Rodolfo Barra

Jurisdicción constitucional de los tribunales internacionales

Introducción

Nunca como ahora se ha planteado la experiencia práctica —ya mucho más que una cuestión teórica— del juzgamiento de conductas de Estados nacionales por parte de tribunales internacionales o supranacionales, utilizando estos términos, provisionalmente y sin profundizar en la cuestión, como sinónimos.

El caso del ’Proceso de Nuremberg’, cuyo cincuentenario estamos también recordando, es un ejemplo que, aunque con sus propias particularidades, puede servir de ocasión para reflexionar sobre este importante tema.

En la realidad internacional, especialmente en esta denominada ’era de la globalización’, se afirman dos procesos de indudable trascendencia jurídica, capaces de modificar o adaptar, o también sustituir, muchas de las categorías o conceptos a los que nos encontrábamos habituados en el campo del derecho constitucional, del derecho político o del derecho internacional: la supranacionalidad de los derechos humanos y la supranacionalidad del derecho en general, al ritmo, en este último caso, de los sistemas de integración o comunitarios.

Ciertamente la jurisdicción y competencia de los tribunales supranacionales se han desarrollado bajo el imperio de estos dos grandes temas, derechos humanos e integración, si bien ambos confluyen. En definitiva, el denominado ’derecho internacional de los derechos humanos’ participa de muchos de los caracteres de los sistemas de integración, como luego sumariamente veremos.

¿Puede un tribunal internacional juzgar a un gobierno nacional, (naturalmente legítimo)? Debemos entender que cuando se juzga a un gobierno, a sus órganos-persona, se juzga al Estado al que ese gobierno o esos órganos-persona representan. ¿Puede controlar la validez de su ordenamiento jurídico, de sus actos de gobierno? ¿Con cuál punto de comparación o referencia? También debemos preguntarnos acerca del camino de vuelta: ¿Puede un tribunal constitucional local controlar la constitucionalidad (local) de las normas internacionales, de las decisiones de los tribunales supranacionales?

I. La jurisdicción constitucional

La jurisdicción constitucional —en definitiva la gran ’invención’ del Justice Marshall— exige, primero su aceptación política y cultural, y también la vigencia positiva, de, entre otros, cuatro requisitos, que seguidamente enuncio sin pretensión de precisar ciertos conceptos jurídicos doctrinariamente polémicos:

El primero se refiere a que a esa declaración de anhelos y principios compartidos que sustancialmente forma el contenido de lo que denominamos ’constitución’, se le reconozca naturaleza normativa, en su contenido y sus efectos; segundo, que la norma jurídica constitución tenga, en el ordenamiento, una jerarquía especial: la máxima, y que por tal razón se comporte no sólo como norma obligatoria en sí misma, sino como criterio de validez de las restantes normas que le están subordinadas; tercero, que las normas constitucionales confieran o reconozcan —no interesa ahora precisar este punto— ’derechos subjetivos’ susceptibles de ser hechos valer por los que se consideran lesionados en ellos ante un juez en una acción procesalmente reglada; cuarto, y en consecuencia con lo anterior que el tribunal o juez constitucional pueda juzgar los casos traídos a su conocimiento aplicando al litigio, para su resolución, la norma constitucional, ya sea resolviendo directamente la causa por aplicación de la constitución o bien por la declaración de la inconstitucionalidad de la norma subordinada a aquella, que en el caso concreto provoca agravio en los ’derechos constitucionales’ de una de las partes en litigio.

II. Aplicación de lo anterior en el ámbito supranacional

El sistema antes recordado pudo desarrollarse, no sin dificultades, en el seno del ordenamiento jurídico estatal, que supone la subordinación del Estado al Derecho, la fuerza vinculante de las normas —incluso mediante el uso de la fuerza física para lograr su cumplimiento o sancionar su incumplimiento— la relación jerárquica de esas normas y la judiciabilidad, como principio general, de todos los conflictos de derecho, sin perjuicio de, en algunos sistemas, la intervención previa del tribunal constitucional para verificar la constitucionalidad de las normas antes de su sanción.

Difícilmente, a pesar de la globalización, podamos atribuir al sistema internacional los mismos caracteres. Es que el sistema descripto exige la existencia del Estado, o más precisamente —aunque mencionándolo, quizás, sin el exacto sentido original del concepto ideado por Santi Romano— de un ordenamiento, que supone necesariamente la presencia del Estado-organización y de las normas por él establecidas y a las que él se somete tal como —sustancialmente— se someten cualquiera de sus súbditos.

No existe un ordenamiento supranacional, global, universal, al que todos los Estados reconozcan como tal. Existen ámbitos de diálogo supranacionales —p.ej. las Naciones Unidas— con una producción normativa de valor y alcances relativos. De hecho, no todos los Estados cumplen con las normas emanadas de Naciones Unidas, no todos las cumplen siempre, y no hay un sistema de juzgamiento de los incumplimientos y de aplicación efectiva de sanciones, homogéneo, igualitario, de segura aplicación, en lo humanamente posible, en todos los casos de incumplimiento.

Siendo así, no puede afirmarse que un tribunal supranacional pueda juzgar lo actos de los Estados y de sus gobiernos, con referencia siempre a una norma superior que opere como criterio de validez de aquellos actos.

Sin embargo existe un (como lo denominan algunos autores) ’derecho internacional de los derechos humanos’, es decir, la expresión normativa o positiva del derecho de gentes, del derecho natural, o, en general, de los derechos que se reconocen teniendo como base la dignidad del hombre por ser tal. Estos derechos humanos, en aquella expresión positiva, han tenido y siguen teniendo, un desarrollo evolutivo. Responden al reconocimiento que de ellos hacen organismos internacionales universales, como la UN, o regionales, como la OEA, siguiendo, reitero, una evolución que va de la admisión de una situación general —p.ej. la Declaración Universal de Derechos Humanos— a situaciones particularizadas, como la Convención sobre los Derechos del Niño. Muchos pensamos que es hoy ya indispensable —en ese tránsito hacia la particularización de las declaraciones sobre derechos humanos— una Declaración Universal de los Derechos del Por-Nacer, quizás el grupo de personas más desamparadas y que se encuentra sufriendo mayores ataques a la vida, o a la salud física y psíquica, o a la dignidad.

Es importante destacar la importancia de este ’derecho internacional de los derechos humanos’, ya que supone, o debería suponer, dotar a todos los seres humanos de un ámbito de protección desde fuera del Estado nacional, contra los abusos estatales o también de sujetos no estatales.

La existencia de este conjunto de normas positivas sobre los derechos humanos, solemnemente sancionadas por organismos internacionales que agrupan a todas las naciones, es un elemento importante para pensar en la posibilidad de una justicia supranacional de naturaleza constitucional o de revisión constitucional, ya que en definitiva, las constituciones modernas, además de lo referido a la organización de los poderes u órganos de gobierno, son cuerpos de declaraciones de derechos humanos, sin que aquí interese distinguir a las distintas especies o categorías que admite la doctrina y, a veces, el mismo cuerpo normativo de las constituciones. Recordemos que ya los revolucionarios franceses habían declarado, en el siglo XVIII, que sólo puede denominarse constitución al documento que contenga y asegure la división de poderes y el reconocimiento de los derechos humanos. Si es así, el ’derecho internacional de los derechos humanos’ puede ser la base de un ’derecho constitucional internacional’.

Existen las normas, pero falta el Estado, por lo que no es posible, estrictamente, pensar en el tribunal supranacional, salvo en aquellos casos de sometimiento voluntario ocasional o permanente, o en los que el proceso integrador es tan fuerte que genera el efecto realmente sancionatorio de la norma, incluso con ciertas formas de coacción, y da origen también al Tribunal para juzgar conforme a ella. O bien cuando el propio derecho positivo local impone esta solución.

Analizaremos sumariamente los supuestos que nacen a partir del fenómeno de la integración y del especial reconocimiento del Tribunal supranacional por el derecho positivo constitucional local, únicos que, por ahora, realmente tienen relevancia jurídica y que pueden conducir, en su evolución, a una verdadera afirmación universal de los derechos humanos.

III. Tribunales de Derechos Humanos

En realidad la efectiva vigencia de los derechos humanos en su dimensión supranacional se encuentra íntimamente vinculada a los procesos de integración.

Podemos hacer una aproximación descriptiva al concepto jurídico de la integración destacándola como un sistema en el que se desarrollan estructuras organizativas supranacionales de las que, por un mecanismo de delegación de competencias válidamente efectuado por los estados integrados, emanan normas con un cierto grado de fuerza de acatamiento. Cuanto mayor sea esta fuerza será mayor o más perfecto el proceso de integración. La Unión Europea, o el sistema comunitario europeo, se presenta como ejemplo paradigmático de lo expuesto.

Creo que es posible hablar de un derecho de la integración en materia de derechos humanos, caracterizado por la existencia de autoridades supranacionales con competencias relativas al control de su cumplimiento y al juzgamiento de las violaciones, a través de órganos de naturaleza jurisdiccional o directamente de estructura y procedimiento judicial, que reciben las denuncias no sólo de los Estados partes o de los órganos supranacionales encargados del control, sino de los mismos particulares, víctimas de las violaciones acaecidas dentro del territorio y perpetradas por las autoridades del Estado al que la víctima pertenece, o también indirectamente por particulares, cuando el Estado falla en la protección del derecho conculcado. Estos órganos supranacionales aplican el derecho del que nacen, es decir el Convenio, Pacto, Declaración o Tratado pertinente, y también aplican, en ciertos casos, el derecho creado por la misma organización internacional (derecho derivado) o los principios y costumbres del Derecho Internacional, en especial en la materia de derechos humanos, e incluso pueden juzgar acerca de la violación efectuada contra una norma del derecho interno o local, si ésta coincide con la supranacional o amplía el ámbito de protección del derecho generado en la última.

Así ocurre en los casos regionales —bastante perfeccionados— del ’Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales’ (1950) o de la ’Convención Americana sobre Derechos Humanos’, el Pacto de San José de Costa Rica de 1969 ([EDLA, 1984-22]).

Estos acuerdos, efectivamente, asumen un papel jerárquico en el sistema regional de protección de los derechos humanos, son, en sí mismos, normas jurídicas (aunque con un imperfecto sistema sancionatorio) y crean órganos que, en algunos casos poseen ciertas competencias de creación normativa, y otros de competencias materialmente jurisdiccionales, como las respectivas Comisiones, o típicamente judiciales, como el Tribunal y la Corte respectivos. Pero, cuidado, en ambos casos se requiere la voluntaria aceptación, general o concreta, de la competencia de estos órganos por parte del Estado a ser juzgado. Como sabemos, en ambos casos —aunque con mucha mayor fuerza vinculante práctica en el caso europeo— las decisiones de estos órganos tienen un efecto principalmente moral o político, si bien con ciertos mecanismos de ejecución efectiva. Así, en el caso americano, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, luego de la finalización del procedimiento y si considera que el Estado en cuestión no ha tomado las medidas correspondientes para cumplir con las recomendaciones formuladas, sólo puede destacar el incumplimiento y dar a publicidad el informe de contenido, podemos decir, condenatorio. En los casos de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en cambio, si el caso le llega a su conocimiento por las únicas vías posibles de la interposición por el Estado parte o por la Comisión (la Comisión puede actuar por denuncias efectuadas por las víctimas particulares) la fuerza obligatoria es mayor, ya que debe existir el compromiso previo del Estado a respetar las sentencias de la Corte (obligaciones de hacer o no hacer) aunque no está previsto qué ocurre si no cumple, o en el caso de condenas al pago de indemnizaciones compensatorias, éstas pueden ser ejecutadas en el respectivo país ’por el procedimiento interno vigente para la ejecución de sentencias contra el Estado’ como lo establece el art. 68 del Pacto.

El sistema europeo tiene características similares aunque con ciertas diferencias. Aquí, luego de fracasada la instancia conciliatoria, la Comisión eleva un informe al Comité de Ministros y este es el que dicta una decisión condenatoria, por el voto de los dos tercios de sus miembros, fijando un plazo para que el Estado condenado cumpla con la conducta que se le impone y, en caso de incumplimiento, emitirá otra decisión acerca de las consecuencias que se derivan de tal situación (art. 32 del Convenio). Esta intervención sólo es posible si, dentro del plazo de tres meses de terminada la actuación ante la Comisión, ésta o el Estado interesado (demandante o demandado) no someten la cuestión al Tribunal. Las sentencias del Tribunal, como las del Comité de Ministros, son de cumplimiento obligatorio en tanto que, según el Convenio, los Estados se comprometen, por el Convenio, a cumplirlas en aquellas actuaciones en que voluntariamente se someten como partes. Pero no existe una previsión, como la que vimos que se encuentra presente en el Pacto de San José, para la ejecución de sentencias, quedando para los Estados la elección de los medios de cumplimiento. No existe un ’brazo secular europeo’, en la expresión de Eissen, capaz de asegurar el cumplimiento de estas sentencias mediante la coerción. La ejecución queda librada a la vigilancia del Comité de Ministros, que, como órgano político que es, actuará políticamente, es decir, en función de compromisos prudenciales.

En ambos casos, el americano y el europeo, el proceso y su fallo siempre se limitan a la causa litigiosa concreta, sin obligar a la modificación o derogación de normas generales, cuando éstas podrían entrar en colisión con el texto de los convenios. Sin embargo, especialmente en el caso europeo, es muy fuerte el prestigio jurídico del Tribunal y la fuerza moral y política de sus decisiones, por lo que éstas tienen un alto grado de acatamiento.

Otros acuerdos internacionales vinculados con los derechos humanos crean órganos con funciones de vigilancia acerca del grado de cumplimiento de sus normas, en algunos casos con competencias casi jurisdiccionales, por ej., el Comité de Derechos Humanos creado por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas, o el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial, establecido por la Convención Internacional sobre la misma materia. Todo ello sin perjuicio de las competencias de la Corte Internacional de Justicia que, por ej. puede actuar, a petición de parte, en toda controversia suscitada con respecto a la interpretación, aplicación o ejecución de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, de Naciones Unidas, según lo dispone su art. IX.

IV. El Derecho Comunitario

Probablemente el sistema más perfeccionado en materia de un ordenamiento jurídico supranacional, incluyendo su Tribunal de Justicia, es el vigente para la Unión Europea.

Allí los principios de aplicabilidad inmediata y directa, de primacía o prevalencia, de expansión, según lo autorice la regla de la subsidiariedad, aseguran la vigencia del derecho comunitario, en su inacabado ámbito de competencia, por sobre los derechos locales, con obligación de respeto con tales alcances incluso para el juez nacional que es también considerado (doctrinalmente) como una suerte de ’juez comunitario’, según Pescatore, y colaborador del Tribunal de Justicia de la Unión. La acción de este Tribunal es destacada como el verdadero motor de la integración, sobresaliendo en tal punto la vía de la denominada ’cuestión prejudicial’, que asegura el respeto por el juez nacional de aquellos principios o caracteres y la aplicación homogénea del derecho comunitario según es interpretado por la jurisprudencia del Tribunal de Luxemburgo. Es de notar que esta vía permite que el derecho supranacional sea vigente en las relaciones entre particulares e, insisto, con prevalencia sobre las normas locales. Al ser aplicado en los casos concretos por los jueces nacionales —ya sea directamente (cuando así corresponde) o como consecuencia de la decisión prejudicial— se eliminan las cuestiones relativas a la ejecución concreta de las decisiones judiciales comunitarias, ya que esta ejecución es por definición, una consecuencia natural de las reglas del procedimiento local.

También es de señalar, dentro de las competencias del Tribunal de Justicia, la relativa a decidir los recursos por incumplimiento de los Estados integrados con respecto a las normas comunitarias, recurso que puede ser planteado por la Comisión o por cualquiera de los Estados miembros y que, en caso de resistencia en el respeto de la sentencia, puede concluir, previa una nueva intervención política de la Comisión, en la aplicación de multas a tanto alzado o astreintes a cargo del Estado condenado. Pero el propio Tribunal ha generado, en estos casos una nueva herramienta para forzar el cumplimiento de sus sentencias, al permitir la acción del interesado ante el juez nacional reclamando la indemnización de daños y perjuicios frente a la conducta omisiva estatal, (casos ’Francovich’ y ’Bonifaci’, de 1990) admitiendo que tal derecho se basa directamente en el Derecho comunitario’ (caso ’Eunice Sutton’, 1997), o afirmando que ’…el principio de la responsabilidad del Estado por daños causados a los particulares por violaciones al Derecho comunitario que le son imputables, es inherente al sistema del Tratado’ (causa ’Danila Bonifaci’, 1997).

Claro que el ordenamiento comunitario no contiene, específicamente, un cuerpo de normas relativas a los derechos humanos.

Sin embargo, a partir de Maastricht, se ha integrado al sistema del Tratado el sistema europeo de reconocimiento y garantía de los derechos humanos (art. F., aptdo. 2), cuestión que, si bien no se encuentra todavía totalmente perfeccionada, como veremos, reafirma el principio de la prevalencia del derecho comunitario, principio aplicable aún (me atrevería a decir) sobre las normas constitucionales, una vez efectuada la ratificación del Tratado comunitario conforme con la misma reglamentación constitucional local.

Es cierto que en el punto todavía no podemos ser demasiado categóricos de cara a la efectiva tutela de los derechos humanos dentro del sistema unitario que es el ordenamiento comunitario. Incluso frente al progreso representado por Maastricht, lo cierto es que el Tratado en sí mismo no incorpora un catálogo de los derechos y garantías reconocidos, como lo exigían los revolucionarios franceses (tampoco tiene un régimen claro de división de poderes), limitándose a un reenvío declarativo al Convenio Europeo, a las tradiciones constitucionales comunes de los Estados miembros y a los mismos principios generales del Derecho comunitario.

La cuestión tiene su historia, aunque en este caso parece invertirse el interrogante inicial: ya no se trata de la revisión de los actos de los Estados por parte de un tribunal supranacional, sino de la revisión constitucional del Derecho comunitario por los tribunales nacionales, por lo menos como el problema estaba planteado antes de Maastricht.

Así es terminante la doctrina del caso ’Solange’, del Tribunal Constitucional alemán (1974) que permitía, en la práctica, la revisión por el tribunal local de la interpretación del Derecho comunitario efectuada por el Tribunal Comunitario, por la vía prejudicial, si esta interpretación, a criterio del juez constitucional local, era contradictoria con la Constitución también local. Esto así hasta tanto el Derecho comunitario no contenga un catálogo codificado de los derechos fundamentales aprobado por un parlamento, es decir, por un órgano representativo de la voluntad popular o que decida según un procedimiento democrático de debate y votación. El Tribunal Constitucional alemán luego matizó su postura en ’Solange II’ autolimitando su intervención de revisión constitucional: ’En tanto que las Comunidades Europeas, en particular la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, garanticen de una manera general la protección efectiva de los derechos fundamentales frente al poder soberano de las Comunidades…’

Es decir, el Tribunal Constitucional rescata primero la posibilidad de someter el derecho comunitario al examen de constitucionalidad para verificar el respeto de los derechos fundamentales, pero a la vez se autolimita y promete no ejercer esa atribución, si la Comunidad garantiza esa protección efectiva de manera general, lo que ahora hace indudablemente el Tratado de la Unión. En el mismo sentido —de afirmar su competencia revisora— se había expedido el Tribunal Constitucional italiano en la sentencia 183/73.

Pero el Tribunal de Justicia comunitario fue desarrollando una jurisprudencia tendiente a evitar los conflictos anunciados por las sentencias mencionadas como ejemplo. En el caso ’Stork’ (1959) había adoptado una posición rígida y maximalista, afirmando que sólo estaba obligado a aplicar el derecho comunitario, sin tener que pronunciarse como regla general, sobre las normas del derecho interno. Esta jurisprudencia justificaba decisiones de los tribunales locales, como las vistas más arriba, en cierto sentido invasoras del ordenamiento comunitario. Pero el Tribunal de Luxemburgo evolucionó en un sentido más positivo e inteligente. En el caso ’Stauder’ (1969), como un obiter, sostuvo que la salvaguarda de los derechos fundamentales es uno de los principios generales del derecho comunitario, protegido por el mismo Tribunal. En ’Nold’, tiempo después, declaro que: ’…al asegurar la salvaguardia de estos derechos (fundamentales) el Tribunal ha de inspirarse en las tradiciones constitucionales comunes de los derechos de los Estados miembros, y no puede, por tanto, admitir medidas incompatibles con los derechos fundamentales reconocidos y garantizados por la Constitución de estos Estados; que los instrumentos internacionales referentes a la protección de los derechos humanos a las que los Estados miembros han cooperado o adherido, pueden igualmente dar indicaciones que conviene tener en cuenta en el marco del derecho comunitario’. Después de Maastricht, el sistema de derechos humanos ya no es sólo una ’indicación que conviene tener en cuenta’. Por el contrario, la Unión declara en el ya citado art. F que respetara los derechos fundamentales, lo que constituye un mandato expreso a todos los órganos comunitarios y, sin duda, a su Tribunal de Justicia. En este sentido, el Tribunal declaro: ’Los derechos fundamentales forman parte de los principios generales del Derecho cuyo respeto garantiza el Tribunal de Justicia. A este respecto el Tribunal de Justicia se inspira en las tradiciones constitucionales comunes de los Estados miembros, así como en las indicaciones proporcionadas por los instrumentos internacionales relativos a la protección de los derechos humanos con los que los Estados miembros han cooperado o a los que se han adherido. Dentro de este contexto, el Convenio (se refiere al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales) reviste un significado particular. Como señaló también el Tribunal de Justicia, de ahí se deduce que no pueden admitirse en la Comunidad medidas incompatibles con el respeto de los derechos humanos reconocidos y garantizados de esta manera. Desde el momento en que una normativa nacional entra en el ámbito de aplicación del Derecho comunitario, el Tribunal de Justicia, cuando conoce de un asunto planteado con carácter prejudicial, debe proporcionar todos los elementos de interpretación necesarios para la apreciación, por el órgano jurisdiccional nacional, de la conformidad de dicha normativa con los derechos fundamentales cuya observancia garantiza el Tribunal de Justicia tal como están expresados, en particular, en el Convenio’ (sentencia ’Friedrich Kremzow’ del 29 de mayo de 1997).

Lo expuesto nos introduce en el problema de la difícil relación entre Derecho comunitario y constituciones nacionales, lo que en definitiva es el problema de la naturaleza constitucional del Derecho comunitario.

El problema puede ser dividido en dos partes, pues ciertamente es distinta, frente al juicio de conformidad constitucional local, la situación del Tratado que la situación del derecho derivado. Pero, aun así la cuestión reconoce una problemática común: ¿Puede una norma emanada de una autoridad supranacional mantener su vigencia en un determinado Estado miembro en las condiciones señaladas —los principios del derecho comunitario ya analizados— aun cuando contradiga estrictamente a la Constitución de ese Estado? Si la mantiene ¿podría esto suponer que la norma emanada de la autoridad supranacional ha modificado a la Constitución Nacional?

Debe advertirse que surgen aquí dos ordenes distintos de contradicciones: la primera es una contradicción propiamente dicha, donde por coincidir exactamente el ámbito de aplicación —sujeto, objeto— de la norma comunitaria con la norma constitucional, la contradicción sólo puede ser salvada por la inaplicación de una de ellas, o por su reforma expresa en pos de la coincidencia; la segunda es una contradicción impropia, que es lo que ocurre cuando las normas en cuestión no coinciden en su ámbito de aplicación en tanto que la comunitaria sólo tiene aplicación en un ámbito distinto —el comunitario— que el alcanzado por la norma nacional, el interno. En este ultimo caso no hay una real contradicción ya que ambas normas pueden coexistir, salvo cuando aparezca una hipótesis de concurrencia, con lo que retornaríamos al primer problema, esto es a la inaplicación de alguna de ellas en el caso estricto de la concurrencia, manteniendo su coexistencia —con plena vigencia de ambas— en el resto de las hipótesis.

El problema planteado —en la contradicción propiamente dicha, incluso en el supuesto de concurrencia circunstancial— pega estrictamente en el centro del emplazamiento más sensible de la concepción de la soberanía nacional: la Constitución, que es, precisamente, la máxima expresión de la soberanía del pueblo en tanto que conjunto histórico que denominamos Nación.

IV.A. La situación con respecto al derecho originario

En este punto la cuestión tiene un margen de resolución algo más simple. Como sabemos el art. 247 del Tratado exige su ’ratificación’ —esta es la expresión que utiliza— por los Estados miembros ’de conformidad con sus respectivas normas constitucionales’, principio que se encuentra reiterado en el art. R del Titulo VII, ’Disposiciones Finales’ del Tratado de la Unión. De esta manera, al realizar la ratificación, el estado interesado ya se encuentra efectuando, y efectúa, un primer análisis de la constitucionalidad del Tratado, que sólo será ratificado —por el Parlamento, por el pueblo— si no contiene ninguna contradicción con la Constitución Nacional.

Pero puede ocurrir que, ratificado el Tratado y cumplidos los restantes requisitos para su vigencia, se mantenga igualmente en pie la cuestión constitucional, tal como ocurre cuando el Congreso o el Parlamento sanciona una ley inconstitucional, supuesto tan posible que justifica, precisamente, la existencia de los tribunales de revisión constitucional.

Muñoz Machado distingue tres ’respuestas’ posibles a este problema si bien siempre considerando la situación con anterioridad a la ratificación del Tratado, aunque, a nuestro entender, estos planteos son también posibles ante la hipótesis de la ratificación del Tratado a pesar de su contradicción con la Constitución, en los casos, por ejemplo, que tal contradicción se advirtiera, en un caso concreto, con posterioridad a la mencionada ratificación.

Las hipótesis que desarrolla el autor citado son las siguientes: 1) los casos en los que las constituciones locales admiten ’las transferencias de competencias o de soberanía’ a las autoridades supranacionales, lo que impediría el surgimiento de la cuestión constitucional, como en Bélgica y en los Países Bajos, de ’arraigada tradición monista’. Pero, a nuestro entender, subsiste aquí la cuestión constitucional, ya que podría interpretarse que tal admisión de delegación es bajo la implícita condición del respeto por las normas constitucionales, es decir, no se admite la transferencia para dictar normas contradictorias con la Constitución, con lo cual ésta conservaría su preeminencia sobre el derecho comunitario. Así regresamos a la pregunta acerca de si una norma comunitaria, en este caso originaria, puede modificar a la Constitución nacional; 2) el segundo caso se centra en los Estados que han resuelto modificar la Constitución, pero de manera limitada al precepto concreto donde aparece la contradicción, como Luxemburgo y España; 3) el tercer grupo reúne a los Estados ’que han entendido que el Tratado de Maastricht produce un impacto constitucional de gran alcance y extensión, de manera que su ratificación no es constitucionalmente admisible a menos que se incorpore previamente a la Constitución alguna cláusula nueva en base a la cual se puedan admitir tales efectos’. Así los casos de Portugal, Alemania y Francia, donde el Consejo Constitucional estableció que las regulaciones del Tratado privan al Estado de competencias propias en ámbitos y materias que; dice el Consejo, ’ponen en causa las condiciones esenciales del ejercicio de la soberanía nacional’. Por ello la ley constitucional del 25 de junio de 1992 produjo en Francia una importante reforma al añadir a la Constitución el título relativo a las ’Comunidades Europeas y de la Unión Europea’; fundamentalmente al establecer que ’la República participa en las Comunidades Europeas y en la Unión Europea, constituidas por Estados que han escogido libremente, en virtud de los Tratados que las han instituido, ejercer en común algunas de sus competencias’ (art. 88.1), en particular ’…las transferencias de competencias necesarias para el establecimiento de la unión monetaria y europea así como la determinación de las reglas relativas a la franquicia de las fronteras exteriores de los Estados miembros de la Comunidad’ (art. 88.2). Esta admisión de la transferencia de competencias no es sino con ciertas reticencias, lo que ocurre en el art. 88.3 cuando admite la elegibilidad de los ciudadanos de la unión residentes en Francia en las elecciones municipales, con el límite de que no pueden ejercer la función de alcalde o de adjunto ni participar en la designación de electores senatoriales ni en la elección de senadores.

Pero en todos los casos la cuestión fundamental se ha resuelto o con la admisión del efecto constitucional automático del Tratado o con las reformas de las constituciones locales para adaptarlas al Tratado.

Es un principio común del derecho internacional (art. 27, Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados) y del derecho de la integración, que un Estado no puede excepcionarse en su ordenamiento normativo interno para justificar el incumplimiento de un tratado vigente, es decir, ratificado conforme lo dispuesto por la Constitución y por el mismo tratado. Pero el punto en debate es si este principio alcanza al orden constitucional. Si la respuesta es contraria, ello significaría que el juez local podría inaplicar un tratado por no ajustarse a la Constitución nacional.

En el plano del derecho constitucional podría afirmarse —si bien ello sujeto a la regulación concreta de cada Constitución— que el tratado se encuentra subordinado a la Constitución. Pero las relaciones internacionales entre los Estados imponen soluciones con matices diferentes. No se trata de afirmar que las constituciones nacionales se encuentran subordinadas a los acuerdos internacionales, sino que el Estado que concurre a un acuerdo de aquel tipo lo hace, o debe hacerlo, con la convicción de la previa conformidad constitucional de aquel convenio internacional, o con la convicción de que reformara su Constitución en aras de lograr aquella conformidad. Si no fuese así, no daría su consentimiento al convenio. Por ello la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, en su art. 27, establece la obligación de los Estados a cumplir con sus acuerdos internacionales sin poder exceptuarse de ello invocando la contradicción con su derecho interno, sin distinguir si este es constitucional o subconstitucional. Esta obligación supone otra, que es su consecuencia lógica: la adaptación del derecho interno a la normativa del tratado internacional, si éste ya ha sido suscripto, so pena de caer en incumplimiento de sus obligaciones internacionales, con las consecuencias —políticas, económicas, culturales, además de jurídicas— que ello implica.

En consecuencia, nos encontramos frente a dos perspectivas: la primera, desde el derecho constitucional local, siempre se afirmara la primacía de la Constitución del Estado, aun sobre los acuerdos internacionales; la segunda, desde la responsabilidad internacional del Estado, la solución práctica obligará a adaptar la norma local, aun constitucional, a lo establecido en el tratado internacional, ya firmado o que se desea —en realidad, necesita— firmar. Sin que se lo afirme, todavía, teóricamente, la realidad práctica parece conducirnos a la primacía de la norma internacional.

Esta última es una interpretación que quedaría fortificada de admitirse que, por el distinto nivel competencial del Derecho comunitario con respecto al ordenamiento local, y mediando la autorización constitucional para delegar competencias a autoridades supranacionales, estas ultimas, actuando en calidad de ’constituyente’ en el ámbito comunitario, se han desempeñado en el marco de una autorización abierta para desarrollar una norma fundamental —el Tratado— que no precisa poseer un contenido estrictamente ajustado a las Constituciones locales. Incluso en este plano, como veremos, en un aspecto crucial como el respeto de los derechos humanos, el Tratado sería examinado de conformidad con los principios y normas internacionales de respeto de tales derechos y no con relación a las normas respectivas de las Constituciones locales, aun cuando estas forman parte de las ’tradiciones constitucionales comunes’, según la expresión habitual del Tribunal de Justicia.

IV.B. El caso argentino

En la Argentina, con la reforma constitucional de 1994, se ha adoptado un sistema que importa el reconocimiento de la jerarquía constitucional de los tratados sobre derechos humanos, lo que importa simplificar el problema de la vigencia interna del ’derecho internacional de derechos humanos’ —los tratados sobre esta materia identificados por la Constitución, son la Constitución misma— y la competencia y obligatoriedad de los órganos judiciales o cuasijudiciales supranacionales, en los términos del acuerdo internacional y según como la Argentina se haya sometido a ellos.

En nuestro caso el art. 75, inc. 22 de la Constitución Nacional —que ha seguido, en la reforma de 1994, la doctrina sentada por la Corte Suprema de Justicia en la causa ’Ekmekdjián’ [ED, 148-354] y en los casos que la continuaron— establece que ’…los tratados y concordatos tienen jerarquía superior a las leyes’, pero no dice que tengan jerarquía superior a la Constitución.

Los tratados ’concluidos con las demás naciones y con las organizaciones internacionales y los concordatos con la Santa Sede’, señala la norma citada, deben ser aprobados por el Congreso lo que, en nuestra práctica constitucional, se realiza mediante una ley. Esta ley se ’integra’ al acuerdo internacional, ya que lo hace vigente para la Argentina al perfeccionar el otorgamiento de su consentimiento voluntario, y por ello participa de la jerarquía de ese acuerdo internacional en el ordenamiento interno.

Así, el tratado y la ley que lo aprueba o ratifica, es de jerarquía superior, en el ordenamiento interno, al resto de las leyes, pero a la vez debe estar en conformidad con la Constitución, según resulta expresamente del art. 27 de la misma Constitución que obliga al Gobierno federal ’…a afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de tratados que estén en conformidad con los principios de derecho publico establecidos en esta Constitución’. Distinta —más fuerte— es la situación de los que podemos denominar ’tratados constitucionales’. El mismo art. 75, inc. 22 establece que ciertos tratados ’sobre derechos humanos’ —que enumera— y otros que pueden ser aprobados por el Congreso por un procedimiento y con mayorías especiales, ’…en las condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional, no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos.’. Estos tratados integran la Constitución, tienen su misma jerarquía, sin que sea posible la contradicción con la misma —en caso de contradicción material deberá recurrirse, como ante cualquier supuesto de contradicción en un mismo cuerpo normativo, a las técnicas de la interpretación integrativa— pues su simple inclusión en el texto constitucional importa la declaración de la conformidad con ella, como lo ha dicho la Corte Suprema de Justicia, en las causas ’Monges, Analía c. Universidad de Buenos Aires’, del 26-12-96 [ED, 173-272], y ’Chocobar, Sixto C. c. Caja Nacional de Previsión para el Estado y Servicios Públicos s/Reajustes por movilidad’ —sentencia del 27-12-96 Expte. C.278.XXVIII [TySS, 1997-406], doctrina que es obviamente aplicable a los futuros casos en que el Congreso, conforme lo dispuesto por el citado art. 75, inc. 22 otorgue a otros tratados sobre derechos humanos la misma jerarquía constitucional, lo que ya ha ocurrido, por primera vez desde la reforma constitucional, con la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, a la que la ley 24.820 [EDLA, 1997-1-173], sancionada con las mayorías especiales que exige la Constitución en su art. 75.22, le otorga jerarquía constitucional en los términos de la norma antes citada. Estas incorporaciones siempre supondrán la declaración o comprobación por parte del Congreso —y del Poder Ejecutivo al promulgar la ley— de que tales tratados no derogan artículo alguno y son complementarios de los derechos reconocidos por la Constitución. Nótese, y esto es una novedad para nuestro derecho constitucional, que en estos casos el Congreso se transforma en poder constituyente, ya que el otorgamiento de la jerarquía constitucional a un tratado supone una reforma de la Constitución a través de un procedimiento expresamente autorizado por ella. Los tratados constitucionales ’Sólo podrán ser denunciados, en su caso, por el Poder Ejecutivo, previa aprobación de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara, art. 75, inc. 22, citados.

Ahora bien, ¿qué ocurre con los ’tratados de integración’ como los denomina el art. 75, inc. 24

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de la Constitución?

De acuerdo con la norma antes citada el Congreso —con un procedimiento y mayorías especiales— puede aprobar’…tratados de integración que deleguen competencias y jurisdicción a organizaciones supraestatales en condiciones de reciprocidad e igualdad, y que respeten el orden democrático y los derechos humanos’.

Nuestra Constitución establece que el Congreso puede delegar ’competencia y jurisdicción’. Naturalmente se trata, principalmente, de atributos constitucionales, es decir, las competencias y la jurisdicción otorgadas por la Constitución a los órganos constitucionales, ya que si se tratase sólo de competencias establecidas o de órganos creados por la normativa inferior, no resultaría lógica esta previsión en el texto constitucional. La Constitución se refiere a las competencias legislativas y ejecutivas, y a la jurisdicción judicial, tanto de origen constitucional como de origen legislativo y aun reglamentario.

Esta delegación carece de un límite preciso, salvo aquel que razonablemente se puede considerar fijado en el punto de la misma subsistencia del Estado Nacional. Es decir, no se podrían delegar íntegramente las competencias, especialmente la de los órganos constitucionales, ni tampoco desaparecer sectores de competencia sustanciales. Así, por ejemplo, no se podría delegar la calidad del Presidente como ’jefe del gobierno’ (art. 99) o la competencia presidencial de indultar y conmutar penas (art. 99, inc. 5) o de nombrar embajadores y ministros plenipotenciarios (art. 99, inc. 7), entre otros ejemplos exagerados. La Constitución autoriza la delegación de competencias pero no la desaparición del Estado.

El constituyente utilizó un término preciso, ’delegar’, lo que, según la práctica uniformidad de la doctrina, supone la transferencia del ejercicio de la competencia y no de su titularidad. Si bien el órgano delegante es, de ordinario, superior del delegado, el derecho publico también reconoce la delegación entre órganos sin relación jerárquica por pertenecer a distintos órdenes competenciales —por ejemplo la delegación legislativa otorgada por el Congreso en favor del Presidente, prevista por el art. 76 de la Constitución— que es lo que ocurre, precisamente, en el derecho de la integración en el punto que estamos considerando. Por tratarse de una delegación, el delegante puede recuperar el ejercicio de la competencia delegada, en cualquier momento aun cuando la delegación hubiese sido efectuada sin término o por un término mínimo. En el caso del derecho de la integración, la reversión de la delegación supondrá la separación del Estado del sistema de la integración, a través de la denuncia del tratado pertinente, con el procedimiento y mayorías especiales prevista en el art. 75, inc. 24 in fine, ya citado.

Queda por analizar la cuestión del eventual conflicto constitucional. El art. 75, inc. 24 sólo condiciona la delegación a las ’condiciones de reciprocidad e igualdad’, es decir que los demás Estados integrados deberán realizar idéntica delegación en favor de los mismos órganos supranacionales y con idénticos efectos en sus respectivos órdenes internos, y también al respeto, por el tratado, del ’orden democrático y los derechos humanos’. Sin duda se refiere a tal como el ’orden’ democrático y los derechos humanos son establecidos y respetados por la Constitución Nacional —que, como hemos visto, se integra con diversos acuerdos internacionales sobre Derechos Humanos— único punto de referencia positivo. En estos aspectos el Tratado se subordina a la Constitución, es decir, la validez de la delegación podría ser cuestionada constitucionalmente.

Fuera de aquellos límites, y del límite implícito de la subsistencia del Estado, la delegación será siempre constitucionalmente válida porque se encuentra autorizada por la Constitución. El resto del contenido del Tratado deberá ser valorado de acuerdo con los mismos parámetros, ya que aun la regulación de materias que haga el Tratado —y no sólo la atribución de competencias a los órganos comunitarios— es, en sí misma, el resultado de la delegación de competencias al órgano fundacional de la Comunidad, que se constituye y agota en el mismo acto de la sanción del Tratado, sometido a su ratificación de acuerdo con el derecho constitucional interno. Efectuada esta ratificación, el Tratado se ’constitucionaliza’ y, por tanto, no puede ser atacado constitucionalmente.

Por supuesto que subsiste el problema de la contradicción en sentido propio. Este sólo puede ser resuelto de dos maneras: a) entendiendo que la norma constitucional local ha quedado automáticamente sustituida por la nueva norma del Tratado, en la medida que no supere los límites antes indicados, con lo cual el art. 75, inc. 24 ha incorporado un nuevo procedimiento de reforma constitucional; b) por la necesidad, como en el ejemplo español, de la reforma expresa de la norma constitucional contradicha, lo que en nuestro caso no es una interpretación conveniente ya que, entonces, debería recurrirse al complejo procedimiento de reforma constitucional previsto en el art. 30: ley del Congreso aprobatoria de la necesidad de la reforma, sancionada por el voto de las dos terceras partes, y reforma constitucional que debe consagrar una ’Convención convocada al efecto’. Me inclino por la primera de las alternativas, por considerarla más coherente con el sistema del derecho de la integración. Veremos cuál es el camino que seguirá nuestra futura práctica constitucional al respecto.

IV.C. La situación con respecto al derecho derivado

El problema es más complejo, especialmente por el principio de la aplicabilidad inmediata del derecho derivado, lo que hace que carezca de ese primer y fundamental mecanismo de control constitucional que representa la necesidad de la ratificación del tratado.

Sin embargo debe aquí aplicarse un mecanismo de lógica jurídica. El derecho derivado no puede ser examinado en su validez —precisamente por lo anterior—

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por el derecho interno. El juez nacional debe aplicarlo automáticamente, sin siquiera analizar su validez con respecto al derecho originario comunitario. Esto, en el caso de la Unión Europea, es de competencia del Tribunal de Justicia, aunque otro sistema de integración podría establecer lo contrario, con el peligro cierto de perder o afectar a la uniformidad y homogeneidad de la aplicación del derecho comunitario. Si el derecho derivado es conforme al originario —y así lo declara en el caso concreto el Tribunal de Justicia— debe entenderse que en los límites estrictos de la cuestión planteada, la norma constitucional ha quedado desplazada, o resulta inaplicable al caso —lo que es conforme con el principio de subsidiariedad— pero no por la norma derivada, sino por la originaria que autorizó su dictado, apoyada en la delegación de competencias que el mismo Tratado establece, el que —como argumento fundamental en sustento de esta tesis— ha sido ratificado por el ordenamiento local según las exigencias de su propio derecho constitucional.

Nuestra Constitución, en la parte final del primer párrafo del art. 75, inc. 24, establece: ’Las normas dictadas en su consecuencia (de los tratados de integración) tienen jerarquía superior a las leyes’. Estas normas por definición y por imperio de la delegación, no requieren de ningún mecanismo de ratificación, gozan de aplicabilidad directa y por supuesto inmediata, según su contenido, con prevalencia sobre el derecho interno. No pueden ser alcanzadas por la revisión constitucional si son válidas —como dijimos antes— a la luz del tratado de integración, constitucionalmente ratificado.

Recordemos, en este sentido, que el Derecho de la integración o comunitario organiza dos órdenes de competencias, la comunitaria y las nacionales. La validez de las normas subordinadas (derivadas) en ambos ordenamientos deberá ser analizada, primero, de acuerdo con su correspondencia a la norma de jerarquía principal con la que se relacionan —Tratado constitutivo, Constitución— sin que deban realizarse verificaciones cruzadas, salvo en lo que hace a las normas internas con respecto a las comunitarias de cualquier jerarquía, ya que estas, por definición gozan de primacía sobre el derecho interno.

V. A cincuenta años de Nuremberg

Cualquiera sea la calificación que nos merezca la existencia de un tribunal total y exclusivamente compuesto por los vencedores para juzgar exclusivamente a los vencidos, lo cierto es que el ’juicio de Nuremberg’ y las normas que lo habilitaron, contienen principios importantes a la hora de determinar afirmativamente que, como principio y más allá de sus dificultades prácticas y de las alternativas —compromisos, negociaciones, imposición del más fuerte— es posible que un tribunal supranacional juzgue los actos de los Estados, por consiguiente de sus gobiernos, e incluso de las personas individuales que cometieron tales actos, conforme a normas que ya integran la ’civilidad jurídica’ universal, estrictamente los derechos humanos. Hoy, a tanta distancia de Nuremberg y sin la inmediatamente cercana atrocidad de la guerra y del holocausto, podemos pretender que a tales casos se apliquen otros principios que también forman parte de la ’civilidad jurídica’ universal: el principio del juez anterior al hecho del proceso; el de la inexistencia de delito y de pena sin ley anterior que tipifique y sancione la conducta. Aunque con imperfecciones, tales principios encuentran hoy en día las condiciones para su respeto. Existen las normas y existen los tribunales.

El estatuto del Tribunal de Nuremberg le otorgaba a esta corte internacional (en este caso no puede confundirse con supranacional) competencia para entender en casos de crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. La característica principal, desde esta perspectiva, del estatuto, o su principio inspirador era que los individuos —y no sólo los Estados— son sujetos de obligaciones internacionales, con un expreso rechazo de la regla de la inmunidad de los actos de soberanía o de gobierno, cuando el Estado aprueba —y el individuo ejecuta— actos contrarios al derecho internacional.

Estas son reglas de especialísima importancia. En este aspecto, no puedo dejar de destacar que la Corte Suprema de Justicia Argentina, al analizar la solicitud de extradición formulada por la República de Italia de Erich Priebke (sentencia de 1995) ha reconocido la vigencia de estos principios al hacer mérito del hecho de que esta persona se encontraba acusada de ’haber dado muerte a setenta y cinco judíos no prisioneros de guerra, ni absueltos, condenados o a disposición del tribunal militar alemán, ni a disposición de la jefatura de policía alemana…(lo que) configura prima facie delito de genocidio… sin mengua de otras posibles calificaciones del hecho que quedarían subsumidas en la de genocidio….Que la calificación de los delitos contra la humanidad no depende de la voluntad de los Estados requirente o requerido en el proceso de extradición sino de los principios del ius cogens del Derecho Internacional…Que en tales condiciones, no hay prescripción de los delitos de esa laya y corresponde hacer lugar sin más a la extradición solicitada …’

Notas:

(*) Conferencia dictada por el autor en el Symposium II Processo di Norimberga, a Cinquanta anni dalla sua Celebrazione, Università degli Studi di Lecce, Italia, 5/7 de diciembre de 1997.

Categoría: El Derecho
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