Rodolfo Barra

Globalización y regionalización

La soberanía cuestionada

En un reciente artículo publicado con el sugerente título Lo que oculta la Organización Mundial de Comercio el Presidente Alfonsín criticó el denominado acuerdo MAI o Acuerdo Multilateral de Inversiones, gestionado en la OCDE, señalando ’…la sustancia del tratado es limitar, y, si se quiere, congelar y en ciertos casos reducir el espacio de la actividad estatal con relación a la inversión de capital, cualquiera sea su origen. Aparece así como un superestado, una real constitución a nivel mundial que define, limita y restringe el espacio de la actividad estatal’ (el remarcado corresponde al original).

Seguramente no es desacertado el análisis del Dr. Alfonsín con relación al MAI, ya que todo el proceso de globalización exhibe, al momento, una tendencia de la actividad económico-financiera mundial a la superación de los límites, de la injerencia, del poder, en definitiva de la soberanía, de los estados nacionales.

¿Quiere esto decir que desaparece el Estado? Probablemente sí, pero sólo en el sentido en que hoy lo conocemos.

Lo que se encuentra en crisis frente al proceso de globalización es la forma nacional de Estado, de matriz europea, nacido como consecuencia de la Paz de Westfalia, de 1648, con la secularización del poder político y el comienzo del confinamiento del Estado, es decir, del enclaustramiento del poder político dentro de límites geográficos ’nacionales’. Esta configuración moderna del Estado llegó a su perfección con la Revolución Francesa y su ideología exportada por las tropas napoleónicas. A partir de finales del siglo XVIII, a partir de las doctrinas de la soberanía del pueblo, la representación popular y la separación de poderes, el Estado se diferenció del monarca convirtiéndose en una persona jurídica ajena, separada, diversa, de las personas físicas de los gobernantes, meros representantes del pueblo soberano.

Es útil mencionar esta palabra clave de soberanía. Hasta el proceso iniciado en 1789 el soberano era el monarca, con lo que se quería decir que no existía ningún poder sobre el mismo, cuestión que adquirió sustancia verdadera después de Westfalia cuando el poder del papado y del imperio devinieron en nominales y se quebraron los distintos lazos de vasallaje feudal que hoy denominaríamos ’transnacionales’. El monarca era el soberano en su territorio, sustancialmente un territorio nacional, definido así por un conjunto de elementos especialmente culturales —ayudado, en algunos casos, por accidentes geográficos muy marcados como barreras de separación— igual en su poder soberano a los otros monarcas también nacionales, con quienes debía establecer relaciones de paz y guerra que dominaron, en definitiva hasta el reciente fin de la guerra fría, el panorama de las relaciones internacionales. Era el monarca soberano de una nación soberana.

Luego de 1789 el soberano es el Estado —frente a los otros estados iguales— un órgano juridizado de una nación que es soberana por su identificación con un pueblo soberano, al cual los gobernantes representan como meros administradores.

Pero esta noción westfaliana del Estado no es la única posible. De hecho es extremadamente reciente y, aparentemente, con tendencia a su desaparición.

¿Estado-nación o Estado a secas?

¿A qué llamamos Estado? Si lo despojamos de sus formas históricas, nos queda sólo un elemento sustancial para su identificación: el Estado es el centro de poder de conducción de una determinada comunidad o conjunto de mujeres y hombres que, por diversas razones, se someten —normalmente de manera no voluntaria, sino por situaciones de hecho— a tal centro de poder. Se trata del poder de establecer reglas de conducta para cada uno de los miembros de esa comunidad; del poder de juzgar y sancionar a quienes violen tales reglas de conducta y del poder de ejecutar aquellas decisiones y de administrar ciertos bienes comunes.

Estos poderes son esenciales a toda forma de vida comunitaria. Por ello podemos imaginar que lo ejerció el más fuerte de los integrantes de cada uno de los grupos nómades en las épocas prehistóricas, como después el jefe del clan, de la gens, de la tribu, el rey, el obispo o el papa, el señor feudal y el emperador. Sin duda, también el Estado nacional post-westfaliano.

Esos poderes pueden estar concentrados o distribuidos horizontal y verticalmente. En una casi interminable red de vasallajes feudales o enmarcados en los confines de un territorio. Concentrados en una sola persona o distribuidos según especialidades o competencias orgánicas, de acuerdo con el principio de la llamada ’separación de poderes’. Pueden ser distribuidos federativamente o concentrados de manera unitaria. Pero siempre es el Estado, aunque no lo llamemos de esa forma.

Veamos el fenómeno de la integración regional, cuyo caso paradigmático es el de la Unión Europea. La Unión, o la Comunidad —en una terminología todavía ambigua— tiene sus propios órganos que legislan con normas aplicables directa e inmediatamente en el interior de los estados socios. Tiene su tribunal que dicta sentencias cuya doctrina debe ser seguida por los tribunales nacionales —sobre todo en el denominado proceso prejudicial— para resolver conflictos en relaciones jurídicas nacidas y de cumplimiento dentro de los límites nacionales. Las autoridades nacionales son en numerosos casos meros ejecutores de las decisiones comunitarias y los órganos legislativos nacionales deben, también en una enorme cantidad de temas, ajustar sus decisiones a las normas comunitarias. Existe una moneda de la Unión, muy pronto de circulación o curso legal en el interior de las naciones miembros. También la ciudadanía de la Unión, en coexistencia con las ciudadanías nacionales. ¿Se puede negar que la Unión Europea es un Estado? Los estados miembros de la Unión han renunciado a porciones importantes de su soberanía —así lo afirma un gran sector de la doctrina, mientras que otros lo juridizan señalando que se trata de una distribución de competencia según el principio rector de la subsidiariedad.

El modelo del Estado-nación, que comenzó en Europa, está muriendo en la misma Europa, pero no está muriendo el Estado, sino solo una forma histórica de Estado.

El Estado soberano y la crisis de la soberanía

Pero el fenómeno integracionista europeo no es el tema esencial de la crisis del Estado en el final del segundo milenio. En definitiva se trata —el de la Unión Europea— de un Estado continental, con un juego casi federativo de soberanías distribuidas en diversos estados nacionales, y hasta en estados regionales, como las autonomías españolas. No tiene esta nueva manifestación diferencias sustanciales con lo que existía antes del siglo XVII: la ciudad-estado, el imperio-estado, el feudo-estado, incluso la Iglesia-estado. Luego vino la nación-estado y ahora el continente-estado.

Todos ellos actuaron, implícita o expresamente, según la regla de la soberanía, si bien antes de 1648 tal soberanía carecía de caracteres políticos definidos. Comenzó a tenerlos, en un lento proceso de formación natural, cuando los nuevos ’estados-nación’ debieron fijar las reglas de sus relaciones mutuas. La soberanía se desarrolló así como un elemento sustancial del Derecho Internacional, de la doctrina y la praxis de las Relaciones Internacionales: los estados son sujetos de derecho (concepto fortificado con la Revolución Francesa, como ya vimos) que se relacionan en un pie de igualdad persiguiendo la realización de sus propios intereses sin que exista ninguna autoridad superior a ellos que fije reglas o límites en orden a que la persecución de tales intereses soberanos no afecte un bien general, común, con cualidad normativa.

La idea de soberanía, estrictamente, es, entonces, un concepto propio de la ’modernidad’. Pero ahora ya comenzamos a transitar la era de la ’posmodernidad’.

Hasta el presente existían violaciones —abiertas o encubiertas— a la soberanía, o también soberanías condicionadas. El mundo bipolar de la ’guerra fría’ suponía la soberanía de los estados-nación pertenecientes a uno u otro bloque, pero a la vez las condicionaba a la política de enfrentamiento liderada por el ’jefe de grupo’.

El Estado fuerte

El fin de la bipolaridad supone el cambio de la agenda internacional. Hasta 1989 —como en el caso de las referencias anteriores a hitos como 1648 o 1789, se trata sólo de fechas simbólicas, donde puede suponerse el comienzo de un proceso a partir de un hecho político determinante, en el caso, la caída del muro de Berlín, como antes la paz de Westfalia o la Revolución Francesa— tal agenda estaba dominada por el enfrentamiento ideológico, por las razones de defensa de los ámbitos ideológicos establecidos, por la necesidad de supremacía (militar, económica, hasta cultural) de un bloque (o de su líder) sobre el otro.

Los estados que habían aceptado condicionar su soberanía a aquellas exigencias, en el interior de cada uno de ellos se fortificaban, imponiendo sus reglas de juego a los factores internos y a los externos que pretendían actuar dentro de sus límites geográficos, en un nivel relativamente alejado del conflicto bipolar. En el bloque occidental era la época del ’capitalismo controlado’, reglamentario, del ’estado de bienestar’, con proteccionismo, fomento, pleno empleo, empresas estatales, gran inversión pública, déficit presupuestario, inflación parcialmente generada como manifestación indirecta o directa del poder estatal de emitir moneda. Estaban —los estados— debilitados o condicionados en lo internacional, pero fortificados en lo interno, hasta por una exigencia de la propia confrontación internacional que exigía situaciones consolidadas fronteras adentro. En definitiva el ’estado de bienestar’ fue también parte de la guerra ideológica, en la medida que fue un gran instrumento de contención de la invasión del comunismo en las naciones del bloque occidental’.

La nueva realidad global

La caída del muro simbolizó la caída de todas las barreras y la pérdida de esa identidad del Estado consigo mismo.

El fin del bipolarismo coincidió con la explosión de una profunda revolución tecnológica —la tercera o ya cuarta revolución industrial— sobre todo en materia de comunicaciones de todo tipo. Esta revolución tecnológica fue y es la infraestructura del cambio ideológico con el predominio de una nueva ideología: el globalismo.

Como mero adelanto de lo que luego diremos, la principal característica de esta ideología es la superación por parte del mercado mundial de las barreras y controles estatales (de cualquier forma de Estado), es decir, la imposición del mercado globalizado, que globaliza también —como consecuencia o como fenómeno paralelo— la agenda internacional —que queda ahora casi desvinculada de las relaciones entre estados soberanos— globaliza asimismo la cultura de los pueblos y, por consiguiente, hasta el mismo concepto de nación, en vía de conversión hacia los meros localismos nacionales o regionales, que en ocasiones no tiene mayores formas de expresión como la que se manifiesta en la protesta de grupos de ciudadanos franceses contra la instalación —y la modalidad gastronómica— de los Mc Donalds.

Aquí podemos recordar la distinción terminológica que propone Ulrich Beck 1) globalismo es una ideología que propugna que el mercado mundial sustituya la acción política de los estados; es la ideología del dominio del mercado mundial, la última expresión del neoliberalismo o lo que Luttwak denomina ’turbocapitalismo’ 2) globalidad, que es una realidad sociológica, una mera comprobación del hecho de que vivimos en una sociedad mundial, donde la idea de espacios cerrados (límites geográficos, barreras culturales, etc.) es plenamente ficticia; 3) globalización, como el proceso según el cual los estados nacionales y sus soberanías son condicionados y conectados transversalmente por actores transnacionales.

Así la ideología globalista se apoya en la realidad material de la globalidad dentro del proceso de la globalización, término este que culmina encerrando a los dos anteriores, y así lo utilizaremos.

Durante la era del bipolarismo, ya lo vimos, los estados habían disminuido su potencialidad exterior, en beneficio de la nación dominante en el bloque, pero a la vez habían fortificado su presencia fronteras adentro. Hoy la ecuación se modifica, ya que la defensa deja de tener la misma trascendencia que la que tenía en plena guerra fría. Las necesidades militares exteriores se orientan a una actividad casi policial, impuesta por la nueva agenda global que si bien no prescinde totalmente de los intereses estratégicos nacionales, tiende a confundir a estos con los impuestos por las necesidades y requisitos de la globalización.

Aún así se hace sentir el predominio de la nación hegemónica —los Estados Unidos— capaz de definir casi por sí sola o arrastrando a sus aliados, el lugar y la ocasión del ejercicio de su poder de policía militar (Golfo Pérsico, Kosovo) o de neutralizar la posibilidad del surgimiento de otros centros de poder militar.

Pero a la vez los estados se debilitan en lo interior, renunciando a los instrumentos de control capaces de poner cauce a la marea del mercado globalizado.

El nuevo actor en la escena internacional es la empresa globalizada. Esta ya no necesita del Estado, salvo como garante de la seguridad jurídica, sino que, por el contrario, lo considera un estorbo para su actuación en un mercado absolutamente libre. El estorbo estatal está representado, incluso, por las fronteras y lo que estas significan desde el punto de vista jurídico y económico. Por ello la empresa actúa ’transfronteras’, tomando al mundo como un conjunto en donde se debe decidir la localización de las plantas de distintos segmentos o partes de una producción unitaria, el aprovechamiento de determinadas condiciones laborales (la flexibilidad laboral es esencial en la globalización), condiciones financieras, de materias primas, etc. Los lugares de producción pueden ser varios, el lugar de venta es en todo el mundo.

Este planteo encontraría una seria dificultad si los estados continuasen con las políticas intervencionistas y proteccionistas anteriores al ‘89, de manera que el propio proceso fuerza a los estados a seguir una política de absoluta liberalización, condenando al que se resista a ella a un total estancamiento.

Es cierto que, por ejemplo, la globalización en ciertos casos (con excepción de las economías más sólidas, como la de los Estados Unidos) provoca un fuerte impacto en el mercado laboral, que al estar también globalizado y cada vez menos reglamentado (es decir, menos protegido por el Estado) se somete a una competencia viciada, ya que quienes compiten carecen de circunstancias relativas homogéneas. Esto provoca en ciertos países desempleo (agravado por la informatización de la producción y por el retiro del Estado —como consecuencia del proceso de privatización— como fuerza empleadora en condiciones de subsidio) porque la localización de la fuente de producción, salvo que predominen otros factores en la toma de decisión, se hará en el país menos reglamentado en materia laboral, que es el país de mano de obra más barata. Para competir, entonces, en el mercado laboral globalizado, se deben homogeneizar las condiciones, lo que será inevitablemente hacia abajo, salvo en el segmento de mano de obra más calificada donde las condiciones de competencia pueden variar. Pero no aceptar esta imposición fáctica de la actuación de la empresa globalizada, supone la falta de inversión de capitales en el país resistente, y por lo tanto una situación de desempleo aún mayor que la que impone la globalización. Sólo la continuación del proceso —por eso la globalización es un concepto dinámico— puede llevar la situación a un punto de equilibrio, lo que da razón a la ideología globalista que en definitiva cree en la virtud mágica del mercado, o en su capacidad de autocorrección: los vicios del mercado libre se corrigen con mayor libertad de mercado ¿Siempre?

Este comportamiento de las empresas globalizadas exige, entonces, un mercado laboral globalizado, pero también un sistema financiero globalizado. Para Lafay los movimientos internacionales de capitales son la manifestación más evidente del proceso de globalización, impulsada por la profunda desregulación y por la transformación tecnológica que acelera y abarata el costo de las informaciones y de las transacciones. El mercado financiero puede así operar 24 horas por 24, en todo el mundo, sin grandes posibilidades de intervención estatal.

Luttwak utiliza la figura del mare magnum de la economía, como opuesta a la existencia de los lagos, ríos e incluso mares cerrados de las economías locales, que antes existían al amparo de una actitud proteccionista de los estados. En este gran y único océano, los estados son sólo islas de playas bañadas por mareas que ya no pueden controlar y que pretender controlarlas con los instrumentos del pasado constituiría una actitud suicida.

La nueva agenda global

El sistema global no es sólo económico. En conjunción con el gran mercado global, y en ocasiones en paralelo al mismo, se ha ido desarrollando una nueva agenda que incluye problemas nuevos o viejos transformados por las propias exigencias o por los efectos de la globalización económica. Se trata de problemas que no pueden ni ser reducidos a los confines estatales, ni ser tratados en el tradicional plano de las relaciones internacionales o relaciones entre estados, porque influyen o son influidos por el mercado global o por la nueva cultura globalizada.

Así, siguiendo a Attinà, tenemos, como nueva agenda internacional globalizada, el problema ecológico o de protección del ambiente; el problema de los flujos migratorios; el problema de los derechos humanos y de la democracia; el problema de ciertas formas de criminalidad, como el narcotráfico, el lavado de dinero, el tráfico de niños; y el problema de la sanidad, con referencia a ciertas enfermedades como el SIDA.

A esta agenda deberíamos agregar el problema del control del mercado globalizado, ya que mercado y control son caras de la misma moneda o fuerzas que deben estar en una relación armónica. Un exceso de control perjudica al mercado, pero la falta total de control convierte al mercado en una fuerza desatada que perjudica al ser humano, en definitiva el sujeto, principio y fin de la capacidad creativa del mercado. Las experiencias nacionales de la etapa preglobalización, la etapa de los capitalismos nacionales, así lo demuestra.

El bien común globalizado

Esto nos reconduce a la cuestión inicial, al problema del Estado. Quizás la idea tradicional de soberanía, como la del estado-nación, no serán categorías útiles para las ciencias sociales del siglo XXI. ¿Pero significa esto que el Estado desaparecerá?

La agenda cuyo contenido acabamos de enumerar no muestra solo un elenco de problemas, sino de bienes, es decir de realidades, hechos, relaciones sociales, que las mujeres y hombres de todo el planeta consideran, cada vez más, como buenos, positivos, valiosos para su propia felicidad individual. Pero son bienes que deben ser gestionados en común para luego ser aplicados o distribuidos para su gozo personal por cada uno de los habitantes de la tierra. Es decir, no pueden ser realizados o logrados solo por el esfuerzo individual de cada uno, sino que requieren de una realización general, colectiva, a través de un sujeto capaz de provocarlos, asegurarlos, distribuirlos o aplicarlos en las situaciones concretas.

Son bienes comunes, o, dicho de otra manera, forman parte del bien común.

Nótese que aquí reside el secreto de la existencia del Estado, en cualquiera de sus formas: la realización y distribución del bien común.

Hasta 1989 el bien común se encontraba ’nacionalizado’, es decir, su búsqueda se agotaba dentro de los confines nacionales y el Estado reconocía como su causa final —en la expresión aristotélica— la realización del bien común. Dentro de la comunidad nacional se desarrollaban —también siguiendo a Aristóteles y a Santo Tomás de Aquino— tres tipos de relaciones: las conmutativas, entre las partes del todo comunitario generando intercambios de bienes privados; las distributivas, entre el Estado y sus súbditos, ejerciendo la distribución del bien común, y las impuestas por la denominada justicia general que obliga a orientar cada una de nuestras acciones a las exigencias del bien común.

En el plano internacional la situación era distinta. Sólo eran posibles las relaciones conmutativas entre los Estados, es decir, el intercambio de sus bienes propios entre estos sujetos de las relaciones internacionales. No es que no existiese, como dato fáctico, un bien común internacional, sino que no existía (en realidad todavía no existe) el sujeto dotado de poder para realizarlo y distribuirlo. En realidad, en la era preglobalización, el bien común internacional que podía ser identificado era la paz (de ello hablaba el Papa Juan XXIII en su encíclica Pacem in Terris) pero aunque la paz era una cuestión que podía ser discutida en las Naciones Unidas, finalmente era resuelta por el juego disuasivo de fuerzas de las dos superpotencias mundiales. En aquel juego disuasivo se enmascaraban o se diluían todos los restantes problemas que hoy aparecen con luces rojas en la denominada agenda de la globalización.

Así, mientras que dentro de las fronteras nacionales el juego de relaciones se encontraba asegurado —el bien común tenía un sujeto responsable, el Estado— en el plano internacional sólo podía plantearse un esquema de relaciones conmutativas, de intercambio de bienes privados entre estados iguales en su soberanía. No existía un bien común reconocido por todos como tal, seguramente por la inexistencia del sujeto responsable de su realización y distribución. En definitiva, el mismo equilibrio atómico, era un juego de intercambio de fuerzas amenazantes entre dos sujetos iguales. La paz no se encontraba asegurada por la presencia de un poder superior que la garantizaba y realizaba como un bien común, sino por la mera relación equilibrada del terror.

Pero ahora aparece una agenda globalizada, y aparece porque los problemas están, existen, y se hacen globales porque, por imperio del mercado globalizado, el Estado dejó de ser una unidad cerrada, dejó de monopolizar el poder de resolver por sí solo y dentro de sus confines, estos tipos de problemas.

El ordenamiento internacional de los derechos humanos

Veamos este fenómeno en el ámbito de los derechos humanos.

En esta materia estamos viviendo una profunda transformación cualitativa, tanto en la definición misma de los derechos humanos como, y esto es más importante, en lo que se refiere a su ámbito de protección, todo lo cual produce un cambio desde el reconocimiento político internacional de los derechos humanos hacia su reconocimiento jurídico, también en el campo internacional. Es decir una transformación hacia una mayor juridicidad globalizada, mediante no sólo convenciones internacionales sancionadas por acuerdos bi o multiestatales, sino principalmente por decisiones de órganos supranacionales.

Los derechos humanos se ’positivizan’ frente a determinados hechos que impulsan la formación de la conciencia universal acerca de la necesidad de su reconocimiento en normas positivas —universalización que se está imponiendo a pesar de ciertas tendencias en naciones no occidentales a calificar esta política de derechos humanos como ajena a sus tradiciones culturales, tendencia que aparece cada vez más debilitada, aunque todavía se atrinchera en temas de especial sensibilidad, como por ejemplo, los derechos de la mujer—.

Lo cierto es que desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, esta cultura universal ha ido profundizando o especificando el reconocimiento de derechos especiales (en definitiva ya previstos de manera genérica en la Declaración del ‘48), como los de la mujer, del niño, o frente a agravios significativos particularizados como la discriminación, la tortura, la desaparición forzada de personas, o regionalizando su ámbito de aplicación, así expresada en los institutos de protección de derechos humanos en Europa, o en América con nuestro Pacto de San José de Costa Rica, etc.

Como decíamos, los derechos humanos manifiestan una tendencia hacia su reconocimiento universal como derecho positivo, lo que significa que se encuentran expresados en normas positivas que alcanzarán pleno valor jurídico en la medida que tales normas establezcan autoridades de vigilancia y hasta de juzgamiento, con poder (no hay derecho positivo sin instrumentos de coacción) para sancionar las infracciones o agravios a los derechos humanos. Incluso la fortaleza de estas normas adquiere una especial significación cuando, como en el caso argentino a partir de la reforma constitucional de 1994, a estas convenciones o pactos internacionales de reconocimiento de los derechos humanos se las declara parte integrante de la misma Constitución Nacional, lo que provoca la automática delegación de competencias constitucionales a los órganos supranacionales de control o sanción creados por la norma internacional.

Hoy es posible hablar de un verdadero ordenamiento jurídico internacional en materia de derechos humanos, caracterizado por la presencia de autoridades supranacionales con competencias específicas para el control de las normas de dicho ordenamiento y para el juzgamiento de las infracciones, a través de órganos de naturaleza jurisdiccional o, directamente, de órganos de estructura judicial que aplican procedimientos típicamente judiciales. Estos órganos —como la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos— reciben las denuncias no solo de los Estados parte o de los propios órganos encargados del control, sino de los particulares, las mismas víctimas de las violaciones ocurridas dentro del territorio y perpetradas por las autoridades del Estado al que la víctima o agraviado pertenece.

Estos órganos supranacionales aplican el derecho del que nacen, es decir, el convenio, pacto, declaración o tratado pertinente, o también el derecho creado por la misma organización internacional originada por el acuerdo base, como también los principios y costumbres del derecho internacional, en especial (aunque no exclusivamente) en esta materia de derechos humanos, aun cuando pueden también juzgar acerca de la violación efectuada contra una norma del ordenamiento interno o local, si esta amplía el ámbito de protección del derecho agraviado.

El sistema no es, todavía, perfecto. Falta la vía de actuación directa del tribunal internacional, su poder coactivo también directo, su reconocimiento universal sin condiciones, correspondiendo recordar aquí la resistencia norteamericana al ’Estatuto de Roma’ (aún no vigente), que crea la Corte Internacional de Justicia en lo Criminal, acuerdo adoptado por la Conferencia de representantes plenipotenciarios de Naciones Unidas el 17 de julio de 1998, luego de cinco semanas de intensos debates en los que estuvieron en juego nociones muy vinculadas a las concepciones postwestfalianas y preglobalizadas de soberanía, las del cierre de las fronteras del Estado, incluso para el juzgamiento de crímenes como los contemplados en el ’Estatuto de Roma’, como el genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y el delito de agresión, este todavía no tipificado.

Un sistema inestable

Detengámonos en la cuestión de los derechos humanos, considerados como bien común de la humanidad, es decir, correspondientes al ser humano como tal, independientemente de sus circunstancias, entre ellas la pertenencia a un Estado particularizado.

Si se trata de un bien común de la humanidad, en este sentido ’globalizado’, requiere de un centro de poder que lo realice, garantice y distribuya, a través de su adjudicación (reconocimiento) en los casos particularizados y en la generación de políticas obligatorias de respeto a los derechos humanos en cada ámbito nacional. Y esto más allá de las decisiones de cada uno de los estados, de la invocación de su poder soberano para juzgar y para ejecutar las sentencias, más allá del principio de territorialidad de la ley penal, de la inmunidad soberana, del principio de no juzgamiento internacional de las personas en su actuación como órganos de las instituciones estatales. Nótese que estas cuestiones son también aplicables a toda la agenda global, antes enumerada, ya que las infracciones a la protección del medio ambiente, a la discriminación y mal tratamiento de los flujos migratorios, a las conductas violatorias de la sanidad transnacional, a la lucha contra el crimen globalizado, etc., exigen de la presencia de semejantes órganos internacionales.

El sistema es hoy imperfecto, porque existen —casi formalmente individualizados— los elementos que integran el bien común internacional pero no existen las instituciones con poder de actuación y de coacción, originario, de oficio y autónomo, para actuar en consecuencia.

Entonces se producen las disfunciones, una suerte de anarquía en el funcionamiento del sistema. Cuando ocurren casos de genocidio, la actuación policial represora (Kosovo) queda a cargo de la potencia hegemónica y de sus aliados, que no actúa en todos los casos de genocidio, sino en los que conviene a sus intereses estratégicos. La sanción de conductas tiránicas tiene un sesgo unilateral ideológico y de cuestionable legalidad. Pinochet no es juzgado por la comunidad internacional sino por un Estado, en función de sus normas internas que se contraponen a las normas internas del Estado donde el delito se habría cometido ¿Por qué deben prevalecer unas en perjuicio de las otras?

Hacia el equilibrio institucional del sistema

Volvamos al mercado globalizado. Tiene razón el Dr. Alfonsín cuando sostiene que ciertas manifestaciones de la globalidad del mercado afectan a los intereses estatales. Tiene razón Luttwak cuando sostiene que el ’turbocapitalismo’ globalizado es la ley despiadada del mercado sin control.

El mercado laboral globalizado es injusto porque, como vimos, supone una competencia viciada. Si pudiésemos trasladar la experiencia del capitalismo precaída del muro de Berlín al plano de la sociedad globalizada, aprovecharíamos la regla de oro del capitalismo controlado (o por lo menos, bien controlado, en su justa medida): regular para facilitar la actuación del mercado, recomponiendo, a través de la regulación, las condiciones de competencia faltantes. ¿Es posible una regulación del mercado laboral globalizado? Esto sólo sería posible de existir instituciones con competencia y poder para hacerlo, reconocidas por todos los Estados.

Entonces ¿cómo se remedian los defectos de la globalización, sin dejar de aprovechar sus virtudes?

La historia parece tener un sentido unidireccional, en cuanto difícilmente pueda volver atrás, sobre las etapas precluidas. Esto nunca ocurrió, por lo menos en los registros históricos de la humanidad.

No puede creerse que estemos en el fin de la historia. Simplemente se trata de una etapa más, pero una etapa de transición, donde todo es gris, sin blancos y negros. Pero el sentido de la historia es hacia la estabilidad de los procesos, por lo menos hasta que estos se agotan. Todo sistema busca su punto de equilibrio, y en él permanece mientras que los elementos que lo integran mantengan su actualidad y vigencia. ¿Cuál es el punto de equilibrio del sistema —en formación— de la globalización?

Es difícil hacer previsiones. La paz de Westfalia no significó un quiebre abrupto entre el viejo sistema estamental feudal y el nuevo de los estados nacionales. Fue un proceso en el que por mucho tiempo (hasta casi el siglo XIX) se mezclaban lo nuevo y lo viejo. En definitiva el nuevo proceso necesitó del gran impulso político y jurídico significado por la Revolución Francesa y, lo que tiene gran importancia, el comienzo de la revolución industrial y el comienzo del capitalismo. El sistema de los estados nacionales, teóricamente pares y soberanos, fue de gran utilidad, quizás hasta exigido para el desarrollo exitoso del capitalismo.

Pero seguramente los hombres del siglo XVII y XVIII muy poco podían prever con respecto a la consolidación de los estados nacionales y el desarrollo, siquiera inicial del capitalismo y la democracia. Tampoco hoy nosotros, contemporáneos al momento de cambio, podemos hacer grandes previsiones.

Sin embargo es posible hacer algún análisis que, por supuesto, cualquier acontecimiento político puede modificar.

Como primer elemento de ese análisis se nos presenta la indiscutida hegemonía de los Estados Unidos. La guerra fría terminó con el triunfo del bloque occidental, democrático y capitalista. Se trata de un final feliz, en lo que respecta a una sincera afirmación de los derechos humanos, del régimen representativo de gobierno, de la libertad y del funcionamiento del mercado, hoy por hoy la mejor forma conocida para la producción y la distribución de la riqueza.

Es cierto que ha quedado, al momento, una sola potencia dominante, pero también es cierto que su compromiso con los valores antes mencionados —que por sus propias tradiciones y también por las exigencias ideológicas de la guerra fría se insertaron culturalmente en su pueblo y en su clase dirigente como parte integrante del propio interés nacional— hacen prever que, sin perjuicio de los juegos de poder naturales a cualquier forma de relación humana —de aquí la reticencia de esta potencia a la generación de cuerpos judiciales supranacionales— tal dominio no será en detrimento de la felicidad de los pueblos y el ordenado desarrollo de sus culturas nacionales insertadas en la cultura global. En definitiva se trata más de una preeminencia del primus inter pares que de un dominio sovietizado, imperialista o colonialista, preeminencia que implica la asunción de nuevas y más delicadas responsabilidades internacionales, hoy indispensables para evitar el peligro de las manifestaciones anárquicas que podrían aparecer como consecuencia de la extinción del orden impuesto por la obligada existencia de bloques antagónicos.

¿Hasta dónde la globalización depende de la hegemonía norteamericana? Si existiese esa dependencia la suerte de la globalización correrá la misma suerte que la subsistencia de la hegemonía unipolar de los Estados Unidos. Es difícil pensar en relaciones políticas sin antagonismos absolutos, teniendo en cuenta que las meras ’infracciones de policía’ (Timor, Kosovo) no son antagonismos, como no lo son las manifestaciones marginales de rebeldía ideológica (Cuba). En esta línea —y lo citamos porque tiene mucho que ver con los posibles escenarios de futuras disputas mundiales— nada menos que un pensador de la agudeza de Bobbio defiende, contra los profetas del ’fin de la historia’, la subsistencia de la díada derecha-izquierda, que no puede pensarse alterada por el nacimiento de la llamada ’tercera vía’ que no se diferencia demasiado de lo que es el ’turbocapitalismo’ que critica Luttwak, salvo en aspectos vinculados con importantes temas culturales y de valores, donde los ’terceristas’ se acercan mucho a las tradicionales posturas de la izquierda.

Ahora bien, es posible pensar que el nacimiento de un antagonismo clausure la era de la globalización en la medida que produzca una revitalización de las fronteras de los bloques, posiblemente actuando más como unidades regionales que como estados-nación sometidos a un liderazgo particular.

Pero también es posible lo contrario, es decir que el antagonismo transite por carriles ajenos a las exigencias del mercado globalizado, el que subsistiría por encima del conflicto y con aquel, las otras manifestaciones de la globalización, como la cultural, etc.

Esta es, quizás, la posibilidad más probable, ya que es muy difícil que un proceso histórico sin alternativas válidas vuelva sobre sus pasos.

La globalización no presenta, en lo que podemos conocer y prever, alternativas posibles. No podemos dejar de considerar que es la respuesta a un hecho material, la superrevolución tecnológica, y que expresa una metodología de producción y de circulación de la riqueza naturalmente adaptada a aquella infraestructura material.

Si el mercado es el gran motor de la economía, hoy no parece bastar para ello el conjunto de partes constituidas por los mercados nacionales. Esto no es ni mejor ni peor, simplemente es un hecho.

Pero los seres humanos se caracterizan por poder actuar sobre los hechos, orientándolos hacia su mejor o peor aprovechamiento en términos de felicidad humana.

Y aquí podemos ensayar visiones, todavía utópicas, acerca del futuro de la globalización.

Decíamos antes que tal como está hoy planteada, la globalización es un sistema inestable, ya que no ha encontrado su punto de equilibrio. Hoy es la fuerza desatada del mercado, la ambigüedad de los tribunales de justicia internacionales, el oportunismo de las intervenciones militares de policía, la debilidad política de las Naciones Unidas (que hasta depende, para subsistir, del humor norteamericano en cuanto al pago de su cuota de participación) la indefinición y carencia de fortaleza ejecutora en lo que se refiere a políticas de protección del ambiente (que contemplen adecuadamente los intereses de los países en vías de desarrollo) y de combate al crimen internacionalmente organizado. ¿Por qué estas debilidades y contradicciones?

El estado globalizado

A la globalización le falta la institucionalización. Si hay —ya pueden ser identificados como tales— bienes comunes internacionales, deben existir —cabe reiterar— instituciones capaces de gestionarlos, garantizarlos y distribuirlos. Estas instituciones serán el nuevo Estado, quizás no planteadas como partes de una unidad orgánica, como lo son las instituciones de los actuales estados, pero resolviendo en último término y según la aplicación del principio de subsidiariedad con respecto a los estados nacionales, los conflictos que caigan en el ámbito de sus respectivas competencias.

Si el bien común es la causa final del Estado, no puede existir el primero sin el segundo, y la imposición fáctica de las necesidades de bien común harán surgir, obligatoriamente, a las instituciones que, en sí mismas, serán el Estado como, según también lo definía Aristóteles, la sociedad perfecta en tanto que es la última capaz de resolver los conflictos y, haciéndolo, garantizar el logro de la felicidad de los hombres.

Este esquema que puede parecer viciado de utopismo, encuentra su antecedente y su experiencia en el modelo de organización institucional de la Unión Europea, como conjunto de instituciones que resuelven, subsidiariamente, las cuestiones que expansivamente se definen como comunitarias. Es decir, el modelo es posible y no sería aventurado afirmar que lentamente nos encontramos avanzando hacia él.

Por otra parte, debemos avanzar hacia dicho modelo o hacia algo parecido y de efectos equivalentes. El turbocapitalismo es, seguramente, indispensable. Es imposible pensar que un país que quiera desarrollarse pueda alejarse de aquel modelo. ¿Pero esto significa seguir soportando el desempleo en tanto que mal también globalizado? ¿No debería existir un ’ente regulador’ global del mercado laboral globalizado? Esta última reflexión muestra el error del análisis marxista sobre el Estado, cuando lo calificaba como una superestructura al servicio del dominio de la clase capitalista sobre el proletariado. Por ello, para la liberación del proletariado, el Estado debía desaparecer. La realidad nos muestra lo contrario. Para la protección del proletariado globalizado, de todos los débiles y sometidos de la tierra, el Estado debe renacer, con un poder y fuerza global que le permita el diálogo adecuado con el turbocapitalismo globalizado.

Categoría: El Derecho
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