Rodolfo Barra

Ordenamiento jurídico y mercado

Introducción

El gran jurista italiano Santi Romano adelantó, hace ya tres cuartos de siglo, la idea del Derecho como «ordenamiento»(1), es decir no sólo normas, sino organización. Hoy diríamos, en un ejercicio de desarrollo de su pensamiento, un sistema, donde la organización es el elemento base, el dato fundador.

En realidad, podríamos corregirnos, el elemento base es siempre el ser humano, quien en definitiva es «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales», como lo recuerda el Concilio Vaticano II en el nº 25 de la Gaudium et Spes. Pero lo cierto es que el ser humano –desde un principio, al ser creado en complementación «conyugal»– tuvo una doble dimensión, individual y social, donde así como lo segundo se encuentra en razón del bien de lo primero, aun para ello el individuo debe actuar en beneficio de lo social.

Tan es así que el ordenamiento es el resultado de la organización de las mujeres y hombres que persiguen, a partir de unas circunstancias determinadas pero con una clara definición de futuro, una finalidad común. En el orden político, la organización debe hacerse «Pueblo», y el Pueblo debe «constituirse», esto es darse su norma fundamental, establecer su «centro de poder», definir su «idea directriz», los principios fundamentales que regirán sus relaciones jurídicas entre los miembros y con el centro de poder. Así, con estos elementos fundamentales que muy bien pueden ser calificados como «sistémicos», la organización deviene ordenamiento, es superada por éste y, en tal proceso, la misma organización se convierte en un elemento del ordenamiento(2).

Nos interesa estudiar aquí sólo un aspecto del fenómeno arriba descrito de manera tan sumaria: el relativo a las relaciones jurídicas en tanto que ellas son el medio normal, genérico, de adjudicación de la riqueza producida en el seno del ordenamiento(3).

Claro está que el trabajo, además de un medio trascendental de realización y expresión del hombre como persona, es también la principal herramienta de creación y adjudicación de la riqueza, y por consiguiente, la fundamental de todas las relaciones jurídicas con contenido económico. Desde esta perspectiva desarrollaremos este breve estudio.

I. La pluralidad de ordenamientos. El sector público y el sector privado

Un aspecto de gran importancia en la doctrina de Romano es la concepción plural del ordenamiento jurídico.

El hombre desarrolla su vida en una pluralidad de ordenamientos, desde el que genera la realidad familiar hasta, diríamos hoy aunque todavía no en un sentido estricto, el de la comunidad internacional, pasando por el político-nacional. En todos ellos se manifiestan los mismos elementos fundamentales, claro que con las diferencias cuantitativas y cualitativas propias de cada tipo de ordenamiento. En todos, entonces, encontramos el fenómeno de la agrupación o asociación organizada –aunque aquella puede ser voluntaria o forzada, según los casos– de acuerdo con una determinada idea directriz, un principio de autoridad, relaciones de ésta con los miembros y de los miembros entre sí y un cuerpo de normas destinadas a regir todo el sistema, ya se trate de normas morales, religiosas, consuetudinarias o legales.

Lo característico de esta concepción plural de los ordenamientos es lo que podemos denominar el principio de la inclusión plural relativa. Esto es: los ordenamientos mayores incluyen a los menores, pero no de una manera absoluta ni exclusiva. La pluralidad hace que un ordenamiento menor pueda estar incluido en diversos ordenamientos mayores (por eso la inclusión es «plural») y puede no estar incluido en otros, por lo cual la inclusión es «relativa». Pero lo fundamental es la nota de la «inclusión», ya que sin ella se rompería el tejido social en cualquiera de los niveles en que queramos considerarlo.

Hay que advertir que esta misma «inclusión» no es, tampoco desde el punto de vista de la «naturaleza» de cada ordenamiento, absoluta. La inclusión a la que aquí nos estamos refiriendo no diluye al ordenamiento menor en el mayor, sino que es sin mengua de los elementos propios de cada uno. La naturaleza y medida de la relación entre los ordenamientos menores y el mayor es constitutiva de uno de los elementos normativos de aquel último, así como, por ejemplo,la relación de los ordenamientos nacionales con el internacional es un elemento de este último, regulado por el Derecho Internacional.

En lo que interesa para nuestro estudio debemos detener nuestra atención en la distinción que, en el mismo ordenamiento mayor y totalmente inclusivo en el nivel nacional, nos permite identificar a los que podemos denominar ordenamiento estatal o público, por un lado, y ordenamiento social o privado, por el otro.

El primero se confunde con el «centro de poder» o Gobierno(4) que, por su complejidad es un ordenamiento, que incluye, como ordenamientos menores, a cada uno de los órganos constitucionales, y a toda la estructura de la Administración Pública centralizada y descentralizada, tanto órganos como personas jurídicas. En un sistema federal, además, el Gobierno nacional es el formado por el Gobierno federal y los gobiernos provinciales, cada uno en sus respectivas esferas de competencias.

El ordenamiento social o privado, por su parte, se encuentra formado por las mujeres y hombres miembros de una determinada comunidad nacional y por sus organizaciones-ordenamiento, dotadas o no de personalidad jurídica. Reiteramos que ambos ordenamientos estatal y el social– forman parte del ordenamiento inclusivo totalizador (si no consideramos al internacional) que es el nacional.

Entre estos dos grandes sectores del ordenamiento nacional, el «público» y el «privado», existen diversos mecanismos de conexión. El principal de ellos –no consideraremos aquí otros específicamente orientados a cuestiones de aplicación jurídica– es el de la subsidiariedad. El ordenamiento público es subsidiario con relación al privado, no sólo en cuanto a la ocupación de distintas áreas sociales sino con respecto a la misma aplicación de las normas de creación estatal. Es decir, las normas de creación estatal se aplican en forma subsidiaria a las normas que nacen en el mismo sector privado o «social» del ordenamiento en razón de la interacción de los distintos sujetos que lo conforman.

II.La adjudicación de la riqueza social

Limitamos aquí el concepto de «riqueza social» a aquella formada por los bienes de contenido económico, es decir aquellos susceptibles de ser medidos, y así intercambiados, por dinero. Aquella «riqueza social» es el resultado del esfuerzo individual de los miembros del ordenamiento, pero sólo posible en razón de las condiciones generales o sectoriales creadas por el mismo ordenamiento.

Lo anterior no es otra cosa que la concepción del Bien Común como un «conjunto de condiciones»(5) ordenadas a posibilitar y facilitar el bien personal de cada uno de los miembros de la sociedad. Es decir, la riqueza social reconoce una generación individual-comunitaria –sin perjuicio de la natural(6), donada por el Creador al hombre, pero para que este la fructifique con su propio sudor– ya que es producto del esfuerzo individual con ocasión y en razón de las condiciones comunitarias.

La riqueza puede también tener su origen en la «producción» originada por la misma acción del sector público del ordenamiento, ya se refiera aquella a bienes materiales como inmateriales. Los primeros podrían ser, entre otros, los producidos por organizaciones de propiedad estatal (normalmente dotadas de personalidad jurídica propia) que tienen un objeto comercial o industrial, o prestan los denominados «servicios públicos», los segundos los resultantes de la misma acción de gobierno o conducción comunitaria, incluyendo a las decisiones públicas con efectos normativos (leyes, decretos, etc.).

Nos hemos referido a la generación de la riqueza, pero también debemos considerar su destino. Este último es un claro problema de adjudicación, sin perjuicio de que, desde el punto de vista de la obligación pero también del derecho de la persona, la creación de riqueza es también un problema de adjudicación.

Ambos aspectos, generación y destino, en tanto que adjudicaciones de obligaciones y derechos, son materia propia de la virtud de la justicia. Se trata de las dos caras de una misma moneda, el derecho y la obligación, la obligación y el derecho. La obligación y el derecho al trabajo creador de riqueza, la obligación y el derecho de su apropiación por quienes tienen que ser sus destinatarios. Es que el trabajo en sí mismo es una riqueza social, un bien que precisa ser adjudicado en el seno del ordenamiento. Aún así es posible advertir una importante diferencia. Es admisible que la adjudicación de la propiedad no siempre se vincule directa e inmediatamente con el trabajo del propietario, pero no es admisible que el trabajo no genere apropiaciones en el trabajador suficientes para llevar, él y su familia, una vida digna.

En cualquiera de sus aspectos, las adjudicaciones pueden tener diversos destinatarios: todas o algunas de las categorías de productores directos de la misma; terceros individuales ajenos a la producción directa, la comunidad como un todo. Pero todas ellas deberán realizarse siempre de acuerdo con reglas conformes con la virtud de la justicia.

III. La diversa naturaleza de las relaciones jurídicas de adjudicación según el sector del ordenamiento donde se originen

Las relaciones jurídicas son siempre de adjudicación, y por tanto regidas por la virtud de la justicia. Simplemente, toda relación jurídica, en tanto que expresión de un intercambio de bienes o «derechos» entre quienes tienen la calidad de partes de la misma (o en beneficio de un tercero a quienes las partes nominen), tiene como objeto el «derecho del otro» (el suum cuique), por consiguiente es un medio de adjudicación que se concreta, o debe concretarse, en un acto que pueda ser calificado como «justo».

No obstante esta común calificación fundamental –la adjudicación del «derecho del otro»– la estructura propia de la relación de justicia mostrará diferencias sustanciales según pertenezcan al «ordenamiento público» o al «ordenamiento privado», de acuerdo lo analizaremos seguidamente.

3.a. Sector privado y justicia conmutativa

En el «sector privado» del ordenamiento las partes sólo pueden adjudicarse recíprocamente bienes propios de cada una de ellas. En la relación de empleo, el empleado adjudica en favor del empleador la aplicación o actualización de su disponibilidad o potencialidad para el trabajo requerido (físico o intelectual) a cambio, en principio, de una contraprestación en dinero que, entonces, el empleador adjudica a favor del empleado. También en otros tipos de relaciones –al menos aquellas que intercambian bienes susceptibles de valoración en dinero– cada una de las partes adjudica a la otra bienes de los cuales se habían ya apropiado previamente, seguramente a partir de anteriores procesos de adjudicación jurídica.

Lo primero que advertimos aquí es la apropiación privada previa, y por tanto la naturaleza privada de la totalidad de los bienes que se intercambian en la relación. Pero también surge de forma evidente por sí misma que las partes de la relación persiguen exclusivamente su propio interés individual o «particular», es decir, su interés en tanto que «parte», individualmente considerada(7), con abstracción del todo al que integra(8). Entonces, en estos casos, el bien que se intercambia, el «derecho del otro» que es el objeto de la virtud de la justicia(9), es siempre un bien susceptible de apropiación privada.

Por consiguiente, lo segundo que debemos señalar es que estas relaciones son voluntarias, tanto en su origen como en su contenido, ya que es presumible que todo aquel que actúe voluntariamente –es decir, con ausencia de vicios que excluyan la voluntad– obtiene para sí mismo el bien objetivamente posible dadas las circunstancias correspondientes: volenti non fit injura.

Siendo ello así, la medida del acto justo será el resultado del encuentro de voluntades de las partes, donde prestación y contraprestación voluntariamente pactadas serán el precio justo del intercambio.

El tercer aspecto constitutivo de este tipo de relaciones es que, en ellas, las partes sólo pueden ser, precisamente, particulares, esto es, sujetos pertenecientes al «sector privado» del ordenamiento ya que, por las razones que luego veremos, son los únicos que pueden tener en propiedad bienes privados –no destinados directa e inmediatamente al Bien Común– y los únicos que, en justicia, pueden disponer de ellos de una manera, en principio, absolutamente voluntaria.

Hemos mencionado así los tres elementos de la virtud de la justicia: 1) «el otro como término», que será siempre, y recíprocamente, un sujeto privado; 2) «lo debido como objeto», siempre un bien susceptible de apropiación privada; 3) «la igualdad como medida», la que vendrá dada por el acuerdo de voluntades de las partes. Es más, el elemento voluntad con relación a este tipo de relaciones jurídicas no sólo es el sustento de la medida del «ajuste» entre los bienes que se intercambian, sino que es también el que da nacimiento a la misma relación, a la elección de la contraparte y del bien a someter al intercambio, a las reglas de este último, incluso, una vez que las necesidades más elementales se encuentran satisfechas, a la selección de la exigencia o deseo a satisfacer. Ciertamente, la inteligencia y la voluntad del agente deberán someterse a la verdad y al bien, pero aún así, salvo excepciones fundamentales, aquellas serán exigencias de «límites abiertos», en el sentido de que admitirán, de acuerdo con las circunstancias, y como no contradictorias con ellas, a diversas opciones, con mayor o menor, pero siempre admisible, capacidad de satisfacción o, incluso, de valor neutro o indiferente con respecto a la verdad y bien objetivos.

En tales condiciones nos estamos refiriendo a la especie de virtud de la justicia que tradicionalmente es llamada conmutativa y que se refiere a las adjudicaciones producto de los intercambios. Estas adjudicaciones se realizan mediante las, precisamente, conmutaciones que los particulares realizan en el seno del sector privado del ordenamiento y cuyo objeto se encuentra en sus propios bienes o derechos. Estos, antes del intercambio, ya se encontraban apropiados personalmente, por el título legítimo que sea, tanto por el trabajo «originario»(10) como por intercambios anteriores, incluso (como veremos) entablados con sujetos pertenecientes al sector público. Pero los titulares y destinatarios de tales bienes son los particulares, que realizarán el acto justo si entregan a su contraparte, el bien comprometido. La «igualdad como medida» del intercambio, su justo precio, será de tipo aritmético, pero siempre según la convención voluntaria(11). En esta, y tomando al dinero como medio de cambio, «X» unidades dinerarias serán iguales a «Y» bienes (cosas, servicios, horas de trabajo dependiente), en un estricto ajuste directo.

Por supuesto que el ordenamiento contiene una variedad indeterminada y heterogénea de estas relaciones. Es más, ya hemos mencionado que las relaciones jurídicas son un elemento del ordenamiento general o inclusivo, tanto en su sector público como en el privado. En este último el fenómeno mencionado es más perceptible y significativo, precisamente por la gran variedad de sujetos y la multiplicidad casi infinita de sus finalidades concretas intermedias.

El conjunto de relaciones jurídicas con contenido económico que se producen en determinadas circunstancias en un sector específico, y susceptible de ser diferenciado, de la actividad generadora de riqueza, es denominado mercado. Por consiguiente por la expresión «mercado» entendemos a un conjunto sectorial de relaciones jurídicas de adjudicación regidas por la virtud de la justicia conmutativa.

3.b. Sector público y justicia distributiva

El sector público del ordenamiento también produce adjudicaciones en favor de los sujetos del sector privado, las que sirven de conexión entre los dos subordenamientos integrantes del ordenamiento nacional(12). Tales adjudicaciones públicas pueden ser «genéricas» o «específicas». Las primeras resultan de la acción de gobierno en general sin que se encuentren orientadas a un determinado sujeto o grupo personificado de sujetos, aun cuando fuesen sectoriales. Las adjudicaciones específicas, en cambio, se realizan a través de relaciones jurídicas concretas entabladas, necesariamente, con sujetos jurídicos determinados.

Las adjudicaciones genéricas se producen mediante decisiones o acciones que, por sí mismas, generan riqueza (o la oportunidad de generarla) en beneficio exclusivo de determinados sectores sociales, o bien para todo el sector privado, aunque, inevitablemente, con diferentes grados de beneficio para los distintos sectores. Señalamos, al respecto, que la acción contraria (la generación de pobreza) inevitablemente provocará al menos un cierto aumento de la riqueza en algún sector del ordenamiento privado, por lo que es una hipótesis que se encuentra ya incluida en el primer caso mencionado. También es una especie de adjudicación genérica la mera presencia del gobierno y de sus organizaciones. Así la mera presencia de un sistema educativo, y según su calidad, enriquece el medio en el cual los particulares realizarán sus actividades, aun cuando todavía no lo disfruten específicamente –lo que daría lugar, entonces, a una adjudicación pública del tipo específico– o nunca lo hagan. Lo mismo cabe señalar con los sistemas de prestaciones de salud, de seguridad, la estabilidad política, la independencia y calidad del servicio de justicia, etcétera.

Pero el «centro de poder» –que en sí mismo es ordenamiento, como lo hemos ya señalado– también adjudica la riqueza social mediante relaciones jurídicas específicas. Estamos aquí hablando de la «riqueza social» es decir de bienes o servicios que han tenido –por su naturaleza o por disposición del mismo ordenamiento– una apropiación pública, esto es, en cabeza de un sujeto público. Aún así, estos bienes, que forman parte del Bien Común, no se encuentran destinados a satisfacer a los sujetos públicos –que son sólo instrumentales con respecto a la producción del bien comunitario– sino a los sujetos privados, quienes son los acreedores naturales del Bien Común. Se encuentran, dichos bienes, destinados a ser adjudicados mediante su distribución en los sujetos miembros del ordenamiento privado. Mientras que las «adjudicaciones genéricas» se disfrutan de manera prácticamente inmediata (incluso la misma «condición» u «oportunidad» posible de ser aprovechada por el particular es, en sí misma, una adjudicación) las que aquí denominamos «adjudicaciones específicas» requieren de una relación jurídica también específica y concreta cuya «finalidad sustancial» sea, precisamente, el bien que se adjudica en razón distributiva. Llamamos aquí «finalidad sustancial» a aquella que determina la sustancia de la relación jurídica, en tanto que conmutativa (para el caso visto en 3.a.) o distributiva, según lo veremos luego.

Nótese que tales relaciones jurídicas, de ser tomadas desde el punto de vista de la adjudicación, tendrán siempre al sujeto público como obligado, aun cuando este sea el acreedor de la prestación principal. Por ejemplo, en la relación tributaria, el particular o «contribuyente» es el obligado al pago del impuesto o tributo –prestación principal– de que se trate. Sin embargo la finalidad sustancial de la relación es la participación del particular en las cargas necesarias para la realización del Bien Común y, por consecuencia, este «contribuyente» es el sujeto acreedor a una adecuada –esto es proporcional, como veremos– imposición de las cargas. Es acreedor a la parte de la carga que le corresponde en la contribución a la realización del Bien Común, y el sujeto público (en el caso, el Estado) es el obligado a establecer la carga proporcional justa. En estricto sentido la «carga proporcional justa» es la finalidad sustancial de, en el ejemplo, la relación jurídica tributaria.

Ocurre lo mismo, por supuesto, en los casos en que la relación jurídica entre el sujeto público y el sujeto privado –relación que, como sabemos, vincula a los dos respectivos subordenamientos– tenga como finalidad la adjudicación de la parte de los beneficios que, a un determinado particular, le corresponde en la distribución del Bien Común, lo que podrá coincidir o no con la prestación principal comprometida en la relación(13). Siempre el obligado será el sujeto público, y el acreedor a tal adjudicación distributiva, no conmutativa, será el particular. Por esto, las relaciones jurídicas a las que nos estamos refiriendo pertenecen al sector público del ordenamiento, ya que los bienes que en ellas se comprometen, el bien sustancial de la obligación, son «de apropiación pública».

Podemos, con los elementos que hemos mencionado en los párrafos anteriores, hacer una comparación con el supuesto del numeral 3.a. y, a la vez, diseñar el modelo de tipo de adjudicación estudiada en el presente.

Lo que se adjudica en este caso, es decir, la finalidad sustancial de la adjudicación, es la parte del Bien Común que le corresponde a cada uno de los miembros de la comunidad como carga a beneficio. Por lo tanto, lo que aquí está en juego es, exclusiva y sustancialmente, el Bien Común en su razón de ser participativa(14), mientras que el caso de las adjudicaciones internas del ordenamiento privado compromete sólo a los bienes apropiados individualmente por los miembros o sujetos privados que lo componen.

En consecuencia la relación de alteridad (relación jurídica y de justicia) en este caso debe tener, necesariamente, a un sujeto obligado (sustancial) público, que es el único que puede ser responsable de la adjudicación de las participaciones en el Bien Común, mientras que el otro sujeto tiene que ser necesariamente –salvo los casos de las relaciones instrumentales que mencionamos en la nota 12– un sujeto privado, ya que es el único con vocación y derechos participativos en el Bien Común. Obviamente el «derecho del otro» que concreta la «finalidad sustancial» de la relación es, como ya lo dijéramos, la parte del Bien Común que al sujeto privado le corresponde como carga o beneficio.

Una singularidad especial y definitoria de este tipo de relaciones jurídicas se manifiesta en la medida de la «igualdad», es decir, en la medida del «acto justo». En la especie anterior la «finalidad sustancial» del intercambio era la adjudicación de bienes privados que ya habían sido apropiados por los particulares merced a anteriores intercambios. Así la igualdad o «ajuste» se establecía por la estricta conmutación voluntaria, donde las partes «comparaban» el valor que le atribuían a los bienes conmutados.

En el caso de las relaciones jurídicas pertenecientes al ordenamiento público, por su parte, la comparación es mucho más compleja, como veremos seguidamente.

Como ya sabemos, lo que el sector público adjudica es la parte del Bien Común que a cada miembro de la comunidad le corresponde como carga o beneficio. Podemos imaginar al Bien Común como un todo que requiere, para ser adjudicado a los miembros acreedores de porciones de tal todo, ser dividido en partes. Si a algún miembro se le adjudica más de lo que le corresponde, a otro se le estará adjudicando de menos, o bien, si a alguien se le adjudica de menos, a otro se le estará adjudicando de más, siempre frente a circunstancias comparables.

Por consiguiente la igualdad en el caso deberá medirse mediante una comparación entre la situación del sujeto privado concreto en la relación jurídica y la situación de otros sujetos privados resultante de relaciones jurídicas sustancialmente iguales efectivamente establecidas o consideradas como hipótesis al mero efecto de la mencionada comparación(15). Esta operación –que es propia del procedimiento decisorio– supone la pretensión de arribar en la relación jurídica a una igualdad de tipo comparativo, proporcional (lo que se ve claro en materia tributaria) y no aritmético, podríamos decir, lineal. No se refleja en la ecuación X=Y, sino en la ecuación X/U = Y/Z.

Estamos hablando de una adjudicación por distribución y no por conmutación. La acción de «conmutar» hace referencia al «cambio de una cosa por otra», mientras que la acción de «distribuir» es relativa a la «división de una cosa entre varios», o, lo que es lo mismo, «dar a cada cosa su oportuna colocación»(16). En definitiva, esto último también indica la acción de «ordenar» u «organizar» la que, precisamente, se encuentra en la base del ordenamiento.

Nos estamos refiriendo, entonces a relaciones de adjudicación, de naturaleza jurídica, que se encuentran regidas por la virtud de la justicia distributiva. Esta es la que tiene como objeto el derecho de las partes a la correspondiente participación, como carga o beneficio, en el Bien Común cuya realización es de responsabilidad del sector público del ordenamiento(17). Se trata de una responsabilidad exclusiva, ya que exige la autoridad o poder para definir el contenido concreto del Bien Común (siempre en la relación generación-distribución) la que sólo puede ser invocada por el Gobierno (en representación del pueblo organizado en ordenamiento) y el resto de los sujetos públicos que de aquél dependen.

IV. Adjudicaciones autónomas y adjudicaciones heterónomas (derecho privado y derecho público)

Las relaciones jurídicas, y por tanto las adjudicaciones de bienes que se llevan a cabo a través de aquéllas, están sometidas a reglas o normas que disciplinan la conducta de las partes. La primera de estas reglas es la propia Constitución que, entre otros aspectos delimita a los ordenamientos privado y público, establece el procedimiento y contenido básico para la validez de las decisiones de los órganos supremos del Gobierno y, en lo que nos interesa, constituye a un Poder Judicial destinado a resolver de acuerdo con todo el cuerpo normativo y con «fuerza de verdad legal», los conflictos intersubjetivos que se produzcan en el seno del ordenamiento nacional.

Por debajo de la Constitución se encuentran otras normas –no nos interesa aquí analizar ni la ubicación jerárquica ni la fuente de producción de ellas– destinadas a reglar genéricamente –ya sea de manera directa o indirecta(18)– a los distintos tipos o especies de relaciones jurídicas. Todas ellas deben estar dotadas de una estructura acorde con la naturaleza de la relación jurídica o de justicia a la que deben reglar, es decir debe tratarse de normas aptas para reglar las conmutaciones voluntarias, o bien para hacerlo con relación a las distribuciones comparativas. Como lo veremos seguidamente, tal diferente estructura se corresponde con la clásica división del Derecho (norma y pretensión) en Derecho Público y Derecho Privado.

4.a. La adjudicación «autónoma». Justicia conmutativa y derecho privado. El «derecho del mercado»

Como hemos visto, en el seno del ordenamiento privado las adjudicaciones se realizan por conmutaciones o intercambios autónomos, donde el acuerdo voluntario es la «ley» de las partes, como lo dispone el art. 1197 del cód. civil argentino(19). Es decir, la norma que en primera instancia regla las relaciones de las partes es el mismo acuerdo voluntario, que, naturalmente, es disponible para aquellas. Las normas creadas por la autoridad pública, especialmente la ley del Congreso o Parlamento, son supletorias de aquellas reglas primarias, voluntarias. Incluso podemos decir que, en cierto sentido, las normas creadas por la autoridad son también voluntarias, en tanto su misma aplicación depende de la voluntad de las partes, y así pueden también ser consideradas «autónomas» aunque por su nacimiento sean «heterónomas». Lo expuesto ocurre incluso en el caso de las relaciones jurídicas nacidas involuntariamente, como aquellas generadas por un hecho ilícito civil. Si bien la obligación de indemnizar, el sujeto obligado (que puede ser distinto al causante material del daño) y la medida de la indemnización se encuentran establecidos en las normas creadas por el legislador público, lo cierto es que se trata de normas disponibles tanto unilateralmente para el acreedor (puede renunciar a su derecho, o dejarlo prescribir, etc.) como por acuerdo de partes. En cualquier caso, relaciones voluntarias o involuntarias, las partes no pierden la denominada libertad negocial o plena autonomía y libertad de negociación, en la medida que ella exprese una voluntad exenta de vicios, así definidos por el legislador civil.

Estamos, entonces ante un derecho autónomo, dispositivo, supletorio (con relación a la norma de nacimiento heterónomo). En él, en la estructura de la norma, la consecuencia jurídica no sigue necesariamente a una determinada circunstancia fáctica, ya que la aplicación de tal consecuencia dependerá de la misma voluntad concordante de las partes. Esto es el «derecho privado», es decir, aquél que tiene en mira el interés de los individuos en cuanto tales.

El derecho privado es el derecho que rige a las adjudicaciones conmutativas y, por tanto, es el derecho propio del «mercado». Ya vimos que el «mercado» es el ámbito virtual –en el sentido de que no se asienta en una base física, lo que no afecta a su realidad– conformado por el conjunto de las adjudicaciones conmutativas en un determinado sector económico. Allí se realizan los intercambios a través de los cuales los agentes persiguen su propio beneficio, y al hacerlo, en la multitud de los acuerdos voluntarios se conforma el aproximado «justo precio» de los bienes. Por lo tanto, desde la perspectiva jurídica, el mercado es el ámbito propio de la autonomía de la voluntad, donde los sujetos ejercen su «libertad negocial» según el principio de acuerdo al cual todo lo que no se encuentra expresamente prohibido –o impuesto– queda sujeto a la libre voluntad de las partes, sin que nadie pueda invocar su propia torpeza.

En tal sentido el art. 19, in fine, de la Constitución Argentina declara: «Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley , ni privado de lo que ella no prohíbe».

4.b. La adjudicación «heterónoma». Justicia distributiva y derecho público

La nota central de este tipo de relaciones jurídicas –en lo que aquí nos interesa– es que uno de sus sujetos carece de la denominada «libertad negocial». Su voluntad no es autónoma, ya que se encuentra bajo la «sujeción positiva a la ley» –debe hacer y decidir sólo lo que la norma le ordene o autorice– a diferencia del particular, que, reiteramos, tiene un sometimiento «negativo» a la ley, esto es, puede hacer y decidir –o sus negativas– todo lo que quiera, menos lo que la norma le prohíbe, y sólo se encuentra obligado con relación a lo que aquella le mande.

Como vimos, nos referimos aquí a relaciones de distribución. Dado que la distribución es comparativa o proporcional con respecto a la situación de terceros, el sujeto público no debe adjudicar sin tener en cuenta dicha situación, por lo cual, en estos casos, el acuerdo de voluntades entre las partes de la relación jurídica no podrá ser considerada la «ley particular de aquéllas». De lo contrario, las partes podrían establecer, en su acuerdo voluntario, una determinada distribución en perjuicio de los restantes «sujetos comparables», lo que, en definitiva, sería contrario al Bien Común y a las exigencias de la justicia distributiva.

Por consiguiente, las relaciones de adjudicación distributiva se encuentran regladas, en lo sustancial, por normas heterónomas, es decir, ajenas a la voluntad «legiferante» de las partes. Se tratará, entonces, de normas de creación pública, según el procedimiento orgánico constitucional relativo a su producción(20), no dispositivas sino imperativas, de aplicación inmediata y no supletoria. Estamos aquí en el campo del derecho público, el que interesa a la «cosa pública» según la clásica definición de Ulpiano.

No existe en el sujeto público, reiteramos, «libertad negocial», y es por ello que decimos que realiza adjudicaciones fuera del mercado. Aun cuando ciertas contrataciones públicas tengan como referencia «valores de mercado», lo cierto es que ninguno de los órganos y entes integrantes del sector público podrán comprometer pagos más allá de lo autorizado por la ley anual de presupuesto. «Fuera del mercado» quiere también decir en interés del Bien Común, y no del propio sujeto público(21).

Lo expuesto es también predicable cuando el sujeto público se encuentra ejerciendo una actividad discrecional, es decir, aquella en la que la norma lo autoriza a elegir entre diversas opciones igualmente válidas, ya que, en todos los casos, tal validez será considerada a partir de los principios antes expuestos.

V. La justicia general y el orden público. El «mercado regulado»

Pero aun en el seno del ordenamiento privado es imposible la desvinculación del bien de las partes con respecto al bien del todo. Si la acción es contraria al Bien Común, es incapaz de generar el bien individual. Así el Bien Común es el «testigo» a tenor del cual se deberá apreciar la justicia de toda conducta humana(22), y dentro de ellas, de las relaciones jurídicas establecidas por los particulares (recordemos que los sujetos públicos se encuentran obligados por las exigencias de la justicia distributiva, y por tanto directamente comprometidos por el Bien Común).

El Bien Común obliga a todas las acciones, tanto las regidas por virtudes que tienen como fin el propio bien del agente (p. ej. la templanza) como también en el caso de la justicia, que ordena al bien «del otro». Cuando de lo que se trata es del bien de otro sujeto, de otra «parte», se dice que la justicia es una virtud «particular», ya sea conmutativa o distributiva. Pero la ordenación de todas las conductas humanas, incluso aquellas regidas por la justicia particular, es también objeto de la justicia, en este caso considerada como virtud general(23).

La justicia general es así la causa universal de todas las virtudes (ver nota anterior) como el Bien Común, precisamente, es la «causa de las causas» de la sociedad y el Estado. Como la justicia general tiene como objeto el Bien Común, así también se la llama –justicia del Bien Común– y como la medida de la misma viene definida por el legislador, también es denominada justicia legal.

La «justicia general» tiene, por supuesto, una importante incidencia sobre las relaciones jurídicas, esto es, sobre las adjudicaciones de los bienes. Así es especialmente en aquellas regidas por la «justicia de las conmutaciones» a las que, en sí mismas y en su conformidad con el Bien Común, el legislador quiere garantizar.

Nótese que las distribuciones públicas –las relativas a las adjudicaciones regidas por el derecho público según lo vimos en el anterior número 4– aun cuando, en sí mismas, se realizan «fuera del mercado» no pueden dejar de tener incidencia sobre el mismo. Lo contrario sería suponer que los intercambios se realizasen en compartimentos estancos, lo que es ajeno a la realidad. Las distribuciones públicas inciden sobre la conducta de los agentes económicos en el mercado, aun cuando en los párrafos precedentes las hemos estudiado –a las distribuciones y a las conmutaciones– de manera «aislada», con la intención de destacar la diferente naturaleza de las respectivas relaciones jurídicas.

Pero, regresando a la «justicia general» y con la misma intención metodológica antes aclarada, podemos distinguir los distintos, y principales, niveles de su incidencia sobre las relaciones conmutativas de adjudicación(24):

A. La incidencia supletoria

Por la naturaleza misma de las adjudicaciones conmutativas, según lo hemos visto, la incidencia supletoria de la justicia general es la regla para la indefinida, indeterminada y heterogénea cantidad y calidad de transacciones que ocurren en el ordenamiento privado.

Ciertamente que las partes cumplan con lo pactado interesa al Bien Común, y así incide sobre uno de sus aspectos principales que es el de la paz y el orden en la vida social. Pero aquella, el cumplimiento de lo voluntariamente acordado, es una conducta normal, habitual de los individuos, de forma que las excepcionales violaciones no provocan un daño al Bien Común que justifique, en el balance entre libertad, privacidad y orden social, la necesidad de la intervención pública.

Por ello, el legislador, en la realización de la justicia general y en este nivel de incidencia, sólo promulga normas que pueden ser adoptadas por las partes en subsidio, o como reglas de interpretación de, las de creación voluntaria. Igualmente establece y sustenta el legislador organizaciones públicas (sobre todo, el Poder Judicial), y sus normas de procedimiento, a las que las partes, de ser necesario y siempre voluntariamente durante todo el proceso, pueden recurrir a los efectos de lograr el cumplimiento forzado de la obligación de la contraria. Podemos decir, entonces, que en este estadio el contenido de las relaciones jurídicas y su cumplimiento sólo indirecta y mediatamente afectan al Bien Común. En definitiva, como ya lo hemos dicho, el trabajo diario de cada uno de los individuos es la mejor forma de realización del Bien Común.

B. La incidencia meramente negativa.

El orden público civil

Pero existen conductas que pueden ser consideradas por el legislador como perjudiciales para el Bien Común, tanto porque lo sean por la propia naturaleza de ellas como porque así lo impongan las circunstancias.

Así el legislador argentino, en el art. 953 del cód. civil dispone: «El objeto de los actos jurídicos deben ser cosas que estén en el comercio, o que por un motivo especial no se hubiese prohibido que sean objeto de algún acto jurídico, o hechos que sean imposibles, ilícitos, contrarios a las buenas costumbres o prohibidos por las leyes, o que se opongan a la libertad de las acciones o de la conciencia. Los actos jurídicos que no sean conformes a esta disposición, son nulos como si no tuviesen objeto» (subrayado agregado)(25).

Se protege así el que podemos llamar «orden público civil». El acuerdo de voluntades es ley para las partes, que llegan a él, lo interpretan y ejecutan, con plena «libertad negocial», pero hasta el límite del orden público.

Cuando las partes traspasan aquel límite –el límite de lo prohibido– el legislador les quita la protección de la ley supletoria y de la organización administrativa o judicial al servicio del cumplimiento. El acuerdo es, simplemente, «como si no tuviera objeto»(26). Así es que, invocado ante la autoridad –administrativa o judicial– por una de las partes para exigir su cumplimiento, aquella deberá rehusar su intervención al efecto.

C. La incidencia negativa y positiva coercitivas.

La policía y la regulación administrativas

Cuando el objeto prohibido trasciende del ámbito privado de las partes, normalmente el legislador (incluso la Administración Pública, en algunos supuestos) los definirá como «infracciones de policía», también denominadas «contravenciones»(27), objeto de las diferentes regulaciones de policía administrativa y de las organizaciones que la ejercen.

En este caso, a diferencia del anterior, la autoridad no se limitará a «desconocer» el objeto prohibido, sino que, de oficio, es decir por su propio impulso, inspeccionará o controlará y, de verificar una infracción a la norma de orden público «policial» aplicará las sanciones previstas en la misma. Es que, precisamente, la norma de policía se encuentra destinada a la protección del orden público dentro del marco del art. 953 del CC, pero, por la trascendencia pública (normalmente, un daño público) del objeto prohibido, castigará de diversas maneras al responsable.

Es fácil advertir que nos encontramos aquí frente a una limitación al mercado de mucha mayor severidad y efectos que en el caso anterior. En realidad, este último provoca pocos efectos económicos, mientras que el presente se refiere, precisamente, a conductas expresadas en relaciones jurídicas que ocurren para y por «el mercado».

Debe notarse que la relación jurídica continuará siendo conmutativa y regida por el derecho privado, pero se encontrará incidida total o parcialmente por estas normas de policía, y sometidas al juego prohibición-verificación-sanción. Esto es lo que ocurre, muy especialmente, con las relaciones jurídicas laborales, y con la legislación que las rige. Esta, tanto la de creación legislativa como la convencional colectiva, impone un mínimo de orden público en beneficio del trabajador (salario, condiciones de trabajo, vacaciones, estabilidad, etc.) que no puede ser violado, aunque si puede ser mejorado, siempre, por lo demás, en condiciones no discriminatorias.

Se orientan así a las adjudicaciones privadas, a los efectos de evitar que resulten violatorias del orden público. Gran parte de estas disposiciones de policía tienen una directa incidencia económica y suponen una suerte de «distribución dentro de la conmutación», una injerencia distributiva dentro de la adjudicación conmutativa. Es decir, volviendo al origen del presente estudio, toman en consideración que, aun en el ámbito privado y en el intercambio de bienes de apropiación privada, el agente también, y al mismo tiempo, adjudica la riqueza social. Especialmente en el caso del trabajo y su principal fruto: el bienestar del trabajador. Este es una «riqueza social» que se adjudica, en principio, mediante intercambios conmutativos, pero sin que pueda dejar de garantizarse su impacto distributivo, es decir, de adjudicación distributiva.

Debemos notar que, en el nivel de la justicia general, no sólo nos encontraremos ante prohibiciones sino también con imposiciones de determinadas conductas, lo que puede significar incluir en la misma relación jurídica de derecho privado ciertos contenidos imperativos, que, en algunos casos, se los considerará como vigentes con independencia de la voluntad de las partes(28).

Las regulaciones administrativas de ciertos sectores de la economía, y por tanto del mercado, son imposiciones negativas y positivas, en tanto pueden, alternativamente o al mismo tiempo, prescribir prohibiciones u obligar a determinadas conductas y así limitar, condicionar o forzar el objeto de las relaciones jurídicas alcanzadas por aquéllas. Reiteramos que responden a una razón de orden público, pero de interpretación restrictiva por cuanto tales regulaciones importan una, a la vez, restricción a los derechos garantizados por la Constitución, lo que sólo puede admitirse frente a una sustancial exigencia del Bien Común.

VI. El mercado y el trabajo en los recientes documentos sociales de la Iglesia (29)

El trabajo humano, dice el nº 3 de la Laborem Exercens (LE), «es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social, si tratamos de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre» (subrayado en el original). Por supuesto que en el marco de esta afirmación debemos considerar al tratamiento del mercado, y en él lo relativo al denominado «mercado de trabajo».

Ya hemos mencionado que el trabajo es la fuente de la apropiación de los bienes, los que tienen un origen y un destino común. El trabajo es la expresión del «dominio» (LE, 6), y también es el instrumento principal para las adjudicaciones producto del intercambio, en lo que la LE, 13, denomina «doble patrimonio», es decir, «…el patrimonio de lo que ha sido dado a todos los hombres con los recursos de la naturaleza y de lo que los demás ya han elaborado anteriormente sobre la base de estos recursos… el hombre, trabajando, al mismo tiempo ‘se aprovecha del trabajo de otros'» (lug. cit). En efecto, a partir del acto creativo y primigenio de Dios (Centesimus Annus –CA– nº 31), donde se encuentra «la raíz primera del destino universal de los bienes de la tierra» (lug. cit.). Para que «la tierra» (los bienes creados) produzca sus frutos (otros bienes e incluso la misma posibilidad de aprovechamiento de aquellos primigenios «donados») es necesario el trabajo del hombre conectado con el de otros hombres: «Hoy más que nunca, trabajar es trabajar con otros y trabajar para otros: es hacer algo para alguien» (l.c., subrayado en el original). El trabajo es fuente de la apropiación y del intercambio de los bienes (CE, 32).

Pero el mismo trabajo es un bien (LE, 9) del hombre y para el hombre. Por consiguiente es un bien tanto en su sentido «subjetivo», propio de la dignidad personal, como en su sentido «objetivo», es decir, con relación a los instrumentos (también bienes fruto del trabajo anterior, seguramente de otros) y los frutos del nuevo trabajo que, en su misma especificidad, serán normalmente aprovechados por otros (conf., LE, 5 y 6, especialmente).

En definitiva, la adjudicación misma de los bienes, ya sea por intercambios distributivos o bien conmutativos, supone y exige el trabajo humano. Por ello la LE, 12, enuncia el principio de la prioridad del trabajo sobre el capital (subrayado en el original). «Este principio –continúa– se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el capital, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento» (subrayado en el original).

Desde esta perspectiva cabe preguntarnos si el trabajo puede ser objeto de intercambio en el mercado, es decir, si en un sentido propio es posible considerar la existencia de un «mercado de trabajo».

La Doctrina Social de la Iglesia nos ofrece una valoración positiva del mercado como ámbito de los intercambios producto de la «libertad negocial» de las personas: los frutos del trabajo se destinan a otros, para que puedan disfrutarlo después de haber pagado el justo precio, establecido de común acuerdo después de una libre negociación (CE, 32; subrayado agregado). Esto es, el producido del trabajo, tanto en el ordenamiento nacional como en las relaciones entre naciones, se adjudica en los intercambios, en el «libre mercado (el que ‘parece ser’) el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades» (CE, 34; subrayado en el original). Por consiguiente, si el mercado es el conjunto de las relaciones de conmutación, las relaciones jurídicas regidas por la virtud de la justicia conmutativa –derecho privado, sector privado del ordenamiento– es el ámbito más eficaz de producción y adjudicación de la riqueza. Claramente se señala así la primacía de lo social o privado sobre lo estatal o público –la «economía de mercado» o «economía libre» (CE, 42)– salvo y excepcionalmente cuando la subsidiariedad exija lo contrario. Por ello la CE desconfía, no sólo del socialismo, sino también del «Estado asistencial (que) provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos» (CE, 48).

Lógicamente la «autonomía» del mercado no es absoluta. Hay bienes que se producen y se adjudican de acuerdo a una lógica distributiva, propia del sector público del ordenamiento y de sus normas propias, el «derecho público». Pero aun en el sector privado del ordenamiento, como lo hemos visto, las exigencias del Bien Común imponen a la voluntad de las partes restricciones negativas y mandatos positivos, que deben ser respetados bajo pena de sanción. Es que, por de pronto, la regla del mercado «vale sólo para aquellas necesidades que son ‘solventables’, con poder adquisitivo, y para aquellos recursos que son ‘vendibles’, esto es, capaces de alcanzar un precio conveniente. Pero existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado» (CE, 34), ya que requieren de las adjudicaciones, ya sean genéricas o específicas, alcanzadas por la justicia distributiva, sin perjuicio de todas aquellas que importan actividades estatales adjudicables mediante relaciones jurídicas que por su naturaleza son típicamente distributivas. También, reiteramos, la incidencia de la «justicia general» o «del Bien Común», «que exige que (el mercado) sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de la sociedad» (CE, 35), siempre en una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación (l.c.).

La participación es la base del modelo de «Estado de Derecho democrático», el que, en las circunstancias actuales, justifica y legitima la intervención pública. La empresa es organización de personas (en su trabajo material e intelectual) y de capital (CE, 32) aunque su «factor decisivo (sea) cada vez más el hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber científico, y su capacidad de organización solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás» (l.c.).

Pero el fundamento principal, que no por caso el Papa lo coloca en el primer término de la trilogía que citamos de CE, 35, es el trabajo libre. Por de pronto el trabajo es un elemento constitutivo de la dignidad humana: el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto (LE, 6; subrayado en el original), y tal dignidad del trabajo libre «debe constituir el fundamento de las valoraciones y de las decisiones que hoy se toman al respecto, incluso las referidas a los derechos subjetivos del hombre…» (LE, 11, subrayado en el original). Naturalmente esta calidad tan especial sólo puede predicarse con relación a una acción libre, decidida y realizada en el señorío de la inteligencia y la voluntad.

Por la dignidad antes enunciada, no puede considerarse al trabajo como una «mercancía» (conf. CE, 19; LE, 7) que pueda quedar sometida a las puras leyes del mercado. «Por encima de la lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad» (CE, 34, subrayado en el original). Seguramente, junto con la libertad, el respeto a la vida y a la familia, dentro de aquél «algo» se destacará el trabajo.

Así el salario no podrá ser considerado como «precio» del trabajo, aun cuando entre el patrono y el obrero se establece una relación que sustancialmente puede ser considerada como conmutativa.

La justicia conmutativa deberá, en todo caso, predicarse en la relación entre el trabajador y el «empresario directo» o empleador concreto (LE, 16) y con referencia a la variedad de intercambios que pueden ocurrir entre tales partes, aunque limitadamente con relación al salario. Pero, y este es un gran enunciado de la LE, en la relación laboral también hay que considerar al «empresario indirecto», concepto que «se puede aplicar a toda la sociedad, y en primer lugar al Estado» (LE, 17).

Se destaca aquí la importancia de las exigencias de la «justicia general», de la regulación del «mercado de trabajo». Podemos continuar utilizando esta expresión –»mercado de trabajo»– como ámbito donde se cruzan dos voluntades libres en la recíproca relación de oferta y demanda, pero siempre que comprendamos que se trata de un mercado fuertemente regulado por el «empresario indirecto». Este será el regulador que pondrá en práctica a la justicia general, y lo hará en la persona del Estado pero también en la organización sindical y el fenómeno autoregulatorio de los convenios colectivos de trabajo.

Naturalmente que la regulación del mercado de trabajo se orientará muy especialmente a la protección del trabajador más humilde. En el caso de las principales jerarquías empresarias, que también realizan un trabajo dependiente, la relación conmutativa será más plena y el salario tenderá a expresar una relación más «aritmética» con respecto a la incidencia de la labor del dependiente sobre el éxito de la producción y sobre el beneficio del empleador. Aquí se valorará la singularidad del trabajo, sea o no profesional, el expertise de ese trabajador concreto y por ende, la dificultad o inconveniencia de su reemplazo, lo que implica la incidencia de la competitividad como un aspecto central del «mercado de trabajo».

Pero en los niveles más bajos, también desde el punto de vista de la competitividad, de la eficiencia y eficacia, del beneficio empresario, del expertise del trabajador, el reemplazo será más sencillo y la trascendencia de ese trabajador concreto sobre la producción y el beneficio serán, en sí misma, mínima e indiferente.

Si fuese sólo eso, el salario debería ser extremadamente bajo, sólo un salario «de subsistencia», destinado a «mantener funcionando» la fuerza física del trabajador, como ocurría en las épocas del «capitalismo salvaje» al que tuvo que enfrentarse el papa León XIII con su encíclica Rerum Novarum.

Pero, recordemos, por encima del mercado «existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad», y ese «algo», en su nivel de dignidad fundamental es igual para el empleado directivo como para el más humilde e inhábil de los obreros.

En este punto básico será responsabilidad del «empresario indirecto», mediante la regulación laboral de base legal o convencional colectiva y a través del «empresario directo», asegurar que el trabajador reciba una «justa remuneración» (LE, 19) no sólo medida por la disponibilidad efectiva del trabajador en el puesto productivo asignado, sino por la digna atención de sus necesidades y de su familia, el acceso a los niveles de consumo propios de la época, el acceso a la educación en todos sus niveles, a la salud, a la vivienda, a la previsión de los infortunios y de la vejez, y al ahorro. «De aquí que precisamente –dice la LE en el nº 19– el salario justo se convierta, en todo caso, en la verificación auténtica de la justicia de todo el sistema socio-económico y, de todos modos, de su justo funcionamiento» (subrayado en el original). El salario justo es, entonces, el dato determinante de la justicia del sistema, en sentido propio, de la justicia social, considerada como un concepto síntesis de las tres clásicas especies de aquella virtud: la conmutativa, la distributiva y la general.

Así será el justo fruto del trabajo, entonces, una «idea directriz» del ordenamiento general –por ejemplo, el «afianzar la justicia» del preámbulo de la Constitución Argentina– y como lo subraya Juan Pablo II continuando la frase antes citada «No es esta (la comprobación del salario justo) la única verificación , pero es particularmente importante y es, en cierto sentido, la verificación-clave» (subrayado agregado).

voces: derecho – derecho internacional público – iglesia católica – administración pública

0 – Conferencia pronunciada en el 3er Simposio europeo de profesores universitarios, Roma, 30-6 al 3-7-05. Pontificia Universidad Lateranense.

1 – Romano, Santi, L’ordinamento giuridico, Firenze, Sansoni, 1945.

2 – Podemos tomar como ejemplo el «preámbulo» de la Constitución de la República Argentina de 1853, inspirado en su similar estadounidense de 1787. Allí se declara que es «el pueblo de la Nación Argentina» el que se «reúne» a través de sus representantes en el «Congreso General Constituyente». Es decir se trata del grupo fundador que se autoproclama «Pueblo» y «Nación»; como tal declara sus finalidades que justifican su accionar: «con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad…». Estos objetivos son los del grupo fundador con vocación de permanencia y de integralidad: «…para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino», continúa esta declaración liminar. La organización, que está deviniendo ordenamiento, reconoce también una «idea directriz», la justicia, y por ello, para constituirse ahora y en el porvenir lo hace «invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia». Así culmina estableciendo su norma fundamental: «ordenamos, decretamos y establecemos esta Constitución para la Nación Argentina», donde se regula la composición orgánica y procedimiento de actuación del «centro de poder» o «gobierno» (con tres ramas y poderes y con una organización dividida entre el ordenamiento federal y los ordenamientos provinciales) y también los principios que deben regir las relaciones entre el «centro de poder» y cada uno de los miembros del «Pueblo» (declaraciones de derechos y garantías fundamentales) como igualmente las bases para regular las relaciones jurídicas entre los mismos integrantes del «Pueblo» (al que luego denominaremos «sociedad»). En la Constitución de los Estados Unidos la organización-ordenamiento se expresa en el «preámbulo» de la siguiente manera: We the People of the United States, in Order to form a more perfect Union, establish Justice, insure domestic Tranquility, provide for the common defence, promote the general Welfare, and secure the Blessings of Liberty to ourselves and our Posterity, do ordain and establish this Constitution for the United States of America. Pero no se trata sólo de principios aplicables a las organizaciones-ordenamientos de carácter político; también los encontramos en un fenómeno de distinta naturaleza como es el de la Iglesia Católica. Esta también es, por voluntad de su Fundador, «Pueblo» -el «Pueblo de Dios»- con Su «plan salvífico» como idea directriz, vocación de permanencia y, así, la Iglesia, además de Cuerpo Místico, es organización-ordenamiento.

3 – Con respecto a la trascendencia y aplicación jurídica de estos principios, ver Barra, Rodolfo C., Tratado de Derecho Administrativo, t. I, II y III; Buenos Aires, Ábaco, 2002, 2003 y 2005, respectivamente.

4 – Utilizamos la expresión «Gobierno» en el sentido en que se encuentra en las constituciones estadounidense y argentina, como organización compuesta por las tres «ramas» o «poderes», y no como suele ser empleada en los sistemas parlamentaristas. Desde la perspectiva aquí empleada, lo «gubernamental» es sinónimo de lo «estatal» y, ya lo veremos, también de lo «público». Sin perjuicio de ello, en un sentido estricto, el Estado es la personificación jurídica del «Gobierno».

5 – Conf. Constitución Pastoral Gadium et Spes, nº 74.

6 – Utilizamos en esta ocasión a la expresión «natural» en un sentido más «físico» (la naturaleza) que estrictamente normativo (el derecho natural).

7 – Naturalmente la parte individual a la que nos referimos puede ser una organización dotada de personalidad jurídica y, por tanto, actuar persiguiendo el beneficio de la pluralidad de individuos que son sus miembros. También puede ser el caso de una persona física que persigue beneficiar a un grupo más amplio, por ejemplo cada uno de los cónyuges con relación a la prole.

8 – Se trata de una abstracción meramente teórica, ya que es imposible en la realidad. No sólo el Bien Común, para ser tal, debe beneficiar a cada una de las partes en la medida a la que luego nos referiremos, sino que el individuo, al realizar su propio bien, si actúa de acuerdo con la justicia (también luego indicaremos a cuál especie de la virtud de la justicia hacemos mención en este caso) y aún sin proponérselo (recordemos que la justicia es una virtud exterior, objetiva, que se refiere al bien del otro, antes que al propio bien) beneficia al Bien Común, como ocurre habitualmente, por ejemplo, cuando cumplimos debidamente con nuestras obligaciones laborales para el bien de nuestro sustento y de nuestra familia, con lo cual aportamos también, siquiera de una manera indirecta y mediata, al Bien Común.

9 – Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q.57, a.1.

10 – Se trata este de un supuesto teórico. En la realidad, el título generado por una condición de «trabajo originario» en sentido estricto -es decir, ajeno a cualquier transacción o intercambio anterior- sólo pudo ser invocado por Adán y Eva, sin perjuicio del origen divino de los bienes sobre los que laboraban (en tal caso el «título» de aquellos era su condición de «hijos de Dios» y donatarios de la Creación). Ya para la primera descendencia, podría hablarse de una apropiación basada en un título anterior, aquella originada en la paternidad «adánica».

11 – Es así en las relaciones nacidas del acuerdo voluntario de las partes. En las no voluntarias, v. gr. las nacidas de un hecho ilícito civil, el ajuste estará dado por la estricta reparación del daño causado a la víctima. Para el autor del daño no habrá una estricta contraprestación más allá de su liberación de la obligación de resarcir, aunque, según alguna doctrina el ordenamiento normativo «supone» iure et de iure -simplemente como hipótesis de fundamentación teórica- que el autor se ha «enriquecido» en la medida del daño causado y debe, entonces, reintegrar tal «enriquecimiento» a la «empobrecida» víctima.

12 – Dentro del ordenamiento público, y por tanto entre sujetos públicos (personas jurídicas e incluso órganos subjetivados) también se producen adjudicaciones pero éstas son instrumentales con respecto al buen funcionamiento del «centro de poder» y, por tanto, también instrumentales o auxiliares con relación al bien de los sujetos privados del ordenamiento. Es decir, deben ser consideradas desde la perspectiva de las adjudicaciones en beneficio de los sujetos privados.

13 – Por ejemplo, la locación de servicios que se establece entre un paciente de un hospital público y el sujeto público titular del hospital. La «prestación principal», que caracteriza a la concreta relación jurídica, se encuentra a cargo de aquel último, que es el «locador», mientras que la «finalidad sustancial», que es la participación del paciente en el Bien Común (el sistema de salud) coincide obviamente en el mismo sujeto obligado. En cambio en un contrato de obra pública, el locador será el particular constructor y la prestación principal será la ejecución y entrega de la obra en beneficio del locatario o comitente público, que se encuentra obligado al pago del precio respectivo. Pero la «finalidad sustancial» sigue siendo la adjudicación al particular de la parte del Bien Común que le corresponde. En este caso, tal «parte» se concreta en la misma contratación (que permite participar de poder de contratación del «tesoro» público, seguramente en un tipo de construcciones que por su magnitud o naturaleza sólo el sector público es capaz de contratar) que, por principio, debe respetar los méritos del particular demostrados en un procedimiento de contratación por licitación pública. Los dos ejemplos permiten también advertir la diferencia entre las que hemos denominado adjudicación genérica, por un lado, y adjudicación específica, por el otro. La existencia de un buen hospital público en un determinado pueblo del interior del país, y una buena carretera que comunique a ese pueblo con los principales centros de consumo, pueden dar razón a que una empresa instale su sede fabril en tal pueblo, y así aquellas realizaciones públicas son adjudicaciones genéricas. En cambio, el poblador del lugar que es atendido en el hospital y la empresa constructora que resultó adjudicataria del contrato de obra pública para construir la carretera, se encuentran, respectivamente, frente a adjudicaciones específicas expresadas en relaciones jurídicas que a ellos tienen como sujeto.

14 – Recordemos que se trata sólo de un aspecto del Bien Común, ya que es de la sustancia de éste el ser realizado en beneficio de los miembros de la comunidad (ver Gadium et Spes, cit., nº 74). Realización y distribución del Bien Común son operaciones que están sustancialmente unidas (aunque podrían presentarse accidentes temporales), como si fuesen, reiteramos, las dos caras de una misma moneda.

15 – La primera hipótesis ocurre, por ejemplo, en los procedimientos de selección del contratista destinados a las contrataciones públicas; también en la relaciones tributarias. La segunda hipótesis es un planteo que normalmente se hace, o debe hacerse, la Administración con relación a los efectos de sus decisiones, más allá del destinatario concreto. También en lo que respecta al establecimiento de «precedentes», reclamos por daños y perjuicios que podrían presentar terceros afectados, etc. Naturalmente, se reitera, es un análisis que la Administración debería hacer previa a la toma de una decisión (es decir, previo a comprometerse en una relación jurídica, aun cuando ésta nazca de un acto administrativo unilateral) lo que no quiere decir que siempre lo haga.

16 – Así en español como en italiano, con origen en el latín distribuere y commutare, respectivamente.

17 – No consideramos aquí las relaciones de -para nosotros, aparente- distribución que se producen en el seno de otros grupos sociales. Sólo tomamos en cuenta la relación entre los sectores público y privado del ordenamiento y la realización-distribución del Bien Común «político».

18 – Por ejemplo, las normas de organización para el sector público (v. gr., «ley de ministerios») reglan indirectamente a las relaciones jurídicas con terceros al definir la competencia del órgano que deberá establecerlas; en el sector privado, por ejemplo, la ley de sociedades comerciales, regla directamente a las relaciones jurídicas entre los socios y, desde un cierto aspecto, indirectamente las relaciones jurídicas con terceros.

19 – La norma citada dispone: «Las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la cual deben someterse como a la ley misma».

20 – Es cierto que una de las partes en la relación tiene que ser una persona pública, pero asumirá tal carácter en ejercicio de la competencia dispuesta por la norma para ello. Es decir, para comprometerse en tal tipo de relaciones jurídicas, y no en el ejercicio de la competencia de creación normativa, la que supone una función constitucional especialmente asignada al Poder Legislativo y, en menor medida, al Poder Ejecutivo. También decimos en el texto que las relaciones jurídicas de distribución se encuentran sustancialmente regidas por normas heterónomas. Con aquella expresión queremos remarcar que estamos haciendo referencia a la sustancia misma de la relación y su régimen jurídico, y no a ciertos actos de aplicación o instrumentales o accesorios con respecto a aquélla, que podrían definirse por acuerdo de partes.

21 – Nos referimos a un interés circunstancial del sujeto público, a veces denominado, en teoría de la organización, como el «interés del aparato».

22 – Santo Tomás aclara que «…y como la parte, en cuanto tal es del todo, síguese que cualquier bien de la parte es ordenable al bien del todo», Suma Teológica, II-II q.58, a.5.

23 – Es virtud general no según la esencia, en relación de género a especie, sino según, precisamente «la virtud», «como la causa universal es general a todos sus efectos», Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, q.58,a.6.

24 – Por supuesto que existen otros medios «genéricos» de intervención en el mercado sobre los que hemos hecho alguna mención en los números 2 y 3, especialmente 3.b., por ejemplo, la propiedad pública de empresas productivas o los mismos «servicios públicos», aun cuando fuesen prestados por concesionarios privados. Aquellos medios «genéricos», reiteramos, pueden ser estudiados en su incidencia sobre el mercado (que es importantísima) con independencia de las relaciones jurídicas «específicas» a las que, incluso, pueden dar lugar. Como nuestro estudio se refiere a las mencionadas relaciones jurídicas «específicas», no nos detendremos en la cuestión mencionada.

25 – Por supuesto que el legislador también sanciona con la anulabilidad a los actos jurídicos con vicios excluyentes de la voluntad; art. 954: «Podrán anularse los actos viciados de error, dolo, violencia, intimidación o simulación». Y agrega una importante disposición con relación a lo que, en nuestro medio se denomina «vicio de lesión enorme»: «También podrá demandarse la nulidad o la modificación de los actos jurídicos cuando una de las partes explotando la necesidad, ligereza o inexperiencia de la otra, obtuviera por medio de ellos una ventaja patrimonial evidentemente desproporcionada y sin justificación. Se presume, salvo prueba en contrario, que existe tal explotación en caso de notable desproporción de las prestaciones». Se trata también de un vicio de la voluntad presumido iuris tantum, salvo que se demuestre, entonces, que la parte lesionada quiso, con plenitud de información, pactar lo pactado. Más que una limitación al «mercado», la norma, en este caso, parece homenajearlo.

26 – Aunque pueden continuar vigentes otros objetos del acuerdo en la medida que sean separables de aquellos prohibidos.

27 – Si el legislador considerase dichas conductas como de una gravedad mayor -y algunas lo serán por naturaleza- las tipificará como hipótesis de delitos penales.

28 – El legislador reaccionará ante el incumplimiento de la norma de orden público en forma diferente según la naturaleza de la relación y el bien protegido. En el caso de la relación laboral, el contrato de trabajo donde se pacte un salario inferior al mínimo, por ejemplo, será válido, aunque considerado de pleno derecho como convenido por tal mínimo al que el empleado tendrá derecho a percibir. En otros supuestos, la infracción podrá afectar a la misma validez de la relación jurídica.

29 – Ver Barra, Tratado…, cit., t. I, Caps. II y III.

Categoría: El Derecho
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