticos, en especial si lo estudiamos desde el punto de vista democrático. Pero éste no es el tema de nuestro estudio. El derecho de la integración tiene peculiaridades que conducen necesariamente a la cuestión judicial: una de ellas ya la mencionamos y es su regla principal: el derecho de la integración (derecho comunitario, dicen los europeos) prima sobre la totalidad del ordenamiento jurídico local. Las otras dos se vinculan más directamente con la cuestión judicial: a) la nulidad del derecho de la integración tiene que ser asegurada mediante la unidad de la interpretación, es decir, hay que evitar que el derecho de la integración tenga significaciones diferentes según la interpretación que puedan darle los distintos tribunales nacionales; b) el derecho de la integración primario (tratado) y secundario (directivas y regulaciones) tiene que estar sustraído de todo control constitucional por parte de los estados miembros. Demás está decir que estas reglas o exigencias se derivan del carácter multilateral del derecho de la integración que impone el denominado principio de igualdad: los efectos del derecho de la integración dentro de los ordenamientos jurídicos de los Estados miembros tienen que ser necesariamente iguales; iguales sus reglas de interpretación, su metodología de aplicación a los casos concretos; la misma fuerza obligatoria. En cuanto a la unidad de interpretación, en el sistema de la Comunidad Europea se ha establecido un mecanismo muy útil que evita el peligro de que la diversidad de interpretación de los tribunales nacionales pueda poner en peligro el principio de la igualdad antes enunciado. Este mecanismo es el del procedimiento de la «acción prejudicial» que obliga a los tribunales de los Estados miembros que tienen que aplicar el derecho de la integración –primario o secundario– y en caso de duda acerca de su significación, a suspender todo pronunciamiento y solicitar a la Corte de Justicia Europea que se expida previamente acerca de tal interpretación. Esta obligación es estricta para los Tribunales cuyas decisiones sean irrecurribles en la jurisdicción nacional. La interpretación de la Corte Europea obliga también a los tribunales nacionales, quedando así asegurada la unidad de interpretación del derecho de la integración y evitada su descomposición. Pero, a pesar de tal mecanismo, o en paralelo a él, subsiste el problema de la relación del derecho de la integración con el ordenamiento jurídico nacional, fundamentalmente con el constitucional. ¿Puede el derecho comunitario sustraerse del control de constitucionalidad por parte de los tribunales competentes de los estados miembros? En general se admite que dicho control fue hecho por los estados miembros al ratificar el Tratado, entendiéndose que lo fue de una manera definitiva, como claramente surge de la Constitución holandesa y no así la italiana, la alemana o la misma española. Nótese que si en los estados miembros existen tribunales constitucionales que efectúan el control de constitucionalidad de las leyes y se considera que el tratado es una ley (con mayor razón con el derecho de la integración derivado o secundario) se impone la conclusión de que es posible el control de constitucionalidad posterior a la celebración y ratificación (incorporación desde este punto de vista) del tratado, de manera que no es suficiente el control de constitucionalidad que se supone efectuado en el acto de la ratificación. Hay que destacar que esto es distinto según los países. Por ejemplo en el derecho francés el problema del control de constitucionalidad del tratado se resuelve por una doble vía: primero porque el art. 54 de la Constitución de 1958 exige, previa a la ratificación, la intervención del Consejo Constitucional (órgano no judicial) quien puede declarar que el tratado contiene una disposición contraria a la Constitución. En este caso el Tratado no podrá ser ratificado a menos que se modifique la Constitución en el punto en cuestión. La segunda vía es que, por la especial interpretación que se le da en Francia al principio de división de poderes, no existe el control judicial de constitucionalidad (salvo uno estrictamente formal, relativo a la mecánica de formación de las leyes), de manera que el tratado una vez ratificado no podrá ser confrontado en su constitucionalidad por los jueces. Pero hay otra cuestión de constitucionalidad aún más grave y que consiste en saber si el derecho comunitario primario y secundario tiene un rango superior al de la Constitución Nacional. Si la respuesta es negativa y ello se suma a la posibilidad de revisión judicial posterior de la constitucionalidad del Tratado y, naturalmente, del derecho de la integración secundario, esto puede significar la muerte del sistema, por el peligro de la no aplicación, la pérdida de fuerza obligatoria igualitaria, fundamentalmente del derecho derivado, por la eventual contradicción de éste con las normas constitucionales de uno o varios de los estados miembros. La solución positiva, en cambio supone una revolución en nuestra tradicional concepción del derecho constitucional ¿La admitirán nuestros tribunales, nuestra Corte Suprema de Justicia? Responder que las reglamentaciones o derecho derivado escapan del control de constitucionalidad importa admitir, en cierto sentido, que las mismas tienen prioridad respecto de las constituciones. Obviamente es un problema más que delicado que sería conveniente resolverlo ahora y no luego, con la integración ya en marcha, en especial teniendo en cuenta la sospecha justificada de nuestra inestabilidad. Luego queda el problema de la relación del derecho primario y el derivado con la legislación posterior. O, más complejo aún, un doble juego de problemas, partiendo del supuesto que el derecho de la integración se integra al ordenamiento jurídico interno: a) ¿el derecho primario o tratado puede ser modificado por una ley –local– posterior? b) ¿puede serlo el derecho derivado? c) ¿puede el derecho derivado posterior derogar una ley local anterior? Las respuestas dependen de la aceptación de las teorías monista o dualista. Pero para que el derecho de la integración subsista es necesario reconocer su primacía respecto de la legislación local y, como tal, aplicable por todos los jueces y no sólo por los mecanismos habituales en el derecho europeo del control constitucional centralizado. Así, luego de largas disputas jurisprudenciales entre la Corte Europea y el Tribunal Constitucional, en Italia en el caso Granital (1984) –como lo explican A. La Pérgola y P. Del Duca en «Community law, international law and the italian constitution», American Journal of International Law, núm. 3, 1985– aquel último terminó aceptando que el derecho comunitario es un sistema legal externo, autónomo, que debe ser aplicado por todos los jueces, quienes deben inaplicar el derecho local (por lo tanto no hay problema de ley posterior) en los casos en que el derecho comunitario resulte conducente para la solución de la causa (incluso con el recurso de la acción prejudicial cuando sea necesario). Así el derecho comunitario no se integra en el ordenamiento local. Es un ordenamiento distinto, con primacía, de aplicación inmediata y de interpretación (acción prejudicial) uniforme.

IV. Los tribunales de la integración Resulta evidente que el sistema funciona mediante una doble vertiente: la solución de la relación derecho de la integración vs. derecho local y la existencia de un tribunal que asegure la interpretación final uniforme y la aplicación de las normas de la integración en los conflictos que con respecto a ellas se susciten. La base se encuentra en una adecuada solución constitucional, como ocurre con la española de 1978, que en su art. 93 dispone: «Mediante ley orgánica se podrá autorizar la celebración de tratados por los que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución…». Resulta clara la cantidad de problemas que una disposición así resuelve. No la tenemos en nuestro derecho, pero debería meditarse en el supuesto de una futura reforma constitucional. La experiencia más cercana que tenemos es la resultante de la Convención Americana de Derechos Humanos, del 22/11/69, ratificada por nuestro país por la ley 23.054, de marzo de 1984 (Adla, XLIV-B, 1250). Por su art. 33, el Pacto de San José de Costa Rica crea dos órganos «competentes para conocer de los asuntos relacionados con el cumplimiento de los compromisos contraídos por los Estados partes…», la Comisión Interamericana y la Corte Interamericana. La Comisión tiene (art. 41) funciones de promoción, entre las que se incluye la de formular recomendaciones a los Estados miembros. En el apto. b) del art. 41 queda claro que el Pacto no ha pretendido iniciar un derecho supranacional derivado del Pacto mismo, ya que establece que es función de la Comisión «formular recomendaciones, cuando lo estime conveniente, a los gobiernos de los Estados miembros para que adopten medidas progresivas en favor de los derechos humanos dentro del marco de sus leyes internas y sus preceptos constitucionales, al igual que disposiciones apropiadas para fomentar el debido respeto a esos derechos». Sin embargo la Comisión tiene una importante competencia de tipo jurisdiccional. Por los arts. 44 y 45 personas y entidades privadas como así también estados parte (que han admitido esta competencia de la Comisión) pueden presentar denuncias o quejas de violación del Pacto por un Estado parte. El art. 46 establece los requisitos de admisibilidad, entre ellos «que se hayan interpuestos y agotado los recursos de jurisdicción interna, conforme a los principios del derecho internacional generalmente reconocidos», expresión que supone que los signatarios del Pacto aceptan la preeminencia en sus propias jurisdicciones, de los denominados principios del derecho internacional. La norma establece otros requisitos de admisibilidad, en particular el temporal ya que la denuncia debe ser presentada dentro del plazo de seis meses a partir de la notificación al interesado de la decisión definitiva con que se cierra la vía judicial local. El cumplimiento de estos dos requisitos queda exceptuado en tres casos: si en el Estado de que se trata no se encuentra asegurado el «debido proceso legal» para la protección del derecho supuestamente lesionado; si, existiendo el debido proceso legal, se ha impedido su uso por parte del interesado; si hubiese ocurrido un retardo injustificado en la decisión en las mencionadas vías de defensa. La Comisión, previa audiencia del Estado parte y luego de practicar las diligencias de comprobación, actúa como un amigable componedor entre las partes, buscando arribar «a una solución amistosa del asunto fundada en el respeto a los derechos humanos reconocidos» en la Convención de Costa Rica. De no llegarse a esa solución amistosa, la Comisión redacta un informe que contiene los hechos y las conclusiones. Dentro de los tres meses de la notificación del informe (que puede también contener proposiciones y recomendaciones de la Comisión) a los «estados interesados» debe darse solución a la cuestión o bien ésta debe quedar sometida por la Comisión o por el Estado interesado (no por la parte privada) a decisión de la Corte, la Comisión podrá publicar su informe (art. 48, Reglamento de la Comisión) y luego dictar la resolución final que se notifica a las partes y puede ser publicada por la Comisión. La resolución final –que puede ser objeto de reconsideración ante la alegación de nuevos hechos o nuevas argumentaciones de derecho– contendrá las recomendaciones que la Comisión considere convenientes y el plazo para su cumplimiento. En el supuesto de incumplimiento, la Comisión podrá efectuar la publicación de la resolución final, como ya fue dicho. Agotados estos procedimientos, la cuestión podrá ser llevada ante la Corte por la Comisión o por el Estado parte, siempre que éste haya aceptado la competencia del Tribunal que, como lo señala el art. 62, inc. 3°, alcanza para conocer de cualquier caso relativo a la interpretación y aplicación del Pacto de San José. La sentencia de la Corte, en caso de comprobar que existió violación de un derecho o libertad protegidos por la Convención, dispondrá que se garantice al lesionado en el goce del derecho o libertad conculcados e, incluso, la reparación del daño sufrido mediante una justa indemnización que podrá ser ejecutada en la jurisdicción local a través del procedimiento de ejecución de sentencia legislado por el derecho interno. El fallo es inapelable. La Corte tiene también competencia interpretativa: de la Convención; de otros tratados concernientes con la protección de los Derechos Humanos en los Estados Americanos; del derecho interno en lo que hace a su compatibilidad con el Pacto y los restantes tratados sobre derechos humanos; también –aunque limitado a las partes interesadas– la Corte puede interpretar sus propios fallos. Como se ve se trata de un tribunal supranacional, aunque con limitadas atribuciones jurisdiccionales. No se trata, el Pacto de San José, de un acuerdo de integración, sino de protección de derechos, del reconocimiento de una base jurídica común con relación a los denominados derechos fundamentales del hombre, creándose un mecanismo jurisdiccional de protección subsidiaria de tales derechos fundamentales. Pero aun así es un ejemplo útil a lo que estamos tratando por cuanto, en definitiva, la Corte Interamericana, unifica la interpretación de las normas de la Convención, garantizando en esa materia (derechos humanos) el principio de igualdad de los Estados partes. Incluso unifica la interpretación del derecho interno en su relación con la Convención, ya sea por vía voluntaria o consultiva como por vía jurisdiccional, compulsiva, cuando el caso –que puede originarse en disposiciones del derecho interno violatorias de la Convención o que pueden ser interpretadas como tales– es llevado ante sus estrados por la Comisión. Caben aquí –ya de cara a nuestro derecho– dos preguntas: 1) ¿Se altera el principio constitucional que establece que la Corte de Justicia Nacional es suprema en la decisión de puntos regidos por la Constitución (art. 100, Constitución Nacional)? Debe notarse que la Convención prácticamente trata de los mismos derechos fundamentales consagrados hace un siglo y medio atrás por los arts. 14 a 19 de nuestra Constitución, agregando otros que si bien no están explícitamente enumerados quedan implícitamente abarcados por la disposición del art. 33 de la Constitución Nacional. Así el art. 100 ya citado queda en entredicho, frente a la competencia otorgada por la Convención a la Corte Interamericana, que podría revisar así un fallo emanado de nuestra Corte. De esta manera, la ley 23.054 ratificatoria de la Convención, al incorporarla a nuestro derecho interno (según la interpretación habitual en materia de vigencia del derecho internacional en el derecho interno) estaría violando el art. 100, conclusión a la que puede arribarse a partir de la lectura de los Fallos 208:84 y 305:2150 que sostienen que los tratados internacionales deben respetar las disposiciones de la Constitución Nacional. Así podría llegarse a una contradicción en la interpretación de las normas constitucionales y las normas de la Convención relativas a un mismo derecho fundamental y no ser posible ejecutar la sentencia de la Corte Interamericana por cuanto, en una misma causa, contradice la decisión de la Corte nacional. En realidad esta interpretación no es correcta, al menos si se considera (en una simple solución de emergencia) que la sentencia de la Corte Nacional no es estrictamente revisada por la Corte Interamericana, sino que hay una nueva causa tramitada ante un tribunal supranacional, cuyos efectos son vigentes en nuestro país en virtud de la ley 23.054 y que fue decidida en razón de la aplicación de las normas jurídicas del Pacto y no de la Constitución. 2) Lo expuesto nos conduce a la segunda pregunta ¿El Pacto de San José se aplica inmediata y directamente en el interior de los Estados miembros –puede ser invocado por los sujetos que allí viven ante los tribunales locales– o se necesita su recepción por una norma del derecho nacional? Debe notarse que el problema no es resuelto por la ley ratificatoria del tratado, ya que queda pendiente la operatividad de las garantías que allí se establecen, lo que puede obligar a considerar necesaria la sanción de la ley interna que reglamente el ejercicio de los derechos enumerados por la Convención. Así el art. 2° de la misma establece «Si el ejercicio de los derechos y libertades (garantizados por la Convención) no estuviera ya garantizado por disposiciones legislativas o de otro carácter, los Estados partes se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de esta convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades». Sobre el particular, la Corte Interamericana ha expresado en su opinión consultiva del 29/8/86, con relación al derecho de rectificación o respuesta del art. 14 del Pacto (derecho de réplica) que el art. 2° de la Convención no puede de ninguna manera interpretarse en el sentido de que impone la exigencia de una legislación interna posterior, como condición de la aplicación de lo dispuesto en el articulado del Pacto. El deber expresado en el citado art. 2° es complementario y adicional del que obliga a respetar y garantizar los derechos reconocidos por la Convención, deber contenido en su art. 1°. En cambio, nuestra Corte Suprema en Fallos 308:789 –con disidencia al respecto del doctor Fayt– y en las causas «Sánchez Abelenda» del 1/12/88 y «Ekmekdjian», de la misma fecha (–LA LEY, 1989-B, 551; 1989-C, 18– entre otras), ha decidido, con cita del art. 2° del Pacto, que el «derecho de réplica» consagrado por el mismo no ha sido objeto de reglamentación para ser tenido como derecho positivo interno, por lo que carece de operatividad. Afirmó también la mayoría del tribunal que, por sus características, el «derecho de réplica», no puede ser considerado incluido en las garantías implícitas del art. 33 de la Constitución Nacional, dado que toda restricción a la libertad de prensa –considerada fundamental para nuestro sistema de gobierno– debe estar expresamente prevista en una norma legal, que el tribunal considera inexistente a pesar de la ratificación legislativa del Pacto de San José. La índole de esa cuestión puede generar dudas, por cuanto parece razonable afirmar que es necesario reglamentar como debe ser implementada la réplica, ya que se trata de una conducta activa, es decir no se está protegiendo de una indebida invasión a la esfera jurídica garantizada (donde la protección –por prohibición– es directamente operativa) sino se está exigiendo una conducta, un hacer positivo que debe reglamentarse, salvo que se entienda que los jueces en sus sentencias pueden establecer razonablemente las condiciones de la réplica adaptadas a las circunstancias del caso concreto. En cambio otros derechos, como el derecho a la vida, tienen una operatividad inmediata. El art. 4.1 de la Convención protege el derecho a la vida «en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente», con lo que queda clara la prohibición del aborto, salvo las excepciones que la ley establezca (dice «en general») excepciones que deben estar basadas en motivos objetivos y graves (vida de la madre) frente a la limitación por arbitrariedad que la misma norma consagra.

V. Conclusión Sostiene Constantinesco que los problemas surgidos en la aplicación del derecho comunitario o derecho de la integración han sido posibles porque muchos de los Estados miembros no captaron a tiempo la dimensión de las nuevas realidades. «Prisioneros de la concepción dualista –afirma– y al no haber captado el alcance profundo y estructuralmente nuevo del proceso de integración, los Estados miembros creyeron poder resolver el problema por medio de las soluciones clásicas del derecho internacional». Pero la solución clásica es, precisamente, la retención de soberanía, mientras que en el derecho de la integración se hace necesario admitir la posibilidad del desmembramiento parcial de soberanías, como lo ha hecho, a tiempo, la Constitución española ya citada. Esto supone, o puede suponer, concebir al derecho de la integración como un ordenamiento jurídico independiente y distinto del ordenamiento interno, aplicable por los jueces locales bajo la unidad de interpretación –si es del caso– del tribunal de la integración y que, dicho ordenamiento, desplaza al local en las situaciones de conflicto, es decir, torna inaplicable al ordenamiento jurídico local.

(*)Conferencia dictada por el doctor Rodolfo Carlos Barra en el Seminario Internacional sobre el Derecho de la Integración, organizado por la Universidad Austral y la Asociación Argentina de Derecho Administrativo, 28-29-30 de agosto de 1991 y en el H. Senado de la Nación, organizado por el Instituto Parlamentario de Derecho del H. Senado, el 7/11/91.

Publicado en: LA LEY 1992-B, 853

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How to avoid These Unwanted Lines Stretch Mark Removal ASAP

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