Rodolfo Barra

Reglamentos administrativos

SUMARIO: I. Introducción. — II. Los reglamentos autónomos. — III. Reglamentos de ejecución. — IV. Reglamentos delegados. — V. Reglamentos de necesidad y urgencia. — VI. Conclusión. La actividad legisferante del Poder Ejecutivo.

I. Introducción
La actividad jurígena del Estado es muy amplia y multiforme. Por supuesto que no es la única actividad que realiza, pero normalmente, cualquiera sea, cuando se expresa hacia el exterior –y en muchos casos hacia su propio interior(1)– incide sobre la esfera jurídica de terceros ajenos o no al Estado y tengan o no, tales decisiones con efectos jurídicos, efectos generales y abstractos.
El mismo acto administrativo –de efectos particulares y concretos– es una decisión normativa, en cuanto incide autoritativamente (y no por consenso como en el caso de los actos jurídicos privados, salvo aquellos a los que la ley les otorga esta cualidad) sobre el ámbito de los derechos de un particular con presunción de legitimidad y fuerza ejecutoria, como lo establece el art. 12 de la ley de procedimientos administrativos, 19.549 (Adla, XXXIX-C, 2339 –t.a.–). Estos caracteres –la presunción de que la decisión es conforme con el resto del ordenamiento jurídico al que se debe subordinar, y la cualidad de producir sus efectos propios y prácticos (directos o indirectos; mediatos o inmediatos) por sí mismo– son los que le confieren tal carácter normativo al acto administrativo (como a la sentencia judicial firme, pasada en autoridad de cosa juzgada) pues esta es la característica esencial de toda norma y no su eventual generalidad y abstracción. Estas últimas son modalidades de algunas normas, pero no esenciales. Lo esencial es la expresión de voluntad estatal (de cualquiera de sus órganos constitucionales o subconstitucionales) que, por ser tal, se normativiza automáticamente y así pasa, también de manera automática, a formar parte del ordenamiento jurídico estatal.
Así, una decisión estatal puede estar dirigida a una sola persona, pero aún ser una norma jurídica, en la medida que para ese sujeto tal decisión goza de la presunción de legitimidad y de la fuerza ejecutoria. Aun particular y concreta, la decisión puede afectar a terceros no previstos en la misma, en la medida que, como consecuencia, dicha decisión incida sobre la esfera jurídica de aquellos, para quienes tendrá también presunción de legitimidad y fuerza ejecutoria (2).
Se trata esta de una concepción subjetiva de la norma jurídica, que atiende exclusivamente a su creación estatal o, excepcionalmente, a su creación por sujetos particulares cuando éstos actúan por delegación estatal, en el ejercicio de la que hemos denominado «delegación transestructural de cometidos» (3), sin perjuicio de la normatividad social impuesta por la costumbre.
La seguridad jurídica y la prevalencia del principio democrático en la formación de la decisión (normativa) estatal obligan a que las normas reconozcan, entre sí, una determinada relación jerárquica, expresamente establecida en los arts. 31 y 75 incs. 22 y 24 de la Constitución Nacional.
Como el Estado se estructura en órganos y cada uno de ellos es según su competencia (constitucional, legal o reglamentaria) creador de normas jurídicas –una elemental razón de seguridad jurídica, que presupone la previsibilidad y la coherencia–, exige que exista una «relación de validez» entre aquella pluralidad de normas, que hace que unas tengan forma y contenido válidos en la medida que no contradigan lo dispuesto en otras consideradas de mayor jerarquía. Previsibilidad en tanto que la existencia y vigencia de una determinada norma jurídica se la considera subsistente hasta que no sea derogada o modificada por otra de superior o igual jerarquía. Coherencia, para evitar la contradicción entre normas, en especial teniendo en cuenta la pluralidad de fuentes y también que las normas de aplicación de otras, normalmente consideradas de inferior jerarquía que las aplicadas, son por lo común más numerosas.
Pero aún más importante es, en nuestro sistema, la prevalencia del principio democrático-representativo en la toma de decisión. Será de mayor jerarquía la norma que más exprese la soberanía popular y que, a la vez, su formación sea resultado de un debate y votación mayoritaria. Los principios de la expresión y representación de la soberanía popular y del debate y decisión mayoritaria son los que establecen la escala jerárquica normativa: cuanto más representativo sea el cuerpo que toma la decisión y cuanto más ésta surja de un proceso deliberativo y mayoritario, mayor será la jerarquía de la norma.
Así, la mayor jerarquía de la constitución originaria, en cierta paridad (y sólo para sus efectos limitados) con la ley que declara la necesidad de la reforma de la Constitución; por debajo la Constitución derivada (4); luego los tratados y concordatos internacionales (art. 75.22) y las normas derivadas de los «tratados de integración» (art. 75.24) (5); siguen las leyes, con preferencia de las especiales sobre las generales.
Hasta aquí rigen plenamente las reglas de la soberanía popular representativa y del pleno debate mayoritario. Luego saltamos a otro mundo, al mundo de la Administración pública, cuyo «responsable político» (art. 99 inc. 1°, Constitución) es el Poder Ejecutivo quien, si bien es también un órgano de representación política directa (art. 94, Constitución) no realiza un proceso de toma de decisiones deliberativo y mayoritario, sino puramente jerárquico (6). Por ello sus normas son inferiores a las generadas por los órganos constituyente y legislativo (una situación particular se encuentra en los decretos de necesidad y urgencia, como veremos), y con mayor razón esto sucede con las creadas por los órganos inferiores de la Administración pública.
En paralelo se encuentran las sentencias judiciales (los actos administrativos y los reglamentos emanados de los tribunales asemejan su situación a los producidos por los órganos de la Administración pública) que deben aplicar el ordenamiento jurídico que corresponda (cualquiera sea su jerarquía pero respetando su validez y efectos jerárquicos) y en este sentido son inferiores, aunque, una vez dictadas y pasadas en autoridad de cosa juzgada, no pueden ser alteradas por las normas emanadas de ninguno de los otros órganos, lo que les otorga –sólo a estos efectos– una suerte de preeminencia basada en la necesidad de asegurar la firmeza de la resolución de los conflictos intersubjetivos que son conocidos por los tribunales.
Dentro de la propia Administración pública (una estructura de órganos sumamente compleja) el modelo se repite, aunque con variantes importantes. Aquí rige el principio de la jerarquía de las normas según la jerarquía del órgano emisor y, por razones de seguridad jurídica, la prelación del reglamento sobre el acto administrativo o «principio de la inderogabilidad singular de los reglamentos», según la expresión de García de Enterría (7).
En todos los casos, también razones de seguridad jurídica, imponen la regla según la cual la norma posterior deroga a la anterior, siempre siendo ellas de igual jerarquía.
Entonces todo el Estado es un gran productor de normas jurídicas, generales y particulares. Dentro del Estado, lógicamente, la Administración pública, que también dicta normas generales y particulares, especialmente, reglamentos y actos administrativos. Esto no es una excepción al principio de la separación de poderes –en realidad separación orgánica de funciones (8)– que no genera compartimentos estancos sino colaboración entre los distintos órganos creados por la Constitución. Todos son el Estado y todos gozan de los atributos del Estado, entre ellos, la potestad creadora de normas.
Los reglamentos administrativos, según su relación con la Constitución y las normas con calidad de ley emanadas del Congreso, se califican en autónomos, de ejecución, delegados y de necesidad y urgencia, todos hoy expresamente reconocidos por la Constitución Nacional. Ellos son los que analizaremos en este trabajo.

II. Los reglamentos autónomos
En realidad el dictado de normas que podemos denominar como «reglamentos autónomos» (RA) no es una competencia exclusiva del Poder Ejecutivo. Se encuentra, siempre según las reglas de la competencia, en cabeza de diferentes órganos de la Administración pública (ministros, secretarios de Estado) o de entes descentralizados de aquélla.
También en los otros órganos constitucionales, o de creación constitucional, reside la competencia de dictar RA. Para el Poder Legislativo tal competencia está prevista en el art. 66, CN –«Cada Cámara hará su reglamento…»– y también en el art. 75 inc. 32 por el cual el Congreso puede ejercer una competencia normativa generalizada incluso a través de «reglamentos». Para el Poder Judicial la competencia para dictar RA se encuentra distribuida entre la Corte Suprema de Justicia, en lo que hace a su propia organización y funcionamiento (art. 113, CN) y el Consejo de la Magistratura, por el art. 114, apartado 6: «Dictar los reglamentos relacionados con la organización judicial y todos aquellos que sean necesarios para asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación de los servicios de justicia».
El «poder» reglamentario «autónomo» se funda en la necesidad del órgano de contar con la competencia –explícita o implícita– para desarrollar los principios de su propia organización y funcionamiento. Estos principios normalmente se encuentran establecidos en una norma de jerarquía superior, que sólo en pocos casos es suficiente en lo que hace a contemplar todos los aspectos de la organización del órgano –más estrictamente, del complejo orgánico que determinado órgano preside– o de la totalidad de las reglas para su funcionamiento.
Para el Poder Ejecutivo la descripción anterior puede ser más amplia. Nuestro sistema constitucional, en la base del principio de la denominada «separación de poderes», siguió una lógica de exclusión. Creó el órgano legislativo –el Congreso– y le otorgó determinadas competencias materiales, de manera que tales materias sólo puedan, válidamente, ser regladas por ley formal (con las excepciones de los decretos delegados y los decretos de necesidad y urgencia, como veremos). De esta manera, salvo en lo que respecta a las competencias judiciales –resolver «causas» o «controversias» con fuerza de cosa juzgada– o la que corresponde a los nuevos órganos constitucionales, como el Defensor del Pueblo, el Auditor General de la Nación y el Ministerio Público, al Poder Ejecutivo le quedó la competencia residual para dictar normas generales en todos los campos no atribuidos al Congreso o ejercidos (la regulación normativa) por éste haciendo uso de la competencia amplia del art. 32, CN. En estos últimos casos, si bien no se establecen competencias taxativas o exclusivas del Congreso, si éste las ejerce en concreto sancionando una ley que regule la materia, queda automáticamente excluida la competencia del Ejecutivo de dictar RA sobre el punto (9).
Estos reglamentos son «autónomos» porque no tienen relación directa con una norma concreta de mayor jerarquía, salvo la Constitución. Sin embargo, ello no los excluye de su obligatoria subordinación al resto del ordenamiento jurídico legislativo, es decir, a la subordinación jerárquica con respecto a cualquier ley formal. El RA, aunque no vinculado a ninguna ley en concreto, se encuentra subordinado jerárquicamente a todas y cualquiera de las leyes que sanciona el Congreso, a los tratados internacionales vigentes para la Argentina y a las normas del llamado «derecho derivado» de los tratados de integración. No pueden contradecir a ninguna de estas normas, ni en su letra ni en su espíritu. Se trata, entonces de una «autonomía» relativa. Deberían ser llamados «reglamentos orgánicos», nombre que se identifica más con su verdadero contenido.
El Poder Ejecutivo o Presidente de la Nación goza de la competencia de dictar RA por su calidad de «jefe del gobierno» y «responsable político de la administración general del país» (10) que le confiere el art. 99. 1, CN. Se trata de una competencia implícita en lo general, pues sin ella el Presidente no podría ejercer tales cualidades constitucionales. Sin perjuicio de ello, la CN le confiere expresamente algunas competencias reglamentarias de este tipo como la prórroga de las sesiones ordinarias del Congreso o su convocatoria a extraordinarias (99.9, CN) que es un acto institucional de efectos generales, o con relación a los reglamentos que precise dictar para supervisar la actuación del jefe de gabinete de ministros en la recaudación e inversión de las rentas de la Nación (99.10, CN) o para comandar a todas las fuerzas armadas de la Nación (99.12, CN) u organizar y distribuir a las mismas fuerzas (99.14), como también la declaración de guerra y represalias, con autorización del Congreso (99.15) y la declaración del estado de sitio (99.16) o la intervención federal a una provincia (99.20, también de naturaleza institucional), etcétera.
Sin embargo el Jefe de Gabinete de Ministros, que es quien ejerce la administración general del país (100.1, CN) goza de la competencia de «expedir los actos y reglamentos que sean necesarios para ejercer las facultades que le atribuye este artículo y aquellas que le delegue el presidente de la Nación» (100.2, CN) norma que prevé expresamente a los RA. Cabe añadir que si el Jefe de Gabinete puede sancionar RA para ejercer las competencias delegadas por el Presidente, es porque el Presidente puede hacerlo en las mismas materias, ya que el órgano delegado no puede tener más competencias que el órgano delegante.
Luego la competencia reglamentaria en materia de RA se distribuye por toda la estructura de la Administración pública, centralizada y descentralizada, según las normas que atribuyen la competencia de los órganos y entes administrativos, debiéndose entender siempre que esta competencia reglamentaria es –más allá de la expresamente acordada– implícita para el ejercicio de las competencias materiales expresamente concedidas.

III. Reglamentos de ejecución
La efectiva puesta en práctica de un tratado o una ley requiere, en numerosos casos, de una actividad reglamentaria por parte del Poder Ejecutivo, cuando del contenido de la propia norma legal o convencional surge la necesidad de la fijación, ya sea del procedimiento según el cual la norma será aplicada por parte de la Administración pública, o bien la necesidad de desarrollar su propio contenido en cuestiones de detalle, en la precisión de datos (que pueden ser cambiantes según las circunstancias) o en diferentes modalidades para su ejecución.
El primer supuesto sólo ocurre cuando la ley debe ser aplicada por la Administración pública, total o parcialmente, no cuando su vigencia efectiva en la realidad concreta queda sometida exclusivamente a la conducta de los particulares, aun cuando sean normas de contenido imperativo.
El segundo caso depende también de la voluntad del legislador, o su capacidad de previsión de todos los supuestos posibles en los que la norma será o podrá ser aplicada en la práctica. El legislador puede prever en la norma su desarrollo completo, todas sus alternativas numéricas, la precisión específica para su aplicación. O bien, por su voluntad circunstancial o por real imposibilidad o inconveniencia de avanzar en un grado tal de detalle, dejar este desarrollo de la norma en manos del Poder Ejecutivo, en un sistema cuya conveniencia puede resultar de muchos factores, como el «expertise» de la Administración pública en los campos en los que la norma deba ser aplicada, el que le viene otorgado por el propio legislador al dotarla, en el presupuesto, de los recursos necesarios –y autorizarla para su gasto– para contar con los medios materiales y personales adecuados para saber cómo la ley debe ser aplicada en cada circunstancia. También pesa mucho en aquella decisión del legislador de dejar en manos del Ejecutivo el desarrollo detallado de la ley, el hecho de que, en muchos casos, tal desarrollo depende de circunstancias variables. Frente a ellas el Poder Ejecutivo tiene una capacidad de respuesta más flexible y rápida que el propio Congreso, además del ya citado «expertise» para reconocer los nuevos datos de la realidad y responderlos con las decisiones adecuadas. La ley se convierte así en un programa o guía conductora inteligible, sancionado de acuerdo con el procedimiento democrático-representativo analizado más arriba, que siempre obligará al Ejecutivo pues en cada caso la validez del reglamento de ejecución (RE) se valorará en comparación con la ley reglamentada (art. 99.2 CN) según las circunstancias que rodeen a dicha valoración.
A diferencia de los RA, los RE mantienen una ligazón directa con la norma que reglamentan –sin perjuicio de que también se encuentran vinculados con el resto del ordenamiento de mayor jerarquía normativa– y, de acuerdo con el ya citado art. 99, inc. 2° de la CN, sólo pueden ser sancionados por el Poder Ejecutivo, con exclusión de los restantes órganos y entes de la Administración Pública (11).
En una sentencia que tiene un contenido hasta docente (12), la Corte Suprema de Justicia calificó a los RE en sustantivos y adjetivos. Estos últimos no son sino «normas de procedimiento para la adecuada aplicación de la ley por parte de la Administración Pública», mientras que los primeros –que se asemejan a la delegación, tanto que la Corte los denomina como reglamentos de «delegación impropia»– nacen de una decisión del legislador, que «encomienda al Ejecutivo la determinación de aspectos relativos a la aplicación concreta de la ley, según el juicio de oportunidad temporal o de conveniencia de contenido que realizará el poder administrador». Pero dicha semejanza con la delegación es sólo aparente –tanto que la Corte en «Cocchia» ratificó su vieja doctrina acerca de la extraconstitucionalidad de la delegación legislativa propiamente dicha, mientras admitió la validez del decreto cuestionado en el caso, por calificarlo como reglamento de ejecución sustantivo– lo que obliga a considerar en particular a los denominados «reglamentos delegados» o «reglamentos de delegación» para deslindar debidamente ambos institutos.
¿La competencia para dictar RE reside también en cabeza del Poder Legislativo y del Poder Judicial? La respuesta es afirmativa si pensamos en los reglamentos adjetivos, pues cada uno de aquellos órganos constitucionales tiene que encontrarse habilitado para sancionar las normas según las cuales dará aplicación a los tratados y a las leyes. En definitiva, las normas constitucionales citadas para el caso de los RA (arts. 66 y 75 inc. 32, para el Poder Legislativo y 113 y 114 para el Poder Judicial) por su redacción amplia también autorizan a incluir en ellas a esta especial categoría de RE. Mayor dificultad existe en el caso de los reglamentos sustantivos, donde el art. 99.2, CN parece otorgar una competencia exclusiva en cabeza del Poder Ejecutivo. Esto es así claramente frente al resto de la estructura orgánica de la Administración pública, pero no resulta lógico excluir a los restantes «órganos superiores de la Constitución» –el Congreso, actuando por ambas Cámaras, y la Corte Suprema de Justicia– de una competencia reglamentaria que, en ciertos casos les podrá resultar indispensable para el cumplimiento de sus cometidos constitucionales. Cierto es que el Congreso la ejercerá normalmente bajo la forma de ley, que resultaría así de contenido reglamentario de otra anterior, y de su misma jerarquía, con el beneficio de ser ley posterior. En los tribunales esta reglamentación podrá encontrarse en los fallos plenarios de las Cámaras de Apelaciones, o en la jurisprudencia afirmada de la Corte Suprema, ya que, en muchos casos, al interpretar el texto de una ley se la podrá estar también reglamentando. Pero tampoco debe excluirse la posibilidad que tal reglamentación provenga de acordadas de los tribunales, que serán válidas siempre y cuando su contenido exprese una decisión que sólo puede ser tomada en el ámbito del Poder Judicial y no del Poder Ejecutivo. De lo contrario, habría una invasión inválida sobre la competencia propia del Ejecutivo, expresamente establecida en el ya recordado art. 99.2, CN.

IV. Reglamentos delegados
La delegación es un instituto típico del derecho público por el cual se autoriza a que un órgano transfiera a otro el ejercicio de su propia competencia. La transferencia normalmente tiene un contenido determinado y hasta la explicitación de las finalidades a obtener, como así también suele tener un plazo preciso. El órgano delegante es de superior o, excepcionalmente, de igual jerarquía que el órgano delegado; la inversión de esta relación jerárquica resultaría absurda y contradictoria con la naturaleza del propio instituto.
Pero, aunque típica, la delegación es de interpretación restrictiva. Siempre requiere de una norma que la autorice ya que se parte del principio de que el ordenamiento, al dotar a un órgano de una determinada competencia, quiere que ese órgano y no otro la ejerza.
Lo mismo ocurre en el derecho constitucional. Hasta la reforma de 1994, la delegación de competencias constitucionales entre órganos establecidos en la Constitución, no se encontraba siquiera prevista en el texto constitucional.
Por ello la Corte en «Cocchia» pudo afirmar, siguiendo una jurisprudencia anterior, «es en razón de sus caracteres propios, precisamente, que en nuestro sistema no puede considerarse la existencia de ‘reglamentos delegados’ o de ‘delegación legislativa’ en sentido estricto, entendiendo por tal al acto del órgano legislativo por el cual se transfiere –aún con distintos condicionamientos– en beneficio del ‘ejecutivo’, determinada competencia atribuida por la Constitución al primero de tales órganos constitucionales…» (Considerando 14).
Hoy la cuestión se encuentra expresamente contemplada en la CN. Su art. 76 dispone: «Se prohíbe la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo, salvo en materias determinadas de administración o de emergencia pública, con plazo fijado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación que el Congreso establezca…».
De esta manera la regla general es la prohibición de la delegación legislativa, lo que impide, lógicamente la existencia de los reglamentos delegados (RD).
La norma prohíbe la delegación legislativa en el «Poder Ejecutivo». ¿Significa esto que se encuentra autorizada en beneficio del Poder Judicial? Es inimaginable la delegación legislativa en favor del Poder Judicial, ya que hay una incompatibilidad de naturaleza. Una cosa es que los tribunales puedan emitir válidamente RA y, en ciertos casos RE, y otra es que puedan sustituir al Legislativo (aun con su autorización expresa) en la tarea de legislar. Para esto no están los jueces, quienes carecen de la organización y, en síntesis, del «expertise» adecuado para ello. Por la misma razón tampoco puede existir delegación del ejercicio de las competencias de cualquiera de los órganos constitucionales hacia los otros, sin perjuicio de la concreta prohibición del citado art. 76. Cada uno de estos órganos está diseñado para cumplir con su propia competencia, diseño que es ex profeso para asegurar el principio de la división de poderes. Por ello la única delegación teóricamente posible es la legislativa en beneficio del Poder Ejecutivo –prohibida también como regla general– porque este último se encuentra en condiciones técnicas y de organización para dictar normas de contenido materialmente legislativo, como lo prueba su habilidad para la sanción de los denominados decretos o reglamentos de «necesidad y urgencia», que luego analizaremos. Por lo demás, la prohibición de la delegación en beneficio del Poder Ejecutivo alcanza a la delegación en favor de cualquier órgano o ente de la Administración pública, de lo contrario se afirmaría una palmaria incongruencia.
La regla general prohibitiva tiene dos excepciones. La primera es la que se otorgue para enfrentar una situación de «emergencia pública». Aquí el caso, en su base fáctica, es similar al que justifica el dictado de reglamentos de necesidad y urgencia aunque su diferencia estriba en que, en la delegación, el Congreso actúa a priori, precisamente delegando, mientras que en el segundo supuesto, existe una inactividad del Congreso por la imposibilidad de seguir el procedimiento ordinario para la sanción de las leyes, como lo señala el art. 99.3, CN. En este caso, el Congreso actuará a posteriori, aceptando o rechazando el reglamento o decreto de necesidad y urgencia, en definitiva ejerciendo una tarea de control específicamente establecida en la norma constitucional. En el caso de la delegación, esta intervención posterior del Congreso es posible, aunque no la prevea expresamente la norma constitucional. Es que nada puede impedir que el Congreso se encuentre disconforme con la manera en que el Ejecutivo ejerció la competencia delegada, y derogue o modifique el RD, sin perjuicio de su validez y vigencia hasta ese momento. En la situación de emergencia pública, discrecionalmente valorada por el Congreso –lo que excluye su revisión judicial– el legislador entiende que la forma más rápida y efectiva de enfrentarla es a través de la delegación en favor del Ejecutivo, para lo cual debe establecer un plazo para su ejercicio y las «bases» o políticas (las finalidades, criterios, incluso los medios fundamentales apropiados) que el RD deberá respetar. La ley de delegación debe contener estos requisitos para su validez constitucional –lo que sí puede ser examinado por los jueces– y el RD debe respetarlos. Este resultará inválido si es emitido fuera del plazo, el que debe establecerse tanto para la sanción del reglamento como para su vigencia. Esto último resulta del texto del párrafo final del art. 76: «La caducidad resultante del transcurso del plazo previsto en el párrafo anterior no importará revisión de las relaciones jurídicas nacidas al amparo de las normas dictadas en consecuencia de la delegación legislativa», norma que no tendría sentido si el plazo –que es de caducidad y por lo tanto de decaimiento automático– sólo se refiriera al dictado del reglamento y no a su vigencia.
El otro supuesto de excepción a la prohibición de la delegación legislativa es el que se refiere a las «materias determinadas de administración». En este caso se ha interpretado, siguiendo a Marienhoff(13), que se trata de cuestiones materialmente administrativas y que, por ello, corresponderían al ámbito de competencia del Ejecutivo aunque, por expresa disposición constitucional han sido atribuidas al Poder Legislativo. El Congreso –que es el primer intérprete de la Constitución– las ha enumerado taxativamente en el art. 2° de la ley 25.148 (Adla, Bol. 22/99, p. 1): «A los efectos de esta ley (14), se considerarán materias determinadas de administración, aquellas que se vinculen con: a) La creación, organización y atribuciones de entidades autárquicas institucionales y toda otra entidad que por disposición constitucional le competa al Poder Legislativo crear, organizar y fijar sus atribuciones. Quedan incluidos en el presente inciso, el correo, los bancos oficiales, entes impositivos y aduaneros, entes educacionales de instrucción general y universitaria, así como las entidades vinculadas con el transporte y la colonización; b) La fijación de las fuerzas armadas y el dictado de las normas para su organización y gobierno; c) La organización y atribuciones de la Jefatura de Gabinete y de los Ministerios; d) La creación, organización y atribuciones de un organismo fiscal federal, a cargo del control y fiscalización de la ejecución del régimen de coparticipación federal; e) La legislación en materia de servicios públicos, en lo que compete al Congreso de la Nación; f) Toda otra materia asignada por la Constitución Nacional al Poder Legislativo, que se relacione con la administración del país».
En las materias autorizadas, la delegación legislativa debe cumplir, como vimos, con dos requisitos: establecer el plazo fijado para el ejercicio de la delegación, que incluye el de la vigencia de los RD, y la fijación de la política legislativa. No sería válida la delegación sin plazo, o sin que estableciera pautas o criterios, la finalidad inteligible en la ley, para su ejercicio. En aquellas condiciones la norma delegante adolecería de un vicio de inconstitucionalidad declarable por los jueces. Naturalmente esta inconstitucionalidad afecta a la legislación delegada o RD que perdería la base o soporte de su propia validez, con el resultado práctico de su inaplicabilidad en los casos concretos en que la inconstitucionalidad sea planteada, aunque el contenido del RD sea incuestionable.
El RD, según la exigencia del art. 100.12, CN, debe contar con el refrendo del Jefe de Gabinete de Ministros –sin lo cual se encuentra viciado de nulidad absoluta– y ser enviados por el mismo funcionario al Congreso, donde quedarán sometidos a un primer estudio por la Comisión Bicameral Permanente, cuyos cometidos incluyen el análisis de los reglamentos de necesidad y urgencia y de los decretos de promulgación parcial a las leyes (ver arts. 99.3 y 80, CN) (15). El envío al Congreso no es un requisito indispensable para la validez del RD, pues la Constitución no lo exige expresamente y el Congreso puede comenzar su análisis, a través de la Comisión Bicameral, a partir de la publicación del reglamento en el Boletín Oficial. Sin embargo, resultará de buena práctica el envío específico del reglamento al Congreso y, preferiblemente, dentro del plazo exigido para los reglamentos de necesidad y urgencia, ya que ello dará mayor eficacia y rapidez al control legislativo que se encuentra en la naturaleza del instituto: la delegación siempre exige el control del delegado por el delegante acerca de cómo la misma delegación se ha ejercido.
Para valorar los alcances de la prohibición constitucional de la delegación legislativa se debe ser muy cuidadoso en no confundir la delegación con la encomienda legislativa dirigida al Ejecutivo para la reglamentación ejecutiva de una ley, aunque ésta utilice, en sentido «impropio» como lo aclaró la Corte en «Cocchia», el término «delégase». Es que es preciso distinguir a los RD de los RE sustanciales y esto es lo que ha hecho la Corte en la citada causa «Cocchia» cuya doctrina (anterior a la reforma constitucional) como veremos, acaba de ser confirmada por el legislador.
En «Cocchia» la Corte identificó a los «reglamentos de ejecución», «…es decir, aquellos que se sancionan para poner en práctica las leyes cuando éstas requieren de alguna determinada actividad del Poder Ejecutivo para su vigencia efectiva» (Considerando 14). Luego la Corte describe a los denominados ‘reglamentos de ejecución adjetivos’ (que ya hemos analizado) y agrega «Distinto es el supuesto de lo que es posible denominar ‘delegación impropia’ –por oposición a la antes indicada delegación en sentido estricto, donde existe una verdadera transferencia de competencia o dejación de competencia– la que ocurre cuando el legislador encomienda al Ejecutivo la determinación de aspectos relativos a la aplicación concreta de la ley, según el juicio de oportunidad temporal o de conveniencia de contenido que realizará el poder administrador. No existe aquí transferencia alguna de competencia. El legislador define la materia que quiere regular, la estructura y sistematiza, expresa su voluntad, que es la voluntad soberana del pueblo, en un régimen en sí mismo completo y terminado, pero cuya aplicación concreta –normalmente en aspectos parciales– relativa a tiempo y materia, o a otras circunstancias, queda reservada a la decisión del Poder Ejecutivo que, en nuestro caso es, junto con el Legislativo y el Judicial, Gobierno de la Nación Argentina. El Poder Legislativo, muy por el contrario de transferirla, ejerce su competencia, y dispone que el Ejecutivo aplique, concrete, o ‘ejecute’ la ley, según el ‘standard’ inteligible que el mismo legislador estableció, es decir, la clara política legislativa, la lógica explícita o implícita, pero siempre discernible, que actúa como un mandato de imperativo cumplimiento por parte del Ejecutivo. Estos reglamentos también se encuentran previstos en el art. 86, inciso 2° (ahora 99.2) de la Constitución –una norma que, no puede dejar de ser advertido, no se encuentra en su similar norteamericana, lo que refuerza aún más la constitucionalidad, en nuestro sistema, de este tipo de decretos– por lo que, en realidad, son también decretos de ejecución de la ley, aunque con un contenido diverso (que los ‘adjetivos’)….(y) no pueden alterar el espíritu de la ley, es decir, la política legislativa que surge del texto aprobado por el Congreso. Pero ello no sólo con relación a la norma reglamentada, sino con respecto a todo el bloque de legalidad que conforma, con dicha ley, un sistema, ‘un programa de gobierno aprobado por el Congreso'». (Consid. 14; luego cita precedentes de la Corte norteamericana y sus propios precedentes «Delfino» y «Carmelo Prattico»).
La doctrina de la Corte es más que clara en la distinción de la ejecución sustancial de la ley, del ejercicio de una competencia delegada. En síntesis, hay RD cuando el Congreso transfiere –total o parcialmente, pero en bloque– el ejercicio de una competencia propia al Poder Ejecutivo, definiendo sólo la materia a regular y la finalidad querida por el legislador, por ejemplo, si el Congreso delegara en el Presidente de la República la regulación del instituto del divorcio vincular (causales, procedimiento, limitaciones, etc.) estableciendo como criterios y finalidad la mayor protección posible de la estabilidad del matrimonio, el interés de los hijos, etc. En este caso el Congreso coloca en cabeza del Ejecutivo la definición del total contenido de una legislación en materia de divorcio. En cambio existe RE sustantivo, cuando el Congreso ejerce plenamente su competencia, regula el instituto y encomienda al Ejecutivo la definición de oportunidades, desarrollos de ejecución práctica, datos de circunstancias, o la evaluación de las mismas, etc., conteniendo la propia ley, incluso en su contexto, las guías o criterios y finalidades que el Poder Ejecutivo deberá respetar en la reglamentación, además de no contradecir la letra y el espíritu de la ley. Así el caso del art. 10 de la ley 23.696, que dio motivo al caso «Cocchia». En el supuesto de duda, el intérprete –lo que incluye al juez, naturalmente– deberá estar por la interpretación que mejor satisfaga a la estabilidad de la norma en cuestión (del decreto reglamentario) solución que es la que más se compadece con razones de seguridad jurídica, sin perjuicio de que siempre le queda al legislador la posibilidad de corregir el eventual exceso del Poder Ejecutivo mediante la sanción de una nueva ley hasta derogatoria del reglamento en cuestión, para lo cual cuenta con la habilitación amplia del art. 75.32, CN, ya comentado.
La doctrina «Cocchia» –anterior a la reforma constitucional– acaba de ser ratificada por el Congreso a través de la ya citada ley 25.148. En efecto, ésta, luego de tratar la situación de los RD a los efectos de lo dispuesto en la Disposición Transitoria Octava, CN, dispone en su art. 4°: «Las normas dictadas por el Poder Ejecutivo en ejercicio de sus facultades propias de reglamentación, derivadas de lo dispuesto en el art. 99 inc. 2° de la Constitución Nacional, no se encuentran alcanzadas por las disposiciones de la presente ley», norma que sería absurda –ya que la ley 25.148 sólo puede referirse a los RD– si el legislador no hubiese querido dejar debidamente diferenciados los campos de los RD y los RE, en particular los sustantivos, y señalar que los últimos quedan fuera de las previsiones de la norma constitucional antes citada y de la propia ley 25.148.

V. Reglamentos de necesidad y urgencia
En los RA, el Poder Ejecutivo (y el resto de la Administración pública según corresponda) ejerce una competencia propia, como también lo hace al sancionar los RE, en algunos casos cumpliendo con el cometido que el legislador puede incluir en la ley, relativo al desarrollo de la misma. En los RD el PE ejerce una competencia transferida (en su ejercicio) por el legislador. Pero en los reglamentos de necesidad y urgencia –que denominaremos «decretos» de necesidad y urgencia (DNU) para seguir con la terminología constitucional– ejerce una competencia que es del Congreso sin que este órgano superior de la Constitución lo haya autorizado previamente.
Efectivamente, al sancionar un reglamento o decreto (16) de necesidad y urgencia el Poder Ejecutivo asume la competencia material que la Constitución le otorga al Congreso, regulando materias que corresponden sean tratadas por ley formal por expresa disposición constitucional. Lo expuesto no significa que la sanción de un DNU exprese una actuación irregular del Ejecutivo, en la medida que, bajo ciertas condiciones, tal actividad materialmente legislativa del Presidente de la Nación se encuentra autorizada por la propia Constitución en su art. 99 inc. 3°.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación ha ido desarrollando, en una jurisprudencia que todavía se encuentra en sus albores, la doctrina interpretativa del citado art. 99.3, CN (17). A partir de la misma –con inclusión del reciente y muy importante caso «Verrocchi, Ezio D. c. Poder Ejecutivo Nacional», V.916. XXXII, del 19 de agosto de 1999– puede hacerse la siguiente síntesis:
1) La sanción del DNU es de competencia exclusiva del Poder Ejecutivo, y debe ser decidido «en acuerdo general de ministros», quienes, junto con el Jefe de Gabinete de Ministros, deberán refrendarlo. Este es un requisito que hace a la validez formal del reglamento, susceptible de revisión judicial.
2) La regla general es la prohibición de la sanción de este tipo de normas, «salvo cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes», como aclara la norma constitucional. Se trata de dos requisitos sustanciales habilitantes de la competencia para el dictado del DNU. a) la razón de necesidad y urgencia, de naturaleza excepcional, en resolver una determinada situación política, social, económica o cualquier otra que precise de una determinada respuesta legislativa. Se trata de una situación de excepción, no ordinaria con respecto al curso natural de los acontecimientos de la vida social, distinta de la «emergencia» que, para la misma Corte en el caso «Peralta»(18) justifica la adopción de medidas restrictivas de ciertos derechos constitucionales. El DNU puede tener este contenido o no, es decir, puede o no ser una norma de «emergencia» y puede no serla en la medida que la excepcional necesidad y urgencia pueda ser afrontada con decisiones que no avancen sobre los derechos de los particulares. La excepcional razón de necesidad y urgencia justifica el dictado de la norma desde el punto de vista orgánico, sin avanzar sobre su contenido que también, o no, puede afrontar una situación de emergencia; b) la imposibilidad de seguir el trámite legislativo ordinario, lo que indica que la cuestión –la justificación habilitante– es estrictamente temporal y no referida a los alcances de la norma formalizada en el DNU. Este tendrá el mismo contenido de la ley que podría, de existir tiempo suficiente para ello, ser sancionada por el Congreso y, por su contenido, la validez de aquella norma será valorada de la misma manera en que lo sería la ley formal emanada del Congreso. La imposibilidad de seguir el trámite ordinario para la formación y sanción de las leyes, es decir para la intervención del Congreso en la regulación de la cuestión que debe ser resuelta de manera urgente, es una mera circunstancia temporal, que depende del caso concreto, circunstancia que puede demostrar la inconveniencia de aguardar el normal trámite legislativo para responder con eficacia a la necesidad planteada (19).
3) La razón excepcional de necesidad y urgencia ¿es revisable por los jueces? Sin duda es un aspecto que valorará el Congreso al momento de decidir si aprueba o rechaza el DNU, como veremos más adelante, pero el problema es su posible revisión judicial.
En «Rodríguez» la mayoría de la Corte había sugerido lo contrario, aunque sin profundizar la cuestión, debido a que el corazón del caso se refería estrictamente a un problema de legitimación para accionar, mucho más que un litigio cuya decisión dependiera del régimen jurídico de los DNU. Así en el Considerando 15 de la decisión mayoritaria se expresó: «De este modo atendiendo al texto constitucional plasmado por la reforma del año 1994, la norma referida (el concreto DNU impugnado en el caso) sólo puede considerarse sometida al pertinente contralor del Poder Legislativo de la Nación, a quien corresponde pronunciarse acerca de la concurrencia de los extremos –de valoración política– que habilitan el ejercicio de la facultad excepcional del Poder Ejecutivo, así como de la oportunidad, mérito y conveniencia de su contenido».
Sin embargo en «Verrocchi», con una mayoría de distinta composición (20), la Corte avanzó por el camino contrario. En el Considerando 9 del fallo, luego de recordar la excepcionalidad de la facultad del Poder Ejecutivo, se precisa: «Por tanto, para que el Poder Ejecutivo pueda ejercer legítimamente facultades legislativas que, en principio, le son ajenas, es necesaria la concurrencia de alguna de estas dos circunstancias: 1) Que sea imposible dictar la ley mediante el trámite ordinario previsto por la Constitución, vale decir, que las cámaras del Congreso no puedan reunirse por circunstancias de fuerza mayor que lo impidan, como ocurriría en el caso de acciones bélicas o desastres naturales que impidiesen su reunión o el traslado de los legisladores a la Capital Federal; o 2) que la situación que requiere solución legislativa sea de una urgencia tal que deba ser solucionada inmediatamente, en un plazo incompatible con el que demanda el trámite normal de las leyes». Y agrega: «Contrariamente a lo que sostiene el recurrente …corresponde al Poder Judicial el control de constitucionalidad sobre las condiciones bajo las cuales se admite esa facultad excepcional, que constituyen las actuales exigencias constitucionales para su ejercicio. Es atribución de este tribunal en esta instancia evaluar el presupuesto fáctico que justificaría la adopción de decretos de necesidad y urgencia (conf., con anterioridad a la vigencia de la reforma constitucional de 1994, Fallos: 318:1154, considerando 9) y, en este sentido, corresponde descartar criterios de mera conveniencia ajenos a circunstancias extremas de necesidad, puesto que la Constitución no habilita a elegir discrecionalmente entre la sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un decreto».
Entiendo que la mayoría (imprecisa) en «Verrocchi» no ha advertido la verdadera naturaleza de los DNU ni tampoco la inconveniencia práctica de la solución que ha planteado en su fallo.
La reforma constitucional de 1994 ha ubicado la competencia del Ejecutivo en materia legislativa, a través de la sanción de DNU, dentro de la disposición liminar del 99.3 que lo define como «co-legislador»: «Participa –dice la norma en su párrafo inicial– de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución, las promulga y hace publicar». Dentro de este cometido constitucional se encuentra el excepcional de sancionar DNU, actos de naturaleza materialmente legislativa que también, desde el aspecto procesal, «participa(n) de la formación de las leyes» en colaboración con el Congreso, puesto que el DNU queda inmediatamente sometido a la aprobación o rechazo por parte del Legislativo, como luego veremos.
Frente a una situación de inactividad del Congreso –que no sólo puede ocurrir por circunstancias catastróficas, sino también por razones políticas, por ejemplo reiteradas negativas de una bancada a colaborar con la formación del «quórum» para sesionar, además de la imposibilidad objetiva del cumplir con el trámite ordinario, como en el caso del ya citado ejemplo del dec. 924/99– el constituyente de 1994 le otorgó al Ejecutivo una competencia de iniciativa y de impulso: con la sanción del DNU toma la iniciativa de sancionar la norma –que a partir de ese momento es vigente– y obliga al Congreso a expedirse expresamente, bajo pena de la continuación de la vigencia de la norma en tal carácter sancionada.
El nuevo art. 99.3 de la CN tiene así un alto contenido político pues impide la parálisis de la acción de gobierno (que en un sistema presidencialista es de extrema gravedad) por la falta de coincidencia entre el Ejecutivo y el Legislativo, cuando el primero no recibe el suficiente apoyo del segundo, lo que incluso puede suceder por la conducta de legisladores del propio partido oficialista. En definitiva prevalecerá la decisión del Poder Legislativo (quien puede rechazar el DNU) pero ésta tendrá que ser expresa, previo debate, del que probablemente surja una ley con un contenido distinto que el del DNU rechazado, pero con algún contenido y no el mero silencio.
Entonces no se trata de un ejercicio arbitrario del Ejecutivo que, por meras razones de conveniencia decide omitir la intervención del Congreso en el tratamiento de un determinado asunto. En realidad no la omite, sino que la provoca, la fuerza. El Congreso ya no podrá guardar silencio, pues de lo contrario el reglamento con efectos de ley continuará vigente. Aun cuando la decisión del Ejecutivo resulte irrazonable o arbitraria, pues no existe, en el caso, ni la necesidad, ni la urgencia, ni la excepcionalidad de la situación, el Congreso puede rechazarla en pocas horas y el Presidente o su Jefe de Gabinete de Ministros llevados al borde de la remoción, o a la remoción misma.
Es decir, se trata de una cuestión de relaciones políticas entre los dos poderes, cuyo juzgamiento es ajeno al rol, a la jurisdicción, incluso al «expertise» de los jueces.
Sin duda la decisión del Poder Ejecutivo de sancionar un DNU es de naturaleza discrecional, no reglada, que no debe ser arbitraria. Los jueces no pueden juzgar acerca del contenido de una decisión discrecional, aunque sí de su arbitrariedad(21). Pero esto es propio del control de los actos administrativos o, incluso, de otro tipo de reglamentos administrativos (los RA), pero no puede aplicarse a éstos –los DNU– tan singulares a los que la Constitución les otorgó un sistema de control especial por parte del Poder Legislativo.
La intervención, en estos casos, de los tribunales sería una intromisión en las relaciones entre los otros dos poderes, un impedimento para el ejercicio de las competencias propias del Congreso, una interrupción (en ciertos casos) del normal desarrollo del poder de control político del Congreso, que incluso puede ejercerse por la vía del silencio, manteniendo, como veremos, la vigencia de la norma sancionada por el Presidente de la Nación.
Por otra parte la solución propuesta en «Verrocchi» es de gran inconveniencia práctica. Obliga a los jueces a juzgar acerca de una cuestión meramente fáctica, de naturaleza política. ¿Cómo evitar las soluciones contradictorias entre distintos tribunales? Cuando una sentencia declara la inconstitucionalidad de una norma está diciendo que en su aplicación al caso resulta contraria a la Constitución y por lo tanto, es inaplicable. Cuando avanza sobre la calificación de la «necesidad y urgencia» del reglamento, está incidiendo sobre su vigencia como norma (pues de eso es de lo que se trata) y en este punto puede haber decisiones contradictorias, incluso contradictorias con la expresa voluntad del Congreso. ¿Qué ocurre si éste aprueba el DNU frente a sentencias que sostienen la inexistencia de la «necesidad y urgencia»? ¿La decisión del Congreso –que podría tener la forma de ley– es inconstitucional? ¿La decisión del Congreso predomina sobre la sentencia?
La Constitución estableció un procedimiento especial de control, que «Verrocchi» parece no respetar.
4) De acuerdo con lo dispuesto en el art. 99.3, CN, los DNU pueden regular cualquier materia, con exclusión de la «penal, tributaria, electoral o el régimen de partidos políticos». Estas son normas vedadas al Ejecutivo, y por tanto, si éste sancionase DNU sobre aquellas materias, ni siquiera el Congreso podría aprobarlos como tales. La decisión aprobatoria sería también inconstitucional.
Esta sí es una materia revisable por los jueces pues, a diferencia del caso anterior, se refiere a la validez sustancial del DNU, cuestión que queda excluida de la voluntad del Poder Legislativo, como lo ha sostenido la Corte en la causa «Kupchik, Luisa y Kupchik, Alberto c. Banco Central de la República Argentina» del 17 de marzo de 1998 –La Ley, 8/9/99 y en «Cic Trading c. Fisco Nacional» de la misma fecha, donde decidió que (tratándose de DNU con materia tributaria) «la ratificación legislativa …carece de incidencia respecto de dicha conclusión (ya que) resulta improcedente cualquier interpretación que conduzca a asignar efectos convalidantes, con carácter retroactivo, a la ratificación legislativa o a la reiteración del texto del decreto en una ley posterior». Es decir, el Congreso podría sancionar una ley con el mismo contenido que el DNU relativo a cuestiones prohibidas por la Constitución, o simplemente podría ratificarlo, convirtiéndolo en ley. Pero, aun si se admitiese la validez del segundo procedimiento, siempre regiría para el futuro, sin los efectos de la aprobación de un DNU válidamente sancionado.
5) Como hemos visto el DNU se encuentra sometido a un procedimiento especial, que incluye actuaciones que hacen a su validez formal, como la toma de decisión en acuerdo general de ministros, el refrendo conjunto por todo el gabinete y su envío al Congreso por parte del Jefe de Gabinete de Ministros («personalmente», dice la norma, aunque no cabe interpretar que se trate de una exigencia «física») dentro de los diez días (cabe interpretar que son corridos) de su sanción.
De acuerdo con el art. 99.3 de la CN, el DNU enviado al Congreso por el Jefe de Gabinete, es sometido al estudio de una «Comisión Bicameral Permanente» –creada entonces por la propia Constitución– «cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara», dice la norma. Esta Comisión Bicameral es la misma que debe intervenir para el análisis de las promulgaciones parciales de leyes, efectuadas por el Poder Ejecutivo, mecanismo en principio prohibido salvo que las partes de la ley promulgadas gocen de «autonomía normativa y su aprobación parcial (no altere) el espíritu ni la unidad del proyecto sancionado por el Congreso» (art. 80, CN), decretos de promulgación parcial que deben ser puestos por el Jefe de Gabinete a la consideración de la Comisión Bicameral dentro del plazo de diez días de su sanción (art. 100.13, CN).
La Comisión Bicameral cuenta con un plazo de diez días para expedirse, en un dictamen que carece de efectos vinculantes para las cámaras de senadores y diputados, las que lo examinarán en reunión plenaria por separado (art. 99.3, CN).
Como se ve la propia Constitución ha establecido las bases del procedimiento de tratamiento de los DNU por el Congreso, dejando sus detalles relativos al «trámite y a los alcances de la intervención del Congreso» (norma citada) a una regulación que deberá hacerse por «ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara» (ídem).
Como a la fecha el Congreso ni ha puesto en funcionamiento a la Comisión Bicameral ni ha sancionado la ley reglamentaria del procedimiento, se ha puesto en duda si, aún así, el Poder Ejecutivo se encuentra facultado para ejercer su competencia relativa a la sanción de DNU.
En «Rodríguez» la mayoría de la Corte optó por la afirmativa, con tres argumentos contundentes: 1) la omisión del Congreso no puede privar al Ejecutivo del ejercicio de una competencia otorgada por la Constitución, ya que de lo contrario la actividad propia de un poder quedaría en manos, sometida a la decisión discrecional, de otro, que podría nunca cumplir con los cometidos que le impone la norma constitucional o, establecida la Comisión y sancionada la ley reglamentaria, disolver aquélla y derogar la ley cuando quisiera evitar que el Presidente de la República dictase un DNU; 2) el Congreso puede revisar el DNU con los medios que hoy cuenta, aún sin el funcionamiento de la Comisión Bicameral y la reglamentación procesal; 3) de hecho esta última es la conducta del Legislativo con relación a la promulgación parcial de las leyes, donde los decretos pertinentes fueron sancionados por el Ejecutivo y revisados por el Congreso a pesar de la inexistencia de la Comisión Bicameral y de la ley reglamentaria. La doctrina de «Rodríguez» fue reiterada en «Verrocchi», expresamente por la minoría e implícitamente por la mayoría, que no utilizó la argumentación en contrario, salvo en el caso del voto concurrente del doctor Petracchi.
6) Por último resta por analizar las posibles actitudes del Congreso frente al DNU, habida cuenta de que, como ya vimos, la sanción de esta norma obliga a aquél a actuar, salvo que prefiera –o no lo pueda evitar, por la carencia de las mayorías necesarias– que el DNU continúe con su vigencia plena.
El primer punto a considerar es que el Congreso debe expedirse expresamente. Así lo dice el art. 99.3, CN, cuando menciona que la Comisión Bicameral debe emitir su dictamen y enviarlo al plenario de cada Cámara «para su expreso tratamiento». Claro que podría sostenerse que el tratamiento debe ser expreso, aunque no la decisión. Sin embargo la inclusión del término «expreso» por el constituyente –que podría haber simplemente escrito en la norma «para su tratamiento»– parece indicar un énfasis especial en la necesidad de una manifestación expresa por parte del Congreso. No hay tratamientos tácitos, mucho menos cuando tal tratamiento se da en el plenario de cualquiera de las Cámaras del Congreso, donde el debate –aunque sea mínimo– es una regla que no conoce excepciones. Cuan do la Constitución agrega la palabra «expreso» quiere indicar que exige que el dictamen de la Comisión Bicameral –y con él, el reglamento– sea debatido y votado, con lo cual habrá una manifestación expresa de voluntad de cada una de las cámaras legislativas.
Pero además esta norma constitucional debe leerse juntamente con otra, que impone un principio general también, lógicamente, vigente para el caso en examen. Se trata del art. 82, CN que establece: «La voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta». Aunque esta disposición se refiere al proceso de formación y sanción de las leyes, también alcanza a otras manifestaciones de voluntad de las Cámaras –por ejemplo, resoluciones, comunicaciones al Poder Ejecutivo, etc.– que por naturaleza deben ser expresas. Además, nada impide que la decisión acerca de un DNU tenga forma de ley (volveremos sobre este particular) y si la tuviera como resolución, volvemos a lo ya planteado: éstas deben ser, por su misma naturaleza, expresas. No puede haber leyes tácitas, ni tampoco ningún otro tipo de acto que manifieste la voluntad común del Congreso o la individual de cada Cámara.
Esta cuestión fue expresamente tratada en «Verrocchi» por el voto concurrente del doctor Petracchi, proponiendo una solución que no parece ser la adecuada. Allí el mencionado Ministro, sobre la base de que nuestro art. 99.3, CN, según lo expuesto en el debate de la Convención Constituyente de 1994, encuentra inspiración en el art. 86 de la Constitución Española, hizo relación de la doctrina elaborada en función del citado art. 86, que atribuye «al silencio efectos similares a la desaprobación expresa del decreto-ley». En realidad la comparación es desacertada ya que la Constitución Española no tiene una norma como la contenida en el art. 82 de nuestra Constitución, con lo cual el intento comparativo fenece automáticamente. Por otra parte sorprende la interpretación dada al texto español, cuando es aún más enérgico que el nuestro en cuanto a exigir un pronunciamiento expreso del Legislativo. Así mientras nuestro art. 99.3 dice que el despacho de la Comisión Bicameral será elevado al pleno de las Cámaras «para su expreso tratamiento», el art. 86 de la Constitución Española dice que «El Congreso habrá de pronunciarse expresamente dentro de dicho plazo (30 días desde la promulgación del decreto-ley) sobre su convalidación o derogación». Pero aun cuando a esta norma pudiere otorgársele un sentido contradictorio, lo cierto, reitero, es que tal interpretación no es posible en nuestro medio, ya que lo veda el texto del art. 82, CN que prohíbe que «la voluntad» de cualquiera de las Cámaras pueda sancionarse de manera «tácita o ficta».
En consecuencia, el silencio del Congreso mantiene la vigencia del DNU, lo que, además de las razones ya expuestas, fortifica la seguridad jurídica. Poco efecto tendría una norma cuya vigencia quedase sometida a un plazo resolutorio breve, dependiendo exclusivamente de la inactividad del Congreso. De esta manera, el DNU carecería totalmente de efectos prácticos, traicionándose así, con la interpretación que se cuestiona, la clara intención del constituyente.
El Congreso debe, entonces, aprobar o rechazar el DNU, expresamente. Para ello la Constitución no fija plazo alguno, aunque sí lo podría hacer la ley reglamentaria, aunque lo sería a título meramente indicativo para el Congreso habida cuenta de que la permanencia del silencio más allá del vencimiento de aquel hipotético plazo sólo puede producir la continuidad de la vigencia del reglamento.
La aprobación no modifica la situación jurídica existente, generada a partir de la sanción del DNU, aunque su conveniencia práctica, a los efectos de la seguridad jurídica, es evidente: es la manifestación expresa de la conformidad del Congreso con el reglamento, lo que implica la imposibilidad de un rechazo posterior, sin perjuicio de que luego, como cualquier ley, el DNU pueda ser derogado o modificado por una ley posterior (22).
El rechazo, en cambio, provoca una radical alteración de la situación jurídica existente hasta ese momento, con efectos trascendentes. El rechazo puede tener diversos contenidos: a) porque el DNU legisló en cualquiera de las materias prohibidas por el art. 99.3, CN, lo que supone la nulidad absoluta del reglamento desde sus orígenes sin siquiera encontrarse protegidas las relaciones jurídicas de buena fe nacidas al amparo del DNU rechazado; b) por defectos formales en el DNU, como la falta de refrendo por la totalidad del gabinete ministerial, falta de envío al Congreso, o envío tardío, con los mismos efectos que en el caso anterior aunque con protección de las relaciones jurídicas de buena fe, ya que se trata de defectos de imposible o difícil conocimiento para el común de la ciudadanía; c) por disconformidad con la valoración de la razón de necesidad y urgencia, o con la imposibilidad de seguir los trámites ordinarios para la sanción de la ley formal, lo que también produce los efectos antes señalados, protegiendo a los «operadores» jurídicos de buena fe, para quienes esta cuestión es una materia de imposible valoración, ya que es exclusiva del Congreso; d) por disconformidad con el contenido del DNU, lo que equipara el rechazo con la ley posterior derogatoria, es decir el DNU mantuvo plena y válida vigencia hasta la sanción del rechazo.
Debe analizarse si el rechazo debe tener la forma de una ley o puede ser expresado por resolución conjunta o individual pero coincidente de cada una de las Cámaras. En nuestro anterior trabajo ya citado –«Decretos de Necesidad y Urgencia. El caso Rodríguez»– optamos por la solución de la ley formal, sobre todo por razones de seguridad jurídica y porque permite el funcionamiento pleno de la Cámara de origen y Cámara revisora, lo que sería de difícil ejecución práctica en el supuesto de que el rechazo tenga la forma de una mera resolución.
Sin embargo esta solución presenta un inconveniente importante: si el rechazo se expresa a través de una ley formal, el Poder Ejecutivo podría vetarlo, manteniendo la vigencia del DNU hasta tanto el Congreso pueda insistir con la mayoría de dos tercios de los votos (art. 83, CN) mayoría que siempre es difícil de obtener. De esta manera podría burlarse el control que el Congreso debe ejercer sobre los DNU, otorgándole al Poder Ejecutivo la decisión última en la materia.
Revisado el problema desde esta perspectiva, se impone la solución del rechazo –y obviamente, la aprobación– por resolución de las Cámaras, lo que debería quedar establecido en la ley reglamentaria prevista en el art. 99. 3 de la CN. Se trata de simples resoluciones de cada una de las Cámaras –nada impide que puedan realizar una sesión conjunta– sin el procedimiento de cámara de origen y cámara revisora. Con la coincidencia de ambas Cámaras ya se obtiene el rechazo –la norma constitucional establece que el despacho de la Comisión Bicameral será elevado al plenario de las Cámaras, lo que permite inferir que se trata de un envío simultáneo– procedimiento que se ajusta en mayor medida con la celeridad que el constituyente quiso otorgarle al procedimiento de control por parte del Congreso. La citada ley reglamentaria debería regular la forma de envío de ambas resoluciones, de manera conjunta, al Poder Ejecutivo y la publicación, también simultánea y de ambas, en el Boletín Oficial.
Como ya vimos la preexistencia de una expresa aprobación impide el posterior rechazo, que sería así absolutamente inválido. Incluso si el rechazo posterior a la aprobación tuviese forma de ley, habría que interpretar a ésta como una mera derogación, que no afecta la vigencia del decreto hasta el momento de aquella ley derogatoria.
Pero ¿qué ocurre si no existió aprobación sino una conducta del Congreso que supone su aceptación del DNU? Esta es una situación que puede ocurrir si el Congreso sanciona leyes que parten de la base de la vigencia del DNU, p. ej., si el reglamento crea una determinada entidad administrativa, y en la próxima ley presupuestaria –siempre sin expedirse sobre el DNU– el Congreso la dota de fondos para su funcionamiento. Entendemos que el rechazo sigue siendo válido, con sus efectos propios –aunque el tema es, sin duda, discutible– ya que el Congreso tiene la obligación constitucional de expedirse expresamente sobre el DNU, lo que sólo realiza con la resolución del rechazo (o en su caso, la de aprobación). Mientras tanto, aquellas leyes sancionadas por el Congreso, que suponen la vigencia del DNU, ayudan a su presunción de validez y, por ende, a la situación de las relaciones jurídicas nacidas bajo el amparo del reglamento, que tendrán así, también, una fuerte presunción de buena fe. Por las mismas razones, el simple silencio del Congreso –que mantiene vigente el DNU– no impide el rechazo posterior (lo que demuestra la diferencia entre la aprobación expresa y el mero silencio, que nunca es aprobación sino una simple situación fáctica de vigencia de la norma de urgencia) por lo menos dentro del plazo en que el rechazo debe ser emitido, si la ley reglamentaria fijara dicho plazo.
La derogación del DNU presenta una situación diferente. En estricto sentido se trata de una ley posterior que deroga –podría también modificar– a una anterior. La derogación sólo puede sancionarse por ley formal y ésta sí podría ser vetada por el Poder Ejecutivo y, a la vez, insistida por el Congreso. Esto es así –a diferencia de la situación que se plantea en el caso de rechazo– porque la derogación también supone que el DNU no fue rechazado y que por tanto fue plena y válidamente vigente hasta la promulgación y vigencia de la ley derogatoria.
Esta situación fue expresamente analizada por la Corte Suprema en el caso «Verrocchi». Aquí los DNU formalizados por decs. 770/96 y 771/96 fueron expresamente derogados por el art. 25 de la ley 24.714 (Adla, LVI-C, 3585; LII-B, 1752; LVI-E, 6093), lo que justificó la interpretación desarrollada por la minoría –la mayoría sólo hizo una rápida mención contraria en los votos de los doctores Petracchi y Boggiano– con una conclusión absolutamente lógica: «sólo es concebible por parte del órgano legislativo la ‘derogación’ de normas cuya validez ha admitido» (Considerando 12). Estrictamente hablando no se trata de que el Congreso, al derogar un DNU, «implícitamente» lo convalide hasta ese momento (es que tampoco puede haber aprobación implícita, violatoria también de la regla del art. 82, CN) sino que se aplica en el punto lo que hemos expuesto antes: mientras el Congreso guarde silencio, el decreto es vigente. Esta vigencia cesa a partir de la derogación –por ley– del DNU, en el clásico juego de norma posterior con respecto a norma anterior. Sin duda sería una conducta contradictoria del Congreso derogar una norma con respecto a la cual quiere rechazar su vigencia. Para esto último bastaría con resolver el rechazo del DNU, con los efectos ya vistos. Si deroga es porque admite que el reglamento, como consecuencia del silencio del Congreso, ha estado en vigencia, y lo está hasta el momento de la derogación.

VI. Conclusión. La actividad legisferante del Poder Ejecutivo
El Poder Ejecutivo siempre ha ejercido una actividad creadora de normas. Lo hace, como ya vimos, incluso con sus actos de contenido particular, los actos administrativos propiamente dichos. Y por supuesto que lo hace, con un contenido material semejante al de la ley formal, con sus reglamentos.
La reforma constitucional de 1994 ha aclarado muchos aspectos de la denominada «potestad» reglamentaria de la Administración pública, en particular de su «responsable político», el Presidente de la Nación. Especialmente hay ahora una adecuada definición constitucional acerca de los reglamentos delegados y de los reglamentos de necesidad y urgencia, que faltaba en el texto constitucional anterior a la reforma, aun cuando éstos eran de frecuente uso en nuestra práctica constitucional.
Naturalmente estos nuevos institutos constitucionales necesitarán de un tiempo de sedimentación en la jurisprudencia y en la doctrina jurídica. Esto es lo que está ocurriendo.

Notas:
(1)En general su actividad interna (resoluciones de las Cámaras del Congreso o acordadas de los tribunales acerca de su propio régimen administrativo, circulares e instrucciones de la Administración pública, etc.) se expresa en normas con efectos vinculantes sobre su propio personal. Mucha actividad interna estrictamente no jurígena puede ser preparatoria de otras con efectos normativos.
(2)Esto lo hemos tratado en BARRA, Rodolfo C., «Ejecutoriedad del acto administrativo», Revista de Derecho Administrativo, N° 1, Buenos Aires, mayo-agosto de 1989, ps. 65 a 100.
(3)Ver BARRA, Rodolfo C., «Principios de Derecho Administrativo», Capítulo VII, Ed. Abaco, Buenos Aires, 1980.
(4)Esta relación tiene hoy plena y expresa consagración en la doctrina de la Corte Suprema de Justicia en el caso «Fayt, Carlos S. c. Estado nacional», F.100.XXXV, sentencia del 19 de agosto de 1999 (La Ley, 8/9/99). La ley que declara la necesidad de la reforma constitucional, sancionada conforme con el art. 30 de la Constitución, al disponer válidamente la iniciación del proceso de reforma, puede considerarse de igual jerarquía que la Constitución en la medida que habilita a la futura Convención Constituyente a reformar las disposiciones constitucionales cuya modificación o derogación se autoriza, muchas veces de manera contradictoria con el original texto constitucional. De no mediar esta norma habilitante, ninguna modificación sería constitucionalmente válida. Esto –pero sólo con este alcance– coloca en paridad de jerarquía a la Constitución original con la ley que declara la necesidad de su reforma, sin perjuicio de que, desde otro punto de vista con respecto a sus relaciones mutuas, esta ley se encuentra subordinada a la Constitución en cuanto a su proceso de formación y a su alcance sustancial: sólo habilita la modificación o reforma, no la impone, ya que la Convención Constituyente podría ratificar, total o parcialmente con respecto a los puntos habilitados, el texto original. Lo mismo ocurre con la ley que el Congreso sanciona para otorgar «jerarquía constitucional» a los tratados «sobre derechos humanos», según lo establecido en el art. 75 inc. 22 de la Constitución. Este es otro camino de reforma constitucional, pues la incorporación de un nuevo tratado al elenco contenido en aquella norma –como ya ocurrió con la «Convención Interamericana sobre la Desaparición Forzada de Personas», a la que la ley 24.820 (Adla, LVII-C, 2893) le otorgó jerarquía constitucional «en los términos del artículo 75, inciso 22 de la Constitución Nacional»– o la aprobación de su exclusión por «denuncia» es una reforma constitucional por un procedimiento distinto del contemplado en el ya citado art. 30, lo que se encuentra expresamente autorizado a partir de la reforma constitucional de 1994. Debe destacarse que la ley de incorporación o de aprobación de la denuncia del tratado, es una ley especial que requiere «del voto de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara…» (art. 75 inc. 22). Incluso, para la incorporación, requiere de un procedimiento legislativo complejo: primero el Congreso debe sancionar la ley simple aprobatoria del tratado, como con respecto a cualquier tratado internacional, luego la ley especial de incorporación ya referida. Esta última tiene un impacto constitucional aún más profundo que la ley declarativa de la necesidad de la reforma prevista en el art. 30. Nótese que los tratados sobre derechos humanos contemplados o incorporados al art. 75.22, tienen jerarquía constitucional «en las condiciones de su vigencia», vigencia constitucional que, en el punto, le es otorgada por la ley que los incorpora a la Constitución. Pero esta ley incorpora también a la ley «simple» que aprueba al tratado como tal, de manera que esta última también goza de la jerarquía constitucional que le corresponde al tratado. En cambio, la ley prevista en el art. 30 es una ley de mera habilitación a la reforma y sólo subsiste en el tiempo a los efectos de comparar lo reformado con los aspectos por aquélla habilitados. No pasa a formar parte del texto constitucional. Cuando en el cuerpo del presente artículo nos referimos a la jerarquía preeminente de la Constitución, incluimos en ella, por lo dicho, a los tratados sobre derechos humanos con jerarquía constitucional.
(5)Sobre la norma constitucional citada en el texto y sobre el «derecho de la integración derivado», ver BARRA, Rodolfo Carlos, «Fuentes del Derecho de la Integración», en especial Capítulos IV y V, Ed. Abaco, Buenos Aires, 1999.
(6)Ello es así aún en los casos en que se precisa «el acuerdo general de ministros» como ocurre para la sanción de un decreto de necesidad y urgencia (art. 99 inc. 3°, Constitución Nacional). Si hubiese oposición de un ministro, el Presidente puede exigirle su renuncia y solucionar así la dificultad. Aunque la Constitución en ciertas ocasiones se refiere al «acuerdo de gabinete» (por ejemplo, decisiones tomadas por el Jefe de Gabinete de Ministros en el marco de lo dispuesto en el art. 100 inc. 4°, Constitución Nacional) éste actúa meramente como un cuerpo de deliberación consultiva y no decisoria. Ver, sobre el particular, BARRA, Rodolfo C., «El Jefe de Gabinete en la Constitución Nacional», Cap. V, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1995.
(7)GARCIA DE ENTERRIA, Eduardo y RAMON FERNANDEZ, Tomás, «Curso de Derecho Administrativo», t. I, Cap. IV, p. 206 y sigtes., Ed. Civitas, Madrid, 1987.
(8)Ver BARRA, ob. cit., «Principios…», Capítulo V.
(9)Por ejemplo, la ley de procedimientos administrativos legisla sobre materias de organización y procedimiento que bien podría afirmarse que corresponden a la competencia del Poder Ejecutivo. Estas normas no son inconstitucionales por su origen, ya que se encuentran amparadas en el texto amplio del citado art. 32 de la Constitución Nacional. «Hacer todas las leyes y reglamentos que sean convenientes para poner en ejercicio los poderes antecedentes (los enumerados taxativamente y que le otorgan competencia exclusiva al Congreso) y ‘todos’ los otros concedidos por la presente Constitución al Gobierno de la Nación Argentina» (paréntesis y comilla simple agregados). El Gobierno de la Nación Argentina está constituido por los tres poderes u órganos constitucionales (El «Título Primero» de la «Parte Segunda» de la Constitución Nacional regula al «Gobierno Federal», que engloba a los tres clásicos poderes e incluso al Ministerio Público y al Defensor del Pueblo y al Auditor General de la Nación, aunque estos últimos, si bien con autonomía funcional, se encuentran en jurisdicción del Congreso). Así el Congreso puede sancionar leyes (también resoluciones conjuntas de ambas Cámaras, en la medida que la norma se refiere a «reglamentos») que avancen sobre los poderes propios de organización y de ejercicio de sus propias competencias del Ejecutivo y el Judicial, siempre, lógicamente, que no se afecte la independencia del órgano constitucional. Una vez que aquella competencia es ejercida por el Congreso, el otro órgano queda excluido de su ejercicio. Así, para seguir con el ejemplo de la ley de procedimientos administrativos, el Ejecutivo no podría hoy reglamentar los aspectos de aquella ley que avanzan sobre sus competencias propias, porque ello le fue válidamente «quitado» por el Congreso.
(10)Sobre la distinción entre «gobierno» y «administración», ver BARRA, ob. cit., «Principios…», Capítulo V.
(11)Puede haber aquí una «zona gris» entre los RE y los RA. El órgano o ente subordinado al Ejecutivo, puede precisar sancionar un reglamento organizativo o de funcionamiento especial a los efectos de la puesta en práctica de una determinada ley. Precisamente, muchas leyes establecen que un determinado órgano será la «autoridad de aplicación de la ley» y así provoca la actividad reglamentaria del órgano, normalmente un determinado ministro. Seguimos aquí en el campo de los RA pues, en definitiva, el reglamento nada agrega a la ley. Este último aspecto, la adición de elementos que podrían estar en el contenido propio de la ley, es el que, aproximativamente, caracteriza al RE y permite distinguirlo –también de una manera muy circunstanciada– del RA.
(12)Se trata del caso «Cocchia, Jorge D. c. Estado nacional y otro s/ acción de amparo», decidido el 2 de diciembre de 1993, LA LEY, 1994-B, 633. En el caso se discutió la validez de los arts. 34 a 37 del dec. 817/92 (Adla, LII-B, 1763) que afectaban, según el impugnante, ciertos derechos emergentes del ordenamiento laboral convencional, sin base legal que lo justificara. La Corte analizó el marco legal dentro del cual se insertaba el mencionado decreto, pero lo hizo desde el punto de vista del ordenamiento en general, considerado como política legislativa que el Ejecutivo debía respetar –y estaba obligado a implementar– en su actividad reglamentaria. Partió del examen de «las leyes que sancionó el Congreso sobre la reforma del Estado» (23.696; 23.697; 23.928 –Adla, XLIX-C, 2444; 2458; LI-B, 1752–) para afirmar que «no existen dudas acerca de la filosofía que inspiró a las políticas después implementadas por el mismo legislador o, en su caso, por el Ejecutivo, tendientes a proteger y estimular el marco de libertad indispensable para el funcionamiento de una economía de mercado en la cual el Estado asume un papel exclusivamente subsidiario» (Considerando 11). Tomó especialmente en cuenta lo dispuesto por el art. 10 de la ley 23.696, como base de la política desregulatoria, como también los objetivos del Tratado de Asunción estableciendo el MERCOSUR (Adla, LI-C, 2889), vinculados con «la libre circulación de bienes, servicios y factores productivos …», al que calificó como «una clara definición de política legislativa, que el ordenamiento jurídico interno no puede contradecir, dificultar u omitir en su implementación práctica…y a cuya luz igualmente deben valorarse tanto el decreto cuya constitucionalidad aquí se desafía, como la situación normativa y práctica que aquél viene a corregir» (Considerando 12). La Corte también merituó la ley 24.093 (Adla, LII-C, 2852), vinculada con la administración y operatoria portuaria (a la que se refiere el dec. 817) también con claros objetivos desregulatorios (Considerando 13). Todo lo mencionado es para la Corte un «sistema jurídico…que define una clara política legislativa, cuya conformidad con la Constitución no fue cuestionada, y sobre la cual no hay argumentaciones….que demuestren que el dec. 817 –globalmente considerado– fue dictado en contradicción, o en exceso, o con desproporción o inadecuación de medios…» agregando que el citado decreto «no es más que uno de los instrumentos cuya implementación el legislador confió en el Poder Ejecutivo para llevar a cabo la política de reforma del Estado por aquél decidida…» (Considerando 13). La Corte establece así los alcances de la relación jerárquica entre la norma (o el conjunto coherente de normas) reglamentada y la norma reglamentaria. La primera fija, con mayor o menor grado de desarrollo, una política que el RE debe poner en práctica sin contradecirla o con razonable adecuación de medios. Si esto es así, queda asegurada la constitucionalidad del reglamento.
(13)MARIENHOFF, Miguel S., «Tratado de Derecho Administrativo», t. I, p. 405 y sigtes., Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1990, como también del mismo autor, en la publicación conjunta 120 Años de la Procuración del Tesoro de la Nación, p. 50 y sigtes., con el título «La potestad constitucional para crear entidades autárquicas institucionales, y lo atinente a la extensión del control sobre las mismas, en la jurisprudencia de la Procuración del Tesoro de la Nación», publicación de la P.T.N., Buenos Aires, 1983.
(14)Esta expresión parecería limitar la interpretación constitucional hecha en la ley a los casos de delegación efectuados con anterioridad a la reforma constitucional que, de acuerdo con la Disposición Transitoria Octava CN caducan a los cinco años de vigencia del nuevo texto constitucional, excepto la ratificada expresamente por una nueva ley. Sin embargo nada obsta a una interpretación extensiva de la norma, por una simple razón de congruencia y porque la misma ley está expresando claramente la voluntad o la dirección interpretativa del Congreso. Cabe aclarar que la ley 25.148 efectuó aquella ratificación –incluso para la delegación efectuada por razones de emergencia pública– por el plazo de tres años (art. 1°) y siempre que su «objeto no se hubiese agotado por su cumplimiento». La ley contempla dos situaciones: en su art. 1° la delegación en sí misma, que perdurará por el plazo de tres años y que deberá ser ejercida (supone que no lo ha sido o que el Poder Ejecutivo puede dictar un nuevo RD sustitutivo de otro anterior, siempre dentro de ese plazo) «con arreglo a las bases oportunamente fijadas por el Poder Legislativo) y cumpliendo con la exigencia formal del art. 100.12 CN. La otra situación es la que salva con su art. 3° donde aprueba «…la totalidad de la legislación delegada, dictada al amparo de la legislación delegante preexistente a la reforma constitucional de 1994». Es decir se aprueban todos los RD sancionados hasta la fecha de vigencia de la ley bajo el amparo de las leyes de delegación anteriores a la reforma constitucional, sean aquellos reglamentos en ejercicio de delegaciones ahora prohibidas por la Constitución (el art. 3° no distingue) o sobre las materias permitidas. Cabe interpretar que esta ratificación legislativa sanea el vicio que pudiese afectar a las delegaciones anteriores a la expresa prohibición constitucional, solución que parece ser la más adecuada por razones de seguridad jurídica, y ratifica también las delegaciones permitidas que ya se hubiesen llevado a cabo y agotado su objeto, ya que las vigentes se encuentran alcanzadas por la previsión del art. 1°. Todo ello es «sin perjuicio de la facultad derogatoria del Poder Legislativo», como dice el art. 1° de la ley, es decir, la permanente posibilidad de que el Congreso derogue la ley de legislación o el RD.
(15)Los decretos de promulgación total o parcial de una ley, o el de su veto, son reglamentos institucionales de ejecución, pues son los necesarios (aunque no imprescindibles, ya que puede ocurrir la promulgación tácita de la ley, frente al silencio del Ejecutivo) para «la ejecución de las leyes de la Nación» en la terminología del art. 99.2, CN.
(16)Como ocurre con el resto de los reglamentos, cuando éstos son dictados por el Poder Ejecutivo (recordemos que sólo este órgano puede sancionar los RE y los RA, como también los DNU) llevan la forma y la denominación de «decretos». Los decretos son, entonces, los reglamentos sancionados por el Presidente de la Nación.
(17)La jurisprudencia de la Corte Suprema, especialmente en la causa «Rodríguez, Jorge, en Nieva, Alejandro y otros c. Poder Ejecutivo Nacional», LA LEY, 1997-F, 879, fue comentada en BARRA, Rodolfo C., Decretos de necesidad y urgencia. El caso Rodríguez, LA LEY, 1998-B, 1362. En dicho trabajo se estudia el régimen de los DNU. En el texto se hará una síntesis del mismo. La decisión mayoritaria de la Corte en la causa «Rodríguez» tuvo como fundamento la falta de legitimación para accionar de los actores en el caso, lo que excluye la intervención de los jueces por la ausencia de «causa» o «controversia» en los términos del art. 116, CN. Lo expuesto fue destacado en el fallo de la minoría en «Verrocchi», afirmando el papel del Poder Judicial en el control de constitucionalidad de las normas jurídicas, siempre mediando un verdadero caso judicial. En «Rodríguez» la acción había sido interpuesta por un grupo de legisladores que pretendían la invalidez de un reglamento de necesidad y urgencia, sin que se presentara en la causa ningún perjudicado en un interés personal y propio. La doctrina de «Rodríguez» fue reiterada por la Corte –una vez más– en «Gómez Diez, Ricardo c. P.E.N -Congreso de la Nación», G.405.XXXIII, sentencia del 31 de marzo de 1999, con la práctica unanimidad del tribunal.
(18)»Peralta, Luis A. c. Estado Nacional», Fallos 313:1513, LA LEY, 1990-D, 131.
(19)El mejor ejemplo de lo que pretendemos explicar –la diferencia entre una situación de emergencia, que justifica la sanción de medidas restrictivas de ciertos derechos constitucionales, y las razones de mera urgencia– se encuentra en el DNU sancionado por dec. 924/99 (Adla, Bol. 22/99, p. 6), del 23 de agosto de 1999. La ley 25.148, como ya se ha visto, fue sancionada en razón de lo dispuesto por la Disposición Transitoria Octava de la CN que estableció la caducidad de la legislación delegada preexistente a la reforma constitucional, caducidad que debía operarse a los cinco años de vigencia de la reforma, salvo aquella que fuese expresamente ratificada por el Congreso, a través de una nueva ley. El plazo de cinco años vencía el día 25 de agosto de 1994, de manera que la ley 25.148, que ratificó la totalidad de aquella legislación delegada, fue publicada casi sobre la expiración de aquel plazo de cinco años, en el Boletín Oficial del 23 de agosto de 1999. Pero la ley omitió establecer el momento a partir del cual la misma iba a ser vigente, por lo cual dicha vigencia iba a ocurrir a partir del octavo día desde su publicación oficial (art. 2°, Cód. Civil). En consecuencia, la ratificación iba a tener un efecto nulo, ya que la totalidad de la legislación delegada preexistente a la reforma constitucional caducaría, por imperio de la propia Constitución, antes de la entrada en vigencia de la norma ratificatoria, lo que podría provocar una grave crisis en la gestión de los asuntos públicos y un daño considerable a la seguridad jurídica. Resultó evidente que tal situación no podía aguardar a la sanción de una nueva ley que –además con efectos retroactivos– estableciera una fecha de vigencia de la ley 25.148 anterior a la generada por la aplicación del citado art. 2° del Cód. Civil. Esta nueva ley también iba a ser tardía e inútil a los efectos buscados. Se planteó, entonces, una situación excepcional de necesidad y urgencia para resolver una cuestión en sí misma desvinculada con cualquier clase de restricción de derechos (emergencia, según la doctrina de «Peralta») y sólo vinculada con el «apuro» y con la imposibilidad de aguardar la conclusión del trámite legislativo ordinario. Así quedó habilitada la competencia del Poder Ejecutivo que dictó el citado decreto de necesidad y urgencia 924/99 estableciendo, en su art. 1°, que la ley 25.148 «entrará en vigencia el día de su publicación en el Boletín Oficial» y, a la vez, que el mismo decreto «entrará en vigencia el día de su publicación en el Boletín Oficial» (art. 2°). Tanto la ley como el DNU fueron publicados en el mismo Boletín Oficial del 24 de agosto de 1999.
(20)En «Rodríguez» la mayoría estuvo compuesta por los jueces Nazareno, Moliné O’Connor, López, Boggiano y Vázquez, mientras que en «Verrocchi» lo fue por los jueces Belluscio, Fayt, Bossert, Petracchi y Boggiano. En realidad la definición terminante que se transcribe en el texto sólo fue afirmada por los tres primeros Ministros, mientras que Petracchi y Boggiano emitieron sendos votos concurrentes que no la repiten. El voto de Petracchi no da ninguna pista sobre el particular (la impugnación del DNU del caso aparece fundada en la ausencia de reglamentación legislativa acerca del procedimiento de control por el Congreso de tales reglamentos, lo que, en su criterio, impide que el Ejecutivo ejerza esa competencia constitucional hasta tanto la ley reglamentaria, que prevé el art. 99.3, CN, sea sancionada) mientras que el voto de Boggiano, en su Considerando 7, destaca que los DNU del caso (decs. 770/96 y 771/96) adolecen de falta de fundamentación acerca de la razón de necesidad y urgencia que justifique la emisión de esos decretos, lo que supone, entonces, que admite su revisión judicial, al menos en lo que se refiere a la suficiencia del elemento «motivación». Así las cosas no puede afirmarse que la Corte tenga tomada una posición definitiva al respecto.
(21)Ver BARRA, Rodolfo Carlos, «Comentarios acerca de la discrecionalidad administrativa y su control judicial», ED, 146-829 y «Amparo, jurisdicción y discrecionalidad administrativa», ED, 178-628.
(22)El DNU no podría ser derogado o modificado por otro DNU posterior. Debe rechazarse en este caso la aplicación del principio del paralelismo de formas –y de órgano de origen– ya que el Poder Ejecutivo agota su competencia para dictar la norma en el mismo momento en que la dicta. Necesitaría de otra nueva habilitación para dictar un nuevo DNU, aunque se refiera a la misma materia que el anterior, habilitación fáctica que sólo se produce de ocurrir las circunstancias previstas en el 99.3, CN, es decir, debe suscitarse una nueva situación excepcional de necesidad y urgencia en derogar o modificar el reglamento anterior.

Publicado en: LA LEY 1999-F, 1034

Categoría: La Ley
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